Mil veces hemos dicho que la ceración, sea la escritura, la composición o la pintura, vienen a suplementar la felicidad que no hallamos en otras partes. Sería así el arte como un fármaco. A falta de buena salud, se comportaría como un buen sustituto para seguir viviendo incluso en un piso superior. Y hemos dicho, mil veces, que este repuesto artístico alternativo a la vida ha sido la bendita causa de las grandes obras.
Sin embargo, atendiendo a los evidentes cambios de la cultura en nuestro tiempo, ¿no será esta ecuación de vida/arte una idea falaz? Nunca la felicidad ha contado con mayor bibliografía y coaches personales, con centros especializados y cotización social.
Para ser feliz no se sabe del todo qué hacer pero siendo feliz, no cabe duda en la tasación social, que se puede hacer casi todo. Así, de acuerdo con la cultura medicalizada de nuestro tiempo, la mala salud daría para poca cosa mientras antes, estar enfermo, parecía un indispensable principio para ser artista.
Hoy, en cambio, a casi nada puede aspirarse arrastrando una mala salud. Todos lo dicen: no estando bien físicamente se está mal también espiritualmente. Esta es la obviedad vigente mientras hace un siglo el malestar, la melancolía, el alcoholismo o la tuberculosis daban mucho de sí para decidirse a crear. No gozaríamos de tantos escritores, novelistas o poetas, importantes si no hubieran estado crónica y gravemente enfermos. Diario de un artista seriamente enfermo, fue un título de Gil, de Biedma y El don de la embriaguez un poemario de Claudio Rodríguez.
La enfermedad se comunicaba con el espíritu directamente y, por lo tanto, sería raro hallarse en plena forma física y producir algo de importante valor espiritual. La enfermedad aligeraba la fisicidad haciéndola cercana a la evanescencia y, entonces, en una situación de casi transparencia todo se veía claro y proclive a ser genial. El genio se representaba en un vago humo que despedía el objeto, como la inspiración sería una neblina sensible que adquiría el sujeto para generar emociones y pensamientos desde el afinado occipital.
Con ello, estar cachas, jugar al fútbol, correr un maratón o, incluso, no tener tos ni fiebre, descalificaba de antemano a cualquier autor. Todo autor era, sistemáticamente, el resultado de una debilidad física que cuanto más acerada mayores probabilidades ofrecía para componer una obra con vigor. Prácticamente todos los genios en la pintura, la escritura, la música o la escultura del siglo XIX y mitad del XX han sido una legión de enfermos. O, lo que es lo mismo, la cultura que veneramos es un resultado de la clínica, la patología, la intervención quirúrgica y el hospital final. ¿Podía concebirse a un gran artista levantando pesas? Incluso la natación que es lo más próximo a la espiritualidad le costó la vida a la Le Corbusier que se creyó pintor. Por no hablar, claro, de las poetas que se suicidaron entrando en el mar.
El deporte ha sido estimado tan opuesto a la cultura que todos los deportistas, por definición, se consideraban gárrulos. Y todos los gárrulos eran, por definición y para su descrédito, felices.
La felicidad y la buena salud han llegado, sin embargo, a ser factores codiciados por todos, sean novelistas o no. Quienes se han suicidado por drogas, depresión o despecho amoroso siendo jóvenes desperdiciaron, según criterios económicos, lo mejor de sí. Porque no sería lo mejor de sí aquello que dejaron hecho en sus comienzos sino, probablemente, lo que habrían sido capaces de entregar con un largo fondo de inversión y madurez.
¿La madurez? Sólo unos cuantos, Picasso, Goethe, Matisse son citados como excepciones. El resto moría antes de los 34 años o no había nada que inspirara interés después. Pero esto, al fin, ha terminado en la presente cancha cultural. La cultura, eternamente culta hasta hace poco, que ha tardado más tiempo en darse cuenta de su temporalidad.
La creencia cultural se proclamó dogmática por los siglos de los siglos, a la manera de un Dios. Ahora sabemos, no obstante, siendo ateos y madridistas que nada es absoluto en sí. No sólo hay diferentes grados de cultura en el espacio y en el tiempo, sino diferentes inculturas que tanto en el espacio como en el tiempo nos conducen a la barbarie. Es el caso de la cultura del Islam en el siglo XXI y de la dulce cultura de Manon Lescaut (VE) en nuestros días.
El bien y el mal, lo feo o lo hermoso no se alteran sino con la transformación del ser humano en otra cosa también humana pero en donde la estética fundacional cambia como demuestran elocuentemente los productos de L´Oréal.