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El aceite

Por 27 de enero de 2010 Sin comentarios

Vicente Verdú

Determinadas materias primas nos quieren. Nos quieren más de lo que las queremos e incluso que comprendamos el porqué de su obstinada adhesión. El caso proverbial que en este aspecto representan las grasas, desde el óleo  a la mantequilla, desde el cabello de ángel al caramelo es su elocuente expresión. Pero también los dulces, en cuanto grasas, representan a productos que si bien amamos,  aborrecemos al mismo tiempo. O, una primera mitad de la vida los queremos sin reservas, inspirados por la infancia y la otra los miramos con recelo a partir de las severas  prescripciones contra el sobrepeso, la diabetes y la obesidad.

De entre toda esta enorme familia de sustancias pringosas, deseosas de impregnarnos en uno u otro grado a pesar de nuestra renuencia o nuestra oposición, el aceite se erige como el rey más elegante del catálogo. Entre  los dulces el almíbar sería el item que llevara el lábaro pero entre las grasas el aceite luminoso y  refinado ocuparía sin discusión alguna el liderato. Posee el aceite todo el amor de la parentela que pringa  pero no incluye la molesta condición de lo pegajoso que resulta ser, por obvias razones, lo más difícil de liberar con el desdén.

 El aceite, pringa sin asquear, se apega sin demencia y siempre anticipa con su fluidez, su color y su textura una conducta que se avendrá a razón.  Dentro de sus muchas  variedades, más o menos ácidas, más o menos densas, más o menos puras, el aceite siempre conlleva ese punto molesto que no desaparace sino con el jabón pero también una dosis de envoltura sedosa y peculiar que lame las heridas y lubrica la piel.

 De este modo, el aceite doméstico ocupa un lugar insustituible dentro y fuera de la cocina porque su acción, más allá de su quehacer entre los alimentos, alcanza un carácter simbólico que procede desde los tiempos remotos hasta la Biblia y la tercera revolución industrial.

 De hecho ninguna máquina, casi ningún aparato inventado, ha progresado sin la presencia del aceite, en una u otra formación, bajo una u otra visibilidad. El coche y el lubricante, el reloj y su gota de aceite, prácticamente todo movimiento de  cualquier mecanismo se sirven de su efecto benefactor. Observable o no discurre por todas las junturas mecánicas que de este pueden giran sobre sí o impulsan mediante engrana jes y  copulación, la marcha y la bendición de sus resultados.  De hecho, el aceite, constituye un elemento propicio para ser bendecido y prestar bendición.

 Perfumado o no, se incluye en la liturgia del bautismo y en el de los santos óleos de la muerte como en dos momentos decisivos en los que es necesario facilitar el tránsito, cruces de la máxima envergadura histórica y humana.

Las ruedas del carro y  las articulaciones de los demás animales, el funcionamiento de las naves espaciales o de los juguetes requieren de la grasa u otras vidas del aceite. Más aún: el aceite es vida. Mana la grasa de la placenta y de la leche materna y forma parte del culto a la muerte que dialoga con  el sebo de las velas y se complace en los deleites del  embalsamiento.

En casa, el aceite siempre parece vivo y despierto. Y en punto. El vino puede agriarse pero el aceite raramente llega a hacerse rancio y, aún desde esa gangrena, sigue brindando sus propiedades de lubricación.  En el pelo o en  el coito, en  la ensalada o en los grandes quemados, el aceite preside una innumerable cantidad de momentos en nuestra vida, es lubricia y es purga, es luz y tortura, veneno y medicina. En otros pueblos será la mantequilla o la manteca, aceites enjugados, quienes cumplirán este papel central pero el aceite, sin falta, promueve el movimiento vital de modo que sin él las fricciones sueltan chispas y, al cabo, la vida, secretamente, se convierte, aún más, en un áspero camino,  una senda de arena donde el sol ha convertido la mancha en tara y el brillo en mordedura. 

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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