Vicente Verdú
Repetidamente la queja sobre el cansancio nos iguala a las personas mayores. Y nos compenetra. Los jóvenes que se cansan la mitad haciendo lo mismo, sean unas mudanzas o limpiando la vivienda denotan que cada vez, con el paso de los meses (sin hacer falta los años) se establece una distancia biológica e incluso racial entre sus fuerzas y las nuestras. Este señor que el otro día, con 67 años, remó hasta cruzar el Atlántico en una canoa. es la viva representación de una hazaña física que linda con el borde de la muerte absoluta. Los jóvenes realizan proezas como una constante histórica y los ancianos logran registros atléticos como un milagro ancestral. Los logros de los primero se inscriben en la circunstancia de la juventud mientras los asombrosos récords de los segundos pertenecen al orden de lo más sagrado. El joven hace y deshace en la secularidad, mientras el viejo casi siempre se halla instalado en el discurso de lo más sagrado, del contacto con el más allá.
La diferencia capital entre unos y otros radica en que mientras el joven gana biológicamente con sus fuerzas y gracias a su progreso consigue la meta, el viejo se corona como un santo cuando la meta es ya, por decirlo con precisión, su metafísica.
Casi todos tenemos un amigo que a los setenta años sigue jugando al padel o al tenis, un viejo compañero que aún nada tres quilómetros y hasta corre el medio maratón. Son ejemplos de un más más allá fantástico que se manifiesta en un esfuerzo que, sin dudas, puede llevarles a la muerte eximia en plena carrera. Este propósito energético y cargado de pasión se relaciona no con las ganas de morir en el intento sino con la intención de no llegar a envejecer jamás. ¿Que acaban sucumbiendo? Claro que sí, Pero más allá. En el punto en que cada gota de sudor proviene ya de la carbonización de su materia mientras que, como se ve, en los otros su fallecimiento es tanto un sino sin relieve deportivo y, al cabo, una helada derivación del no.