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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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Los tarros y cremas

El signo más rotundo del progreso social y material se manifiesta en la mayor o menor batería de tarros y productos cosméticos que se alinean y exponen en el cuarto de baño.

 No se exhiben como una directa exposición de estatus o poder sino que son, poco a poco, consuetudinariamente, un registro de la respuesta a las solicitudes estéticas de la contemporaneidad junto a un síntoma de las muchas preocupaciones importantes que ha despertado la apariencia.

 La gran ventaja de esos recipientes que compiten en diseño y esplendor, a la manera de joyas, es que no se refieren en absoluto a la medicina en sentido estricto sino que toman a la salud, en todos los casos, como un apoyo para su finalidad estética.

La acumulación de colonias, lociones, antiarrugas, crece pelos, hidratantes, limpiadoras, antiojeras, modeladores, revitalizantes, etcétera, poseen en común su propósito de mejorar la visión del cuerpo no necesariamente sus funciones. Enfrente, debajo o a los lados del espejo se extiende el desfile de productos químicos, aromatizados, refinados, coloreados, que el sujeto destinará a potenciare su mejor aspecto físico, primero ante la  probatoria imagen del espejo casero y, después, frente a la mirada de los demás, transmutada en un capital espejo cosmético puesto que lo decisivo de este conjunto de pomadas, tubos y ampollas viene a ser el logro de una imagen  que reciba el refrendo positivo de los otros.

En  ese lugar del cuarto de baño, santa santorum de nuestro rostro, se hacinan no ya una relación de fármacos que atienden su salud -que también- sino una fila de compuestos que procuran presentarnos de la mejor manera, radiante, optimista y saludable.

Que haya desaparecido el pudor ante la superabundancia de potingues y afeites, todos ellos supuestamente íntimos, se debe a haberse convertido este interior en un tópico repetido en unos hogares y otros, siempre más caros y complejos entre los ricos, más comunes y escasos en la casa del obrero, pero asombrosamente crecientes en cualquier hogar occidental, el medio rural y la periferia urbana incluidos.

 Aquel cuidado personal que, al comienzo del urbanismo, consistía principalmente en mirar a derecha e izquierda antes de cruzar la calle, ha evolucionado hasta mirarse detenidamente uno mismo, a derecha e izquierda, antes de salir de casa.

La casa, donde el reposo, al sosiego y la higiene,  formaban parte de su oferta interior ha añadido a sus funciones el tratamiento estético del cuerpo, sea del cutis, el cuero cabelludo, los michelines, las bolsas o las pistoleras. Todo ello no en cualquier sitio indiferenciado  de la casa sino precisamente en el cuarto de baño que pronto fue, con la urbanización, el remedo de la clínica, punto donde se hallaban las tiritas y las tijeras, el alcohol, los hipnóticos,  los analgésicos y, progresivamente, las drogas más fuertes. Lugar idóneo pues para el suicidio  y cámara básica para introducir sobre el cuerpo variables dosis, más o menos simbólicas, de vida o muerte.

 Dentro del cuarto de baño estamos solos y su alicatado de morgue, el bruñido de sus grifos y la aséptica impenetrabilidad de su loza, hacen sentirlo como una antesala del radiante mausoleo, entre extremadamente frío y aseadamente dulce.

De hecho son así, como presagios de una última metáfora, todos los envases, a menudo formalmente sofisticados o diabolizados, con secretas sustancias para combatir la edad o la fealdad. Así en el mismo recinto donde la muerte se representa en su mobiliario duro u óseo, las cremas son la evocación de los ungüentos para el embalsamiento. Nos lavamos, nos enjugamos, nos empastamos el rostro, la cabeza y las manos. Nos hidratamos para aplazar la sequedad o la decadencia, la aspereza o el agostamiento. O exactamente nos impregnamos el rostro con cremas de pepino, de aloe vera o de zanahoria, pero incluso de oro o de caviar que como antioxidantes reproducen la práctica faraónica que inyectaba elixir eterno en la carne y aplicaba máscaras de metales y piedras preciosas en el rostro o contra el rastrero quehacer que trae la muerte.   

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19 de enero de 2010
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El pan tostado

Una distancia incalculable separa al pan cocido del pan tostado. Apenas se requieren unos segundos al fuego para traspasar la frontera pero ese periodo es suficiente para matar en el pan su primera inocencia y convertir el producto en una seña relativa al orden de la alimentación intencional.

El pan sin tostar resulta explícito, demasiado hermoso, obviamente simbólico y saturado de evocaciones poéticas, místicas o penitenciarias.  El pan tostado, en cambio, constituye un paso inequívoco hacia la civilización. En todo Occidente se consumen diferentes clases de pan pero un punto que anula las diferencias se dibuja en el tostado. Todos somos ciudadanos en el pan tostado puesto que expresivamente remite a nuestro domicilio olfativo y a nuestros hábitos comunes. 

El tostado promueve el paso de la fabricación elemental a la complejidad de la escena doméstica donde su aroma hace las veces de una documentación intervecinal. 

El pan crudo o sin tostar dice poco o dice algo demasiado trascendente mientras que el pan tostado pronuncia en la cocina concreta un lenguaje  articulado al sistema de la cotidianidad. El pan crudo es bíblico o infinito mientras el tostado es concreción, vida personalizada y finita. En el primero reina sobre la mano del hombre la mano de Dios o de la FAO pero en el segundo ha sido eliminada la voz grandiosa  por completo.

 El pan cocido pertenecerá al más simbólico  pero el pan tostado encarna la máxima inmanencia, la ración de vulgaridad inmediata. Un pan duro sin tostar todavía continúa despertando  reverencia pero el pan duro tostado no vale nada, es ruin o carbón deshechado..  De este modo puede considerarse al pan sin más como el pan auténtico, el super-pan destinado a los milagros  mientras el pan tostado brinda  un cobijo circunstancial de sólo paganas, aunque interesantes, consecuencias.

De hecho, nunca un desayuno "continental" se considera perfeccionado  si faltan las tostadas bien sea por defecto o por depauperado apresuramiento. El tiempo meticuloso que el pan reclama para transformase en pan tostado posee la medida esencial del refrigerio y constituye el espacio teórico donde se imparte afecto para sí o para los otros.

Esa porción de espera que reclama la actuación del fuego tiene el sentido de una inversión hedonista del tiempo. Tostándose el pan, el tiempo discurre  parsimoniosamente y la  morosidad viene a ser como una metáfora de la conversión de la superficie sin trabajar en una tierra dorada donde lo que parecía mudo o baldío empieza a crujir y la sosa naturaleza blanca se hace inteligente.

No todos los panes tostados son extraordinariamente  listos pero siempre se los observará instruidos. La razón no es otra que la de haber recibido un suplementario de culturización y de ese modo se acercan más a los consumidores que eligen. Pan tostado o sin tostar equivale a pan desatendido o pan escogido. En el reconocimiento, el pan aumenta su riqueza o su humanización presta funcionalmente en la orilla del trabajo. Pan tostado o trabajado. La primera acción manufacturera del día se cumple aquí y en cuanto mejora su oferta se presenta propicia y productiva, apta para mutar su sequedad con la presencia del aceite, el aceite y el tomate, la mantequilla y la mermelada. Con lo que, poco a poco el producto, sin dejar nunca de ser pan, va alejándose del escueto pan sin argumento, sin noticia y va revistiéndose del primer hecho del día.  

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18 de enero de 2010
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La plancha

¿Por qué los hombres no planchan? Un libro relativamente reciente sobre las constantes diferencias de género se titulaba precisamente así. Los hombres no planchan y cuando lo hacen viene a ser como mostrar el peldaño más alto de su conversión a la igualdad o el más bajo escalón en su vida solitaria.

Los hombres no planchan como tampoco saben comportarse apropiadamente con las ropas se trate de doblar las camisas o los pañuelos o de hacerse cargo de su composición textil.  La relación del hombre con las ropas es tan nula o igual a la del bebé con sus vestidos: deja que otros los cuiden y se los pongan a punto, como señal tanto de su invalidez como de su solicitud de un cariño adicional. Desde esa postura, el hombre olvida cómo llega la ropa desde el momento en que desecha su uso diario al momento en que la halla planchada en el cajón. Ignora dolosamente o no el trabajo meticuloso y pesado invertido en ello.

La ropa sin planchar delata al hombre solo, mientras una mujer raramente se exhibe ante los demás sin antes recurrir a la plancha de su falda o de su blusa. La plancha es un elemento culturalmente  femenino y materno a la vez.

Con la plancha se reestrenan las ropas pero, a la vez, las ropas se declaran renacidas a través de una penosa labor procreadora que las hace  renacimiento. ¿Pura retórica? Asentamiento de unos usos antiguos y de su  semiótica adquirida en la repetición de su significación.

Cualquier prenda que pasa bajo la plancha, se somete absolutamente a ella, se muestra dócil una y otra vez y queda, al final, como un producto redibujado y manso. De este modo la mujer que ejerce simbólicamente una autoridad sobre la mesa y sus alimentos, repite su potestad en el trato  con la ropa y del mismo modo repetitivo y efímero que se obtiene de guisar. En el caso de las ropas su impronta no será, si se quiere, el sabor pero sí el saber que se estampa gracias a su destreza y con el que imprime un cierro carácter a los perfiles del atuendo.

 La plancha define a quien plancha y caracteriza después a quien se presenta con una un otra obra de artesanía. En ese efecto artístico se cumple una acción que apenas dura o que, más bien, se hace reiteradamente pasajera, efímera, perdida y rescatada. Tal como la vida del amor o como la existencia arrugada, manchada, lavada, oreada y redoblada.

No hay hogar pleno sin plancha y, en  el pasado, dentro de la burguesía acomodada, la plancha poseía su cuarto especial donde tenía lugar como en un taller de manufactura el lento sortilegio que convertía el barullo de la ropa en prendas listas y horneadas. Del interior del cesto se extrae un borullo sin clara identidad y ese caos cobra nombre y  prestancia mediante la acción del planchado.

De este modo, la plancha realizaba entonces y realiza todavía hoy, a despecho de algunos atajos mecánicos, una doble labor: devuelve con su liturgia nominación al calandrajo anónimo y proporciona a la cosa su nuevo apresto, su luz y su decencia social. Con el planchado llega el visado del  interior al exterior, del desorden al orden y desde el retorcimiento indefinible u organicista a la arquitectura rectilínea propia de la plástica entre el quita y pon. O de otro modo: la ropa se muestra como una acumulación sin forma, un desmayado bulto, en el cesto de la plancha y obtiene entidad y vida tras el moroso paseo bajo la rectitud, la honra y el sentido común del buen planchado. Valores, todos ellos, asociados al estereotipo femenino, la suave mano de la amada y la mirada de la madre dulce y pragmática.

  La plancha y la madre, la plancha y la esposa, la plancha y la soledad. ¿Por qué la mujer llora planchando? ¿Por qué los hombres no planchan? Sólo los solitarios lo saben.

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15 de enero de 2010
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La escobilla

Nada de mayor carga infernal que la escobilla del cuarto de baño. Cuesta creer que entre los utensilios que se fabrican para el actual del cuarto de baño, asociado al ocio y la vida libre, siga vivo este  elemento que no sólo trata directamente con toda clase de mierda sino que pone al usuario en la esclava obligación de realizar operaciones de fregado o frotamiento sobre la loza y terminan haciendo de él cuando abandona el lugar una suerte de sirviente de ínfima estofa.

Ese recinto, el cuarto de baño, que ha ido avanzando gradualmente en abstracción cosmética para convertirse de sitio excrementicio a lugar de vacaciones soñadas, de lúgubre retrete a radiante camarote, no se ha liberado, salvo excepciones,  de este objeto horrendo que por su aspecto inequívoco precipita la habitación hacia el averno.

 Quienes necesaria y humildemente hacen uso de él pueden  no sentirse claramente humillados pero es incuestionable que esta pieza contraviene su entorno, por moderno que sea y traslada al medievo o más allá. Porque si la negación de la muerte (y el socio excrementicio)  ha ganado funcionalidad en nuestra época, si el sol ha cobrado prestigio máximo y la transparencia una máxima autoridad, no parece coherente que ese ámbito crítico persista el signo siniestro que conlleva esa menuda escoba.

Una pequeña escoba, una escoba enana y no una escoba de escala normal con lo cual se haría manifestación de una necesidad asumida sino que se trata de una escobilla reducida hasta un punto en que equipare su proporción con el volumen, la densidad y la pegajosidad del producto que barre o araña. Esta correspondencia de talla y cualidad tan calculadas  hace de la escobilla un enser expresionista y aunque su presencia se camufle le más o menos con su arrinconamiento y su diseño, cuando se la localiza, el  efecto viene a ser tan explosivo como destructor.

 No habrá ya cuarto de baño, por ornamentado y refinado que sea,  capaz de resistir  la brutal devastación de clase que desprende el rastrero  ser de la escobilla. Por ella todos los posibles cuartos de baño se igualan  al más bajo nivel. Todos ellos, sin importar sus presupuestos y apariencias, se ven homogéneamente allanados por la común dependencia de este artefacto que ridiculiza, a través de su función, la eventual poética del entorno y que se comporta con tan significativa elocuencia que abatirá toda presentación que se proponga elevar esa estancia al firmamento del aseo, los perfumes ocioso, las sales y las pompas del imaginario cielo redentor.

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14 de enero de 2010
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La electricidad

Una tía de mi padre, nacida justamente en 1900 y exmonja carmelita, me hacía ver siendo niño el milagro que comportaba  accionar una llave aquí   y que una lámpara se encendiera allá a unos metros de distancia. Y todo ello, además, con el mauro confort e inmediatez, el absoluto silencio y una limpieza completa. Que se prendiera la bombilla sin acercarle una tea o que se alumbrara la habitación sin  necesitar gas, carbón u otro combustible, constituía el milagro perfecto, la obra característica de Dios. Y efectivamente, más allá de la historia material del progreso, acaso ninguna invención halla sido  más elegante y divina.

Gracias a la electricidad el proceso civilizatorio que llegó después se basó primordialmente en la devoción de su desarrollo. La electricidad es luz y potencia  dentro de la casa mediante  una eficacia que asombra y a través de un sentido que manifiesta la suprema importancia de la red. El sistema eléctrico se cumple literalmente en redes y nódulos y merced a ellos las  web 2.0 no son otra cosa  que la plasmación natural del espíritu electrónico que  traba los cuatro puntos cardinales, las innumerables funciones y los miles de millones de habitantes.  De hecho la electricidad y el magnetismo no son sino las dos caras de la misma empatía y las  ondas electromagnéticas, de la radio, la televisión o el wi-fi, exponen a los seres humanos en una interacción conjunta y a través de un segundo espacio  radical que devuelve claramente a la especie la autoconciencia de sobrevivir unidos.

La misma palabra "electricidad",  del griego electrón,  "ámbar" alude a los efectos observados en su descubrimiento y que fueron sino la atracción de pequeñas  partículas de papel o hilo tras frotar el cuerpo de una barra de ámbar. En la atracción halla la electricidad su causa y su destino siendo su insignia el imán y su bipolaridad un remedo del amor entre dos sexos.

Los enchufes se machihembran siendo la luz y la energía, en general, un resultado de la copulación cuyo gozo desprende calor y brillo, pero también la felicidad o la inteligencia.

Cuerpo y espíritu se confunden en la acción de la electricidad, en el grado de calor o de claror que reciben las habitaciones o el guiso de los alimentos. Luces entornadas para el amor, luces penetrantes para las búsquedas, luces medias para hornear la carne a fuego lento, luces que trasforman la muerte de la tiniebla en los objetos a la vida de sus perfiles y electricidad que mata en la alta tensión o en la silla eléctrica. Sin electricidad parece ahora que no se pueda vivir civilizadamente o, exactamente, no pueda vivirse del todo. Sin la intervención productiva de la electricidad prácticamente toda la historia  desde la segunda revolución industrial quedaría anulada o a ciegas. La gigantesca escombrera de cenizas que deja tras de sí el fuego, fue siendo sustituida desde finales del siglo XIX  por un vacío mágico.

 Un vacío radiante que, cuando falta, confunde a  los habitantes puesto que, expresado caseramente, cuando la luz se va de la vivienda, los huéspedes se sienten perdidos o abandonados.

Se vive en consecuencia no sólo entre la luz eléctrica sino inherentemente pegados  a ella y advertimos dolorosamente ese gran entrañamiento cuando  nos falta aún por unos momentos. Existir sin electricidad en el mundo desarrollado ha llegado a ser lo mismo que exiliarse hacia un territorio místico. La electricidad es a la civilización económica y social lo que la agricultura al campo. Dentro de la hora electrificada existimos como gentes de la contemporaneidad, fuera de su fulgor el mundo se retrotrae sin memoria o misericordia a la prisión ancestral, la angustia mental o el horror de la  miseria.      

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13 de enero de 2010
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El orín

A efectos de los enseres domésticos no es igual referirse al orín, como una sustancia común a todos los habitantes. El orín del esposo y el orín de la esposa difieren sensiblemente tanto en el olor y la consistencia física como en la composición  y la significación simbólica.

Hay un orín corrientemente odiado, refutado y denigrado, correspondiente al hombre/hombre de manera que no habrá nunca modo de aplicarle algún tratamiento que no signifique sino impugnación, su ignominia y su impertinencia.

Efectivamente se da el caso de ciertas esposas condescendientes y eminentemente maternales que toleran esa secreción masculina como un mal menor pero no suele ser de ningún modo la norma. Lo habitual es afear la micción masculina como un hecho asqueroso, sea por su intenso olor como por su trayectoria fuera del sitio establecido. Cuestiones ambas parcialmente asumidas en la vida de convivencia o más bien tenidas  como una lacra del hogar siendo sus  líquidos turbios una constante desacreditada y negativamente juzgada.  Pero, además, puesto que el aumento de la edad crea a través de la próstata declinantes efectos y humillantes frecuencia en la fuerza y la cadencia del chorro su paso a la chirigota, más o menos cruel, no tarde de referirse en las conversaciones. Puesto que la próstata y su desarrollo al pasar del tiempo decide la definitiva energía de la micción es fácil la equivalencia entre la potencia de esa eyección  y de la potencia sexual . Con lo cual el orín se yergue en un indicio mismo de la virilidad y de la relativa decadencia corporal de quien lo emana.

El orín del niño o de la niña poseen igual tratamiento y lugar en el sistema social y la benevolencia o la ternura hacia ellos confunde sus  valores en cuanto hacen de esa excrecencia una señal  inocente y de esa humedad una misión alegre, dulce y bien amada.

Más adelante, sin embargo, frente  el orinar de la mujer que a menudo se incluye entre  lo sexy,  el orín masculino sólo es peste o inmundicia. Los mutros de la ciudad se cubren de la chorreante mancha que el hombre lanza impunemente sobre las fachadas  mientras el orín de la mujer queda  recluido o recatado en su sitio, coquetamente confinado en los retretes. Neruda canta el sonido del orín de su querida que amada desde la otra punta del patio y ese ruido evoca la continuación de una viva atracción sexual que se decora y prolonga. Pudiendo ser, en el caso de los hombres el orín una alusión más inmediata al orgasmo y la expulsión del semen, los dos casos se hallan radicalmente escindidos y sin importar incluso que su conducción parezca del todo la misma.

 Definitivamente, el orín masculino corresponde a la parte más canalla o bruta del macho, mientras el orín  femenino se acerca a la calidad de un ornamento a colonia singular que reúne en su interior la intensidad y cualidad de una lubricia real o imaginada.

De este modo, en el espacio doméstico sólo el orín del hombre, fuera o dentro de la taza, sufre la incuestionable consideración de la porquería. No hay atenuante para el orín masculino que a menudo si se expone, a menudo, fuera de su sitio en la toilette no será sólo signo de un tolerable descuido sino prueba adicional de la insufrible prepotencia del patriarcado y su probable relación con el maltrato de mujeres. Víctimas aquí también, las mujeres, de un agravio o incluso una agresión que las obliga a soportar el carácter de por sí ultrajante de los varones, sea cualquiera el grado en que sea.

Una mujer es, en general, un ser sin apenas necesidad de orinar y, excluyendo los momentos de alguna enfermedad, la alusión queda reducida al "pipí" infantil o enteramente excluida del habla. Los hombres hablan, sin embargo, con gran soltura de mear aquí y allá o de hacerlo groseramente, ofensivamente, sobre esto y aquello.

En casa, mientras las mujeres se encierran discretamente en el cuarto de baño, los hombres apenas se recluyen para una micción  sin apenas cuidado en ocultarla o enmascararla. Ese orín de hombre es, consecuentemente, el que más se oye, se huele y existe en la vivienda. Olor de orines que no son sino olores del peor género masculino y en donde  se adensa la pestilencia, el insulto o la desfachatez. Así, en la descarada molestia que encierra se halla la insinuante cara simbólica de la violencia doméstica. Una descontrolada violencia proveniente de ese macho que se expande insolentemente en la orina y marca la semejanza entre su aparente humanidad y su temible inhumanidad encerrada en la delirante presión la vejiga.

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12 de enero de 2010
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El pijama

Será difícil encontrar una prenda más grotesca, patética y anacrónica que el pijama. No sólo el pijama es flagelante e ignominioso, no sólo es inapropiado y feo, sino que además simula una suerte de injustificado  disfraz y en n un momento tan crítico, que demuestra la ínfima sensibilidad estética en  la mayoría de la población masculina y sus diseñadores.

El camisón de la mujer que fue desde el siglo XVI la misma prenda holgada que empleaba el hombre, atiende a la condición elemental de procurarse un abrigo protector y cómodo para la hora de dormir.

 Que el hombre, sin embargo, abandonara esta tradición natural y se enfundara en el pijama es una consecuencia enrevesada de las influencias orientales y de la popularidad que adquirieron unos pantalones importados de Persia en el siglo XVIII bellamente rayados.

 Hasta ahí, aún escindiéndose el vestuario, la confortabilidad y la funcionalidad estética seguían garantizadas. Las mujeres inauguraron, no obstante, el negligée como expresión de desenvoltura y ligereza muy dieciochesca y, paralelamente, el  pijama masculino se componía de una camisa amplia que a menudo se vestía dentro de casa y de los pantalones  persas confeccionados con toda holgura. La palabra pijama procede, según alguna enciclopedia, de "pae" ("prenda")y "jama" ("pierna") que en persa indicarían "Prenda para la pierna" aludiendo a la atención que se prestaba a su confort, ahora extinguido.

La explicación del pijama venido de oriente puede parece demasiado sencilla  pero el pijama de la contemporaneidad, sea cual fuera su causa, no merece la menor condescendencia histórica. No sólo es incómodo sino ridículo, no sólo es un  sucedáneo burlesco del traje social del varón sino que, además, el sujeto se inviste de él como si,  a la manera del mono de trabajo,  fuera a realizar alguna función de operario. Las rayas, por su parte, que debieron hallar su encanto de rasos y sedas al ser importadas de oriente han  venido a disecarse sobre la ropa como una convención terminante y manifiesta.  ¿Por qué ha de acostarse ese señor con un atuendo tan marcadamente rayado? La tradición pocas veces demostró su dominio con mayor asiduidad y contundencia.

Ciertamente hay pijamas lisos o amenizados con otros motivos que soslayan el rayado  carcelario pero incluso Calvin Klein,  o Hugo Boss en modelos del siglo XXI siguen manteniendo el respeto o la reverencia por el pijama a rayas.

Los skijamas, en cambio, nunca fueron rayados. Fueron y en verdad tan desafortunados en su diseño, tan desfavorecedores en su aplicación y, al cabo, tan absurdos en sus marcados elásticos en tobillos y muñecas que su expediente los sepulta sin necesidad de comparaciones.

El pijama a rayas es, por antonomasia,  el rey. Ha perseverado por más de dos siglos y ha mantenido desde más de 150 años la traza de la chaqueta y el pantalón. Es decir, para meterse en la cama el hombre reproducía conceptualmente la etiqueta con la que se presentaba en público. la chaqueta del pijama tan incómoda como  resulta esta prenda y el pantalón  con o sin vuelta que se anuda a la cintura como la única concesión a su pasado, aunque también hay pijamas con cinturón y hebilla e incluso pijamas que han  importado el elástico de skijama.

Todos los hombres con  skijama son figuras de oprobio ante cualquiera y es inútil creer que agradan a sus mujeres. En realidad las mujeres no da muestras de importarles estos modos de vestir de su pareja puesto que suelen hallarse entonces demasiado atareadas o ensimismadas. Por añadidura, debe también considerarse, que las mujeres suelen ser muy  indulgentes. O maternales. Porque ¿qué estampa sino el estrafalario proceso de infantilización es el que ofrece el hombre con skijama ?

Y ¿qué decir, de otro lado, del aspecto siniestro  y hasta temible que presenta el caballero locamente ataviado con el pijama a rayas?

En todos los casos, la soltería,  la viudez o el afán de soledad podrían justificar presentarse de esta forma, tan imposible de querer como fácil de repeler. ¿Dormir con un tipo en skijama? ¿Hablar seriamente  con un señor que se presenta cómicamente, delirantemente, como con un pijama a rayas?

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11 de enero de 2010
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El polvo

De una forma natural, las casas producen, reciben o enferman para cubrirse más o menos tenuemente, más o menos tardíamente, de polvo. No se trata de cargar con el peso de un detritus propiamente dicho, asqueroso o infame o signo de menesterosidad.  Incluso las familias mejor establecidas, más acaudaladas y famosas sufren también está especie de superficial eccema propio del habitat en cuanto tal, en cuanto por sí mismo, al estar, el  habitar atrajera una segura y variable cantidad de polvo.

 De hecho, sin hacer nada en su contra cualquier piso o residencia acabarían cubiertas de polvo y al transcurrir el tiempo, acaso secular, aparecerían enterradas por el polvo. Consecuentemente, la idea del polvo no puede despacharse remitiendo su circunstancia al expediente de la suciedad.  Más que a la suciedad propiamente dicha el polvo forma parte de la temporalidad.

El polvo se extiende como una lámina de fina temporalidad que navega  a lo largo y ancho del espacio. Su destino es seguir flotando sin final preciso pero, a la vez, posee en su seno una extremada ansiedad  por aparearse con  los objetos.  De una parte el polvo encarnaría la gigantesca soledad a granel y de otra los objetos, una  soledad al detalla de cuya semejanza conceptual se deriva que el polvo presente tan una fuerte y asidua querencia por envolver las cosas, sean grandes o pequeñas, objetos todas ellas de una vida doméstica en donde el polvo vive y, acaso crece, en combinación amorosa y sexual.

 Los objetos parecen estables mientras el polvo es nómada. Si embargo, es tan vasta la manada polvorosa, tan audaz y copiosa a la vez que el reposo del polvo se halla siempre incluido en el desarrollo  de sus itinerarios, en alguna etapa de sus infinitos viajes de un confín a otro del mundo y en virtud de una misión que no conoce destino fijo. De este modo el polvo mezclado al devenir de la especie humana, se manifiesta, a través de unos u otros objetos, como una masa sustantiva. En ella se hallarán huellas del pasado y del presente, pero incluso incipientes formaciones de polvo que por su querencia comportan algún atisbo, probablemente esotérico, del porvenir.

 Al polvo lo odiamos como a los seres extraños o denigrantes. Las amas de casa en cuanto símbolos vivientes de la limpieza sienten al polvo como un obstinado enemigo, un accidente mortal que es preciso combatir sin tregua, día tras día, para lograr un escenario puro, libre de una presencia cuyo contenido es tan multívoco como imposible de anticipar.

 El brillo se evoca como la prueba más fehaciente de falsación, popperiana sentencia de que el polvo no está. La violenta elocuencia del brillo desbanca la presencia del polvo o también sus armas letales convierten las superficies en espejos y logran, en su reluctancia,  que el polvo, huidizo en sí, haya salido huyendo.

El brillo cuando viene a ser la consecuencia de una extremada limpieza conlleva el exterminio del polvo y es indicador en adelante de las primeras huellas de una primera y tímida aproximación.  En las copas, la plata, los espejos, la mesa, las repisas barnizadas, el polvo está presente o no en función de la eficiente vigilancia que el quehacer doméstico empeña en el combate

De hecho ¿cómo ignorar tras la experiencia en este mundo que el polvo emigra, nos envuelve, nos adora, vuela incluso de uno a otro continente y lleva consigo de un extremo a otro las micropartículas del desierto o los intáctiles gránulos del hielo. Día tras día, minuto a minuto, el polvo expresa su necesidad de aterrizar sobre el objeto, sea por la larga fatiga que arrastra en su continua suspensión como, porque ya exhausto de sus incesantes desplazamientos, se deja caer. Polvos unos que todavía jóvenes, pueden seguir su prolongada nube en el cosmos y polvos moribundos que al precipitarse  sobre los objetos llegan a apegarse con tal desesperación a su materia que los objetos mismos mueren bajo su copulación.

 Sin polvo, puede creerse, viviríamos mucho mejor pero exactamente la idea de que "polvo somos y en polvo nos convertiremos" ata nuestro final  al suyo. Somos polvo y vamos pulverizándonos. Somos cuerpos de polvo compactado que va disgregándose. Somos nosotros cuando sacudimos el polvo o lo retira un año quienes nos vamos demediando.

El punto final tiene lugar cuando nuestras cenizas convertidas en polvo puro, sin paliativos, son lanzadas al aire y en ese espacio sin apoyo nos reunimos con las cenizas y polvos de los otros, personas y objetos, que realizan fatalmente el eterno viaje de las grandes polvaredas, entre su extravío y su extenuación.

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8 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La tos

En el interior de las casas,  aunque antes mucho más que ahora, ha sido  un sonido famoso la tos. Tos doméstica del padre fumador, tos en coro del grupo que realizaba esa tarde la visita familiar o cortés,  tos de los niños que contraían con enorme facilidad catarros, gripes, bronquitis, anginas y pulmonías, tos a menudo proveniente de la criada que llegaba a servir del pueblo tras  una infancia cargada de privaciones y gélidas corrientes de aire.

 Había, además, dentro del género una tos diurna que correspondía a diferentes personas punteando el estadio de la casa con sus respectivas series en forma de metralla o campana como una tos nocturna que procedía general y gloriosamente del padre. Se trataba en el caso de esta crónica y oscura de una señal que daba cuenta de la presencia física del progenitor. No asociable necesariamente entonces, entre la noche, con enfermedad alguna, sino con la sustancia de su misma personalidad que venía inseparablemente unida al tabaco. También de la nocturnidad emergían las voces de los hijos o la esposa, enfermos, pero no poseían estos tableteos molestos la categoría sagrada de la tos paternal. Ella era una tos suprema y puesto que nunca desaparecía de su ser no se consideraba una patología sino simplemente un factor de predominio. A su vez, en  el fondo de las mañanas o las noches se escuchaba traspasando el tabique la tos de los vecinos que, irremediablemente, repetían los usos y costumbres de la época. Se trataba, en suma, de gentes necesariamente cercanas y con las que compartíamos, con o sin desearlo, una existencia paralela, tan parecida a la nuestra que entre sus golpes de tos era fácil reconocer un surtido más o menos calcado del nuestro. Toses que tropezaban en imaginarios obstáculos de periodos cortos pero secos y otras toses desarrolladas en largas series que al enlazarse prolongadamente llevaban a pensar  que jamás aquella persona se libraría de una enfermedad incurable.

Aunque enfermedades incurables, representadas o no en la tos,  había por todas partes y la tos, a fin de cuentas, no era de lo peor a lo valdría referirse. En definitiva, la tos no era un ser exclusivo de los hospitales o las enfermerías, de los moribundos o los desahuciados sino que toses de peso se hallaban también  en los casinos, en los toros, en las gradas del fútbol, en las bodas o en los cafés, en las misas y en los bautizos, donde no tenían necesariamente una connotación negativa sino más bien animosa y propia del optimismo que se deduce de las celebraciones y el gentío.

De hecho, hace medio siglo se vivía pegado a la voz no como a una lacra sino como a una parte del ser que nos habitaba. El ser tosía y manifestaba en esa suerte de excrecencia sonora su existencia. Se vivía, puede decirse en permanente convivencia con la tos y, más concretamente, en pleno patriarcado, el  hecho de que un hombre no tuviera tos lo desdecía en cuanto hombre. Sin tos parecía el varón mucho menos masculino y si es verdad que en la mujer la tos podía afearla a los ojos de la sociedad o causaba un sentimiento apenado, el hombre sin tos debía acompañar esta carencia de alguna explicación que lo excusara. La amplia costumbre de usar las escupideras durante el día y los orinales en la noche para expeler los esputos tras una acometida en ristra se correspondían con la aceptación y servicio a unas necesidades eminentemente masculinas, fueran en salones públicos o en las habitaciones privadas.,

Un hombre que tosiera, a diferencia de una mujer, con el mismo sonsonete no significaba que fuera a morir pero su esposa, padeciendo iguales estruendos, parecía sentenciada por una tuberculosis y su muerte podría no hallarse tan lejana. Incluso ella, tosiendo menos, era más probable que   más pronto que tarde muriera. En consecuencia y por raro que parezca, mientras entre los hombres las toses se modulaban, adquirían prefabricados tonos, se personalizaban y hasta se administraban deliberadamente en la relación o en la negociación, en los ejercicios de autoridad o de oratoria, la mujer vivía privada de todo ello. Una mujer tosiendo era una mujer fuera de lugar, tísica o al borde de una dolencia que tanto la medicina como los mismas normas de urbanismo le aconsejarían recluirse en casa.

 Con todo, la tos, masculina y femenina, la de niños y niñas, criadas y visitantes, formaban parte  del sistema de la acústica doméstica. Incluso las diferentes generaciones que vivieran bajo el mismo techo  marcaban su personalidad y jerarquía con la característica de su tosidura.

Efectivamente la tos no era sino un síntoma que informaba sobre la salud del sistema respiratorio pero entenderlo sólo  de este modo impediría acercarse a su verdadera significación.

La tos del padre, para los niños que despertaban en la madrugada, representaba un entrañable acompañamiento. Indicaba que el padre se encontraba en casa, cerca y en una vigilia a la que se podía recurrir si se padecía una pesadilla, se necesitaba un vaso de agua o que le acompañaran al baño. Por lo común, el padre que había oído la necesidad del niño no actuaba directamente sino sacando a la madre de su sueño y enviándola en socorro del pequeño. La tos del padre procuraba el consuelo de un centinela pero quien solventaba la situación y depositaba la ternura, sin toses, era ella.

Pero en suma, lejos de inquietar de noche o de día, la tos del padre hacía, a menudo, las veces de una señal benéfica,  una seña que hacía saber de su presencia próxima, no siempre garantizada en los usos de aquel tiempo.  Un individuo sin tos podía  también encontrarse entre la masculinidad pero la ausencia de voz lo comprometía: o se trataba de alguien extranjero, extraño o afeminado, lechuguino o asexuado. Los atributos de la virilidad se hallaban sonorizados,  una y otra vez, un día tras otro, en los golpes de tos. Sólo desaparecerían del patriarca al morir e incluso en la agonía, en la misma inminencia de la muerte, el padre, el abuelo, el hermano bueno, tosían. Se despedían de este mundo tosiendo y en la casa se alzaba un insoportable vacío cuando en el lugar de su voz no había más molde que el silencio.



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7 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vecino

No se le ve y sólo se le oye de vez en cuando. Vive en una casa igual a la nuestra o una casa, mejor dicho, que desearía ser como la nuestra pero que si se exceptúan los metros cuadrados de la planta, todo cuanto posee carece del menor interés, y tanto la disposición de los muebles como la elección del estampado crea un desatino manifiesto. Lo peor, además es que estos adefesios  no conocen límite y la serie de birrias que llevan desde el recibidor al cuarto más hondo atraviesan, por delante de la puerta de la alcoba, un tufo donde se adivina que nunca fueron limpios ni sinceros el uno con el otro.

Incluso podría aventurarse que la elección misma de esa cama, esa colcha, la banqueta para ponerse la media o atarse los zapatos, la cómoda con su espejo festoneado de madera oscura versiones anticipadas del fracaso en que debería sumergirse tarde o temprano aquel  matrimonio sin encanto alguno.

Los vecinos, sin embargo, viven ajenos a estas circunstancia e incluso ríen en los cumpleaños, reciben v isitas de vez en cuando y, lo que aquí más cuenta, siguen agregando objetos feísimos por todas las habitaciones, sean del valor, el material y la forma que los defina.

Los peores artículos, regalados o adquiridos,   invariablemente abstrusos,  tienden a apilarse casi en cualquier repisa o salidizo que ofrezca tanto  una librería, una cómoda o un estante semiempotrado. Basta que la consola, el  estrafalario mueble bar o las mesas auxiliares presenten un plano a cualquier nivel para que los objetos de las más diversas especies encuentren allí un asiento, casi eterno, invariable, prolongado, mortal y  crecientemente angosto.

Los mismos olores de sus guisos trasmiten igualmente esta idea de concentración desconcertada que representa la muchedumbre de objetos que posee el vecino. Estas figuras, bolas de cristal, prismas, postales, marcos,  bibelots, premios de tómbola, recuerdos de Hungría, corazones de jesús o tías antiguas, se congregan sin ninguna ley visible pero que, en realidad, responden a un riguroso juicio acumulativo proyectándose sobre la acción de un  mal gusto seguro de sí mismo.

 Efectivamente, no se trata de personas temibles por delirantes que parezcan sus objetos.  Se trata de gentes amables y  celosas de su hogar, amantes de la intimidad y la debida privacidad sin que atenten siquiera levemente contra las convenciones de la convivencia. Pero, además, conscientes de su inocuidad e incluso de la nuestra no presentarán ningún inconveniente a que lo visitemos, nos sentemos en sus tresillos e incluso los juzguemos. A fin de cuentas, en el salón se encuentra, para su orgullo, lo mejor de la casa se trate de cretonas, maderas o productos manufacturados artesanalmente, desde las figuras policromadas o los chinos de marfil o la lanza africana de la que penden flecos.

 Esta exposición casera, consustancial a todo el mundo, se ha ido formando como los estratos telúricos en la naturaleza y no admite por esto mismo corrección ni calificación estética alguna ya que el salón, tal como se ve, procede de una conjunción de circunstancias y sucesos ya autónomos e innumerables.

En una casa, los cuartos de baño o la cocina siempre reclaman una reforma que los actualice  pero el salón jamás se aviene a caprichosas transformaciones, por ligeras que parezcan. Más aún, la profundidad histórica, consustancial al salón en cuanto emblema, lo vuelve reacio a cualquier tratamiento modernizador y con ello también a cualquier intervención que podría quebrantar u naturaleza.

Cabría decir  que el salón de  los vecinos -igual que el nuestro al que juzgamos claridad-  se ha ido formando por sedimentación natural de las vidas y sus peripecias, sus juergas y sus tedios.

Hay factores del salón que proceden de tener hijos, otros que aterrizan allí desde parientes queridos y otros, en fin, que se han instalado por todas parte sin que nadie pueda fechar su procedencia. El salón que siempre desempeñó el papel de escenario público dentro del hogar puede contar, por ejemplo, con un mueble bar o repostero que permite invitar a los de afuera y conseguir mediante esta pequeña participación un sorbo de introducción en la semántica ajena. De ese modo todo salón siendo horrísono posee un punto de cordialidad que no puede desprenderse de sus relieves, aún los más ajenos. De este modo, el salón siendo acaso  la pieza que menos se frecuenta puede procurar la sensación, al ser homenajeados, que contiene el accesible corazón amistoso de sus propietarios y que se comporta como la estancia en la que mejor se desempeña el papel de recibir al público y tratarlo apropiadamente..

 Diariamente, en gran número de salones burgueses,  no entraba nadie o casi nadie y quedaba deliberadamente reservado para recibir, a la manera de una manifestación teatral de la vivienda y en donde, en efecto, el trato tendía a ser formal como en una representación concertad. Las cosas son de otro modo ya pero su herencia perdura en el arreglo de mayor cuidado que se le dedica. Que la pieza conserve incluso hoy algún  punto exhibicionismo o de afectación es una característica que el visitante entiende y acepta bien. De ese salón  acaso no pase nunca en las sucesivas visitas pero ¿cómo impedir que hasta allí lleguen los olores dela cocina y hasta del cuarto de baño cuando los metros disponibles se achican?

El olor, no el mal olor, sino un particular define al ser particular de cada casa. Esa, más o menos fundida, unidad familiar flota sobre el complicado aroma que generan los incontables factores que convergen en la vida de la casa.  Es la marca olfativa dela casa que se transmite a veces incluso en el rellano y suavemente como un hálito de madriguera o que se impone acusadamente cuando desde la cocina salta al exterior los aleteos de un poderoso guisado.

Por ese olor cunde una comunicación  humana y vulgar con los vecinos,  a su vez ordinarios y vulgares. Ellos nos han de oler a nosotros mientras  nosotros los olemos a ellos en una ola de olor, un cruce de moléculas que terminan por abrazarnos aún a costa del deseo.  Nos saludamos, nos amamos, nos ignoramos, bajo la campana de ese olor cuando juntos, acudimos al ascensor, lugar crucial donde las vidas indefectiblemente coinciden, se juntan y se separan como imanes para volver a reunirse de otros modos también  a través de los mensajes sueltos que proporcionan los sonidos de al lado traspasando los tabiques.

 Muchos de estos sonidos, la mayoría inextricables, algunos inquietantes y otros tan comunes refuerzan el inconsciente de sentirse repetido, acompañado y replicado.  Vivimos puerta con puerta, pared con pared, pero nuestra bienestar  se haya muy condicionado por el imaginario de creernos distantes y diferentes. No nos parecemos en nada aún pareciendo que vivimos juntos pero sus patentes errores en el mobiliario o el color de las paredes, la conjugación inadmisibles de sus colchas y cortinas,  les sitúa  en una esfera de extraños deseos, conocimientos y experiencias que en nada pueden ser los nuestros. Su desgracia, si trágicamente llegara, la veríamos como una versión más o menos corregida de la nuestra, pasada o presente,  pero es prácticamente imposible aceptar que su clase de felicidad y la nuestra se parezcan. Cada unidad familiar se complace en el simulacro de un anhelo irrepetible. Ningún porvenir, ni destino alguno, ningún final pueden hallarse anticipados en algún otro lugar por vecino que sea. La similitud terminó en los planos del arquitecto y, a continuación, la máquina de habitar hizo de ellos y de nosotros dos casos tan próximos como intraducibles. Tan supuestamente  únicos como solitarios.



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6 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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