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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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El dolor de cabeza

Dependiendo de las jaquecas que sufre el padre o la madre, especialmente, los hogares podrían dividirse en dos. Aquellos que conocen y practican el ritual funerario que desencadena la migraña y los que no viven esta clase de jornadas sacrosantas en las que el suplicio, siempre invisible, evoca los días de la pasión de algún personaje de elevada relevancia.

El dolor de cabeza representa, por su localización por su incomunicabilidad y por sus extrañas causas, el dolor humano de mayor indocilidad y empaque. De hecho parece que ese dolor de antemano escoge  a personas  delicadas y de una inteligencia peculiar. No duele quizás la inteligencia misma  pero ¿quién puede dudar que esa materia debe intervenir de algún modo en la diagnosis? A mayor profundidad o incertidumbre de la inteligencia conflictiva, mayor profundidad y enrarecimiento del dolor. A mayor extensión craneal del pensamiento mayor propensión a sufrir la ansiedad de su advenimiento.  Pero también, será cooperadora una especial  delicadeza del espíritu, junto a una sutileza neuronal originaria, obviamente frágil, para justificar su aterrizaje.

 No en cualquier espacio, no en cualquier clase del  solar,  toma cuerpo o se empadrona el dolor de cabeza. Tampoco se conocen casos egregios de que esa clase de malestar se deposite sobre los más tontos o demasiado ignorantes.

Todo dolor de cabeza y tanto cuanto más fuerte y regular es, impulsa el progreso intelectual de la historia. Es parte central de la cultura/culta y ¿quién podría negar que la más venerada de todas ellas, la cultura de los mártires, los locos, los prisioneros de un mal que ningún especialista sana?

Efectivamente, casi todas las dolencias crónicas procuran  mucho carácter y se acogen, socialmente, como un extraño galardón en la existencia del paciente. Puede pasarse por este mundo sin padecer un dolor crónico y de hecho la medicina se esfuerza para que incluso, en el filo de la muerte, no duela nada pero este confort es también una manera de borrar importantes argumentos,  referidos tanto a la cosmología del dolor puro como de sus afluentes. Quien siente dolor mira más lejos y desde mayor profundidad de acuerdo con el dictamen romántico que aún persiste en nosotros.

 A quien le duele de forma crónica una parte del cuerpo soporta una forma de estigma cuya singularidad lo distingue del montón acaso indoloro o sin marca. Lo lacerante, lo incurable, lo insufrible concede un aura asociable a  la dorada penitencia que cualquier mesías experimentó para cumplir la magnitud de su empeño.

Entre todos esos estigmas la jaqueca es topológica y simbólicamente el dolor perfecto para creerse más. Es un dolor que no mata, sólo invalida para mostrarse como un cuerpo donde estalla la cabeza. Pero no destruye, realmente, sólo irradia hacia sí siendo únicamente el que es en su exasperación máxima. Con su dominio  no desea extraer provecho alguno, ni dañar siquiera el funcionamiento siguiente.

Se conforma con estar a la manera en que lo hacen los seres superiores cuando se revelan luminosamente. Consternan al receptor y esa consternación es el absoluto de su meta.

En los hogares donde llega con regularidad  el dolor de cabeza se preparan de antemano los analgésicos, el grado de luz, los hielos o la colonia en las sienes para cumplir con detalle el tratamiento. Se recibe el dolor y el hogar se dispone para prestarle un acomodo confortable y acaso lenitivo. Este dolor llega y se va hasta el próximo día, es un dolor que desaparece y regresa al domicilio del cuerpo. Al hogar que ese cuerpo propenso representa y donde se hospeda  como en una fonda que califica y marca. Así, como el Mal del mundo, este dolor transmigra pero a diferencia del mal universal, inhumano, arbitrario y delictivo, el dolor de cabeza enumera a sus pupilos, vigila sus pasos y decide el momento crucial para asestar su golpe de tormento y de  prestigio. 

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3 de febrero de 2010
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Las zapatillas

Muchas personas confiesas, sin intención de exagerar, que uno de sus mayores placeres consiste en llegar a casa y ponerse las zapatillas.

 Aún no hallándose dentro de  esta población tan dichosa en zapatillas, su confort es  fácil de entender tanto como atendiendo al  deleite que procura el afectuoso contacto del fieltro, elegido para lograr este efecto, como analizando la inmediata puerilización de los deseos que facilita el andar sin coerción.

De hecho, la zapatilla viene a ser la antagonista de lo disciplinario, el quehacer y el deber. De ese modo se calza pacífica y pasivamente al pie.

Frente al zapato que tampoco le queda otra opción que calzar el pie cuando se le manda, la zapatilla no discute esa opción. La  obediencia del zapato es rebelde o  fundamentalmente indócil puesto que su estado perfecto no es la vida en casa sino que su rango natural se cumple en  la escena pública y mediante alguna ocupación, productiva  o eficaz. El zapato lleva de aquí para allá y luce en uno u otro lugar pero la zapatilla es intrínsecamente casera y desprovisto de cualquier ocupación fabril.

Los zapatos se exhiben en los comercios como objetos que brillan en sí mientras que las zapatillas aluden inevitablemente a un ser humano opaco y de cuya condición se deduce el no hacer, no hacer incondicional.

 El zapato es colectivo, urbano y callejero pero la zapatilla es privada, individual y habitacional. Una clase de ser interior que, no poseyendo un interior impositivo, acaba pronto en la desganada oferta de  bienestar gratuito y holgazán. Las zapatillas, en efecto, no son, en nada, objetos y es  la pasividad que despide, tan espontánea y espesa la que, sin pretenderlo, se ablanda el  lugar donde se encuentren y su  manso paso a lo largo del recorrido que pisan.

No son por tanto calzado  en ningún sentido estricto porque estructuralmente se hallan diseñadas en las afueras semánticas de la estructuración. El zapato marca el pie y busca,  en la mayor parte de los supuestos, transmitir alguna determinación.

La zapatilla, por el contrario, es lo opuesto a toda convicción humana o trascendente, personal o social. Su talante -sin sujeto dentro- la asocia a los  diálogos sin objetivo o, precisamente, a esa clase de conversación  familiar que al fin del día intercambia palabras resabidas y se refiere sólo a problemas  rutinarios y de ínfimo valor.

  La zapatilla conlleva morfológicamete una declaración disolutoria o una  disolución declarativa. No se relaciona con pugna alguna ni con el menor residuo de confrontación, dialéctica o no.

Existe como un animal del que fueron condonadas todos los factores  de enfrentamiento y de este modo subordinado y ciego, desganado y ablativo  se ofrece a nuestra floja voluntad. Más bien nuestra voluntad es, por la misma desidia, la misma que la suya en el momento en que el pie se adentra en su organismo y la moviliza como el cuerpo y el alma que rellena un vacío sin la menor ansiedad.

Probablemente, el bienestar que procuran las zapatillas del que sus usuarios obtienen la recompensa mayor, procede de ellas y ellos juntos no son ya seres en sí, no son juntos seres para la muerte sino seres para la inacción y en el punto G de la ausencia del deseo. Ellas son tan sólo para hacer gozar el deseo cero y esa oquedad donde se hace posible la integridad del gozo sin posesor.

Ciertamente el zapato se beneficia del movimiento que le permite pasear, exhibirse,  participar de los actos mercantiles y la vida erótica, pero la zapatilla se halla eximida de todo ello. No es más que un regazo liberado de toda obligación, al punto que al  calzarlas somos infundidos de su inocencia sin pasión, ni obligación, sin objetivo ni causa. No hay más que inarticulación en el cuerpo de la zapatilla a la manera en que acaso un amable muñeco de trapo. Pero la zapatilla es, además femenina, una mujer pura, una mujer que ni es amante, ni es madre, ni es esposa, ni es abuela, sólo amor. El absoluto de su concavidad donde el pie, como basamento del cuerpo, se acoge trasmite la sensación de un sosiego cósmico y acaso el impulso para poder volar.

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2 de febrero de 2010
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El calcetín y la media

A despecho de no pocos fetichistas, el pie suele ser una unidad adjunta a lo peor. Carece de rango para dignificar su dolor cuando lo padece, sea de la clase que sea y en lo mejor sólo una hipérbole poética o una mística especializada, en sahumerios y cristologías, le ha procurado estatus.

Cuando el pie emerge de su obligada ocultación no histórica pero ya casi permanente, enseguida brinda lívidas noticias de ultratumba. Una gramática de huesos y anfractuosidades que todavía no han abandonado la geología se aunan a su herencia paleolítica. tal como Tàpies interpreta.

El calcañar, el empeine, el túmulo a menudo tumefacto del tobillo, el racimo vermicular en la corriente venosa más su tremenda culminación en el cartucho de los dedos,  enfatizan su ser sin expresión, con parentesco en las diferentes fisonomías de la piedra. Si los amantes se centran de vez en cuando en el argumento de los pies, lo hacen recreándose en su necedad radical y su aspecto tan burdo que invita a maniobras que ronda tanto el satanismo como la perversión asociada al trato con la esclavitud.

El pie soporta, se humilla, no rebasa el nivel del suelo.  ¿Para qué disimular su proximidad con la pezuña y su comportamiento animal sin viso alguno de inteligencia? El calcetín viene a encubrir esta pieza casi prehistórica a la manera que se hace con un oprobio o una tara, de manera que jamás el calcetín supera su carácter obtuso o rudimentario.

En los desarrollos de la moda, con frecuencia tan morosos en el universo masculino, el calcetín fino y elástico que imitaba el lujo sexual de la media vino a adherirse a la brusca orografía del pie masculino como una capa que sí estaba concebida, supuestamente, para mejorar la apariencia, acabó convirtiéndose en el decepcionante vendaje  de una piel, seguramente dañada, erosionada, encallecida, imperfecta y enferma.

Mientras una mujer, por beneficio de sus medias, puede hacer de sus movimientos al calzarlas o descalzarlas una ceremonia erótica tan catalogada como eficiente, el hombre maniobrando con el calcetín potencia  una estampa de menesterosidad o de disfunción eréctil.

Manifiestamente, el calcetín provoca en el orden de lo masculino un indefectible descenso de valor, una baja tan grande de su estima que cualquier contacto con ellos se realiza sumariamente, con intención de acabar pronto, mientras la media solicita, por el contrario, un trato despacioso en cuya solemnidad se destila su atracción y por poca destreza que se ponga en su manejo.

La media en sí es un estilo mientras que el calcetín, en sí, es una pieza átona, sin ideas ni sugerencias: una marca residual proveniente de un presidio ancestral del que todavía no se ha liberado el cuerpo y la antropología de los varones.

  Como consecuencia, una sucesión de sentimientos desalentadores se congregan en torno a los calcetines, dentro y fuera de ellos, en su envés y en su revés insoportable. La media tiende  río continuo, una velocidad que se ignora hasta dónde llevará pero el calcetín secciona y diseca el apéndice del pie como un órgano en torno a la muerte o el castigo. Porque ¿qué podrá hallarse bajo esa funda inanimada o y mortuoria?

La imaginación persigue con la mayor atención el itinerario de la media, se apega a sus curiosas oscilaciones, sus frunces surgidos en el jarrete o  su extrema tensión  esclareciendo la transparencia de la rótula, pero en el calcetín toda opacidad produce ahogo y cualquier pequeña transparencia, a su vez, aboca a la angustia.

En cada hueco del calcetín anida un halo aciago, una lavaza impura que comienza a absorberse por los pies y asciende hasta encharcar al cuerpo entero. Se muere por los pies o los pies son, por anticipado, la proa de una sentencia terrible  en el desfile de los féretros calzados.

De hecho, el efecto del calcetín lleva su expresión letal tan lejos que, paradójicamente, será preciso desnudarse el pie para desmentir el pronóstico de una patología inconfesable. Las medias han sido concebidas para deslizar mentiras sobre superficies brillantes pero el calcetín es el redoble de la calamidad sobre lo peor de lo verdadero, la máscara insuficiente sobre la pobreza o su estulticia.

 Permanecer con las medias puestas hasta el momento de hacer el amor acentúa el deseo pero manteniendo los calcetines puestos, el hombre, tan sólo por ello, desmejora su galanteo.

En el juego amoroso es indispensable pues apartar los calcetines  enseguida  puesto que  prácticamente en ningún caso la mujer ha palpitado ante ellos. Más bien el calcetín despierta en ella su maternidad serena, su antigüedad y su prevalencia de madre sobre la idea de amante, el predominio de la estampa vistiendo al hijo  sobre la de reconocer al hombre como un ser ajeno, apartado de su propia concepción y, en consecuencia, relativamente secreto.

En la vida de los varones y tras sobrepasar el periodo en que la madre actúa, le lleva hacia pensamientos taciturnos.  El calcetín es, en sí, taciturno y esta condición empieza en el mismo momento de realizar su compra. Así, a diferencia de las mujeres que eligen las medias con profesionalidad de meretrices, las constatan sobre la mano abierta, calibran su color y su efecto estético entre los dedos tensos y erectos, el hombre llega al calcetín sin aliciente alguno. Adquiere la prenda cumpliendo un deber puesto que no encuentra indicado llevar zapatos sin una protección reglamentaria.

La media ensalza la pierna pero con el calcetín el hombre oscurece deliberadamente el porte de su extremidad a la que anula más que resalta, que amputa más que ama y que lleva en frecuentes ocasiones como una pieza sin sentido, fuera de los placeres de la intersexualidad y castigada por la inequidad de la cultura.   

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29 de enero de 2010
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El correo

De ser una ilusión felicísima, el correo ha pasado a ser un tostón. Aquélla luz que el hogar recibía desde la lejanía y allí mandaba sus noticias como desde una vida que interesaba saber al receptor, las cartas han sido colonizadas por los bancos y el mail por los spams que van sumándose hasta ahogar la curiosidad del corazón.

Con todo, el correo y sus circunstancias mantiene un halo que no damos enteramente por perdido y la carta auténtica, que tanto tarda en llegar, no se descarta por completo.

Una vez al año quizás, una vez cada año y medio en el buzón se encuentra un sobre escrito a mano y adentro puede ser que sólo una hoja o una cartulina que lleva la caligrafía de una amistad. ¿Un amigo? ¿Un antiguo amante? La esperanza de que el amante perdido reaparezca va desvaneciéndose con los años pero incluso en plena y bullente juventud el móvil y sus mensajes cortos hacen las veces del papel escrito y el sobre se representa sucintamente en un espasmo sonoro que sacude al aparato receptor.

Todo le mundo postal de la antigua era,  ha sido, en fin,  tan reemplazado por otros medios que siendo pesimista se diría que ha sido "arrasado" y no siendo melancólica se diría que "actualizado". Esa actualización del contacto -interpersonal o no- se apoya radicalmente  en la actualidad. No hay ya pasado en el SMS puesto que en un soplo hace el trayecto y tanto como dura el mismo suspiro de quien nos evoca se tiene delante su  evocación. Es, contemplado así, más poético y feliz que nunca porque no cabe aberraciones temporales en la transmisión.

 La carta fue efectivamente un tesoro acorde con los tiempos de la lentitud pero actualmente ¿quién podría decir que en el largo plazo de su viaje los sentimientos  no han virado hacia no se sabe qué, hacia no se sabe quién? La carta, como consecuencia de su andar moroso, debía poseer una notable garantía de durabilidad, el sello de la permanencia.

Carta que brindaba información sobre el estado del corazón  o sobre la vida ordinaria que si lograba prestigio o reverencia era a causa de su solidez.  Ninguna experiencia de la casa y la familia, de las labores y de los amores, se podría considerar verdadera sin su peso y su pesadez. 

Al contrario de ahora cuando la repetición o su monotonía  aumenta el recelo de su verdad. O dicho de otro modo, toda buena rutina que en el pasado no era sino un afianzamiento del anillo conyugal o familiar, es ahora una metáfora de la sierra o su erosión circular. La peor de las caducidades en las cosas puesto que no hay dedicación más aborrecible e improductiva que dar vueltas y vueltas a lo mismo, señal de que la neurosis se ha adueñado de nosotros y está perjudicando la salud.

Se considera tan tedioso como odioso aquello que se realiza  una y otra vez y ,sin embargo, se tiene por positivo lo voluble  porque así resultará más divertido.  La paradoja pues de que lo igual ya no se resiste y lo cambiante se ama, acaba reflejándose en el vacío postal del buzón puesto que el buzón, literalmente alude a algo que se sumerge -como el buzo- y se deposita en el fondo sin ninguna volubilidad.

 Las cartas vienen de lejos y transmiten duración. Siempre será necesario interpretarlas andando hacia atrás el tiempo y componiendo la escena ya pasada y pretérita en la que fueron redactadas. Igualmente, quien las escribe ha de prever la longitud del plazo que necesitarán para alcanzar su destino y, por lo tanto, no deben componerse superficialmente sino asegurando su concepto implícito para que pueda durar. No son así los mail que se dicen y se desdicen que se emocionan en emoticones que llegan volando y salen del mismo modo,  sin necesidad de pensar.

¿Se ha perdido hogar con ello? Efectivamente el hogar ha dejado de ser esa sólida dirección donde se mantenía de por vida el domicilio. Hoy la casa, el empleo,  la creencia o el amor son tan cambiantes que tienden a serlo aún más, son tan portátiles que tiende a sortear el estancamiento del buzón y sustituirlo para esto y otras actividades más por el ordenador portátil, lap-top, apoyado sobre las piernas que viajan y no cesan de moverse de aquí para allá. 

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28 de enero de 2010
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El aceite

Determinadas materias primas nos quieren. Nos quieren más de lo que las queremos e incluso que comprendamos el porqué de su obstinada adhesión. El caso proverbial que en este aspecto representan las grasas, desde el óleo  a la mantequilla, desde el cabello de ángel al caramelo es su elocuente expresión. Pero también los dulces, en cuanto grasas, representan a productos que si bien amamos,  aborrecemos al mismo tiempo. O, una primera mitad de la vida los queremos sin reservas, inspirados por la infancia y la otra los miramos con recelo a partir de las severas  prescripciones contra el sobrepeso, la diabetes y la obesidad.

De entre toda esta enorme familia de sustancias pringosas, deseosas de impregnarnos en uno u otro grado a pesar de nuestra renuencia o nuestra oposición, el aceite se erige como el rey más elegante del catálogo. Entre  los dulces el almíbar sería el item que llevara el lábaro pero entre las grasas el aceite luminoso y  refinado ocuparía sin discusión alguna el liderato. Posee el aceite todo el amor de la parentela que pringa  pero no incluye la molesta condición de lo pegajoso que resulta ser, por obvias razones, lo más difícil de liberar con el desdén.

 El aceite, pringa sin asquear, se apega sin demencia y siempre anticipa con su fluidez, su color y su textura una conducta que se avendrá a razón.  Dentro de sus muchas  variedades, más o menos ácidas, más o menos densas, más o menos puras, el aceite siempre conlleva ese punto molesto que no desaparace sino con el jabón pero también una dosis de envoltura sedosa y peculiar que lame las heridas y lubrica la piel.

 De este modo, el aceite doméstico ocupa un lugar insustituible dentro y fuera de la cocina porque su acción, más allá de su quehacer entre los alimentos, alcanza un carácter simbólico que procede desde los tiempos remotos hasta la Biblia y la tercera revolución industrial.

 De hecho ninguna máquina, casi ningún aparato inventado, ha progresado sin la presencia del aceite, en una u otra formación, bajo una u otra visibilidad. El coche y el lubricante, el reloj y su gota de aceite, prácticamente todo movimiento de  cualquier mecanismo se sirven de su efecto benefactor. Observable o no discurre por todas las junturas mecánicas que de este pueden giran sobre sí o impulsan mediante engrana jes y  copulación, la marcha y la bendición de sus resultados.  De hecho, el aceite, constituye un elemento propicio para ser bendecido y prestar bendición.

 Perfumado o no, se incluye en la liturgia del bautismo y en el de los santos óleos de la muerte como en dos momentos decisivos en los que es necesario facilitar el tránsito, cruces de la máxima envergadura histórica y humana.

Las ruedas del carro y  las articulaciones de los demás animales, el funcionamiento de las naves espaciales o de los juguetes requieren de la grasa u otras vidas del aceite. Más aún: el aceite es vida. Mana la grasa de la placenta y de la leche materna y forma parte del culto a la muerte que dialoga con  el sebo de las velas y se complace en los deleites del  embalsamiento.

En casa, el aceite siempre parece vivo y despierto. Y en punto. El vino puede agriarse pero el aceite raramente llega a hacerse rancio y, aún desde esa gangrena, sigue brindando sus propiedades de lubricación.  En el pelo o en  el coito, en  la ensalada o en los grandes quemados, el aceite preside una innumerable cantidad de momentos en nuestra vida, es lubricia y es purga, es luz y tortura, veneno y medicina. En otros pueblos será la mantequilla o la manteca, aceites enjugados, quienes cumplirán este papel central pero el aceite, sin falta, promueve el movimiento vital de modo que sin él las fricciones sueltan chispas y, al cabo, la vida, secretamente, se convierte, aún más, en un áspero camino,  una senda de arena donde el sol ha convertido la mancha en tara y el brillo en mordedura. 

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27 de enero de 2010
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Los pliegues

El lugar más atractivo del cuero humano es todo aquél donde se establece un pliegue. Puede tratarse de un pliegue  fijo o de un repliegue, un hoyuelo o una arruga de expresión que va y viene con las circunstancias emocionales y por responder a ellas alcanza su máximo interés. El cuerpo esbelto, desnudo y expuesto, quieto y liso, no logra decir nada si no se le interroga o se le interviene. La axila o la ingle, como supremos ejemplos, pero también la corva, la oreja, las fosas de la nariz o el fuelle que crea en la parte interior el codo, son pequeños refugios donde la imaginación se desliza y hurga y se reconvierte.

Ciertamente, el cuerpo del otro, es ante todo un recreo a través del  encanto de sus pliegues. No lorzas, naturalmente, sino relatos comprimidos en el entresijo natural. Recintos relativamente escondidos o cuyo acceso requiere un consentimiento de la pareja en cuyo salvoconducto se encierra su documento de amor.

Y ¿qué se halla dentro de unos y otros recovecos? Primordialmente calor. Un calor especial, no cualquier grado de calor ni una media de calor que se reparte por la extensión de la piel entera. En ese acceso al instersticio la recompensa se concreta en su expresión de calor, un punto más alto y atesorado allí como una suerte de reserva. Precisamente es difícil concebir un secreto a la luz del día, expuesto al viento y despojado de calor. Todo secreto reside en un habitáculo oscuro y en donde la falta de luz, paradójicamente, le dota de un especial color y calor. El calor de la vagina sería la suprema representación pero otros frunces o anfractuosidades crean el argumento pormenorizado del misterio ajeno y ofrecen el nuestro a la exploración.

No hay nada a lo que no pueda acceder la cirugía pero en su desarrollo el máximo don de la intervención ha sido la laparoscopia que ingresa en zonas vedadas sin destruir su antesala ni su entorno, que apresa el tumor o repara la hernia, aventurándose por una vía que serpenteando extrae entre sus pinzas (sus dientes) el objeto crítico: el bocado de muerte o de dolor.

Igualmente cuando en la interacción amorosa se acaricia, la mano o la boca se dirige golosamente a esa zona recóndita, más o menos protegida por una sucesión de tegumentos, que se seducen para llegar al fondo.

El fondo donde sin duda se halla la capilla o la efigie sagrada, dibujada por la calidad y la suavidad de un llamativo y silencioso calor. La respiración se detiene en estos menudos santuarios de la carne común,  agentes del amor erótico y minúsculos remedos de un más allá grande e inmortal donde  la reserva térmica asegura el imaginario infinito de la vida a dos.

El hogar, por sí mismo, como nominativo y estructural tiende proveer de pliegues, sean efecto de las hendiduras de sombra y luz, sea de rincones sobre los que se asienta en diferentes proporciones los objetos más queridos o los paisajes intensos. De hecho, el gran placer de convertir la cama tendida y lisa en una cama desecha expresa la instintiva necesidad de querer en escondites, quererse en casamatas, juntarse con lo propio en un repliegue del terreno, ese desnivel desde donde vemos sin ser vistos, donde somos resguardados como niños, erotizados de narcisismo, de maternidad o de miedo. El principio fundacional de las cortinas o sus remedos en los estores y las persianas radica en el pliegue. La casa se oculta tras el fruncido que regula la luz hacia adentro y hacia fuera, que gradúa su comunicación y al cabo, en la secuencia de gestos, comunica como un cuerpo y su expresividad sexual el deleite que obtiene y el regalo que procura.

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26 de enero de 2010
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Los zapatos

Los zapatos son amigos o bestezuelas. El compañerismo de humanidad con uno mismo empieza por los pies donde se junta una piel a otra piel y de ahí crece la figura mejor o peor acoplada.

Los zapatos, quién lo duda, son una rémora animal, de un lado por su trozo de piel que aportan y, de otro, porque mimetizan en los seres humanos y bípedos, los cascos o las pezuñas de los cuadrúpedos. Son también, observada su terminación perfecta, el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la industria sobre la zoología. Gracias a esa labor de dominio se consigue que el calzado, siendo una pieza animal, no rememore de inmediato su originaria naturaleza, caballar o vacuna.

El zapato, sin embargo, pisa y mide el suelo sobre el que el sujeto anda. Nace y muere en contacto invariable con la tierra y de su buen asentamiento se deduce acentuadamente el incomodo o el confort del paseo. Mujeres que aman y odian los zapatos, son reflejo de la pugna entre la influencia animal y el ordenamiento estético. En la candente frontera de ambos campos se forma el roce, el callo o la herida que atormenta. El mundo, plasmado en las dos dimensiones, revela su beneficencia o su hostilidad superficial a través de la suela del zapato.

Hay una piel facial, un cutis, en donde se reconoce enseguida la edad y una piel a una cota inferior, casi abismada, en la que se reconoce la característica inmanente de las personas. El cutis se puede operar pero el zapato permanece, una y otra vez, repitiendo la delación respecto a su dueño. 

En el conjunto del vestuario -desde la corbata al pantalón, desde la blusa a las medias- se producen múltiples combinaciones susceptibles de complicar un preciso resumen del gusto pero los zapatos, por sí solos, brindan con prontitud la categoría y fundamentación del porte. Son el refrendo negativo o afirmativo de un guión que empieza y termina por los pies. Cualquier desviación del tino en otros ámbitos puede integrarse, compensarse o simularse pero los zapatos constituyen una prueba fehaciente del gusto, una voz de enorme exactitud y elocuencia.

El zapato, puede decirse, da tono. O lo quita. Desde su forma, su color y su textura se deriva una declaración constitucional sobre la concepción general que se tenga del mundo, su acercamiento apropiado o lóbrego, su pacífica armonía o su desarmonización tan fea como tormentosa.

Socialmente, históricamente, el zapato se relaciona con las prendas de primera necesidad puesto que no ir con los pies desnudos indica el nivel de la depauperación primitiva, el escalón esencial sin redimir en esa tribu, ese pueblo o esa casa. Tras ese estar en cueros, el cuero del calzado incorpora un nuevo rostro al pie, se inviste de otra materia aún viva que, en adelante, hablará delegadamente.

En cada acto de comprar un nuevo par y acomodarlo al pie descalzo se reproduce la historia de la humanidad, desde el habla homónima o la mudez ancestral hasta el lenguaje variopinto de las poblaciones que se cruzan y entreveran.

Así, el zapato, en cuanto eslabón entre especies, nunca duerme ni reposa de modo que incluso en la habitación nocturna en su quietud vaga una muerte incompleta. Una muerte sin acabar que, desprovista de fin, privada de finalidad, sólo alcanza a dialogar -y eternamente- con su par. Pares de zapatos, zapatos a pares como miembros simétricos de un sujeto irremediable, sin herrar o errante. 

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25 de enero de 2010
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El ascensor

Cerca de una quinta parte de los neoyorkinos llegan al matrimonio tras haber establecido su primer contacto en el ascensor.

¿Extraño? El ascensor es muy extraño. Una insólita cámara opresiva que induce coercitivamente al desdén o al contacto. Los segundos que se comparten en el ascensor y cuerpo a cuerpo  con un ser extraño llevan hasta el borde del desasosiego, del temor o del rechazo. Quizás no haya otro modo para atenuar esta situación casi insufrible que apretar los dientes, anteponiendo nuestra férrea intimidad al ataque silencioso de la otra intimidad armada  o traspasar heroicamente el cerco desgranando alguna insulsa consideración o, en general, un consabido comentario climatológico que, de todos modos, suena en el estrecho recinto como una voz tan falsa como asible, humana y acaso salvadora en todo caso.

¿Salvadora de qué? De la extrema saturación de humanidad que despide el doble humano, la alta densidad atmosférica que su espesa ajenidad emana y que físicamente, piso a piso, va ahogándonos. El silencio mutuo a lo largo de  cuatro o cinco pisos puede llegar a soportarse sin que el malestar nos dañe demasiado pero en los rascacielos puede resultar tan aplastante que incluso un quejido, por insignificante que sea, puede mover a amarlo. De ahí al placer de cruzar unas palabras y la atracción potenciada por la satisfacción de haber convertido al posible enemigo en amante.

En la mayoría de los finales, respetado el silencio de hierro, el otro se apea como un ser inocente pero en tanto se halla allí él y yo, recíprocamente somos protagonistas de un ámbito de locura, entre la pasión y el asesinato.  El teléfono, el cuarto de baño, la sangre, el lápiz de labios, las estaciones  y el mar son, por su dual naturaleza,  seductores y criminales,  mataderos y hogares.

En principio, todo podría parecer intrascendente mediando el ascensor puesto que se trata de un vehículo sin glamour alguno, funcional y efímero. Su efecto, no obstante, se acentúa en cuanto cápsula de una soledad perfecta -casi narcisista- cuando no hay nadie más y se dobla en el colmo de la máxima muchedumbre cuando un desconocido comparte esa miniatura vivencial conmigo.

 Yo y él, tan desconocidos como aproximados, en un habitáculo impropio de nuestra respectiva condición, encerrados en un módulo metálico donde se oye la respiración, la tos insoslayable, su mirada inevitablemente torva o armada. Hablar, decir algo desde el cuerpo extraño, es entonces el único recurso para salir de sí y sacar al otro de su temible anonimato. Oír su voz y su lenguaje, oírnos a nosotros mismos,  para dilatar mediante esa señal el estricto mundo que nos atenaza y constatar así que su intención o la nuestra no será herirnos sino, tan solo, soportarnos.

La gran urbanización y el notable ahorro en los servicios municipales nunca se habría alcanzado sin la colaboración de los ascensores que efectivamente fueron, en sus primeros años,  una insignia de modernidad y de progreso. Entonces, allí donde se instalaron como aparatos suntuarios, fueron adornados  y concebidos como saloncitos o antesalas del piso de  lujo, anticipos del estatus que se hallaría en la vivienda a donde nos dirigíamos.

 Ahora, un siglo y pico después, los ascensores no se engalanan demasiado si no es dentro de los hoteles de lujo. En las viviendas actúan bajo el modelo del montacargas, dispositivos para subir y bajar bultos. Bultos humanos en este caso, pesos de carne humana que tiemblan secretamente en la confusión de ser el objeto de un silencio culpabilizador, una molesta entidad para el otro, un animal sin sentidos al borde de la asfixia o de la nada.

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22 de enero de 2010
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La ropa interior

La ropa interior, examinada en su conjunto, presenta dos naturalezas distintas y entre las cuales no existe conexión alguna.

Entre la prenda interior recién lavada y ordenada en el cajón y la que ya se ha usado se interpone un abismo tan profundo como injusto, inicuo e inquietante. En ningún otro supuesto de la vida corriente el sujeto aparece como el rutinario ejecutor de su miseria.

La vista se complace en la ropa interior perfumada y  plegada dentro del armario o todavía sin estrenar en los expositores del comercio. Pero tanto en uno como en otro caso su inmediato destino es ser repelida y ocultada como una tara tras su uso. Y esa tara no la imprime nadie sino aquél que es su dueño y usuario.

¿Qué consecuencia puede extraerse de ello? O bien que el amo contagia su intrínseca ignominia a la prenda, inocente en sí, o bien que la prenda, precisamente por su especial carácter, tiende fatalmente a la infamia. Ninguna pieza de los mil catálogos, por estrafalaria que sea, incluso por lo pobre o birriosa  que se ofrezca, alcanza a provocar tanto malestar eventualmente. Pero incluso la pieza hermosa invierte fácilmente su aprecio o lo trastorna viciosamente tras el contacto. Por ambos cauces, la prenda interior es, de un  lado lo más sensible y, de otro, lo más humano.  

Pero hay, efectivamente, una gran diferencia entre un modelo y otro si se atiende al binomio hombre/mujer entre los cuales una fosa genérica los signa radicalmente. Mientras la ropa interior femenina ha alcanzado proverbial atención a lo largo de los tiempos, el cuerpo masculino se despachó casi siempre de manera sumarial y áspera.

A este respecto, es  significativa el empleo de "lencería" (lingerie) para referirse tanto a la ropa blanca como a la ropa interior de la mujer. Como en otros eufemismos dedicados a nominar delicadamente la intimidad femenina,  la lencería vale lo mismo para la ropa de la cama como para la ropa de cama o en donde el cuerpo puro se envuelve.

De este modo,  los apartados de lencería parecen formar parte de lo más fino y mágico, tal como reproducen en su montaje las secciones o comercios destinados a ello. Los sueños, las fantasías, la creatividad se afanan en el diseño de la ropa interior femenina mientras en su correlato  masculino la simplicidad es tan grande y, a menudo, tan fea  que no pocos esposos dejan todavía la elección de sus calzoncillos a la práctica decisión de la esposa. ¿Debe pensarse por tanto que la intimidad de la carne  es aún  un asunto de mujeres?

Una barrera muy gruesa y reciente se ha alzado ante esta vetusta costumbre que delega la compra en la mujer y no es otra que la brutal referencia a los atributos masculinos impresa en los paquetes. La carga con que, agresivamente, se realza el asentamiento de la prenda, puede hacerse tan procaz que desazona el acercamiento de la compradora. ¿Paquetes pues soberbios para atraer la lujuria de los hombres? No es seguro. En los espacios de lencería femenina se crea una atmósfera  de erotismo tan intensa y envolvente que hace perder la objetividad de casi cualquier hombre y favorezca menos el pudor objetivo que la turbación y el rubor. En estas encrucijadas, rodeados de  bragas y sujetadores, negligés, saltos de cama, susanitas, camisones y batas transparentes el ambiente se convierte en gas o líquido frente a la dura y seca opacidad del bagaje para  caballeros. En el pasado, a los sujetadores se les llamaba sostenes y bragas a las bragas pero hace ya tiempo que sin alterar los conceptos fundamentales se ha modificado la calidad del texto y  las bragas son "braguitas" y el sostén claro evocador del pilar en arquitectura ha pasado a ser llamado "sujetador" que connota con una más leve contribución a la tarea.

No son por tanto lo mismo el carácter simbólico de esas piezas  y después,   dentro ya del hogar y entre los enseres domésticos, hay que diferenciar entre los sujetadores para jóvenes y para adultas. En el primer caso, la pieza se confunde con un  pedazo de tela sin apenas configuración y, de hecho, su mayor efecto sexual es hacerse reconocer como algo que se apegará al pecho. En el segundo caso, la impresión cambia radicalmente porque el sujetador al contrario de parecer una tela levemente prefigurada, queda rígida y  como un inequívoco ardid de encaje exacto, entre el expresionismo y la ortopedia.

Habiendo llegado a este punto de ropa interior femenina, la pareja que haya compuesto habrá ingresado, quizás, en una cotidianidad de años presidida por una familiaridad que descuida o pasa por alto la visión del artefacto.

Respecto a los hombres, son otras las circunstancias que contribuyen a demediar su imagen como efecto del indumento interior. Son otras y muchas las circunstancias que dan como resultado un sinfín de humillantes despropósitos, porque así como la industria apenas ha evitado la ridiculización del varón mediante el clásico diseño del pijama, en cuanto los calzoncillos y la camiseta no ha obrado de mejor manera. Sin acaso otra excepción que los modelos publicitarios impresos en el cartonaje, la generalidad de los hombres sufre menoscabo si se le ve en calzoncillos. Parece mentira que la historia no haya corregido un problema de tal envergadura pero los hechos son estos: los estampados, los elásticos, los colores lisos y disparatados, las proporciones, los tejidos de lycra se conjuntan para arruinar la imagen del señor.

Una chica en ropa interior es una chica bien vestida, un hombre en ropa interior es, por lo común,  un  mamarracho. La convivencia podría restar importancia a ese estrago pero ni siquiera es seguro que sea así. El hombre queda desprestigiado en calzoncillos mientras la mujer, gracias a la larga veneración otorgada a su cuerpo, puede pasear sin seguro detrimento en paños menores.

¿Paños menores? Me parece que sólo "paños menores" tiene que ver con los hombres y precisamente porque ni siquiera el paño ha sido un tejido descartado para apretarse contra la piel varonil, piel áspera que ni siquiera la igualación cosmética a resuelto del todo ni más allá de la homosexualidad y su impagable amor al hombre.  

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21 de enero de 2010
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El periódico

La diferencia entre un periódico de papel y otro digital es que el primero es cabalmente un enser y el segundo un medio pasajero.

El enser que ser realiza en su tangibilidad y  se manifiesta como un vivo suceso. Pero, además, el periódico en papel, además, se comporta como un enlace netamente físico entre el interior de y el exterior doméstico, tal como los cables de guerra ponían en contacto al mando distante con el frente de la operación. Sus noticias puede que no sea sorprendentes a la manera de antes  puesto que otros medios informativos son más veloces y  omnipresentes pero también por esto el diario despojado de la noticia a secas incrementa la acción de su "papel" en cuanto objeto de compañía. Más despacioso y comprensivo que la televisión, más silencioso o confidente que la radio. En definitiva, opera como una suerte de cómplice que susurra a la manera de un asistente, un preceptor o un mensajero,  una clase de personaje de muda elocuencia y cuya generosidad no conoce más límites que la economía de la editora.

Porque el periódico en cuanto tal, ya se nota que desea exasperadamente decírnoslo todo, tanto para informarnos como para adoctrinarnos, orientarnos, turbarnos o conmovernos. Especie de amante total o conquistador de almas que se nutre de nuestra atención emocionada o no, indignada, indiferente o confundida. De esta manera el diario trata tanto de servirnos como de servirse de nosotros en una exposición que tiene directa relación con el strip-tease y así hay periódicos hembra y periódicos macho, ediciones sexy de grandes y lucientes pechos y ediciones sombrías, casi moribundas.

De una u otra manera el periódico que se recibe en casa comporta la forma suprema de relación con el lector. Aquél que se adquiere en el kiosco presta también su cuerpo, pero el que llegada por suscripción y se recoge del buzón significa la unión sexual sensual máxima. Su plástica inserción en nuestro hogar provoca el placer de cederle un hueco en nuestra vida, un cobijo en nuestra atención, una habitación donde recrearse  con nuestro recreo. Nos absorbe pues mientras lo absorbemos, nos penetra mientras nos dilata.

El periódico digital será el fin, no muy lejano, del diario en papel y con  ello se efectuará la clausura de esa habitación donde el periódico de suscripción ingresa. Porque mientras en  la pantalla el periódico digital existe con un porte que parece no necesitar room se abre y se cierra sin alteración significativa alguna, el diario de papel ocupa la casa de aquí para allá, se abre y se cierra en  un acontecer que requiere de la voluntad un ejercicio expresivo. El digital, sin embargo,  no parece necesitarnos tanto no acaso no nos reclama en absoluto puesto que su información navega a despecho de nuestras manos y se desplaza de aquí a la velocidad de la luz o  sin moverse expresamente de su sitio. Ilocalizable e intangible el digital planea ante nuestra mirada  sin que la vista pueda llegar a fijarlo. De este modo, en su naturaleza, el periódico digital no es tanto un enser casero como un servicio  anónimo e igual a todas las topografías de la red, incluyendo, en ocasiones, la tipografía.

Quienes no tienen la costumbre de leer el periódico diariamente no tienen por qué experimentar estas sensaciones puesto que el trato esporádico con un periódico acentúa su carácter instrumental y lo descarta como objeto de compañía Objeto o sujeto de compañía sujeto puesto que una y otra vez la nómina de gentes que firma los contenidos, la cabecera que resuena  como un lábaro y la palpación hacen redundante en la impresión su carácter de  producto impreso. 

Así de modo osmótico se mezcla en nuestra experiencia y viceversa, con un apego que, como en los hechos de vecindad regular, el día en que falta la jornada ya nace mutilada. Ese enser resulta parte de nuestro establecimiento de manera que ¿cómo no sentirlo  debido a su asiduidad y su persistencia como un suceso de la casa más que una mercancía sin destino expreso, sin cara o sin domicilio?

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20 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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