Vicente Verdú
Un día, una semana, un mes sin noticias es la seña de que la recepción está gastada. Recibir noticias, en cambio, es señal de que el mundo se mueve alrededor y nosotros nos vemos involucrados con sus meneos. No tener noticias es igual a sentirse parado. Detenido, incluso. La prisión de la existencia se verifica con dolorosa intensidad cuando nada ni nadie se asoma a nuestra vida. Los hechos, las personas, los animales o las cosas, las plantas incluso, pueden ser correos. Cuando el correo no se produce el vehículo de hacer vivir, como el vehículo de hacer desplazarse, se ha atascado. Nada hace más de lubrificante para el aburrimiento que el aceite de las noticias que se deslizan en cualquier momento. Y aún más son alicientes cuando siendo buenas prorrumpen cuando menos se las espera. En los dos sentidos la noticia es dramática, en sentido literal, cuando sucede de golpe. Y precisamente, siendo periodista, se valora como noticioso todo suceso que surge de lo inesperado. Porque, en realidad, en otro sentido más general, de lo inesperado esperamos todo. Tanto lo mejor como lo peor. Estando mal lo inesperado que procura alegría es un regalo inigualable. La vida se revela entonces como una confitura. No esa vida común que oscuramente va extinguíéndose sino la vida sin fin que va saltando de una a otra circunstancia, siempre tan ágil y caprichosa, que un día acaso trae una decepción pero que nunca agota su capacidad de hacernos felices con lo imprevisto. ¿Lo improvisto? Esta es la esencia de vivir. Estar latiendo o estar agonizando de un momento a otro. Ser querido o desestimado en una encrucijada sin precisión. Sanar o caer gravemente enfermo en un instante de los que la vida se halla tan provista, tan aprovisionada de municiones momentáneas, que son tan capaces de perforar el corazón como de abrir portillos de luz a una nueva y dulcísima ilusión.