Marcelo Figueras
Me lo encontré por pura casualidad. Estaba haciendo zapping y vi el anuncio de la emisión inminente por HBO Plus: un concierto de Paul McCartney llamado Chaos and Creation at Abbey Road. Se trataba de una velada íntima, con McCartney presentando temas de su última obra, Chaos and Creation in the Backyard, mezclados con otros de su carrera solista y de su trayectoria con Los Beatles, en el estudio de grabación donde John, Paul, George, Ringo & George (Martin) registraron sus canciones imperecederas.
La tentación de ver a McCartney en ese ámbito (Abbey Road es el Vaticano de la iglesia beatle) me picó. Me fui quedando frente al televisor como quien no quiere la cosa, y volvió a pasarme lo mismo que años atrás, cuando entrevisté a McCartney en Tokio. En aquel entonces ya me había habituado a entrevistar estrellas internacionales del rock y del cine, y me hallaba embebido en mi propia importancia; John, el beatle a quien más admiraba, ya había muerto; y mis gustos musicales se habían diversificado: debía hacer ya mucho que no escuchaba los viejos discos. Sostuvimos una conversación agradable en los camarines del estadio, bebimos té (la misma infusión a la que Paul glorifica en una canción del último disco, English Tea) y después me quedé a presenciar el concierto. Recién entonces, al sonar las canciones del repertorio beatle y brillar en la pantalla imágenes documentales de aquella locura, con John, George y Ringo incluidos, comprendí lo que acababa de pasarme: me había sentado cara a cara con uno de los creadores más fenomenales de la música popular del siglo XX, el autor de tantas canciones grabadas a fuego en mi alma, esas melodías a las que recurro cuando necesito pruebas de que el género humano vale la pena y merece otra oportunidad. Y entonces me puse a llorar como un chico. ¡Debo haber llorado como dos horas seguidas!
Este sábado volví a llorar. Imagino que las noticias de su reciente divorcio contribuyeron a hacerme sentir que el viejito de 64 estaba solo, después de habernos brindado tantos y tan maravillosos instantes de alegría, tantas epifanías, tantos recuerdos; me habría gustado ofender su británico decoro con un abrazo. Pero como no podía, me limité a oírlo hasta el final. Hubo algunos divertidos insights sobre la forma en que trabajaron en ese estudio: la utilización de la antiquísima máquina de cuatro pistas para registrar una peculiar versión de Band on the Run, una demostración con el melotrón utilizado en Strawberry Fields Forever… Y más música maravillosa, desde una recreación de Lady Madonna en el piano hasta algunos de los temas nuevos. (Nadie sensible a la magia beatle debería perderse Jenny Wren, un perfecto acto de exorcismo).
Releer es mucho más inhabitual que re-escuchar: para releer un libro amado hace falta una decisión consciente, en cambio uno re-escucha ciertas canciones aun cuando no se lo ha propuesto, porque aparecen “solas” en la radio y en la TV. Además el sonido de la canción amada no necesita más que segundos para transportarnos a otro lugar, otro tiempo, otro estado del alma, mientras que un libro necesita tiempo para obrar su magia. Se ve que las canciones de McCartney (y las de Lennon-McCartney, para ser justos) me pescaron sensible este sábado, y volví a sentir todo el peso de su impacto emocional. Esas canciones representan a sus autores, pero también a todos nosotros: son quienes fuimos y quienes todavía queremos ser, nuestra religión, nuestra historia y también, si todavía nos merecemos algo parecido a la suerte, nuestro futuro. Me ilusiona pensar que las próximas generaciones recibirán esa música como parte de su información genética. No puedo evitar pensar que si eso ocurre, si nuestros descendientes ya vienen preparados para reaccionar frente a esas canciones, la especie no podrá menos que levantar cabeza.