Vicente Verdú
Puesto que todo el mundo tiene la sensación de dar más de lo que recibe, las cuentas del mundo se hallan en un desequilibrio extremo que no hace sino empeorar con los años y llevarnos juntos a la perdición. Son tan pocos aquellos que declaran haber recibido más en el intercambio simbólico o vivencial que la injusticia viene a ser el sustento de toda nuestra condición. la materia prima de la existencia. Porque no en vano somos mortales. Y siendo mortales ¿qué inmenso bien deberíamos recibir por el pago que entregamos con nuestra muerte? No hay ninguno que lo iguale. No hay. por tanto, bien que supere al mal, no hay recompensa suficiente, no hay un peso en oro que iguale el peso de morir. De ahí se derive acaso la sensación general de ser tratados (y contratados) injustamente por los otros. Seguramente no son ellos los sujetos directos de la estafa o pero juntos, arracimados, componen una masa que se nos viene encima con inicuidad. Nos salvaríamos, seríamos felices, creemos, si fueran correctamente celebradas nuestras entregas y con ellas fuéramos realzados nosotros. De hecho, el del reconocimiento público de los los demás, en la política, los deportes o el arte, puede convertirse un simulacro de supervida o, en definitiva, en un aplazamiento de la desaparición. Los santos y los ilustres ganan con su fama este nemotécnico galardón. El don de verse recordados por la historia, como figuras a las que se les debe algo. Y lo que es todavía más gozoso: : figuras que estando ya enterradas, quedan exentas de entregar nada a cambio. Se llegaría así a la excepcionalidad superlativa de haber ganado en el intercambio. De hecho los santos son figuras realizadas gracias a esta fórmula maestra que hace al feligrés ser un debitario permanente de lo sagrado. Porque en este caso y paradójicamente, la muerte ha sacado ventaja a la vida. No otra sino esta añagaza es es la gran maniobra cristiana y de las religiones en general.