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El calcetín y la media

Por 29 de enero de 2010 Sin comentarios

Vicente Verdú

A despecho de no pocos fetichistas, el pie suele ser una unidad adjunta a lo peor. Carece de rango para dignificar su dolor cuando lo padece, sea de la clase que sea y en lo mejor sólo una hipérbole poética o una mística especializada, en sahumerios y cristologías, le ha procurado estatus.

Cuando el pie emerge de su obligada ocultación no histórica pero ya casi permanente, enseguida brinda lívidas noticias de ultratumba. Una gramática de huesos y anfractuosidades que todavía no han abandonado la geología se aunan a su herencia paleolítica. tal como Tàpies interpreta.

El calcañar, el empeine, el túmulo a menudo tumefacto del tobillo, el racimo vermicular en la corriente venosa más su tremenda culminación en el cartucho de los dedos,  enfatizan su ser sin expresión, con parentesco en las diferentes fisonomías de la piedra. Si los amantes se centran de vez en cuando en el argumento de los pies, lo hacen recreándose en su necedad radical y su aspecto tan burdo que invita a maniobras que ronda tanto el satanismo como la perversión asociada al trato con la esclavitud.

El pie soporta, se humilla, no rebasa el nivel del suelo.  ¿Para qué disimular su proximidad con la pezuña y su comportamiento animal sin viso alguno de inteligencia? El calcetín viene a encubrir esta pieza casi prehistórica a la manera que se hace con un oprobio o una tara, de manera que jamás el calcetín supera su carácter obtuso o rudimentario.

En los desarrollos de la moda, con frecuencia tan morosos en el universo masculino, el calcetín fino y elástico que imitaba el lujo sexual de la media vino a adherirse a la brusca orografía del pie masculino como una capa que sí estaba concebida, supuestamente, para mejorar la apariencia, acabó convirtiéndose en el decepcionante vendaje  de una piel, seguramente dañada, erosionada, encallecida, imperfecta y enferma.

Mientras una mujer, por beneficio de sus medias, puede hacer de sus movimientos al calzarlas o descalzarlas una ceremonia erótica tan catalogada como eficiente, el hombre maniobrando con el calcetín potencia  una estampa de menesterosidad o de disfunción eréctil.

Manifiestamente, el calcetín provoca en el orden de lo masculino un indefectible descenso de valor, una baja tan grande de su estima que cualquier contacto con ellos se realiza sumariamente, con intención de acabar pronto, mientras la media solicita, por el contrario, un trato despacioso en cuya solemnidad se destila su atracción y por poca destreza que se ponga en su manejo.

La media en sí es un estilo mientras que el calcetín, en sí, es una pieza átona, sin ideas ni sugerencias: una marca residual proveniente de un presidio ancestral del que todavía no se ha liberado el cuerpo y la antropología de los varones.

  Como consecuencia, una sucesión de sentimientos desalentadores se congregan en torno a los calcetines, dentro y fuera de ellos, en su envés y en su revés insoportable. La media tiende  río continuo, una velocidad que se ignora hasta dónde llevará pero el calcetín secciona y diseca el apéndice del pie como un órgano en torno a la muerte o el castigo. Porque ¿qué podrá hallarse bajo esa funda inanimada o y mortuoria?

La imaginación persigue con la mayor atención el itinerario de la media, se apega a sus curiosas oscilaciones, sus frunces surgidos en el jarrete o  su extrema tensión  esclareciendo la transparencia de la rótula, pero en el calcetín toda opacidad produce ahogo y cualquier pequeña transparencia, a su vez, aboca a la angustia.

En cada hueco del calcetín anida un halo aciago, una lavaza impura que comienza a absorberse por los pies y asciende hasta encharcar al cuerpo entero. Se muere por los pies o los pies son, por anticipado, la proa de una sentencia terrible  en el desfile de los féretros calzados.

De hecho, el efecto del calcetín lleva su expresión letal tan lejos que, paradójicamente, será preciso desnudarse el pie para desmentir el pronóstico de una patología inconfesable. Las medias han sido concebidas para deslizar mentiras sobre superficies brillantes pero el calcetín es el redoble de la calamidad sobre lo peor de lo verdadero, la máscara insuficiente sobre la pobreza o su estulticia.

 Permanecer con las medias puestas hasta el momento de hacer el amor acentúa el deseo pero manteniendo los calcetines puestos, el hombre, tan sólo por ello, desmejora su galanteo.

En el juego amoroso es indispensable pues apartar los calcetines  enseguida  puesto que  prácticamente en ningún caso la mujer ha palpitado ante ellos. Más bien el calcetín despierta en ella su maternidad serena, su antigüedad y su prevalencia de madre sobre la idea de amante, el predominio de la estampa vistiendo al hijo  sobre la de reconocer al hombre como un ser ajeno, apartado de su propia concepción y, en consecuencia, relativamente secreto.

En la vida de los varones y tras sobrepasar el periodo en que la madre actúa, le lleva hacia pensamientos taciturnos.  El calcetín es, en sí, taciturno y esta condición empieza en el mismo momento de realizar su compra. Así, a diferencia de las mujeres que eligen las medias con profesionalidad de meretrices, las constatan sobre la mano abierta, calibran su color y su efecto estético entre los dedos tensos y erectos, el hombre llega al calcetín sin aliciente alguno. Adquiere la prenda cumpliendo un deber puesto que no encuentra indicado llevar zapatos sin una protección reglamentaria.

La media ensalza la pierna pero con el calcetín el hombre oscurece deliberadamente el porte de su extremidad a la que anula más que resalta, que amputa más que ama y que lleva en frecuentes ocasiones como una pieza sin sentido, fuera de los placeres de la intersexualidad y castigada por la inequidad de la cultura.   

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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