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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Las músicas que cuentan tu vida

Todos tenemos no uno, sino muchos artistas que nos han iluminado; y por ende libros, películas o músicas que simbolizan algún momento de nuestra historia o encapsulan una revelación de esas que, estamos convencidos, nos enseñaron a vivir mejor. Esto es muy fácil de medir en materia musical. Seguramente nos gustan o han gustado cientos de músicos, pero si hubiese que reducir la lista a los esenciales, a aquellos cuyas canciones constituyen un sumario de nuestra existencia, no nos costaría demasiado: se trata de aquellos artistas a quienes no podemos recordar sin recordar también alguna parte de nuestra biografía.

En los últimos días este viaje en máquina del tiempo me ocurrió dos veces. El sábado fui a ver a La Portuaria porque iba a cantar con ellos David Byrne, que supo ser frontman de la banda Talking Heads. Me impresionó verlo tan grande –el pelo blanco, que además el trasluz revelaba ralo-, pero su voz estaba intacta. Cantó dos temas con Diego Frenkel, el líder de La Portuaria, y después versionaron canciones de la última etapa de Talking Heads, Road to Nowhere y And She Was. El lunes me metí en un negocio buscando Cds de los Heads (esta es otra de las señales del paso del tiempo: cuando uno entiende que partes esenciales de su colección discográfica permanecen en vinilo, sin haber hecho el recambio a la tecnología del CD) y todo lo que encontré fue un doble en vivo: The Name of the Band is Talking Heads. La cosa me frustró un poco, pero cuando la música empezó a sonar comprendí que no se trataba de una mala opción, ya que este disco me ofrecía un panorama de la música con que me habían impresionado primero, las obras que iban desde Talking Heads: 77 a Remain in Light. ¿No les ha ocurrido nunca eso de oír canciones después de veinte años y recordar cada letra, cada cambio de acordes, cada solo?

Esos Talking Heads de los comienzos simbolizan la época en que logré la independencia: mis comienzos como periodista, la partida de la casa familiar, mi casamiento. Quizás el mejor espejo de ese proceso lo encarne otro álbum en vivo de la banda, que también es una película de Jonathan Demme: Stop Making Sense. (También hay partes esenciales de mi colección de cine que conservo tan sólo en video, ¡y hasta en discos laser!) La película Stop Making Sense es el registro de un concierto, pero su puesta narra un viaje interior: el que va del hombre solo y neurótico que arranca cantando Psycho Killer con su guitarra y un grabador, al mismo hombre después de reencontrarse con su cuerpo y con su comunidad en los temas de Remain in Light, tribales, profundamente rítmicos. Ese era yo entonces: el chico neurótico y solitario que ensayaba encontrarse con su cuerpo y con el mundo que existía más allá del solar paterno.

El domingo me vi obligado a pensar en Los Redonditos de Ricota, al encarar la escritura de un texto que me pidió la revista La Mano para una edición monográfica en las que les rendirá homenaje. Esta vez sí encontré muchos Cds en el negocio, me compré cinco. Y al revisarlos comprendí que Los Redondos sintetizaban la época de mi vida que sucedió a la de los Talking Heads, aquella en que el mundo me reclamó como suyo y detonó la crisis con el microuniverso familiar: el divorcio, el (verdadero) descubrimiento del sexo, la experiencia de primera agua y los golpes que entraña, de manera inevitable. Tampoco es casual que los Talking encarnasen la música que uno recibe del disco –una experiencia íntima, en suma- y que Los Redondos encarnasen la música de la que uno participa en vivo –una experiencia comunitaria, intensa como el pogo asesino que se desataba en cada uno de sus conciertos.

La obra de Los Redondos es también un retrato de la Argentina, del viaje emprendido entre su versión psicotizada y violenta del fin de la dictadura hasta el cabaret brechtiano que anticipaba la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. Yo puse en el artículo que el Indio Solari y Skay Beilinson, cantante y guitarrista de Los Redondos, eran los Gardel y Le Pera de esta Argentina, pero quizás sería más preciso decir que entre ambos constituyeron un nuevo Discépolo, por su visión ácida de la realidad y su trasfondo de ternura hacia todos los marginados.

Tanto los Talking Heads como Los Redondos me ayudaron a revisar momentos claves de mi historia, de la construcción de la persona que ahora soy: el momento en que decidí dejar de make sense, de encontrar sentido en el legado familiar y cultural, desconociéndolo para conocerme; y el momento en que me rompí para empezar a rearmarme de acuerdo a mis propias instrucciones. A los artistas como éstos, que nos dan fuerza para realizar procesos vitales y a la vez echan luz sobre el proceso, les estamos eternamente agradecidos.

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3 de julio de 2006
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Un adiós

No conocí a Fabián Bielinsky más que superficialmente. La última vez que lo vi fue durante el Festival de Cine de Mar del Plata, de cuyo jurado formaba parte: coincidimos en la puerta del hotel y bromeamos un poco con Ricardo Darín, que le estaba haciendo de chofer. Ese es el primer dolor que siento ante su muerte: el de la pena que produce en los amigos comunes, aquellos que conociéndolo gozaban de su afecto y de su respeto. El otro dolor, el de los familiares que dejó a los 47 años, no me atrevo siquiera a imaginarlo.

La suya fue una muerte temprana y por ende inesperada, de esas que producen el reflejo de la introspección: nos obliga a preguntarnos si estamos viviendo bien, porque mañana puede ser nuestro turno. ¿O acaso no estaba Fabián en su mejor momento, carreteando en la pista, preparando el gran despegue? Tan sólo dos películas, Nueve reinas y El aura, le habían bastado para proyectarse internacionalmente. Todos aquí estábamos convencidos de que lograría lo que quisiese, cuando lo quisiese. Tenía el talento, sí, pero ante todo tenía aquello que uno más agradece en un artista: visión.

El dolor que me toca es el de cinéfilo en general, y muy particularmente el de cinéfilo argentino. Fabián Bielinsky es de los pocos directores locales a los que respetaba de verdad, me habría encantado trabajar con él alguna vez. Utilizaba los géneros como herramientas, tal como hicieron siempre los cineastas más grandes: en sus manos eran recursos narrativos que le permitían interrogarse sobre la condición humana.

Sé que un día de estos voy a ver por la calle los afiches que anuncian las basuras que hay en la cartelera y las basuras que están por venir, y que entonces sentiré rabia por haberme perdido las películas futuras de Fabián, con las que contaba para reconciliarme con el cine: mis dientes van a rechinar, nada me fastidia más que la oportunidad malograda. Su muerte deja un hueco horrible en el cine argentino, del que se había convertido a la vez en pilar y en vanguardia; hoy amanecimos más pobres.

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30 de junio de 2006
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El aura de Ricardo Darín

¿Qué es lo que busca uno en un actor? Cuando uno está sentado en la butaca, o frente a la pantalla de la TV, lo que busca es un vehículo, una nave a la que subirse para emprender el viaje. Si esta nave es defectuosa, o carece de atractivo, el viaje será abortado, o aunque aceptemos partir lo haremos sin grandes expectativas de llegar a destino. Quiero decir: existe un pacto tácito entre el protagonista y el espectador. Aunque nunca nos mire a los ojos, aunque nunca formule la promesa, el protagonista de la obra o de la película o de la serie nos está invitando a jugar con él, nos está prometiendo que la travesía valdrá la pena. Y por eso su rol es tan trascendente: si no confiamos en esa nave, si no suscribimos el pacto, no habrá guión ni dirección que garanticen el milagro.

Este salto de fe es todavía más difícil cuando uno debe elegir al actor para su propia obra o guión. Es casi como pedir a alguien en matrimonio. En el momento en que la propuesta quede sellada, uno habrá descartado todas las otras posibilidades que antes tenía, clausurado todos los otros caminos, para jugarse por esta única opción: la felicidad apostada a una única ficha. Por eso el proceso de casting puede ser tan tortuoso. Si uno escribe personajes tan complejos y multidimensionales como los que a mí me salen, para bien y para mal, lo que uno demanda de su socio-actor es tortuoso de tan exigente. Pero en fin, no me puedo quejar. Leonardo Sbaraglia en Plata quemada resultó asombroso: el Nene era brutal y tierno a la vez, infernal y angélico a la vez, violento y enamorado a la vez. Flora Martínez en Rosario Tijeras también fue prodigiosa: bella e inteligentísima a la vez, frágil y fuerte a la vez, un personaje más grande que la vida.

Se me ocurrió todo esto porque pensaba en Ricardo Darín. Tengo muchas ganas de ver La educación de las hadas, que acaba de salir a la calle en España, pero vaya a saber Dios cuándo se estrenará en la Argentina. Mi experiencia con Ricardo se reduce a Kamchatka, en la que interpretaba un papel que en rigor era secundario pero cuya importancia era crucial: visto a través de los ojos del niño Harry, el papá que hacía Ricardo debía ser en la superficie un hombre amable y juguetón, pero debía también transmitir el temor que sentía en plena persecución dictatorial, y el amor insano que sentía ante sus hijos, y el dolor ante la pérdida, sin que el guión le proporcionase una línea de diálogo en la que apoyarse o una situación reveladora. Marcelo Piñeyro y yo le propusimos una tarea quimérica y Ricardo nos tumbó de culo: hizo todo lo que soñábamos y aún más, como los grandes de verdad.

Siempre me hace pensar en aquellos inolvidables actores italianos, los Gassman, Sordi, Mastroianni, capaces de brillar en el drama y en la comedia por igual, de interpretar ganadores y perdedores, héroes y villanos, timoratos y desalmados, sin dejar nunca de subirnos a su nave. Pienso en el timador timado de Nueve reinas, en el vencedor vencido de Luna de Avellaneda, en el hombre suspendido de El aura, todos distintos entre sí como sol y luna y aun así despegándose de la pantalla con la misma humanidad, como si lo viésemos a él, y tan sólo a él, con los anteojitos que se usan para percibir una tercera dimensión.

¿Sería una temeridad de mi parte pensar que a pesar de todas estas actuaciones todavía no dio con el papel, el personaje que lo instale para siempre en la consciencia de la gente? Porque Bogart hizo muchas películas buenas y todavía hoy es el Rick Blaine de Casablanca, y Dustin Hoffman filmó peliculones pero sigue siendo Ratso Rizzo, y Al Pacino es Al Pacino pero nunca dejará de ser Michael Corleone, y Harrison Ford triunfó muchas veces pero para nosotros sigue siendo Indiana Jones. No lo sé. Lo más probable es que se trate de una excusa que me invento para seguir pensando que la mejor película de Ricardo siempre será la que viene. Porque, qué quieren que les diga, para mí Darín todavía está calentando motores.

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29 de junio de 2006
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El latido de mi corazón

Ayer recibí un comentario de Sebastián Ciego (no sé si el nombre es real, o tan sólo autoinfligido) que me llegó como un guantazo en el rostro. Me consta que Sebastián no buscaba ofenderme, de hecho suscribía las palabras elogiosas que yo había dedicado a la película francesa El latido de mi corazón. Sebastián se decía impresionado, encontraba en el film “algunas de las cualidades que más aprecio en el cine: ritmo, dureza, vitalidad”; su texto proseguía con calidad y emoción. Pero una frase soltada al pasar me aguijoneó. Uno de los motivos por los que Sebastián ensalzaba la película de Jacques Audiard era porque, según él, carece de “esa sensiblería bienpensante y solidaria que aniquila de raíz todo proyecto del cine español e hispanoamericano”.

Fue como oír un racimo de uñas rayando el pizarrón.

Por supuesto, existen gustos y gustos. Yo también disfruto con las películas que tienen ritmo, dureza y vitalidad (por algo hablé bien de El latido de mi corazón), pero también me gustan algunas otras que son lentas, y sentimentales, y lánguidas, porque en esencia me gusta el cine: todo el (buen) cine, sin excepción de género ni de tono narrativo. Lo que no puedo compartir es el diagnóstico de que si hay algo que está mal en el cine español e hispanoamericano es su “sensiblería bienpensante y solidaria”. ¡Por el contrario, creo que es una de las pocas cosas que está bien en nuestra cinematografía!

Déjenme separar la paja del trigo. No defiendo las películas que abordan un tema serio y conmovedor con torpeza narrativa; existen demasiados films menores que abordan temas mayores, yo también estoy harto de sufrir chantajes emocionales, de que me fuercen a aplaudir un relato por su tema en vez de por su arte. Por eso mismo celebro cuando nuestro cine da el doble salto mortal de estimular la percepción estética y a la vez poner en movimiento corazones y cabezas: porque como cinéfilo tengo apetito de buenas películas, pero como latinoamericano siento además la necesidad de que desarrollemos nuestra sensibilidad y nuestro costado solidario. De otro modo, estaría abriendo los ojos en el cine y cerrándolos al salir a la calle.

Yo creo, Sebastián, que este cine bienpensante y solidario del que abominas nos resulta necesario, porque vivimos en un continente castigadísimo donde se ha instigado a la gente a salvarse como pueda, aunque esto signifique devorarse al otro. La solidaridad es un músculo atrofiado al cabo de treinta años en desuso; una de las cosas que evitó que yo perdiese su uso definitivamente fueron las películas bienpensantes y solidarias que me llegaban desde el exterior, desde Matar a un ruiseñor a La lista de Schindler.

Pero además estoy convencido de que ese cine es lo que mejor hacemos. Pienso en La historia oficial, pienso en Estación central, pienso en Diarios de motocicleta, pienso en Kamchatka. (¿Queda claro por qué me siento implicado?) Yo creo que esas son las películas que perdurarán, porque narran con arte y tienen el corazón en su lugar: son sensibles, lo cual me resulta imprescindible en este lugar y en este tiempo, sin ser sensibleras. Y si las hacemos tan bien, ¿por qué deberíamos de dejar de hacerlas para imitar otras sensibilidades? Yo no encuentro sensibilidades demasiado imitables en el cine de hoy. ¿Por qué creen que Jacques Audiard necesitó escapar de la sensibilidad francesa y buscar inspiración en una película americana de los 70 para El latido de mi corazón? Es obvio que no se siente interpelado por la mayor parte del cine norteamericano de hoy, pero tampoco por el europeo, que se pasa de rosca por cerebral, individualista y angustiante. ¿Existe algo más sensiblero, bienpensante y solidario que el protagonista de El latido, que abandona la violencia que es su modo de vida para convertirse en mánager de una pianista clásica, y para más datos asiática? Todo lo que le falta al film es un cartel final que diga: ¡viva la corrección política!

También podría ponerme historicista y citar buena parte del mejor cine italiano, español y mexicano de siempre, y apelar a los fantasmas de De Sica y de Fellini y de Visconti para que certifiquen por mí que este corazón “bienpensante y solidario” ha sido parte sustancial del aporte latino al cine mundial. ¿Por qué deberíamos dejar de mirar a nuestros maestros para imitar a otros, cuando nuestra realidad ha cambiado poco y nada desde la Segunda Guerra hasta aquí –en todo caso, ha empeorado?

Es verdad, de tanto en tanto sufro la tentación de escribir algo con un protagonista que es como un lobo, un muchacho cool que sufre y hace sufrir en la jungla de la ciudad. Pero después me digo que eso sería una falta de imaginación de mi parte, porque el mundo ya es oscuro de por sí y la gente que sufre y hace sufrir abunda, y entonces me lanzo a buscar historias que van a contrapelo de los tiempos, que apuestan a encontrar un corazón palpitante debajo de tanta armadura: yo quiero encontrar protagonistas que puestos en la situación adecuada opten por tender la mano en vez de retirarla. ¡Esto sí requiere de mi imaginación!

Dame la oportunidad de no ser cool, Sebastián. Dame la oportunidad de hacer un cine y una literatura que aunque más no sea enciendan una llamita en el paisaje frío y oscuro del mundo que nos tocó vivir. Porque para iniciar una reacción en cadena no hace falta más que un fósforo. O una buena película. O un gran libro.

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28 de junio de 2006
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El imprescindible arte de la imitación

El otro día fui a ver El latido de mi corazón, una buena película del francés Jacques Audiard. El hombre es una suerte de secreto bien guardado del cine francés, aunque más no sea porque cultiva el perfil bajo y pasa de todas las modas. Me sorprendió hace pocos años con una peli llamada Lee mis labios. Este Latido también vale la pena, préstenle atención al protagonista Romain Duris: el chico va a dar que hablar. Quizás ya hayan oído hablar de la película, es esa de la que los medios hablan porque es una remake de un film americano de los 70 llamado Fingers, de James Toback. El asunto les ha encantado a los periodistas, porque por una vez se trata de un europeo versionando un film americano cuando la tendencia es siempre la inversa: Hollywood tomando una idea ajena (europea, asiática, sudamericana) y fabricando su propia versión. De cualquier forma, no entiendo el escándalo en torno del tema de las remakes. Versionar nuevamente una obra es uno de los recursos más habituales del arte, tan viejo como el teatro. Si producir la enésima puesta de La tempestad es lo más normal del mundo, ¿por qué deberíamos extrañarnos de que a algún italiano se le ocurriese versionar Citizen Kane utilizando el modelo berlusconiano en lugar del original William Randolph Hearst?

Todo impulso creativo se origina en la imitación. Podríamos sostener esta afirmación revisando la historia, ninguno de los grandes nació original, siempre se vieron obligados a producir primeras obras en las que la angustia de la influencia es evidente (en Shakespeare, el fantasma de Marlowe es inescapable), hasta que consiguen romper el molde, ¡matar a sus padres!, y suscribir sus primeras obras verdaderamente originales. Pero también podríamos defender este principio apelando a la ciencia. En el dominical de El País se hablaba del descubrimiento de las “neuronas espejo”, que se encienden cuando vemos que alguien que no somos nosotros ejecuta cierta acción comprensible: nuestras neuronas no sólo comprenden el acto, sino que generan en nuestro cerebro una suerte de simulación virtual. Vivimos ese movimiento dentro de la cabeza, aunque no lo reproduzcamos con los músculos; nos ponemos en el lugar del otro, lo cual es la base de la empatía. El descubridor de estas neuronas, Giacomo Rizzolatti, de la Universidad de Parma, lo expresa en negro sobre blanco cuando dice: “En Occidente la imitación está muy mal vista, pero es un error. Para ser original, primero tienes que imitar”.

Así que a desprenderse de los prejuicios, y a imitar con ganas. Llegará el momento en que ya no habrá sólo relecturas de Shakespeare y de Beckett, también las habrá de Welles, de Coppola, de Bertolucci y de Visconti. (Cuán poco me costaría encarar una versión argentina o española de Rocco y sus hermanos…) Será cuestión de tiempo, imagino, hasta que alguien pueda usar esas historias sin pagar derechos, lo cual habilita a cualquiera a montar un Ben Jonson sin oblarle royalties a nadie; ¡maravillas del dominio público!

La cuestión es amar el original y tener algo nuevo para decir. El único pecado que no hay que cometer es el que ya cometió Gus van Sant con su versión de la Psicosis hitchcockiana, calcada plano por plano del original. Si alguien necesita pruebas de que una imitación puede perder el alma del original aun cuando su mímesis sea perfecta, allí la tiene: la Psicosis de van Sant nunca es otra cosa que una larga tira de celuloide inerte.

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27 de junio de 2006
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Philip Dick perdió la cabeza

Ocurrió en diciembre de 2005, en un vuelo de America West. El experto en robótica David Hanson despertó cuando el avión en que viajaba tocó tierra en Las Vegas, rescató su laptop y bajó. Cuando se dio cuenta de que había olvidado algo a bordo, ya era demasiado tarde. La cabeza de Philip K. Dick había desaparecido del compartimiento de equipajes que estaba encima de su asiento.

Hanson admira a Philip K. Dick, el escritor de ciencia ficción cuyos relatos han sido la inspiración de películas como Blade Runner y Minority Report. Esa admiración redundó en la construcción de un robot tamaño natural que tenía las facciones de Dick, muerto en 1982. El robot, capaz de adoptar expresiones faciales convincentes, podía además sostener rudimentarias conversaciones sobre las ideas y la obra del escritor. De hecho su software incluía información sobre textos inéditos, que fueron proporcionados a Hanson por las dos hijas de Dick. Quien sea que tenga ahora en su poder la cabeza del robot, podrá obtener de sus “labios” –hechos de una sustancia gomosa parecida a la piel a la que Hanson llama frubber- textos que nadie conocía, ni siquiera entre sus fans. Paradójicamente, el resto del cuerpo del androide arribó a destino sin problemas.

Warner Independent Pictures pensaba utilizar el robot en la promoción de la película de Richard Linklater A Scanner Darkly, basada en la novela homónima de Dick, que se estrena en los Estados Unidos el 7 de julio. ¡Hasta tenían la intención de sentarlo junto a David Letterman en su programa de TV!

Parte de la gracia del misterio radica en que Dick –el autor, no el robot- previó que en el futuro los androides y demás formas de inteligencia artificial reclamarían su libertad, al igual que sus antecesores humanos lo hicieron en su momento. Aunque la adaptación de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? que se convertiría en Blade Runner fue libérrima, la mirada compasiva con que se contemplaba a los Nexus 6 era una traslación fiel del pensamiento de su autor.

¿Fue una mano piadosa la que se apoderó de la cabeza del androide, con la intención de concederle la libertad de su propio creador y de sus empleadores de la Warner? ¿Fue un fan de Dick, ilusionado por la posibilidad de conversar a diario con la cabeza de su ídolo, como en un episodio de Futurama? ¿O simplemente alguien que se sentía demasiado solo y lo arriesgó todo para tener la posibilidad de conversar con alguien –aunque más no fuese con el clon de un autor de ciencia ficción?

“Mucha gente dice que el incidente se parece mucho a las ficciones de Dick,” declaró el pobre Hanson al New York Times, “uno de los giros absurdos que son tan comunes en su narrativa”. Yo creo que el asunto se parece más bien a la realidad, que como suele decirse con tanto fundamento, siempre es más extraña que la ficción.

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26 de junio de 2006
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Superman vuelve, pero Batman vence

Superman Returns se estrena hoy en los Estados Unidos, e imagino que se verá en breve en el resto del mundo. (Me pregunto a qué se deberá que Warner no haya desplegado esta vez el blitz envolvente y casi militar que sí reservó a películas como Matrix II y III, o que recientemente tuvo por eje a bodrios como El código Da Vinci.) Pero a mí, qué quieren que les diga, este Superman que vuelve me tiene sin cuidado. Y conste que hablo como fan de las historietas, y del subgénero cinematográfico de los superhéroes.

Admito que de niño alternaba las revistas de Superman con las de Batman. Nos llegaban desde México a Buenos Aires (¡gracias, México!), publicadas por la Editorial Novaro, y constituían mi cita de honor semanal en el kiosko. (Otros recordarán nombres de maestros, de compañeros de escuela y de formaciones futbolísticas; yo recuerdo el nombre de mi kioskero, ¡el señor Fernández!) El personaje aparece además en mis dibujos de entonces casi con tanta frecuencia como el Hombre Murciélago. Pero Superman no resistió el viaje hacia la madurez. Me pasa con el pobre Kal-El lo mismo que con tantas series que amaba de niño y hoy no resisten una visión completa: le hablan a la parte de mí que se quedó en el camino, en lugar de a aquella que soportó las pruebas del tiempo.

El personaje de Superman es símbolo de una cultura que no sobrevivió a la pérdida de la inocencia; ni de su inocencia ni de la mía. Yo no tolero hoy la idea de un superhéroe que se somete acríticamente al poder político de un país en particular. Si Superman Returns ubicase al personaje en su tiempo original, si se pareciese al viejo serial animado de Max Fleischer, quizás tendría el encanto al que Captain Sky & The World of Tomorrow aspiró sin éxito. Pero Superman es el héroe norteamericano por excelencia, y al recrear su historia en tiempo presente se lo convierte en blanco de la inquina que su país despierta a diario en la mayor parte del planeta. (¿Me equivocaría si conjeturase que es esta consciencia la que bajó los decibeles de su estreno mundial: la de saber que hoy Superman es un héroe sectario, y por eso antipático?).

Las razones por las que el personaje envejeció mal van más allá de cualquier lectura política. El problema de Superman es estructural a su historia: no funciona del todo bien porque carece de un drama central. Un héroe sólo es tan grande como la suma de sus contradicciones, y Superman no posee ninguna. Sus creadores lo advirtieron ya en los comienzos, lo cual derivó en la invención de la kryptonita: entendieron que un héroe sin talón de Aquiles, esto es totalmente invulnerable, carecía por completo de gracia. El tema de la doble personalidad sólo sirvió a la hora del paso de comedia. Y los encuentros y desencuentros con Louisa Lane no le quitaron nunca el sueño a nadie, porque se supone que lo de Superman es una saga y no un teleteatro. Más allá de la deconstrucción operada por la serie camp de los años 60, Batman perduró mucho mejor (¿necesito decir, a esta altura, que en esta batalla estoy ciento por ciento en el campo de Batman?) porque es un personaje con un dilema existencial. Hamlet con disfraz de murciélago, visitado a diario por el fantasma no de uno, sino de ambos padres reclamando venganza. Un hombre que se debate todo el tiempo entre la ley y la marginalidad, entre su educación y su compulsión a la violencia, entre la sanidad y la locura –y que es tan consciente de esos dilemas como el personaje shakespiriano.

Superman nunca dejó de ser un chico bueno que busca todo el tiempo la aprobación de su padre. Batman, en cambio, siempre fue un chico malo; mercancía dañada, alguien que está en diario contacto con su lado oscuro y que se alimenta de él. Y eso lo hace más atractivo como personaje. Además Gotham es una ciudad sucia y brutal, victimizada por líderes corruptos, lo cual la torna más verosímil que la Metrópolis naif y technicolor del Hombre de Acero. Y para no faltar al dictum de que un héroe sólo alcanza la estatura de su contrincante, Batman tiene en el Joker un doppelganger siniestro. El oponente más importante de Superman es Lex Luthor, un calvo que no asusta a nadie y por ende nunca logra poner a su adversario en peligro real. El Joker somete a Batman a un peligro que es doble: el de morir, y el de sobrevivir a un costo que lo impulse a abrazar por completo la locura que constituye su sombra; por algo el Arkham Asylum, el manicomio de Ciudad Gótica, perturba siempre al héroe como una promesa.

Que Superman vuelva, si quiere. Todo lo que yo espero es que el Batman rescatado por historietistas como Frank Miller y Alan Moore y por el cineasta Christopher Nolan en Batman inicia, simplemente continúe.

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23 de junio de 2006
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Rocco va a pelear

Vi Rocco y sus hermanos por primera vez hace pocos días, una tarde helada y gris en que Buenos Aires imitaba a la Milán en que transcurre el film; sólo faltaba la nieve. Cuando terminó tuve que hacer un esfuerzo para levantarme. Me sentía devastado, es verdad. Pero ante todo tenía la necesidad de prolongar ese instante. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vi una película verdaderamente grande, e ignoro cuándo volveré a experimentar algo parecido.

Rocco es excesiva por donde se la mire. En su longitud, que supera las tres horas. En su cast, que opera como una suerte de quién es quién del mejor cine europeo de los 60: Alain Delon, Annie Girardot, Katina Paxinou, Renato Salvatori, Claudia Cardinale. En su carácter de saga familiar, que describe la suerte de Rosaria Parondi y de sus cinco hijos varones en la inhóspita Milán, donde se instalan a la muerte de Parondi padre. Sin embargo no existe nada en Rocco que sea más grande que la ambición narrativa de su creador, el director Luchino Visconti. Como toda obra inolvidable Rocco y sus hermanos es una síntesis de opuestos, el equilibrio entre elementos antiestéticos que sólo puede lograr un artista en pleno dominio de sus facultades. Rocco es un fresco realista sobre las miserias que sufrían los inmigrantes del sur en la Italia industrial, y también un melodrama protagonizado por personajes excesivos, robados con elegancia –tratándose de Visconti, no podían ser robados de otra forma- a El idiota de Dostoievsky. Es una película carnal y violenta que a la vez se interroga por la posibilidad de la santidad en el mundo contemporáneo. Es cine con mayúsculas, y a la vez es un relato de profundidad y aliento literarios. Y si Visconti no hubiese concebido ese montaje paralelo del final, entre la Nadia que abre los brazos a la muerte y el Rocco que surge de las cenizas sobre el ring, seguramente Coppola no habría concebido el momento más excelso de El Padrino –otra película grande, viscontiana.

En ocasión del reestreno de Rocco en 1991, Vincent Canby escribió algo en el New York Times que expresa con precisión lo que pienso: “Nos recuerda de dónde vienen los films, y cuán pequeñas y seguras y autorreferenciales son la mayoría de las películas de hoy. Rocco no es perfecta, pero aun cuando se desborda en algunos excesos teatrales, excita la imaginación con la clase de audacia que es nuestra única esperanza de futuro”.

Desde entonces a esta parte, el destino del cine no ha sido menos cruel que el destino de los Parondi. Pero a pesar de que su futuro está tan comprometido como el del protagonista del film de Visconti, a los cinéfilos nos queda la esperanza expresada en docenas de carteles en la escena final: Rocco si battera, dicen, anunciando la próxima pelea del boxeador. Rocco va a pelear.

No me atrevería a decir que Visconti es hoy más grande de lo que fue, porque tuvo la fortuna de ser reconocido como tal en su propio tiempo. Lo que me consta es que el cine se ha vuelto más chico. Por lo menos hasta que ganemos la pelea.

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22 de junio de 2006
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La economía de la felicidad

Acabo de enterarme de que existe una rama alternativa de la ciencia económica, llamada economía de la felicidad. Según la información, la economía de la felicidad se originó como estudio teórico en Europa a principios de esta década; se supone, incluso, que hoy es una corriente de moda en Inglaterra. La intención de sus estudiosos es determinar cómo influyen las variables económicas sobre el bienestar mental de las personas, para finalmente determinar políticas que aumenten la felicidad de las distintas poblaciones. Y como a los investigadores les consta que esto de la felicidad es un asunto esquivo, además de los estudios puramente económicos pretenden incluir variables neurobiológicas, como mapeos cerebrales (que serían más precisos que las encuestas a la hora de medir nuestra satisfacción, o bien la falta de ella) y hasta medición de indicadores de “felicidad auténtica” como ciertos tipos de sonrisas y rasgos faciales.

No puedo menos que celebrar la existencia de este tipo de estudios. Les parecerá de Perogrullo, pero yo creo que ya era hora que los estudiosos comprendiesen que la economía está relacionada con la felicidad. Hasta el surgimiento de esta disciplina, la mayoría de los economistas y de los que determinan las políticas del área operaban en la convicción de que la economía sólo tenía que ver con la obtención del máximo beneficio posible, a cualquier costo y caiga quien caiga. Parafraseando al viejo axioma: esta gente estaba convencida de que la economía era la continuación de la guerra por otros medios. Quizás la revelación de que el bienestar de los demás también depende de la economía les convenza de que la felicidad no debe ser tan sólo una búsqueda privada, sino social y política. Yo digo que les otorguemos el beneficio de la duda: es preferible que esta gente piense que se trata de una novedad, a que siga pensando lo de antes.

El otro gran beneficio de la economía de la felicidad sería, creo, el siguiente: ahora que los estudiosos y los funcionarios privados y públicos del área se convencen de que la economía y la felicidad están vinculadas, resultará más fácil explicarles que todos aquellos que no forman parte de la economía están, ¡por definición!, impedidos de ser felices. Así se volverá evidente la necesidad de diseñar políticas para que todos aquellos que viven al margen del sistema económico (centenares de millones en América Latina, en África) puedan integrarse a él de alguna forma, y así obtener su chance de ser alguna vez medidos en busca de indicadores de felicidad auténtica. Una vez que se conviertan en candidatos a un mapeo cerebral podrá verlos un médico de verdad, y hacerles por ejemplo una radiografía, y quién les dice, quizás hasta proveer a sus niños de las medicinas que necesitan para no morir antes de tiempo, y por qué no, ¡ya que estamos!, de los alimentos que garanticen que sus cerebros reciban los nutrientes que les permitan desarrollarse y no quedar atrofiados a medio camino.

Y después dicen que estudiar no sirve para nada.

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21 de junio de 2006
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Esta película ya la vi

La semana pasada hubo un día que amaneció estragado por la neblina. No se veía nada, pero de verdad. Desde mi séptimo piso, que habitualmente funciona como atalaya para ver el ancho cielo, y la alfombra de la ciudad, y la torre de la iglesia que está a dos cuadras, sólo veía niebla. Después dijeron por TV que habían cerrado los aeropuertos y hasta arriesgaron explicaciones científicas, pero todo lo que yo pensé entonces fue: “Uy. Parece la escena de Amarcord en que el viejito se pierde en la neblina y empieza a cuestionarse si habrá muerto. ¿Habré muerto yo también?”.

Me ocurre muy seguido esto de comparar situaciones por las que atravieso con escenas de películas, o de libros. Recuerdo aquella vez en Palestina, trabajando en un artículo para una revista española con mi amigo el fotógrafo Pasqual Górriz. Los disparos de los soldados israelíes nos habían obligado a parapetarnos detrás de un muro semiderruido; las balas silbaban a ambos flancos de la pared, e incluso pegaban contra el muro a nuestras espaldas, yo sentía la vibración de los impactos. Me quedé viendo las columnitas de polvo que levantaba cada tiro, pocos metros por delante nuestro, y todo lo que pensé fue: “Igualito que en la serie Combate”.

Puede que se trate de una deformación profesional, pero estoy seguro de que somos muchos los que tenemos este reflejo. A veces es muy útil, por ejemplo al atravesar situaciones de un profundo ridículo. Saber que Peter Sellers o Jim Carrey han sufrido cosas similares en tal o cual película me ayuda a aflojarme y a reírme de mí mismo –cosa que me resulta particularmente difícil, porque tengo una noción un tanto almidonada de mi propia dignidad. En las ocasiones en que mi vida corrió un riesgo serio, como la mencionada de Palestina, el reflejo me ayuda a conservar la calma: entro en una suerte de estado zen, como si viese la escena desde afuera, ¡como en una película!, y en esa calma preternatural no me cuesta nada decidir qué hacer; si hubiese desesperado entonces, estoy seguro de que ahora no estaría hablando de esta cuestión –ni de ninguna otra.

  Me gusta explicar el fenómeno de esta manera: yo creo que no hay nada más parecido a una obra de arte que la vida misma. Por eso la vivo de esa forma, como si la estuviese escribiendo o filmando a cada minuto. Y también es por eso que lamento que haya tantas obras truncadas por la violencia, o malogradas por la ignorancia: porque cada vida es una obra irrepetible, una oportunidad que es entonces o no será nunca.

A veces se trata de una comedia, a veces de una farsa, a veces de un drama y hasta de una tragedia. A menudo un día es nada más que un borrador, una página indigna que nos gustaría arrojar a la basura al terminar la jornada. Pero de tanto en tanto escribimos algo que vale la pena e incorporamos esa página al libro de nuestras vidas, y esa escena permanece con nosotros y con los nuestros para siempre.

Como los artistas de verdad, vivimos tratando de mejorar día tras día. Yo aliento la esperanza de llegar al final habiendo vivido una vida de esas que vale la pena ver, o leer; la esperanza, en suma, de haber convertido a mi vida en una buena obra.

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20 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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