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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Sobreviviendo a la crítica

Un comentario de Matilde me hizo revivir la devastación que me produjo una crítica adversa, en ocasión de la edición de mi primera novela, El muchacho peronista. Y digo una porque fue tan sólo una la que me maltrató: el resto de las críticas fue benévolo, y hasta alentador. Parte del dolor tuvo que ver, imagino, con que la crítica adversa se publicó en el mismo diario donde yo trabajaba; fue como ser vapuleado por alguien de la familia. Pero la parte sustancial del dolor derivó de la crueldad del texto; no recuerdo haber leído crítica de saña semejante, ni en la Argentina ni en ninguna otra parte, referida a una primera novela. La regla tácita sugiere a los críticos ser magnánimos con un debut. Para colmo, el eje central de la argumentación se fundaba en la crítica a una frase que figuraba en la contratapa, ¡que por supuesto yo no había escrito!

Miren si sería artera la crítica, que la dirección del diario se ofreció a publicar una segunda opinión. Decliné la oferta: lo hecho, hecho estaba. Y seguí lamiendo mis heridas por los rincones. Yo estaba seguro de que el crítico, un escritor de la generación que me precedía a quien llamaremos B, ni siquiera había leído El muchacho peronista. Esta convicción derivaba de la fama de solapero del crítico, conocido por pergeñar críticas de libros sin haber leído mucho más que los textos incluidos en solapas y contratapas; pero también por el texto mismo de la crítica, que se refería a la narración y sus detalles tan sólo en los términos más vagos. Además tenía la sensación de haber sido victimizado a causa de mis amistades. Por aquel entonces tenía una relación incipiente con el escritor Juan Forn, que venía de publicar Nadar de noche y que además era mi editor, lo cual lo volvía intocable. (Los escritores no suelen meterse con la gente que puede comprar sus novelas.) Y Forn me había presentado a Rodrigo Fresán, que había tenido un éxito de ventas con su libro Historia argentina. Entonces fue mi turno con El muchacho peronista. Imagino que algún sector del statuo quo que B representaba debe haber pensado que tres “efes” ya eran demasiado, y las campanas sonaron a deguello.

Tardé diez años en terminar mi segundo libro. Nunca, ni por un instante, dudé de mi intención de seguir escribiendo, pero la práctica se me había vuelto dolorosa.

Empecé y dejé dos novelas. Recién con El espía del tiempo, mi tercer intento, pude llegar a puerto. Todavía tendría que esperar hasta Kamchatka para recuperar el placer absoluto de la escritura; mi novela nueva, La batalla del calentamiento, ya fue puro disfrute.

No hay escritor sin ego, así que está claro que aquel dolor tenía mucho que ver con mi vanidad herida. Pero al mismo tiempo me abismaba lo que yo consideraba una injusticia: estaba seguro de que El muchacho peronista era, aun en el peor de los casos, una digna primera novela. Después del vapuleo recibido, ¿me resultaría fácil publicar una segunda? Supongo que buena parte de mi demora tuvo que ver con el terror de corroborarlo; y que el hecho de que terminase siendo contratado por Alfaguara en Madrid dice mucho de mi renuencia a probar suerte otra vez en la Argentina. Por lo demás, suscribo la distinción que hace Matilde entre los que escriben con desapego profesional y los que ponemos la vida en cada libro, más allá de las cualidades literarias intrínsecas de cada texto. El muchacho peronista fue mi primer hijo literario, y uno vive el maltrato que reciben los hijos con una intensidad multiplicada por mil.

Pero la vida da vueltas y termina deparándole a uno la oportunidad de resarcirse. Pocos años después fui nombrado editor del dominical de aquel mismo diario. Y en tal categoría me convertí en superior de B, que por aquel entonces solía escribir columnas para el dominical. La vida me presentaba la posibilidad de tomarme venganza: ¡yo podía eliminar las columnas de B de un solo plumazo, y reír todo el camino hasta el horizonte!  Cierta tarde, uno de mis editores me informó que B estaba a punto de llegar para reunirse con él. Le pedí que cuando llegase me avisara. Imagino que B debe haber vivido segundos de exquisita tortura, imaginando qué maldad le tendría yo preparada. Todo lo que hice fue presentarme, dado que no nos conocíamos personalmente, y lo dejé que prosiguiese su reunión con el editor. Por supuesto, B siguió publicando sus columnas aun cuando no me gustaban. No estaba dispuesto a ser cruel con quien lo había sido conmigo.

Imagino que el encuentro con aquel hombrecillo terminó de curarme.

Lo importante, aun en medio del dolor más profundo, es no perder la elegancia.

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19 de abril de 2006
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Me frustro, luego existo

En un comentario que hizo a un texto de la semana pasada, Javier Andrade retomó la idea de que nuestras sociedades trabajan sobre la negación del dolor, para agregar algo más que se complacen en negar: la frustración. La cultura de masas es exitista. A juzgar por las películas, todos estamos llamados a un destino único que cumpliremos en el tercer acto, después de haber perseverado y atravesado pruebas. Y esto es mentira, aunque más no sea porque se trata de una verdad a medias. Todos estamos llamados a un destino único, puesto que se trata de un destino que sólo nosotros podemos llevar a fruición, y nadie más en nuestro lugar. Pero no es cierto que vayamos a cumplirlo necesariamente, porque eso entrañaría arriesgarse a sufrir reiteradas frustraciones, y eso no es algo que muchos estén dispuestos a tolerar.

Decir que nuestra sociedad no soporta frustraciones es casi igual a decir que nuestra sociedad es caprichosa: ante el primer contratiempo, patalea, grita y llora como un niño malcriado. Aquí en la Argentina, la experiencia de haber vivido tantos años en el silencio antinatural de la dictadura ha supuesto que nos pasemos al otro extremo. Ahora padecemos algo que podría calificarse de protestismo. Protestamos por cualquier cosa, a viva voz y en la calle. La semana pasada, haciendo fila en un banco (¿habrá cosa más odiosa que las filas y que los bancos?), un hombre que esperaba detrás de mí protestó porque una mujer se acercó a la ventanilla a formular una pregunta. El hombre sugirió que la mujer debía preguntar en el sector de informaciones; el problema es que la mujer ya lo había hecho y sin obtener satisfacción, de lo que daban fe otros que estaban más atrás en la fila. Pudiendo haberle preguntado a la mujer si no había intentado en Informaciones, el hombre eligió quejarse, lo cual demostró que estaba más dispuesto a protestar que a saber, o a tender su mano al otro.

Del mismo modo, un reclamo gremial paralizó días atrás la totalidad del servicio de transporte subterráneo, lo cual supuso, según cifras difundidas por los medios, que un millón de trabajadores de Buenos Aires sufriesen contratiempos para llegar a la oficina y para regresar a sus casas. Por supuesto, este es un tema complejo que no pretendo agotar aquí, ya que muchas de las causas de los reclamos son justas y a menudo entrañan intrigas políticas de entramado veneciano. (Este caso de los subterráneos, por ejemplo, es otra muestra de los representantes de la vieja política montándose sobre prácticas nuevas y practicando el neopiqueterismo.) Todo lo que me importa aquí es subrayar la naturalidad con que la sociedad asume que mi propia frustración es motivo suficiente para que yo me lance a frustrar a otros, aun cuando la lógica indica que me sería más beneficioso no alienar a la opinión pública con cuyo apoyo me convendría contar.

No olvidemos que aunque la sociedad no nos enseña a lidiar con la frustración, sí nos enseña a sublimarla. Cuando se siente frustrada, la mayor parte de la gente se compra algo nuevo. La opción, tal como la describía una canción del desaparecido grupo Fricción, es consumación o consumo. Si no logro consumar lo que deseo, procedo a consumir. Y si no tengo dinero para consumir, siempre me queda la opción de salir a la calle a cortar el tránsito, o de tomar las aulas para evitar una votación que no me gusta, como también ocurre en estos días en la Universidad de Buenos Aires, escenario de una batalla en torno del puesto del nuevo rector.

Una de las pocas ventajas que tenemos los artistas es la de nuestra profusa experiencia en materia de frustraciones; todo artista es, antes que nada, un artista de la frustración. Debemos someter nuestras obras al arbitrio de gente poderosa cuyo criterio no siempre compartimos, para después quedar librados al juicio del público –que puede no llegar nunca, si no hemos conseguido que el público se entere de que existimos mediante imprescindibles mecanismos de difusión y propaganda que casi siempre escapan de nuestras manos. Por eso yo, además de comprar, entreno. Me descargo tirando con el arco y masacrando a golpes el punching-ball instalado en mi patio, y después voy al gimnasio. Corro. Levanto pesas. Por suerte no me va tan mal, porque de otro modo a esta altura ya habría dejado a Schwarzenneger al nivel de Roberto Benigni.

El truco no está en evitar caer, sino en tener la convicción necesaria para volver a levantarse.

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18 de abril de 2006
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Felices Pascuas (II)

Otra Pascua inolvidable, por todos los motivos equivocados, fue la de 1987. Un grupo de militares se había alzado contra el gobierno democrático de Raúl Alfonsín, la primera administración civil consagrada por las urnas después de la dictadura que se extendió entre 1976 y 1983. Fuimos miles de personas las que marchamos rumbo a la Plaza de Mayo para manifestar nuestro apoyo a la democracia. Estábamos dispuestos a no repetir la historia, y por eso protagonizábamos la demostración masiva que por desgracia no ocurrió en 1976: la gente puso el cuerpo para expresar su rechazo a los militares fascistas, aunque eso supusiese riesgo para su persona. Creo que la mayoría de nosotros estaba dispuesta a resistir, a jugarse la vida, con tal de que no sobreviniese una nueva dictadura; por eso salimos a la calle, para expresarle al gobernante democrático que no estaba solo, que podía contar con nosotros. Pero en lugar de hacerse fuerte con el apoyo popular, Alfonsín negoció en las tinieblas con los militares. Salió al balcón de la Casa Rosada para dar un discurso confuso en que habló de economía, nos instó a ajustarnos los cinturones y nos despachó a casa con un saludo que todavía hoy no puedo oír sin desagrado: “¡Felices Pascuas!” Se ve que Alfonsín ignoraba que sin Resurrección no hay Pascua. Y ese 1987 no resucitamos: tan sólo morimos, y cuando creímos que sobrevendría la gloria nos enviaron de regreso al hoyo de la tumba.

Es posible que Alfonsín no haya querido afrontar la responsabilidad de un baño de sangre. En todo caso, el precio de esas vidas que se salvaron fue altísimo: la injusticia primero, y poco después el desastre. A comienzos de junio el Congreso aprobó la infame Ley de Obediencia Debida, que eximía de responsabilidad a secuestradores, torturadores y asesinos por el simple hecho de que habían obedecido órdenes de sus superiores militares. Todavía hoy esa gente camina entre nosotros: nos la cruzamos sin saberlo en los cines, en los bancos, en los supermercados. Debilitado por sus concesiones, Alfonsín fue fácil presa de los poderes económicos que fogonearon la hiperinflación y terminaron eyectándolo de la Presidencia antes de tiempo. En el vacío de esa derrota moral, ¿a quién puede extrañar que surgiese un engendro como Menem?

Yo creo que Alfonsín actuó como un político de raza, acostumbrado a negociarlo todo aun cuando no todo es negociable y a recurrir a la gente tan sólo cuando necesita su voto. Cuán diferente es Kirchner, que ante la menor presión recurre a los micrófonos y le dice a la gente quién está amenazando al gobierno: esta petrolera, el FMI, los ganaderos que apuestan a la subida de los precios de la carne… Y la gente, como cuadra, le responde en la calle. ¿Será que Argentina resucitó al fin, no a los tres días sino a los treinta años?

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17 de abril de 2006
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Felices Pascuas (I)

Cuando yo era pequeño existía en la Argentina una revista infantil muy popular, llamada Anteojito. Cierta vez, hace ya algunas décadas pero precisamente para esta altura del año, Anteojito incluyó en su edición semanal una lámina desplegable a todo color que en su intención de celebrar las Pascuas, reproducía las estaciones del Vía Crucis. Recuerdo haberla despegado de la revista y haber buscado los fósforos. Después le prendí fuego y arrojé los restos por el inodoro.

A pesar de mi formación cristiana no podía dejar de pensar, como el niño que era entonces, que más allá de los discursos sobre la gloria del sacrificio y de la redención y la mar en coche, lo que Anteojito me mostraba a todo color era el vívido detalle de un proceso de tortura y ejecución.

A veces creo que se trató de una suerte de visión presciente sobre lo que ocurriría en la Argentina poco tiempo después, al instaurarse la dictadura. Otras veces pienso que simplemente rechazaba de manera instintiva una de las líneas rectoras del pensamiento cristiano: que es el dolor lo que le otorga sentido a todo, tan sólo el dolor, y por ende nunca la alegría, el placer, el trabajo constante y consciente o la simple esperanza.

Esta línea de pensamiento, rediviva en los últimos años por las tendencias más conservadoras (y obviamente dominantes) de la Iglesia, encuentra en la película La pasión de Cristo su exposición más clara. Lo único que yo encontré en el engendro filmado por Mel Gibson es la radiografía de una mente enferma; yo creo que se trata de la obra de un desquiciado, alguien que claramente encuentra en el dolor algo más que sentido: Gibson, es obvio, encuentra allí placer.

Nunca diría que hay que ignorar el dolor. Estoy seguro de que este es uno de los males de nuestro tiempo, huímos del dolor a cualquier precio, preferimos fracasar a sufrir, preferimos anestesiarnos a sentir –porque no hay forma de sentir sin exponerse al dolor, y ante la perspectiva del sufrimiento optamos por no sentir nada. (A veces me pregunto si es esa línea de razonamiento, la que asegura que sólo puede obtenerse la gloria mediante el dolor más terrible, la que me susurra al oído la conveniencia de mantener un perfil bajo, de volar por debajo del radar).

Pero tampoco creo que haya que glorificar el dolor. Es una realidad inescapable. A lo largo de la vida sentimos dolores físicos, dolores del corazón, dolores del alma. (Cuando leemos los diarios, cuando vemos las noticias por TV, cuando nos topamos por la calle con el sufrimiento ajeno.) Pero esto no ocurre todo el tiempo, ni mucho menos. Creo que el dolor es, simplemente. Y que cuando aparece puedo llegar a utilizarlo en mi favor, para templarme, para trascenderlo. Pero no lo busco ni lo buscaré. Por más tentadoras que resulten las historias sobre hombres desgarrados, y en especial sobre artistas desgarrados. Yo soy de los que suscriben lo que alguna vez dijo el músico Luis Alberto Spinetta: “Para crear cosas hermosas hay que vivir una vida hermosa”.

Y bien sabemos que este mundo está necesitado de cosas hermosas.

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12 de abril de 2006
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Materias pendientes

El tema de los mejores guiones de la historia elegidos por la Writers Guild of America generó algunos comentarios que no me gustaría dejar pasar. Por una parte creo, dado que la información me llegó de segunda mano (me la envió mi amigo José Artemio Torres, desde Puerto Rico), que el Guild eligió los mejores guiones de su cine, y no del cine mundial. Es cierto que los estadounidenses tienden a confundir su parte con el todo, como ya lo demuestra el hecho que hablen de sí mismos como americans y de que nos obliguen, por ende, a distinguirnos como southamericans. Y también es verdad que son los dueños de la pelota: ellos han desarrollado el cine hasta convertirlo en lo que hoy conocemos, no sólo como lenguaje sino también como industria internacional. Pero no creo que haya que ignorarlos, o hacer como si no existiesen, tal como sugería el Jevi-llano. Lo más recomendable sería, más bien, aprender lo que se pueda de nuestros competidores u ocasionales adversarios. Y a este respecto, Hollywood y su historia ofrecen muchas lecciones que nos vendría bien aprender.

Por ejemplo en la defensa de la producción cultural. (Habría que decir, aunque suene paradójico: una defensa agresiva, con los dientes apretados.) Los estadounidenses son conscientes de que su producción artística ha sido vital no sólo para otorgar trabajo a los miembros de sus gremios específicos, sino para exportar además un modo de vida y todos los consumos que de él se derivan. El cine, la música y la TV de USA nos han impuesto la omnipresencia del inglés, un modo de concebir la acción política, modas y modismos, productos alimenticios, el culto al automóvil e infinidad de otros usos que hoy nos resultan cotidianos e inseparables de nuestra propia cultura; en este sentido, la cultura de USA funcionó como el Caballo de Troya de USA. Esta es hoy nuestra realidad, de la que no podremos desembarazarnos de un sablazo cual si fuese un nudo gordiano. Lo que sí podemos hacer es, en primer lugar, proteger nuestras democracias para que sus procesos no vuelvan a verse interrumpidos como lo han sido repetidas veces durante el siglo XX: es imperativo que no volvamos a empezar de cero cada vez sino que avancemos, aunque sea con pasos pequeños. Y una vez establecida la velocidad crucero, imaginar cómo hacer para establecer políticas culturales agresivas que nos permitan no sólo desarrollar una industria del cine y de la TV, sino también venderle al mundo los productos que fabricamos o fabricaremos. Nuestros gobiernos necesitan entender que el arte popular no es un artículo suntuario, sino más bien la mejor de las campañas de prensa y difusión posibles. El talento lo tenemos. Lo que precisamos ahora es conducción política con visión de futuro, sagacidad… y paciencia.

Mi amigo Pepe Verdes bromeaba ayer por mail después de haber visto Good Night, and Good Luck, la película de George Clooney que recrea la lucha del periodista Edward Murrow contra el psicótico de Eugene McCarthy. Pepe mencionaba la capacidad de los estadounidenses para convertir sus propios dramas en cine, y se preguntaba si el mismo conflicto de Irak no sería obra del Writers Guild. Esta es otra de las cuestiones que deberíamos aprender de nuestros vecinos del norte: a hacer más fluido el tránsito entre nuestra vida y nuestro arte. Todo indica que los latinos somos más morosos, o bien más holgazanes, para lidiar con las cuestiones que nos presenta la existencia. Los muchachos de USA, en cambio, tienen entrenado el instinto para objetivar sus propias cuestiones –históricas, sí, pero también culturales, pasando por todos los tópicos: el racismo, la homofobia, la corrupción política y mucho más- y plasmarlas en la pantalla. Quizás por eso los mejores críticos de Estados Unidos hayan sido y sean norteamericanos: porque una de las vertientes de su cultura es iconoclasta y autocuestionadora, y ha contribuido en mucho a la vitalidad de su nación. Mientras tanto nosotros, que vivimos en una de las zonas del planeta más ricas en drama de todo tipo, tendemos a utilizar estos temas con la topicalidad de una película para TV; por lo demás, al menos a juzgar por buena parte del cine y de la literatura, parecemos provenir de una provincia condenada a siesta eterna.

A riesgo de abusar de la imagen, mi querido Jevi-llano, creo que este asunto bien puede ser descripto como una tortilla: porque se han roto muchos huevos para prepararla, y porque inevitablemente tiene dos lados. En este asunto puntual, ignorar o ningunear al otro lado de la tortilla sólo resultaría en un provincialismo mental parecido al que sesga la visión que algunos líderes de USA tienen del resto del mundo.

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11 de abril de 2006
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El lado oscuro de la tortilla

La sociedad que aglutina a los guionistas de los Estados Unidos, llamada Writers Guild of America, eligió ciento un guiones del cine (norte)americano a los que consagró como los mejores de la historia. Los primeros diez de la lista que trascendió son bastante inapelables: Casablanca, El Padrino, Chinatown, Citizen Kane, All About Eve, Annie Hall, Sunset Boulevard, Network, Some Like It Hot y El Padrino II. Según parece Woody Allen, Coppola y Billy Wilder colaron cuatro guiones cada uno, mientras que Charlie Kaufman, William Goldman y John Huston colaron tres.

Lo primero que surge de la lista es que la ecuación mejor guión-mejor película es indestructible. ¿Quién está en condiciones de ver una película mediocre y entrever que a pesar de la torpeza de su resolución había un guión maravilloso al inicio del proceso? Necesitamos que la película nos deslumbre, para recién después recurrir al guión como una de las causas lógicas de ese deslumbramiento. Esto es una pena, en la medida que condena al anonimato a miles de guiones impecables que resultaron destrozados por una dirección ramplona, o por actuaciones chatas, o por una edición predecible; pero se trata de las reglas del juego. ¿Cuántos libros sublimes han pasado desapercibidos ante nuestros radares debido a una pobre venta, o a la falta de prensa, o a una distribución inexistente?

La consagración de Casablanca en el primer puesto apunta a destacar la misma característica del cine: su condición de arte colaborativo. Siempre se señala que fueron muchas las manos que contribuyeron al guión de Casablanca, además de las acreditadas de Julius y Philip Epstein y Howard Koch; actores y productores sumaron su inspiración a un rodaje que se inició cuando aun no se sabía cómo terminaría la película –un final que hoy nos aparece como tan perfecto, y así tan canónico, que resulta imposible imaginarle variación alguna.

Suele decirse que es posible hacer una película apenas correcta a partir de un buen guión, pero que es imposible realizar una buena película a partir de un mal guión. La calidad del guión con que se va al rodaje es el primer listón de la película: si realmente está bien construido, la película nunca será un desastre.

Me encantaría elegir cuanto menos diez guiones inolvidables de la historia del cine hispanoparlante. Pero me temo que conocemos tan mal nuestro propio cine, que cometeríamos injusticias espantosas tan sólo porque nunca oímos hablar de determinadas películas.

Algún día daremos vuelta a la tortilla.

Ese día no está tan lejos.

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10 de abril de 2006
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Yo no soy yo

Imagino que todos han oído una y mil veces la historia del escorpión y la rana, el cuento que describe cómo el escorpión pica a la rana en mitad del río precipitando su propia muerte, porque no puede huir de su propia naturaleza asesina. Pues bien: hay veces que el escorpión no necesita de la rana para producir su autodestrucción. Hay escorpiones que son tan asesinos, que no vacilan en picarse a sí mismos.

Este domingo, el diario Página 12 reveló que un notorio represor de la dictadura, Pascual Oscar Guerrieri, violaba sistemáticamente la prisión hogareña que se le había concedido en virtud de superar los 70 años de edad. El ex jerarca del Batallón 601 de Inteligencia y jefe del centro clandestino llamado Quinta de Funes salía de su casa cuando quería y sin permiso, por ejemplo para ir a jugar al tenis. El miércoles por la noche, el periodista Daniel Malnatti mostró durante el programa televisivo CQC imágenes obtenidas a lo largo de un mes, que probaban las múltiples excursiones de Guerrieri al mundo exterior: en remise, en colectivo, en el metro… Cuando Malnatti se aproximó al remise en que Guerrieri viajaba y le demostró que conocía su identidad, el represor fingió ser otro, llegando hasta el extremo de mostrar un documento falso. Pero al fin se traicionó a sí mismo, escupiendo una frase reveladora: “Yo no soy yo”.

Gracias a la acción de Página 12 y de CQC, el juez Ariel Lijo le quitó a Guerrieri el beneficio del arresto domiciliario, concediéndonos además una satisfacción extra: hoy el represor está preso otra vez, pero ya no en una base militar, como era lo habitual en estos casos, sino en el penal de Marcos Paz, como cualquier otro asesino que ha sido hallado culpable por la Justicia. Esta acción, y las recientes declaraciones de la Ministra de Defensa, Nilda Garré, que manifestaron la intención del Gobierno de acabar con todas las prisiones de privilegio concedidas a los jerarcas de la dictadura, me han llenado de esperanza. Mientras esperamos que la Cámara de Casación se expida y permita declarar la nulidad de las amnistías otorgadas a los ex militares, la prisión común y corriente de Guerrieri y de algunos otros serviría cuanto menos como aperitivo. Les juro que el día que Alfredo Astiz vaya preso a un penal común, como corresponde dada su probada participación en tantos crímenes (Astiz es el Judas que se hizo pasar por oveja para traicionar a algunas Madres de Plaza de Mayo, y que también provocó el secuestro y muerte de las monjas francesas), voy a hacer una fiesta.

Si esto ocurre y están por la Argentina en ese momento, considérense invitados.

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7 de abril de 2006
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David(es) contra Goliat

Acabo de regresar de Puerto Rico. Me invitaron a dar una charla sobre la adaptación de novelas al cine, dado que durante el fin de semana se exhibió en San Juan Rosario Tijeras, que escribí a partir de la novela de Jorge Franco. La experiencia fue gratificante. Nunca había visitado la isla, este estado libre asociado lleno de gente maravillosa que dice cosas como: “No puedo ir a la beach, todavía no estoy en shape”, y que vive inventando neologismos. (El que más me gustó fue gufear, a partir de la palabra goof, que significa tonto en inglés: el verbo gufear implica, pues, tomar a alguien por tonto. A no ser que me hayan gufeado a mí, y que la palabra signifique otra cosa en realidad.)

La charla formó parte de la Octava Muestra de Cine y Literatura, dirigida por José Artemio Torres, que lejos de tratarme como a un invitado formal me convirtió en parte de su familia. Toda la gente que conocí por su intermediación (productores, directores, guionistas, editores y funcionarios del cine local) me pareció abocada con celo impar a la creación y difusión del cine de la isla. Su pasión no me sorprendió, como tampoco el tenor de su indefensión ante los Grandes Monstruos de la Industria Cinematográfica Internacional. (O sea Hollywood.) Esto es algo con lo que me topo en cada país latino que visito: la misma situación, los mismos problemas, las mismas quejas. Los cineastas de América Latina vivimos como si estuviésemos solos, como si nuestra problemática fuese única en el continente. Todos luchamos contra molinos de viento, a menudo ayudados por subvenciones estatales que colaboran con la realización de las películas pero no solucionan los problemas de distribución ni de exhibición. Ahogados por nuestros problemas individuales, no terminamos de percibir que al uruguayo le ocurre lo mismo, y al chileno, y al brasileño, y al colombiano, y al mexicano –y por supuesto, también a los amigos de San Juan. Las películas que se hacen en un país raramente llegan a otro, a pesar de que cuentan historias que podrían ser compartidas y comprendidas con facilidad, dado que nacen de situaciones estructurales similares. En cada uno de nuestros países nos sentimos felices cuando alguna de las majors (las grandes distribuidoras de los Estados Unidos) compra nuestra peli, porque eso ayuda a mejorar sus chances en el estreno local; pero ignoramos, o preferimos no ver, que la misma major no hará esfuerzo alguno por estrenar nuestra peli en otros territorios porque su prioridad es Spiderman 3, o Superman Returns, o cualquier otra de sus propias superproducciones.

Yo sueño con que encontremos una forma de hacer circular nuestras películas por territorio latinoamericano. Este continente es un mercado millonario en materia de público, que le regalamos a diario a productos que ya vienen amortizados desde su propio territorio, y que ha menudo recuperaron su inversión por preventas internacionales, ¡incluso antes de su estreno! No pretendo que ganemos con el cine latinoamericano lo que sería lógico y esperable, dado que está probado que cuando se la enfrenta con una película local o cuanto menos latina, el público prefiere ver una de sus películas, un film que hable de ellos y de sus vidas, antes que ver el tanque hollywoodense de turno. Pero sí aspiro a que nos encontremos a debatir ideas, a que busquemos formas de sortear las legislaciones locales para encontrar modalidades de beneficio común y a que privilegiemos la difusión de nuestras películas en nuestros territorios, aun cuando no ganemos lo que sería justo o, en fin, lo que necesitaríamos para crecer. Es una lucha de David contra Goliat, eso está claro. Lo trágico sería que no advirtiésemos que los Davides somos muchos, y que si nos uniésemos la lid sería más justa.

No estamos solos. Somos muchos. Quizás sea hora de que empecemos a actuar como si lo supiésemos.

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6 de abril de 2006
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Esta es una historia real

Bogotá, Colombia, en algún momento del año 2003. Un productor de cine (Matthias Ehrenberg), un director (Emilio Maille) y un guionista (Marcelo Figueras) llegan allí con la intención de montar una adaptación de la novela Rosario Tijeras. Los castings comienzan. A la segunda o tercera jornada, habida cuenta de que llevan ya varias noches ininterrumpidas de juerga, el productor y el guionista deciden hacer algo por su salud (ignoran, aún, hasta qué punto su salud está en juego) y deciden salir a correr. El director Maille queda a cargo del casting. Corte. Nueva escena.

Horas después, ya bañados y cambiados, el productor y el guionista llaman a las oficinas de la productora (dato físico importante: que quedan en el piso más alto de un restaurante) para ver cómo sigue el casting. La persona que atiende el llamado de Matthias le dice: "¡Cómo!, ¿no te enteraste? ¿no lo viste en la televisión?".

He aquí lo que ocurrió en nuestra ausencia. Emilio le estaba tomando la prueba a una actriz que aspiraba al rol de Rosario, cuando irrumpieron en la oficina dos encapuchados con pistolas. Hicieron que todo el mundo se echase al suelo, incluidos los empleados de la cocina. En la buhardilla estaban encerradas dos productoras colombianas, las dueñas del lugar, lamentando no poder llegar hasta el piso de abajo, donde estaba el mecanismo que activaba la alarma. Mientras tanto, creyendo que todo el asunto era una puesta en escena que era parte del proceso del casting, la chica que daba la prueba se asumió como la verdadera Rosario Tijeras y le hizo frente a los villanos. Uno de ellos no dudó un instante y le disparó en la cara.

Se llevaron a Emilio, el director, escaleras abajo. Lo metieron en una camioneta. Y en ese instante el enmascarado que se había sentado al volante se quitó el pasamontañas y con una sonrisa de dentífrico blanqueador le dijo: "Mi nombre es X, soy actor, y esta fue mi prueba".

Durante mucho tiempo Matthias, Emilio y yo seguimos haciendo cálculos de cuánta gente podría haber muerto por la inconsciencia de ese actor. Empezando por el cocinero del lugar, que sufría del corazón. Siguiendo por la actriz, a quien el tiro de fogueo le quemó la cara, pero que podía haberla pagado todavía más caro. (¿Se acuerdan de lo que le ocurrió al finado Brandon Lee mientras filmaba The Crow?). Y terminando con todos los demás: si las productoras hubiesen activado la alarma, los comandos antisecuestro habrían llegado a sangre y fuego.

Tuvieron que pasar estos años, durante los cuales conté la anécdota miles de veces, para que al narrársela días atrás al actor argentino Adrian Navarro me dijese lo obvio: "Boludo, ¡eso es una película!" Tenía razón. El fuego del actor desesperado, acercándose al polvorín del país en conflicto... Y después la gente nos pregunta cómo se nos ocurren las ideas. ¡A veces las tenemos delante y no las vemos aunque nos muerdan las narices!

No se extrañen cuando dentro de un año y pico llegue a las pantallas esta comedia sobre el actor desesperado que ante la imposibilidad de conseguir trabajo por las buenas, decide...

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5 de abril de 2006
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Vini vidi vinci (II)

Alan Moore escribió V for Vendetta bajo la profunda impresión que le causaba la Inglaterra regida por Margaret Thatcher; de esa realidad al estado neofascista de Vendetta el salto no era tan grande. Yo leí la historieta original a comienzos de los 90, cuando la marca que me había dejado la dictadura todavía era una herida fresca; no es de extrañar que ese mundo concebido como campo de concentración me hablase al alma. (Las escenas en que una banda de encapuchados secuestra a los padres de Evey me sonaron a música conocida.) Y los hermanos Wachowski escribieron el guión del film a la luz de la experiencia que la administración Bush (h) les había deparado, y todavía nos depara.

¿Cómo evitar que ese personaje misterioso, esa suerte de Conde de Montecristo redivivo que es "V", ese salvador providencial de quien la Historia con mayúsculas tuvo el tino de privarnos, no apareciese ante nuestros ojos como la respuesta a toda plegaria? V for Vendetta no es realismo, es melodrama; la clase de obra concebida, leída y disfrutada por millones de personas que en el fondo siguen (¡seguimos!) siendo niños asustados, temerosos de que alguien derribe la puerta y nos arrastre hacia el infierno.

Vista desde mis ojos argentinos, V for Vendetta (la historieta, la película) da en el clavo de un par de cuestiones nada adolescentes. En un discurso que televisa a toda la nación, "V" les dice a los ingleses que si quieren encontrarse con el responsable de que un gobierno neofascista esté en el poder, "no tienen más que mirarse en el espejo". Aquí en la Argentina seguimos privilegiando la visión que le endilga el grueso de la responsabilidad a los militares del 70, cuando no fueron más que los verdugos. Hubo un gobierno hegemónico que los instruyó, los financió y les dio vía libre; hubo una clase social que les prestó sus estratos dirigenciales; y hubo una masa silenciosa que consintió sus actos. Por supuesto, dudo que muchos argentinos vayan a interpretar Vendetta de ese modo. Para que el pueblo argentino asuma su responsabilidad, vamos a necesitar bastante más que una película de la Warner.

Lo otro que Vendetta comprende bien es el uso del miedo como mecanismo de control. La gente teme perder sus vidas, su comodidad, su rutina, sus negocios, y por eso calla; por eso consiente. Alan Moore sostiene que es necesario trascender ese miedo para atreverse a decir la verdad, sí, y para oponerse a toda forma de injusticia, pero también (he ahí el quid de la cuestión) para lograr algo que no es menos importante. El corazón de V for Vendetta está en el texto de una carta que una prisionera del gobierno llamada Valerie escribe poco antes de morir. En esa carta, escrita con lápiz sobre papel higiénico, Valerie resume la historia de su vida y termina diciéndole a su lector, a quien no conoce, que lo ama. "No sé si eres hombre o mujer. Quizás nunca te vea. Nunca te abrazaré, ni lloraré contigo, ni me emborracharé en tu compañía. Pero te amo". Una vez superado el miedo, Valerie entiende que esa nueva libertad le permite amar a sus congéneres más allá de sus características personales y más allá de los convencionales lazos afectivos. Y una vez que uno entiende que puede amar al otro, sea blanco o negro o lesbiana o mormón o drogadicto o lo que fuere, ¿qué sentido tiene luchar en su contra? ¿Para qué agredir, reprimir o castigar a quien se ama? Uno suele creer que es necesario vencer el miedo para dar la cara, o para oponerse a algo. Pero ante todo hay que vencer el miedo para atreverse a amar. Amar en general, y en particular amar al distinto sobre quien solemos descargar nuestras fobias.

Alan Moore es un genio. Cualquiera que escriba un relato que mezcla El conde de Montecristo con 1984 y lo lleva a uno a pensar en cosas como estas, no puede ser sino brillante. Sirva esto como homenaje, dado que Moore es un cabrón difícil y se negó a que su nombre figurase en los créditos del film.

Él es el verdadero héroe de la película.

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4 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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