Todos tenemos no uno, sino muchos artistas que nos han iluminado; y por ende libros, películas o músicas que simbolizan algún momento de nuestra historia o encapsulan una revelación de esas que, estamos convencidos, nos enseñaron a vivir mejor. Esto es muy fácil de medir en materia musical. Seguramente nos gustan o han gustado cientos de músicos, pero si hubiese que reducir la lista a los esenciales, a aquellos cuyas canciones constituyen un sumario de nuestra existencia, no nos costaría demasiado: se trata de aquellos artistas a quienes no podemos recordar sin recordar también alguna parte de nuestra biografía.
En los últimos días este viaje en máquina del tiempo me ocurrió dos veces. El sábado fui a ver a La Portuaria porque iba a cantar con ellos David Byrne, que supo ser frontman de la banda Talking Heads. Me impresionó verlo tan grande –el pelo blanco, que además el trasluz revelaba ralo-, pero su voz estaba intacta. Cantó dos temas con Diego Frenkel, el líder de La Portuaria, y después versionaron canciones de la última etapa de Talking Heads, Road to Nowhere y And She Was. El lunes me metí en un negocio buscando Cds de los Heads (esta es otra de las señales del paso del tiempo: cuando uno entiende que partes esenciales de su colección discográfica permanecen en vinilo, sin haber hecho el recambio a la tecnología del CD) y todo lo que encontré fue un doble en vivo: The Name of the Band is Talking Heads. La cosa me frustró un poco, pero cuando la música empezó a sonar comprendí que no se trataba de una mala opción, ya que este disco me ofrecía un panorama de la música con que me habían impresionado primero, las obras que iban desde Talking Heads: 77 a Remain in Light. ¿No les ha ocurrido nunca eso de oír canciones después de veinte años y recordar cada letra, cada cambio de acordes, cada solo?
Esos Talking Heads de los comienzos simbolizan la época en que logré la independencia: mis comienzos como periodista, la partida de la casa familiar, mi casamiento. Quizás el mejor espejo de ese proceso lo encarne otro álbum en vivo de la banda, que también es una película de Jonathan Demme: Stop Making Sense. (También hay partes esenciales de mi colección de cine que conservo tan sólo en video, ¡y hasta en discos laser!) La película Stop Making Sense es el registro de un concierto, pero su puesta narra un viaje interior: el que va del hombre solo y neurótico que arranca cantando Psycho Killer con su guitarra y un grabador, al mismo hombre después de reencontrarse con su cuerpo y con su comunidad en los temas de Remain in Light, tribales, profundamente rítmicos. Ese era yo entonces: el chico neurótico y solitario que ensayaba encontrarse con su cuerpo y con el mundo que existía más allá del solar paterno.
El domingo me vi obligado a pensar en Los Redonditos de Ricota, al encarar la escritura de un texto que me pidió la revista La Mano para una edición monográfica en las que les rendirá homenaje. Esta vez sí encontré muchos Cds en el negocio, me compré cinco. Y al revisarlos comprendí que Los Redondos sintetizaban la época de mi vida que sucedió a la de los Talking Heads, aquella en que el mundo me reclamó como suyo y detonó la crisis con el microuniverso familiar: el divorcio, el (verdadero) descubrimiento del sexo, la experiencia de primera agua y los golpes que entraña, de manera inevitable. Tampoco es casual que los Talking encarnasen la música que uno recibe del disco –una experiencia íntima, en suma- y que Los Redondos encarnasen la música de la que uno participa en vivo –una experiencia comunitaria, intensa como el pogo asesino que se desataba en cada uno de sus conciertos.
La obra de Los Redondos es también un retrato de la Argentina, del viaje emprendido entre su versión psicotizada y violenta del fin de la dictadura hasta el cabaret brechtiano que anticipaba la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. Yo puse en el artículo que el Indio Solari y Skay Beilinson, cantante y guitarrista de Los Redondos, eran los Gardel y Le Pera de esta Argentina, pero quizás sería más preciso decir que entre ambos constituyeron un nuevo Discépolo, por su visión ácida de la realidad y su trasfondo de ternura hacia todos los marginados.
Tanto los Talking Heads como Los Redondos me ayudaron a revisar momentos claves de mi historia, de la construcción de la persona que ahora soy: el momento en que decidí dejar de make sense, de encontrar sentido en el legado familiar y cultural, desconociéndolo para conocerme; y el momento en que me rompí para empezar a rearmarme de acuerdo a mis propias instrucciones. A los artistas como éstos, que nos dan fuerza para realizar procesos vitales y a la vez echan luz sobre el proceso, les estamos eternamente agradecidos.
