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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Super Mann

Hace algún tiempo se me ocurrió inventar aquí mismo una Academia de los Menospreciados, para homenajear a aquellos artistas que no reciben el reconocimiento que merecen. Creo que Michael Mann debería tener allí un sitial de honor –al menos en mi versión personal de esa Academia.

Nadie podría decir que a Mann le va mal. Ha filmado con Daniel Day Lewis (El último de los mohicanos), con Al Pacino (The Insider), con Tom Cruise (Collateral) y hasta ha conseguido la proeza de reunir a Pacino con Robert De Niro en Heat. Pero al mismo tiempo, vaya a saberse por qué factores (¿no garantizarse una corte de periodistas adulones, tal vez? ¿o quizás por no malgastar valiosa energía haciendo lobby con los mandamases de los estudios?), nunca terminan de otorgarle la estatura de autor que con tanta liviandad le conceden a gente como Paul Haggis (ganador del Oscar por la mediocre Crash) o, ugh, Ron Howard (que ganó el Oscar por la mediocre A Beautiful Mind). Para mí, sin lugar a duda alguna, Mann es uno de los mejores cineastas norteamericanos de los últimos diez o quince años –si no el mejor.

Su talento es difícil de sintetizar en un par de frases, porque no le gusta jugar sobre seguro; más bien es de los que prefiere desafiarse a sí mismo con cada nueva película. Saltó del policial stylish que era la versión televisiva de Miami Vice a los horrores del crimen psicopático en Manhunter. (Que, por ciento, significó la primera aparición cinematográfica de Hannibal Lecter: la versión de Brian Cox era menos circense que la de Anthony Hopkins, pero igualmente efectiva.) Después deslumbró con la épica romántica de El último de los mohicanos: bellísima de ver, intensa, salvaje, emotiva; el tándem con Day Lewis señala las alturas a que los Mel Gibson, Tom Cruise, Heath Ledger y demás han tratado de llegar en films similares, pero sin suerte. The Insider estaba basada en la historia real de Jeffrey Wigand, que expuso su vida al denunciar la manipulación criminal de las empresas tabacaleras de EE. UU. Mann logró que el film no cayese en ninguno de los lugares comunes del género de denuncia: hurtó el cuerpo tanto a lo exageradamente expositivo como a la explotación de lo emocional, concentrándose en la narrativa cinematográfica; el hombre tiene un instinto visual afiladísimo, que lo convierte en un narrador nato, económico pero siempre efectivo.

Heat es lo que uno vulgarmente llama un peliculón. Su exterior es el del género policial, presentando el duelo entre un delincuente profesional (De Niro) y un detective (Pacino) consagrado en cuerpo y alma a su trabajo. Pero la verdadera gracia del asunto está en el tiempo que Mann dedica a pintar las vidas privadas –nunca mejor dicho- de la banda de ladrones por un lado y de policías por el otro. Si existe algo parecido a un tema recurrente en Mann, es el precio que se paga por la dedicación febril a una tarea, ya sea como policía, abogado, taxista o boxeador. (O cineasta, debería colegir uno.) El duelo verbal entre Pacino y De Niro, en la única escena del film en que se enfrentan sin armas de por medio, es antológico e ilustra el tema de que hablo; dicho sea de paso, esta es la última gran actuación que De Niro ha dado –y conste que hablo de 1995.

No sería inadecuado decir que Mann se aboca a los géneros con la misma ambición de Kubrick: tratando de hacer estallar su techo, recreándolos en el proceso. Ali, por ejemplo, es una biografía modélica: hay que ver intentos más recientes, como Ray o Walk the Line, para apreciar la diferencia entre la simple ilustración de anécdotas y una película de verdad, cuya ambición narrativa no compromete la historia real, sino que por el contrario, la potencia. Las escenas en las que Ali (Will Smith) trota por las calles de Zaire siempre me llenan los ojos de lágrimas. (Dicho sea de paso, el hombre tiene un buen gusto fenomenal en materia de música).

Y ahora el círculo se cierra, con Mann llevando al cine la serie que significó su primer éxito: Miami Vice, con Colin Farrell y Jamie Foxx como los detectives Crockett y Tubbs. Admito que el tráiler que circula en los cines y en la TV no me mueve un pelo, pero no sería la primera vez que una propaganda no le hace justicia al film. (Recuerdo ver los avances de Apocalypse Now y pensar que iba a ser una porquería). Es que mi corazón está con Michael Mann, el hombre que sabe que el cine es la más demandante de las amantes –y que aun así asume su destino hasta las últimas consecuencias.

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17 de julio de 2006
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Cómplices del silencio

Uno ha perdido la costumbre de encontrar artículos periodísticos que le abran los ojos y que digan con precisión lo que todos los demás están callando. Por eso este domingo me sorprendió el texto que Atilio Borón publicó en el diario Página 12 bajo el título Un silencio repugnante. “El régimen genocida de Israel, siniestro heredero de su verdugo nazi, está perpetrando un crimen incalificable contra el pueblo palestino… El bombardeo a mansalva de poblaciones civiles indefensas, los atentados contra autoridades democráticamente electas de Palestina y la destrucción de todo lo que encontraran a su paso fue la voz de orden del gobierno israelita,” escribió Borón prescindiendo de eufemismos y circunloquios. “El pretexto de esta barbarie: la captura por parte de la resistencia palestina del cabo del ejército israelí Gilad Shalit –captura, no secuestro, dado que Shalit era miembro de un ejército invasor y fue capturado por sus enemigos en combate”. Me pregunto si Shalit podrá dormir en paz el resto de su vida, sabiendo la cantidad de mujeres y de niños que fueron asesinados en su nombre. Esto no es una remake de Salvando al soldado Ryan; en todo caso, la película debería llamarse Usando al soldado Shalit (para justificar una masacre).

“Cuando el presidente iraní exhortó a borrar Israel del mapa, el mundo fue conmovido por una oleada de justificada indignación. Pero cuando el gobierno de Israel lleva a la práctica esa amenaza y borra literalmente del mapa a Palestina, los líderes de las ‘naciones democráticas’ guardan un repugnante silencio,” dice Borón. “Su duplicidad moral es ilimitada. Pueden justificar con su silencio cualquier cosa: inclusive un genocidio como el que está practicando Israel en Palestina”.

Los testimonios de los pobladores de Gaza que el diario español El País reprodujo este domingo también eran elocuentes: gente que sobrevive sin luz, sin agua, sin medicinas, sin comunicaciones, encerrados dentro de sus fronteras y por ende imposibilitados de ir a trabajar, una situación que perjudica ante todo a los más débiles, esto es los ancianos y los niños, a los que tanto bombardeo priva hasta del derecho de dormir. El relator de Derechos Humanos, John Dugard, ha hecho bien al definir este estado de cosas como “moralmente indefendible”. Pero el gobierno de Israel y sus aliados de Occidente ya están habituados a pasarse estas condenas por el forro.

Ayer un amigo me lo puso de forma clara: Palestina es Guantánamo. La oleada de reclamos que se reitera en el mundo ante la barbarie que simboliza esa cárcel es auspiciosa, aunque insuficiente, porque Palestina es infinitamente peor que Guantánamo, es un Guantánamo lleno de mujeres, viejos y niños que en la práctica están siendo tratados como terroristas e inmerecedores de derecho alguno –ni siquiera el más elemental, el derecho a la vida.

Yo ya era consciente de la situación, pero aún así la claridad del artículo de Borón me conmovió. Vaya este texto como mi humilde forma de no adherir a este silencio repugnante que degrada nuestra condición humana.

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14 de julio de 2006
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La clave de mi éxito en el gimnasio

Los gimnasios son sitios muy extraños. El mío está siempre lleno de gente enfrascada en actividades que por lo general se desvían –nunca mucho, pero sí lo suficiente- del objetivo del lugar. Luchar contra las máquinas, por ejemplo. (Aquellos que pretenden trotar sobre cintas endemoniadas. Aquellos que batallan contra poleas que nunca responden como quieren). Fingir que hacen abdominales, por ejemplo. (Tumbarse sobre una colchoneta y alzar un codo no es lo que yo llamo un abdominal). Quedarse contemplando los televisores, por ejemplo. (A veces la excusa es un partido de fútbol. Pero por lo general contemplan a las hembras que se exhiben en los videoclips). Conversar animadamente, por ejemplo. (Los profesores con las chicas nuevas, siempre. Y también las chicas lindas entre sí, como si su atractivo fuese un poder magnético que las obligase a congregarse). Y mirarse en los espejos, por supuesto. O aprovechar sus pulidas superficies para mirar a alguien más sin que se entere. 

Yo soy de los que no habla con nadie. (En esto, mi comportamiento dentro y fuera del gimnasio no varía mucho.) Pero después de varios años de ir al mismo club al menos tres veces por semana, me conozco el sitio y su fauna como la palma de mi mano. No sé los nombres de nadie, pero a muchos de los que constituyen el elenco estable los bauticé como quise. Por ejemplo Hércules y Megara, que son idénticos a sus homónimos del dibujo animado de Disney y se quieren de la misma manera. O Frasco Chico, que es la mujer más pequeña y mejor proporcionada que conozco: podría ser un clon de Betty Boop, si tuviese los ricitos. U Olive Oyl, que es flaca hasta la exasperación y aun así no deja de correr: siempre pienso que un día se va a evaporar encima de la cinta.

Por lo general la gente no cambia. Transpira, gruñe y adopta poses que jamás se atrevería a repetir fuera del gimnasio, pero no cambia. Por supuesto, hay excepciones. Me consta que algunos traseros femeninos han adquirido perfección y firmeza marmórea, eso sí, después de meses durante los cuales sus dueñas dedicaron el ochenta por ciento de su actividad física a esa parte de su anatomía. No negaré que mi costado estético se solaza, pero después de verlas desvelarse tanto por su trasero, no puedo menos que recordar lo que Dorothy Boyd le dice a Jerry Maguire en la película de Cameron Crowe, hablando del amor y no de trastes pero de todas formas produciendo una frase pertinente: Si requiere tanto esfuerzo, es posible que quizás no valga la pena.

Mi relación con el esfuerzo físico siempre fue esquiva. Nunca me gustaron los juegos, porque era miope. (Ya no lo soy.) Y la pura gimnasia, o el correr, me aburrían. Terminé encontrándole la vuelta al asunto ya de grande. Aprendí a correr mientras imaginaba Kamchatka, porque se me ocurrió que el protagonista también debía aprender a correr, lo cual hacía imprescindible que aprendiese a respirar. (Una de las tantas cosas que se supone hacemos naturalmente, y que por lo general hacemos naturalmente mal). Y después me enganché con este gimnasio y con su fauna. Soy un cliente fiel. A veces busco ángulos en sus espejos, a veces imagino la conversación entre Frasco Chico y el profesor que la triplica en tamaño, a veces me imagino lo que pasaría si un fenómeno atmosférico magnetizase todos los aparatos. Lo cual me sugiere la razón por la que conseguí integrarme a la fauna del lugar: porque mientras transpiro y me esmero en hacer abdominales bien hechos, me entretengo haciendo exactamente lo mismo que hago afuera del gimnasio, tanto despierto como dormido.

Esto es, imaginar.

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13 de julio de 2006
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I (Don’t) Wanna Be Sedated

Supongo que a todos nos pasa, y más a menudo de lo que querríamos: cada tanto surgen fenómenos populares –en la música, pero también en la TV, y en el cine, y en la literatura- que en lugar de producirnos indiferencia, nos crispan los nervios. En estos días me crispa los nervios Ricardo Arjona. No sé cómo poner esto de manera delicada: escucho un verso de las canciones de Arjona y me dan ganas de arrancarme los pelos. Para colmo el muchacho está por llegar a Buenos Aires y ya ha vendido infinidad de shows, lo cual implica que en los próximos tiempos su música me agredirá con frecuencia cada vez mayor hasta que su ida, y por ende el bendito silencio, me permitan recuperar la forma humana. La música es la más intrusiva de las expresiones artísticas, porque nos ataca aunque no queramos en la TV, en la radio, en los taxis, en la calle, en los ascensores… Nos pone en la misma situación del pobre protagonista de La naranja mecánica, cuando le abrían los ojos a la fuerza y le obligaban a ver imágenes que no quería ver: el suplicio es inescapable.

Tenía la intención de buscar las letras de Arjona para poder citarlas en extenso y así sustentar mi juicio, pero no he logrado reunir el coraje; pido perdón, pues, por mi falta de rigor. Diré entonces, prejuiciosamente, que detesto su uso demagógico del lenguaje, ese intento de convencer a su público (al que no cuesta nada imaginar femenino, y de mediana edad) de que lo entiende e interpreta. Esas “historias” tan bochornosas a las que es afecto no me suenan a artista en busca de emoción genuina, sino a vendedor a domicilio (¿o debería decir gigoló, más bien?) tratando de fichar una cliente nueva. Para peor el hombre tiene ese timbre de voz tan engolado y carente de matices, y sus canciones suenan todas iguales. A fin de cuentas, creo que hasta el protagonista de La naranja mecánica la pasaba mejor que yo: ¡él tenía la suerte de que lo forzaran a oír la música de Beethoven!

Todos aquellos que están hartos de ver gente con El código Da Vinci bajo el brazo sabrán comprenderme. Y los que están hartos de los reality-shows y de la telebasura. Y de las películas animadas hechas a las apuradas, en el intento de robarse algo de la magia de Pixar. Y de la manía de convertir toda canción popular en un reggae o en una bossa nova. En cualquier momento a alguien se le va a ocurrir versionar a Los Ramones de esta manera. I Wanna Be Sedated no sería un mal título para una bossa.

Pueden colaborar con la lista, añadiendo sus propias fobias. Este espacio será catártico, o no será.

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12 de julio de 2006
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¿La película del tesoro, o un tesoro de película?

Viviendo en un mundo con alma de Libro Guinness, no podíamos pasar una semana sin un nuevo récord mundial: el de Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest, que se acaba de convertir en el estreno más taquillero de la historia de Hollywood, gracias a los 132 millones de dólares que ganó en su primer fin de semana en cartel. (Spider-Man, que ostentaba el récord hasta ahora, sólo recaudó 115 millones.) Esto significa distintas cosas para distinta gente. Para los responsables de los grandes estudios representa un alivio, porque sugiere que en pleno auge del fenómeno del DVD –y de la piratería digital, que permite que uno pueda ver Cars en su casa el mismo día en que se estrenó en las salas-, la gente todavía quiere salir de su agujero y aventurarse hasta el cine.

Esto también es una buena noticia para mí, cinéfilo. Por lo menos hasta el momento, toda la tecnología del mundo no ha conseguido reemplazar la experiencia que representa para mí ver cine en el cine, rodeado de gente que a pesar de ser desconocida, siente, vibra y se emociona a la par que yo. Puedo empatar en mi casa las condiciones físicas de la experiencia: la calidad y el tamaño de la imagen, el volumen y la fidelidad del sonido, pero no puedo reemplazar la sensación que experimento cuando río con otros y trago saliva con otros y rozo los codos con desconocidos que han pasado a ser hermanos instantáneos –a no ser que convierta cada exhibición casera en un evento lleno de amigos y de familiares, lo cual me daría más trabajo que ir al cine y ya. Para mí, qué se le va a hacer, el cine es una experiencia que se vive y se aprecia mejor cuando es comunitaria, como su misma factura. En sus buenos momentos la sala es un templo y la película un rito comunal: compartirlo constituye buena parte de su encanto.

Pero por supuesto, lo que los tipos de los estudios colegirán a partir del éxito de Pirates es más ramplón, incluso literal: hagamos más películas que se parezcan a un viaje en montaña rusa, hagamos más películas inspiradas en atracciones de parque de diversiones (como Pirates), ¡hagamos más películas de piratas! Lo cual supone hacer más de lo que ya vienen haciendo, películas en las que no importa la historia sino la sucesión de situaciones a cual más peligrosa, como el pasar de pantallas en un videogame; películas en las que no haya tiempo para construir personajes ni desarrollar situaciones dramáticas; películas seguras, que antes que emociones o pensamientos prefieren producir estímulos físicos mensurables, como la cantidad de carcajadas por proyección o la producción de adrenalina.

Lo gracioso es que ni siquiera parecen comprender que de esa forma se están disparando en sus pies. En algún sentido imitan el estúpido comportamiento que ya exhibieron en los años 50 y 60, cuando asustados por la popularidad de la TV creyeron que la gente regresaría al cine si hacían las películas todavía más grandotas, más coloridas y más ruidosas, e invirtieron miles de millones en films que salvo excepciones que confirman la regla (las películas de David Lean, sin ir más lejos), eran tan huecas como las predecesoras que habían decepcionado al público –sólo que en 70 mm, o en cinemascope, e infinitamente más caras de producir. Cualquiera que entienda de números debería analizar la curva que estos mega-estrenos trazan una vez que la gente transmite su comentario boca a boca: abren con todo, eso es cierto, pero a partir de allí se hunden como plomo. Superman, sin ir más lejos, también recaudó ciento y pico de millones en una fecha privilegiada y dos semanas después hizo 22 millones; eso, en mi mundo, se llama caída a pico.

Está bien que los productores entiendan, y puedan demostrarle a sus inversores, que la gente todavía ama acudir a los cines. Lo que deberían concluir, sin embargo, no es que el público busca exclusivamente experiencias adrenalínicas como la que ofrece Pirates, sino tan sólo lo obvio: buenas películas. Si hay buenas películas, la gente va al cine y además compra DVDs en cantidades dignas del Libro Guinness. Si no, no. Lo único que hay que comprender al respecto ya lo sugirió Phil Alden Robinson en Field of Dreams, cuando el personaje de Kevin Costner oía voces que susurraban: If you build it, they will come. Si lo construyes, ellos vendrán, le decían, refiriéndose a un campo de béisbol. Pero la frase se aplica al cine de modo inmejorable: si haces una buena película, ellos vendrán. Los productores deberían dedicar sus energías a elegir los mejores proyectos, y dejar que los encargados de marketing encuentren cómo venderlos. De esa forma celebraríamos todos, y quedaría claro que lo que está en decadencia no es el cine, sino tan sólo el cine malo que se he convertido en la especialidad de Hollywood.

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11 de julio de 2006
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Caos y creación en Abbey Road

Me lo encontré por pura casualidad. Estaba haciendo zapping y vi el anuncio de la emisión inminente por HBO Plus: un concierto de Paul McCartney llamado Chaos and Creation at Abbey Road. Se trataba de una velada íntima, con McCartney presentando temas de su última obra, Chaos and Creation in the Backyard, mezclados con otros de su carrera solista y de su trayectoria con Los Beatles, en el estudio de grabación donde John, Paul, George, Ringo & George (Martin) registraron sus canciones imperecederas.

La tentación de ver a McCartney en ese ámbito (Abbey Road es el Vaticano de la iglesia beatle) me picó. Me fui quedando frente al televisor como quien no quiere la cosa, y volvió a pasarme lo mismo que años atrás, cuando entrevisté a McCartney en Tokio. En aquel entonces ya me había habituado a entrevistar estrellas internacionales del rock y del cine, y me hallaba embebido en mi propia importancia; John, el beatle a quien más admiraba, ya había muerto; y mis gustos musicales se habían diversificado: debía hacer ya mucho que no escuchaba los viejos discos. Sostuvimos una conversación agradable en los camarines del estadio, bebimos té (la misma infusión a la que Paul glorifica en una canción del último disco, English Tea) y después me quedé a presenciar el concierto. Recién entonces, al sonar las canciones del repertorio beatle y brillar en la pantalla imágenes documentales de aquella locura, con John, George y Ringo incluidos, comprendí lo que acababa de pasarme: me había sentado cara a cara con uno de los creadores más fenomenales de la música popular del siglo XX, el autor de tantas canciones grabadas a fuego en mi alma, esas melodías a las que recurro cuando necesito pruebas de que el género humano vale la pena y merece otra oportunidad. Y entonces me puse a llorar como un chico. ¡Debo haber llorado como dos horas seguidas!

Este sábado volví a llorar. Imagino que las noticias de su reciente divorcio contribuyeron a hacerme sentir que el viejito de 64 estaba solo, después de habernos brindado tantos y tan maravillosos instantes de alegría, tantas epifanías, tantos recuerdos; me habría gustado ofender su británico decoro con un abrazo. Pero como no podía, me limité a oírlo hasta el final. Hubo algunos divertidos insights sobre la forma en que trabajaron en ese estudio: la utilización de la antiquísima máquina de cuatro pistas para registrar una peculiar versión de Band on the Run, una demostración con el melotrón utilizado en Strawberry Fields Forever… Y más música maravillosa, desde una recreación de Lady Madonna en el piano hasta algunos de los temas nuevos. (Nadie sensible a la magia beatle debería perderse Jenny Wren, un perfecto acto de exorcismo).

Releer es mucho más inhabitual que re-escuchar: para releer un libro amado hace falta una decisión consciente, en cambio uno re-escucha ciertas canciones aun cuando no se lo ha propuesto, porque aparecen “solas” en la radio y en la TV. Además el sonido de la canción amada no necesita más que segundos para transportarnos a otro lugar, otro tiempo, otro estado del alma, mientras que un libro necesita tiempo para obrar su magia. Se ve que las canciones de McCartney (y las de Lennon-McCartney, para ser justos) me pescaron sensible este sábado, y volví a sentir todo el peso de su impacto emocional. Esas canciones representan a sus autores, pero también a todos nosotros: son quienes fuimos y quienes todavía queremos ser, nuestra religión, nuestra historia y también, si todavía nos merecemos algo parecido a la suerte, nuestro futuro. Me ilusiona pensar que las próximas generaciones recibirán esa música como parte de su información genética. No puedo evitar pensar que si eso ocurre, si nuestros descendientes ya vienen preparados para reaccionar frente a esas canciones, la especie no podrá menos que levantar cabeza.

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10 de julio de 2006
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Mi placer culpable

Me gusta la expresión inglesa guilty pleasures, que literalmente puede traducirse como placeres culpables: son aquellos gustos que uno se da a sabiendas de que no conviene que se sepa, para no pecar en público por incorrección política o pretendido mal gusto. Fumar se convierte cada vez más en un placer culpable. (Si seguimos así, de tan culpables terminaremos presos.) Pero también sería un placer culpable oír cierta música pop a la que se tiene por ligera o grasa, como se dice aquí. Y leer libros de autoayuda, o la “literatura” de Coelho. Y ver programas televisivos de juegos, o comedias tontas, o telenovelones. En estos últimos meses mi placer culpable se llama Veronica Mars. Es una serie norteamericana que emite en Sudamérica el canal de cable TNT, y que me pone en apuros cada vez que pretendo contar de qué va. Me remito a las pruebas: Veronica Mars es una estudiante de escuela secundaria, que paralelamente a sus labores académicas se desempeña como… detective. Sí, ya sé: suena a los viejos novelones de Nancy Drew.

El quid de la cuestión no pasa por el concepto, sino por su ejecución. En todo caso Veronica Mars es una Nancy Drew del siglo XXI, con todo lo que ello implica. Vive en un pueblo donde casi todas las figuras de autoridad son corruptas y/o perversas (el gobernador, el alcalde, el jefe de policía, la estrella de cine, el jugador de fútbol famoso) con muy pocas excepciones, entre las que se cuenta Keith Mars, su padre, despedido de su trabajo de policía y metido a detective privado; ni siquiera se salva la madre de Veronica, una alcohólica que no dudó en beberse el dinero reservado para solventar la universidad de su propia hija. La escuela es un microuniverso de violencia y confusión, un antro del peor darwinismo social. Durante una fiesta estudiantil, por ejemplo, Veronica fue drogada y violada. Se salvó de un embarazo pero contrajo una enfermedad venérea. Es que Veronica (interpretada por la encantadora Kristen Bell) podrá ser una chica brillante, pero su vida privada es un desastre. El american way ha recorrido un largo camino…

Veronica Mars es una serie nada complaciente. Para empezar, la cantidad de tramas y subtramas que baraja al mismo tiempo requiere de un espectador muy despierto. Los diálogos también son para no perderse, en especial los intercambios entre Veronica y su compañero de escuela / ex novio / chico malo Logan Echolls: son una mezcla de Raymond Chandler y comedia americana de la época Katherine Hepburn-Cary Grant, resuenan como látigos –y producen el mismo ardor sobre la piel.

No les voy a negar que descubrir que Stephen King la considera su serie favorita me tranquilizó un poco. “¿Cómo puede ser tan buena?”, se preguntaba en una de las columnas que suele escribir para la revista Entertainment Weekly. “No se parece en nada a la vida tal como la conozco, ¡pero no puedo despegar mis ojos de esa maldita cosa!”.

Si no confían en mí, créanle al menos al bueno de Stephen. Podrán pensar lo que quieran de sus libros, pero nadie puede negarle su condición de experto en esto de crear historias que atrapan al público. No por nada el King de los primeros libros fue otro de mis guilty pleasures durante largo tiempo…

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7 de julio de 2006
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¿Qué significa hoy "derechos humanos"?

En la época infame, algún vivillo a sueldo de la dictadura acuñó un eslogan para contrarrestar el reclamo internacional por las víctimas de la represión: Los argentinos somos derechos y humanos, decían banderitas y calcomanías, una frase engañosamente simple, porque dos de sus tres afirmaciones eran falsas. Fueron necesarios muchos años y mucha sangre para que se diese vuelta a la página y nos convirtiésemos en un país en el cual los derechos humanos ya no eran un enunciado de ciencia ficción. Con la convicción de que todo crimen impune compromete el futuro, el gobierno de Kirchner avanza en la búsqueda de justicia por las aberraciones de la dictadura. Muchas causas todavía abiertas han retomado el curso que interrumpieron en su momento los decretos de amnistía: la cobertura diaria de juicios como los que se sustancian al "turco Julián" y al ex comisario Etchecolatz nos recuerda la enormidad de los crímenes que habían quedado impunes. ¿Obligar a un hombre al que le faltaban las piernas a caminar sobre sus muñones, para diversión de todos sus verdugos? Esta es la clase de gente a la que Alfonsín y Menem liberaron de toda responsabilidad, permitiéndoles que caminasen entre nosotros como un ciudadano más.

La tarea está lejos de estar completa. Aun cuando se esperan numerosos juicios en el futuro cercano, está pendiente un dictamen de la Corte Suprema para anular por completo las leyes de amnistía. Por el momento la Corte no puede proceder porque el tema está en manos de una instancia judicial inferior, la Corte de Casación, algunos de cuyos miembros, es evidente, están interesados en frenar este proceso, sentándose encima de la pelota. Y además están los grupúsculos militares que buscan hacer ruido para entorpecer la marcha de la justicia: protestan por los juicios, precisamente ellos que les negaron a sus víctimas toda posibilidad de defensa legal. Y siempre sigue abierta la herida de los bebés que fueron secuestrados, muchos de los cuales viven hoy en la Argentina sin ser conscientes de su verdadera identidad.

  Mientras este proceso de búsqueda de la verdad y de la justicia sigue adelante, con el apoyo de la mayoría de los argentinos, hay otra intuición que toma cada vez más cuerpo en nuestra consciencia. Las noticias parecen de diferente tenor, pero en el fondo apuntan todas en la misma dirección. Chicos muertos en las villas, en crímenes vinculados a la droga que circula cada vez con más facilidad. Ajustes de cuentas por mano propia, asesinando a un adolescente para después prenderle fuego a su cadáver. (En este caso, para más datos, los acusados son gente de las fuerzas de seguridad.) Batallas campales por la ocupación de viviendas para gente de pocos recursos. En el noticiero de ayer, una de las mujeres perjudicadas por esta ocupación lo ponía en blanco sobre negro: “Es una guerra de pobres contra pobres”.

Todos estamos satisfechos con el vuelo que alcanzó la economía en los últimos años. Pero casi todos entendemos, a la vez, que este despegue benefició en especial a cierta parte de la población, que no es precisamente la más necesitada. Días atrás leí una entrevista al actor, dramaturgo y psicólogo Eduardo Pavlovsky en la revista Caras y caretas, en la que mencionaba cifras sobre la cantidad de niños y jóvenes argentinos que sufren algún daño neuronal por falta de alimentación adecuada: no recuerdo las cifras en sí mismas, los números siempre se me escapan, pero eran tan grandes como para sugerir la existencia de otra generación perdida –así como se perdió la generación del 70, por obra de la represión. Violencia política, violencia económica: dos nombres para el mismo proyecto oligárquico.

Lo que quería decir es que vamos entendiendo que la expresión derechos humanos ya no puede limitarse a aquellos crímenes de los 70, por los que seguimos y seguiremos reclamando justicia. Lo que quería decir es que la validación cotidiana de los derechos humanos pasa hoy también por la erradicación del hambre, en el país de la abundancia agroganadera. Lo que quería decir es que nos está cayendo la ficha: esta es la gran batalla aún pendiente, tan necesaria y tan perentoria como la que se viene dando desde la caída de la dictadura. Porque un país en que los pobres se matan por las migajas no es derecho ni humano. Y la mayoría de los argentinos queremos serlo –pero no como los impresentables que agitaban las banderitas en los 70, sino de verdad.

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6 de julio de 2006
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Mi bárbaro romance con los libros

Es habitual que uno escriba sobre obras y sobre autores, ¿pero por qué no escribir sobre los libros que hacen posible ese contacto? La relación con el objeto libro es física, porque es íntima: lo tocamos, lo maltratamos, lo exponemos a la lluvia, lo llevamos dondequiera que vamos. (La mayor parte de mis libros son libros viajeros: ¡han recorrido mundo!) Cada persona se relaciona con el objeto libro de maneras distintas. Sé de gente que los trata como si cada ejemplar fuese un incunable: cuidando que la sobrecubierta y la cubierta no se ajen, abriéndolo de tal forma que no queden marcas sobre el lomo, negándose a subrayar el texto a no ser que sea con un delicado trazo de lápiz… Comprendo este cuidado, porque expresa amor. Pero claro, al igual que en la vida, existen muchos tipos de amor. Yo amo mis libros, pero con un amor bárbaro. Allí están los pobres, magreados, gastados, subrayados con tinta, llenos de papelitos que en su momento sirvieron como señaladores… Mis libros se parecen bastante a la edición de las Historias de Heródoto que el conde de Almasy llevaba consigo a todas partes en El paciente inglés. En su interior siempre encuentro addendas que me hablan de quién era yo, y cuál era mi vida, en el momento en que incorporé ese libro a mi universo.

Anoche, por ejemplo, terminé de leer Atonement, la novela de Ian McEwan que se publicó en español con el título Expiación. Entre sus páginas encontré papel membretado del Gran Hotel Iruña de Mar del Plata, lo que me reveló que la novela me había acompañado algunos años atrás, durante el tramo final del rodaje de Kamchatka. En aquel entonces no la terminé: quedó postergada hasta este presente, ocasión en la que Marcelo Piñeyro (el director de Kamchatka, para potenciar la coincidencia) me sugirió que la leyese para estudiar su estructura narrativa. Ahora que la terminé se sumó a sus páginas el folleto de un curso avanzado de buceo, que recogí en mi gimnasio con la idea de rendir el examen para subir de categoría. Si en el futuro reviso las páginas de la novela nuevamente, comprenderé que mi relación con Atonement fue atormentada, y que la abandoné en un tiempo para retomarla, por fin con placer, varios años después.

Como Jorge Lavelli acaba de estrenar una nueva puesta y me dieron ganas de ir a verla al Teatro San Martín, esta mañana me puse a releer King Lear, en la vieja edición de Signet que, bajo el título Four Great Tragedies, incluye además Hamlet, Othello y Macbeth. El libro está sucio, a su tapa le faltan trozos y sus páginas están llenas de subrayados temblorosos. (En su primera página figura el escudo que adoptó la familia Shakespeare y su divisa, Non Sanz Droict, que significa no sin derecho: parece un comentario sobre el derecho que me asiste a la hora de maltratar los libros que amo). Me detuve al final de la Escena I del Acto I, usando como señalador un pequeño rectangulito de papel que ya estaba entre sus páginas. Dice Observation Deck, $ 12,50, Top of the World, lleva al pie una fecha casi imperceptible (1999) y tiene por ilustración dos manchas azules que a primera vista parecen tan sólo un motivo geométrico y después se revelan como la imagen de los edificios cuya entrada franqueaban: las torres gemelas del World Trade Center –un sitio que ya no existe, y que hoy suena tan fantástico como la Inglaterra pre-cristiana de Lear.

Cada uno trata a sus libros como puede, o como quiere. Es probable que a mi muerte mi biblioteca carezca de gran valor de reventa, porque sus ejemplares estarán bastante golpeados; pero cualquiera que revise mis libros tendrá fácil acceso a mis obsesiones (los subrayados las revelan), a claves que hablan del momento en que fueron leídos –y lo más importante: entenderán que mi relación con ellos siempre fue intensa, porque todo amor que vale la pena deja marcas.

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5 de julio de 2006
Blogs de autor

Crónica de un reencuentro anunciado

Durante el fin de semana volví a ver The Sound of Music, o bien La novicia rebelde, como le pusieron aquí en la Argentina haciendo gala de falta de imaginación. Según mis cálculos, hace casi cuatro décadas que la vi: fue la primera película no animada a la que mi madre me llevó. La experiencia no se repitió hasta hoy (para ser preciso, debería decir que este fin de semana la vi completa por primera vez), a pesar de que vuelvo a ver clásicos todo el tiempo. Pero entiendo mi reticencia: la decepción que produje a mi madre todavía me llena de culpa.

Hasta entonces sólo había visitado los cines para ver dibujos animados. Frecuentaba dos salas, una que se llamaba Real, que ya no existe, en pleno centro de Buenos Aires; y otra llamada Los Ángeles, que aún existe, consagrada a los productos de la fábrica Disney. Todo indica que aproximadamente en 1966 (la película de Robert Wise es de 1965, y en aquel entonces los estrenos del Norte se tomaban un tiempito en llegar a estas costas) mi madre vio The Sound of Music, salió cantando del cine como todo el mundo y concibió la idea de que yo podía llegar a disfrutarla, a pesar de mi corta edad. Nadie debió de convencerla respecto de mi precocidad, ya que ella era la principal inventora del mito que, para ser sinceros, yo venía interpretando hasta entonces con bastante competencia: a los cuatro años ya leía, y por cierto disfrutaba del cine.

Pero mi madre erró el cálculo. Imagino que debo haber tolerado la primera parte, entre los paisajes alpinos, los niños y las canciones pegadizas. Después sobrevino el intervalo, y pasaron más paisajes alpinos, y (ahora lo sé) más intrigas amorosas, y más canciones, y más nazis; y en algún momento de esta segunda mitad –mi madre me expuso a una película que dura casi tres horas- me quedé dormido.

No recuerdo nada de la velada, pero sí recuerdo el enojo de mi madre. Al quedarme dormido, le había fallado: la decepcioné. Imagino que con el tiempo lo habrá superado, especialmente desde que entendió que el cine empezaba a gustarme de verdad, por lo menos tanto como a ella. Recién ahora comprendo que nunca me vio trabajando en cine, murió mucho antes de que publicase mi primera novela y escribiese mi primer guión. (Lo más próximo al rubro que me vio escribir fue crítica cinematográfica.) Quizás sea por eso que no puedo apartar de mi cabeza la idea de que, de alguna forma, me dedico al cine tratando de reparar aquella decepción que le produje.

¿Qué qué me pareció hoy la película? Tan sólo simpática. Para musicales largos, me quedo con My Fair Lady: mejor película, mejores canciones, mejores actores. Para musicales con Julie Andrews, prefiero Mary Poppins. (¡Que sin duda alguna debo haber visto por vez primera en el cine Los Ángeles!) Mi ojo profesional creyó detectar infinitas situaciones –tanto dramáticas como de potencial comedia- desaprovechadas, y demasiados tránsitos bruscos: el guionista Ernest Lehman escribió cosas mucho mejores, como Sabrina, North by Northwest y Sweet Smell of Success.

Pero lo que definitivamente no puedo hacer es negar su influencia en mi vida. Estoy por editar mi cuarta novela, que se llama La batalla del calentamiento pero a la que el título El sonido de la música le quedaría pintado. Tengo tres hijas que estudian actuación, cantan y bailan; una de ellas ya estudia cine y la más pequeña lo hará apenas termine el secundario: esto equivale a media familia Von Trapp. (El resto viene en camino.) Y de hecho me dedico al cine, cosa que sin duda habría cambiado el humor de mi madre de habérselo jurado aquella tarde, al despertar de mi siesta alpina.

Durante muchos años me dije que no me había tenido paciencia. Hoy me pregunto si de alguna manera no habrá sabido que el tiempo que le quedaba era escaso; y si no habrá pretendido avisarme que, una vez muerta, podría reencontrarme con ella cada vez que sonase el sonido de la música.

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4 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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