Vicente Verdú
La gravedad de la crisis sólo se hace de verdad real cuando sus efectos se abaten sobre la vida de las personas. Y restándoles, no ya porciones de sus ingresos o sus ahorros, sino que cuotas concretas de vida.
Ahora, en España, donde los parados rebasan los 4 millones, equivalente a la quinta parte de la población activa, la importancia de la crisis deja de medirse en millones de euros para reflejarse en el dolor de millones de víctimas. Estas víctimas no mueren todavía pero en ellas se está plasmando, ,como un metáfora de los procesos de muerte, una degradante transformación de su condición social, psicológica y moral.
Todos ellos, a quienes día tras día se suman otros miles más, componen una multitud profundamente dañada cuyas reacciones ante el arbitrario poder que los condena se intensifica y se simplifica sin cesar. Condenados de la Tierra. Pero condenados ¿a cuenta de qué? Solamente como resultado de una ominosa organización que manifiesta su injusticia y su crueldad, su desvarío y su potencia, con el arrasamiento de seres humanos.
No será necesario, en adelante, muchos análisis más. El sistema falla en su punto central y opera como un peligroso delirio. Falla para fomentar el bienestar de las gentes pero, sobre todo, se revela sin tapujos como una fuerza del mal. ¿Seguir respetando sus reglas? ¿Corregirlas o regularlas acaso circunstancialmente? Si esta crisis cuyas proporciones aterran y no dejan de crecer no es ya otra cosa que un maldito artefacto incrustado en nuestras vidas como una incuestionable maldición, un motor tan enloquecido en su definitiva acción que es insoportable esperar paliativos a partir de su esencia ni, desde luego, solución alguna a partir de su naturaleza, reformada o no. Mucho menos, aún, de su pretendido saneamiento que no llevará sino a la consecuencia de reforzar su vigor criminal.