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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Las aventuras porno de Alicia, Wendy y Dorothy

Ya lo dije aquí mismo alguna vez: Alan Moore es uno de mis novelistas favoritos. Eso sí, no busquen sus obras en los anaqueles de ficción de las librerías porque no las encontrarán. En todo caso, si tienen suerte, las hallarán en la sección dedicada a las historietas. Porque Moore escribe lo que formalmente se llama historietas: libros de viñetas acompañadas por textos. Pero sus historias y la forma en que las cuenta son tan densas, ¡y tan ambiciosas!, que el resultado suele ser superior al noventa por ciento de las ficciones que pasan por novela hoy en día.

Moore ha sido noticia dos veces en los últimos tiempos. La primera, por negarse a recibir ni siquiera un dólar por los derechos de la adaptación cinematográfica de V for Vendetta. La película fue un éxito, pero Moore ni siquiera quiso aparecer en los créditos: supongo que las horrendas experiencias que supusieron From Hell y The League of Extraordinary Gentleman en su traducción al cine lo curaron de espanto. La segunda noticia causará todavía más olas: acaba de salir a la venta su nueva novela, Lost Girls, producto de dieciséis años de trabajo junto a Melinda Gebbie, que arrancó como su socia y terminó como su novia e inminente esposa. Las olas que imagino producirá Lost Girls se comprenden fácilmente cuando uno cuenta de qué va. Corre 1913 en Berlín: se estrena El rito de la primavera, de Igor Stravinsky, y faltan tan sólo meses para que un magnicidio en Sarajevo proporcione la excusa que iniciará la Primera Guerra Mundial. En ese contexto se produce el encuentro fortuito entre tres mujeres: la Alicia de Lewis Carroll, la Wendy Darling de Peter Pan y la Dorothy de El mago de Oz. Coinciden en el mismo hotel austríaco; Alicia, que es la mayor, no tarda mucho en seducir a las otras. Mientras encuentran lo que un periodista describe como “formas cada vez más enloquecidas y acrobáticas de excitarse”, se cuentan sus propias historias de iniciación sexual. No he leído el libro aún, pero los que sí lo han hecho aclaran que Lost Girls (un juego de palabras que alude a los lost boys, los Chicos Perdidos, de Peter Pan) ilustra con toda claridad una infinidad de variadísimos actos sexuales que no excluyen el sexo grupal, el incesto, la pedofilia, las lluvias doradas y el fistfucking. Lo cual implica que vuelve a narrar, en clave porno, tres de los clásicos infantiles más populares de la historia.

Muchos se espantarán ante el concepto, pero nadie puede cuestionar la naturalidad con que la relectura de Moore se desprende de sus fuentes originales. La relación entre Lewis Carroll y su fotogénica modelo infantil siempre fue objeto de conjeturas, pero Alicia no es la única entre estos clásicos en ofrecer una línea evidente de lectura en clave erótica. ¿No es Peter Pan, acaso, la historia de un muchacho marginal que se cuela por la ventana de una casa de clase media y le enseña a “volar” a una adolescente victoriana?  ¿No abandona Dorothy su hogar en medio de un tornado, buscando a un Mago que la transforme o la transporte?

“Una de las razones por las que nos metimos en esto fue porque estábamos hartos de la aproximación al sexo que existe en nuestra cultura”, declaró Moore a The Onion. “Nos parece enfermiza, improductiva y fea. En países como E.E. U.U. y Gran Bretaña, la cultura está totalmente sexualizada: todo, desde los autos a la comida chatarra, se vende con una dosis de sexo para convertir al producto en algo más comercial. Pero si uno usa sexo para vender zapatillas no sólo está vendiendo zapatillas, también está vendiendo sexo, y contribuyendo con la temperatura sexual de la sociedad. Consiguen que la gente se excite en un ambiente hipersexualizado, pero si esta gente recurre a la pornografía obtendrá un momento de gratificación seguido de un período mucho más largo de odio a sí mismo, disgusto y vergüenza. Es como el experimento vuelto del revés: una vez que la rata llega exitosamente al alimento, se le proporciona entonces la descarga eléctrica”.

“Si pudiésemos cortar esa conexión entre excitación sexual y vergüenza”, arguye Moore, “lograríamos algo liberador y socialmente beneficioso. Los países en los que la pornografía circula libremente no tienen la cantidad de crímenes sexuales que hay en otras partes. Particularmente los crímenes sexuales contra niños que sufrimos en Gran Bretaña, y según creo también en los Estados Unidos”. (Los que quieran leer la entrevista completa pueden hacerlo aquí).

Conociendo a Moore como lo conozco, no tengo duda alguna de que Lost Girls debe ser una obra magnífica más allá del escándalo. (¡Los dueños del copyright de Peter Pan ya están tratando de llevarlo a juicio!) Mientras espero que termine con la novela hecha y derecha que escribe en estos días –su sólo título está lleno de ecos; se llama Jerusalem-, no veo la hora de que Alicia, Wendy y Dorothy me inviten a acompañarlas en sus nuevas aventuras.

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16 de agosto de 2006
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Del lector como director de casting

Las peculiaridades de mi trabajo me obligan a encontrarle un rostro cierto a mis personajes. En líneas generales, cuando escribo un guión nunca le pongo rasgos reales a los protagonistas: son quienes son, y no el actor X o la actriz W. Pero una vez que el proceso de producción se pone en marcha suelo ser consultado sobre el casting de tal o de cual, lo que me obliga a probarles caretas diversas a esas criaturas de ficción. A veces las decisiones tomadas me llevan a reescribir personajes, para adaptarlos mejor a las particularidades de cada actor. Recuerdo el caso de Pablo Echarri, que hizo del Cuervo en Plata Quemada. Marcelo Piñeyro y yo le cortamos el traje a medida. Hace pocas semanas Echarri declaró al diario Clarín que el Cuervo seguía siendo su personaje de cine favorito; yo concuerdo, creo que es el papel que le permitió mayor lucimiento.

En oportunidades debo confiar a ciegas en el criterio de productor y director. Me pasó con Rosario Tijeras. Yo era consciente de haber escrito un personaje cuyo casting iba a resultar dificilísimo: porque reclamaba una actriz con mayúsculas (Rosario atraviesa durante el filme todos los estados del alma) y porque era imprescindible que fuese bellísima; si Rosario no seducía al espectador tanto como seducía a los personajes masculinos, el relato estaba condenado a fallar. Encontrar una actriz magnífica era posible, encontrar una actriz bellísima era posible, pero encontrar una mujer que fuese ambas cosas se tornaba cuesta arriba. Se tomaron pruebas a centenares de chicas, colombianas o no, profesionales o no. Terminé regresándome a Buenos Aires sin certezas. Desde aquí recibí nuevo material que me enviaron el productor Matthias Ehrenberg y el director Emilio Maillé. Creí encontrar la candidata ideal y así lo comuniqué, pero ellos apostaron a Flora Martínez, de quien yo no sabía nada. Estaban tan seguros de su elección que no pude hacer otra cosa que creerles. Y Flora me voló la cabeza. Era todo lo que me había imaginado, y todavía más. No se le escapó ninguno de los matices de su personaje –y eso que Rosario es un rosario de matices.

Quizás por deformación profesional, ahora me es más habitual escribir con un actor determinado en mente. (A menudo el pobre Cristo no sabe, siquiera, que lo he contratado de manera virtual para que protagonice la película en mi cabeza.) Lo peculiar es la forma en que mi cerebro respeta por sí solo la división internacional del trabajo, porque hoy puedo escribir guiones pensando en un actor pero los personajes de mis novelas jamás tienen otra cara que la suya propia. (Con la excepción de la madre de Harry en la novela Kamchatka, que inevitablemente tenía los rasgos de mi propia madre. Y del Enano, que era mi hermano de pequeño.)

Esta obligación contractual me ha llevado a formularme la pregunta: ¿le ponemos cara de otra gente a los personajes, cuando estamos leyendo una novela? Al leer The Maltese Falcon, ¿tiene Sam Spade la cara de Bogart, una cara inventada o corregimos el casting de John Huston usando a otro actor? ¿Y qué pasa con las novelas que no han sido adaptadas al cine, o lo han sido demasiadas veces, o sin éxito alguno? ¿Qué caras imaginamos para el capitán Ahab, para Oliver Twist, para Sherlock Holmes? ¿Qué caras utilicé mientras leía Atonement, de Ian McEwan? No imaginé que Cecilia se parecía a Keira Knightley, pero ahora que vi fotos del rodaje del filme no me molestaría para nada.

Todos tenemos nuestra propia receta, nuestra modalidad personal. Por lo general cuando leo novelas o cuentos respeto la descripción del autor: me imagino gente, no estrellas de cine. (Claro que a veces no queda más remedio. Recuerdo leer El baile de la Victoria, de Antonio Skármeta, detenerme en la descripción del personaje principal y decirme: “¡Pero este hombre es Federico Luppi!”)

A veces la vida le tuerce a uno el brazo. Ahora que existe una oferta para llevar al cine mi nueva novela, La batalla del calentamiento, no me queda otra que someterme al ejercicio y buscar respuesta para las preguntas que hasta hoy había evadido con tanta elegancia. ¿A qué actor imagino en el papel de Teo, a quien la novela describe como un gigante? ¿Qué actriz podría hacer el papel de Pat Finnegan, tan bella y tan complicada como Rosario Tijeras? (La respuesta fácil es Flora Martínez, claro. ¡Habría que hacerla hablar con acento argentino!) ¿Cuántas sesiones de casting serán necesarias para encontrar a la niña que interprete a Miranda?

Cuando salga la novela, aceptaré sugerencias. Eso es lo divertido de los libros: que cada uno de los lectores puede oficiar como director de casting.

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14 de agosto de 2006
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Una revolución perfecta

El libro está muy bueno. Se llama No somos perfectas, lo editó Del Nuevo Extremo y lo concibió Mori Ponsowy como un relato coral donde superponen sus voces –no podía ser de otra forma- dieciocho de las mujeres más notables de la cultura argentina de hoy. Perdonen el tostón, pero en este momento mi obligación es la de ser exhaustivo y nombrarlas a todas en riguroso orden alfabético. Romina Doval. Liliana Escliar. María Fasce. Liliana Felipe. Vera Fogwill. Inés Garland. Angélica Gorodischer. Maite Jáuregui. Anna Kazumi Stahl. Liliana Lukin. María Victoria Menis. Vanesa Ragone. Sandra Russo. Julia Solomonoff. Patricia Suárez. Susana Torres Molina. Beatriz Vignoli. Laura Yasan. Entre ellas hay escritoras (como Gorodischer, Fasce, Suárez, Kazumi Stahl), cineastas (Solomonoff, Menis, Ragone), periodistas (Russo), poetas (Vignoli, Yasan) y combinaciones ad hoc, como periodista-humorista-novelista-guionista (Escliar), actriz-escritora-cineasta (Fogwill) y hasta una compositora-cantante-pianista-tanguera-jardinera y poeta, que es Liliana Felipe, cuya canción Mujer inconveniente define muy bien el espíritu de la compilación –aun cuando pueda ser sospechada de pleonasmo.

Lo presentaron hace pocos días en La Boutique del Libro de la calle Thames, en pleno Palermo. El lugar es encantador, aunque su nombre adquirió un retintín irónico en semejante ocasión. Apenas llegué me encontré a Sandra Russo en la calle, fumando. Sandra es uno de esos periodistas –poquísimos, en estos días- en cuyos textos me detengo apenas distingo su firma. Trabajamos juntos fugazmente hace muchos años, en un programa de TV. Por aquel entonces me atraía mucho, pero siempre fui un hombre tímido y estaba convencido de que ella era demasiado para mí. (Y conste que esto ocurrió, colijo, antes de esa etapa suya que ella define en el libro como de “mujer pantera”.) Nos saludamos, conversamos un poco. Al entrar descubrí que adentro también se podía fumar, por lo menos de facto. Y así comprendí que el título No somos perfectas (que me había parecido fallido porque daba por sentado que los demás, esto es los que no somos ellas, las pretendíamos sin mácula) era en verdad perfecto: funciona a la vez como grito de batalla y como queja, porque nadie desea que ellas sean perfectas más que ellas mismas –y por eso se van a fumar afuera aunque se pueda fumar adentro, no sea cosa de romper el imposible listón con que se miden.

La presentación fue deliciosa, organizada por Mori para que cada una de las escritoras le preguntase algo a otra. (La más divertida fue Gorodischer, que en una de sus humoradas típicas le preguntó a Kazumi Stahl, hija de madre japonesa: “¿Akutagawa o Kawabata?”)

De los textos que leí –que no fueron todos, esa es la gran ventaja de las compilaciones- me gustaron mucho el de Gorodischer, una escritora a la que adoro y sigo desde la época de Bajo las jubeas en flor y Trafalgar (me habría encantado que alguien me la presentara, sigo siendo tímido y Angélica también es una mujer pantera); el de María Fasce, llamado Diario de una madre, de una ternura y un sentido del humor que me conmovió; el de Vera Fogwill, que se pregunta si las mujeres que no hacen nada no tendrán la razón y que además está lleno de frases brillantes (“Hay un hilo dental que nos une a todas,” por ejemplo); y el de Sandra, como siempre. También me gustó el de Vanesa Ragone, que se llama Safe como la película de Todd Haynes y discurre sobre el inescapable enfrentamiento entre quienes conciben el amor como algo safe, seguro, y los que entendemos que safe love es una contradicción en los términos.

Si se topan con el libro, no lo dejen pasar. En su introducción, Mori Ponsowy define el camino emprendido por las mujeres del último siglo como una revolución sin muertos; ver el éxito que han tenido me llena de coraje, en este mundo al que le vendrían tan bien otras revoluciones semejantes.

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11 de agosto de 2006
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Otra crónica del niño gris

Con los años uno se pone quisquilloso. Muchas cosas que parecían brillar con fulgor de oro terminan reveladas, al paso del tiempo, en su impostura o peor aún, en su vulgaridad. Así perdí el respeto por buena parte de los periodistas de mi país; quizás se deba a que los conozco demasiado, y que al verlos de cerca les descubrí las costuras, o el ansia de figuración –indominable, en muchos casos- que abarata lo que dicen. Sin embargo nunca dejé de creer que Rodolfo Walsh es un modelo a seguir, seguramente porque excelía como periodista y como escritor, pero ante todo (esto es lo más difícil de imitar) porque tenía una ética de la que no se apeó ni siquiera cuando le adelantaron la cita con la muerte. (Me vino a la cabeza un recuerdo, permítanme la digresión. Una vez apliqué a una beca para hacer un Master de Periodismo en Harvard. La instancia final suponía una “entrevista” con un figurón del periodismo local, que funcionaba como filtro. Me tocó la peor de las opciones posibles, un tipo de la radio y de la TV a quien yo despreciaba, amigo del poder, liberal siempre y de derechas si hace falta. La conversación fue incómoda, hasta que llegó lo que entendí era la pregunta clave. El hombre me pidió que nombrase una obra que yo considerase un modelo de periodismo. Opté por el sincericidio: le dije que mi modelo era Operación masacre, la obra consagratoria de Walsh. Fue como decirle a George Bush que admiraba la oratoria de Fidel. Nunca obtuve la beca, como imaginarán.)

Lo que nunca perdí en todos estos años fue el deseo de leer los artículos de Horacio Verbitsky, que aparecen regularmente en el diario Página 12. Horacio es lo más parecido a un maestro vivo que yo reconozco. Conservo el recuerdo del elogio que hizo a un capítulo, ¡tan sólo uno!, de mi primera novela, El muchacho peronista, como el de uno de mis momentos más altos. A mediados de los 80 coincidimos en la redacción de la desaparecida revista El Periodista, y durante algún tiempo coqueteamos con la idea de trabajar juntos en algún proyecto. (Lo arruiné todo yo, por supuesto: era demasiado joven y demasiado tonto, y además, lo admito, venía pésimamente equipado para el periodismo de investigación.) Sin embargo nunca dejé de leerlo. Mientras la literatura –el camino que yo había escogido desde que medía apenas un metro- se autocondenaba a la intrascendencia en la Argentina, los libros periodísticos de Horacio cambiaban la historia. Robo para la corona alertó sobre las costumbres rapaces del menemismo. Hacer la Corte desnudó la forma en que el Poder Judicial se vendió al mejor postor durante los 90. El vuelo estremeció al difundir la confesión de un represor: por primera vez un militar admitía haber participado de los llamados “vuelos de la muerte”. El silencio describió la complicidad de la jerarquía católica con los dictadores de los 70, un estrago cuya herencia sigue operando en este presente.

Han pasado ya unos cuantos días, y la columna que Horacio escribió en Página el domingo 6 no se aparta de mi mente. Se llamaba El niño gris. Quizás convenga que la busquen en los archivos del diario (www.pagina12.com.ar), porque si lo hacen verán además la fotografía que inspiró el texto. “La imagen del niño gris me asediará mientras viva”, dice Horacio, “como ocurre con una del Holocausto en la que un chico de cinco o seis años, arreado rumbo a la solución final nazi a punta de ametralladora, camina con las manos en la nuca y mira con estupor a la cámara. Es decir a mis ojos”. El niño gris es un bebé libanés de pocos meses, cubierto por el polvo del edificio que se le cayó encima debido al bombardeo del ejército israelí. Podría pasar por una estatua, o por una de esas figuras que la lava preservó en la Pompeya arqueológica, de no ser por el detalle de color: un chupete azul que cuelga de su cadenita de plástico. Pocos días atrás yo había hablado aquí mismo del poder de estas imágenes, a causa de otro niño libanés o palestino a quien vi por la TV. (La guerra produce estas figuritas a razón diaria, con fervor industrial.) Entonces sugerí que se mostrase su cuerpito roto a los combatientes antes de salir a la batalla, diciéndoles: Este es el hijo de tu enemigo, hoy; y será tu propio hijo, mañana. Aquel niño quemado, este niño gris, cualquiera de las fotos serviría porque comparten la misma, desoladora elocuencia.

Horacio es de los que llaman a las cosas por su nombre, pero no recuerdo haberle leído nunca frase más tajante que la que usó para cerrar el artículo: “Detener la mano asesina es un imperativo categórico”. Vuelvan a leerla. Es clara, es simple, es de lo que se trata.

Pasa el tiempo y Verbitsky sigue marcándonos el camino.

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10 de agosto de 2006
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El libro como talismán

Cuando T. E. Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia, se fue al desierto, dos libros se convirtieron en parte del equipaje que transportaba a todas partes: La Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory, y La odisea. Una elección insuperable, al menos para cualquiera que conciba su vida como una aventura. La Morte d’Arthur habla de los esfuerzos sobrehumanos por retomar contacto con lo divino, o cuanto menos con la mejor parte de la naturaleza humana. La odisea nos recuerda que, aun después de haber obtenido ese imposible, siempre resta el penoso trámite de volver a casa.

No me cuesta nada entender eso del hombre que intenta definirse a partir de un par de libros. Significa que el hombre en cuestión está eligiendo un destino para sí: los libros seleccionados señalan el marco en que inscribe ese destino, la línea que pretende trazar con su aventura y también la forma en que desearía ser leído; y a la vez, por el hecho de someterlos a consulta constante, esos libros constituyen el mapa de su búsqueda. ¿Qué volúmenes elegirían para que los acompañasen, si tuviesen que dejar su casa para entregarse a la aventura de sus vidas? O mejor aún: ¿qué aventura elegirían en este mundo de hoy, si se viesen obligados a abandonar la comodidad de sus hogares?

A pesar de que formamos parte de una civilización de imágenes, a pesar de que la tecnología nos permite ahora llevar en el morral un DVD-player con, por ejemplo, ejemplares de El Padrino y (nótese la ironía) Lawrence de Arabia, nunca iríamos al desierto, a la selva, al mar, a la estepa con películas en el bolsillo. La tecnología sigue siendo demasiado frágil para los zarandeos humanos: se puede estropear con un golpe, se puede mojar, se puede llenar de arena, se puede quedar sin batería. Además la tecnología es cara, y por ende resulta codiciada: ¿quién nos asaltaría hoy para robarnos un libro?

Un libro lo soporta todo siempre y cuando se lo proteja del fuego. Puede ser golpeado, arrojado a la distancia, doblado, aplastado y hasta mojado, si se toma el recaudo de permitirle secar. Puede ser usado como almohada, como cuña, como objeto contundente. Tiene además otra gran ventaja por encima de las películas: puede ser reescrito, anotado en los márgenes, contradicho y completado con nuevos conocimientos, como hacía el protagonista de The English Patient con su ejemplar de Las historias de Heródoto.

Qué invención más maravillosa. Es rara la ocasión en que salgo a la calle sin un libro, a no ser que vaya al supermercado o al quiosco de mi cuadra. En cada salida el libro es mi compañía, mi garantía de que podré encontrar iluminación en cualquier calle, en cualquier bar o durante una espera. El libro es mi compañero de viaje, mi vestimenta, mi seguridad. Creo que Lawrence se llevó estos dos al desierto por las razones apuntadas, sí, pero además porque comprendió que, para gente como nosotros, no existe talismán más poderoso.

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9 de agosto de 2006
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Queremos tanto a Helen Mirren

Durante el fin de semana vi las dos partes de Elizabeth, la miniserie de Channel Four que recrea la historia de la hija de Enrique VIII y la malograda Ana Bolena. Siempre tuve debilidad por la historia inglesa y particularmente por este período, durante el cual estalló la fenomenal inventiva de William Shakespeare, que cambiaría al mundo para siempre. Pero en este caso lo que me decidió a dedicar las noches del sábado y del domingo a la televisión, para pesar de mi mujer, fue otra debilidad: la que siento por Helen Mirren.

Tal como Shakespeare configura una categoría en sí mismo, por encima de los escritores geniales de este mundo, así destaca Mirren por encima de las más maravillosas actrices de la historia. Esta mujer existe en otra galaxia, simplemente. Como es muy posible que muchos de ustedes ni siquiera la registren, la visión de Elizabeth sería un buen punto de partida: al menos en Latinoamérica el canal Hallmark la estará emitiendo durante este mes de agosto. La miniserie es tan sólo correcta, pero cada escena en la que Mirren actúa –y aparece prácticamente en cada escena- es un manual de actuación. Apabulla la naturalidad con que esta mujer transmite en tan sólo instantes una personalidad tan compleja como la de Queen Bess: férrea y frágil a la vez, madura y frívola, cruel e hipersensible, de una inteligencia preclara y a la vez víctima de su desesperada necesidad de afecto, la Elizabeth de Mirren va aprendiendo ante nuestros ojos que es más fácil crear un imperio que gobernar el corazón.

Existen muchas películas que permiten apreciar su talento (Excalibur, The Cook, The Thief, His Wife and Her Lover, variadas versiones de clásicos shakespirianos), pero ninguna obra le ha facilitado mayor lucimiento que la miniserie Prime Suspect. Entre 1990 y 2003 ha habido seis presentaciones de Prime Suspect, con Mirren interpretando a la detective Jane Tennison. Tennison es una mujer en un mundo de hombres, una suerte de mini-Elizabeth en el microcosmos de la jerarquía policial; un personaje tan multidimensional como el de la reina Tudor, que lucha a cada instante para mantener el balance entre pulsiones contrapuestas y trata de ser fuerte (a veces parece condenada a ello) aun cuando el corazón la traiciona a cada paso.

Mirren es consciente de que Tennison es su personaje más conocido y valorado. Ha dicho más de una vez que teme ser arrollada por un auto y que su obituario hable tan sólo de Prime Suspect. Pero imagino que en el fondo debe estar orgullosa de su labor, porque más allá de sus altas y bajas, Prime Suspect es una obra que no tiene nada que envidiarle al mejor cine y que por ende prueba las alturas a que la televisión puede aspirar, si cuenta con guiones como los originados por Linda LaPlante y con actores como Mirren. Mi favorita es Prime Suspect 3, que en su relato sobre un círculo de abuso pedófilo a chicos de la calle es una mezcla perfecta entre Dickens y El exorcista, con Edward Parker Jones (Ciaran Hinds) como un Satán de exquisitos modales británicos que, por supuesto, triunfa al final.

Al bucear en la red descubrí que existe algo llamado Helen Mirren Appreciation Society (HMAS), una agrupación fundada en 1997 por el difunto Peter Wright de Sidney, Australia. Yo no soy de venerar a ningún ser humano vivo, pero en este caso hago una excepción: considero que si la HMAS no existiese habría que inventarla, porque en este mundo tan pobre en materia de alegrías, los iniciados sentimos el deber de difundir la existencia de alguien tan excelso como Mirren, nacida Ilyena Lydia Mironoff, o Mironova, de un violinista ruso y una madre británica. (Me encantó descubrir que sus fans han inventado la palabra mirrenabilia para describir cualquier objeto u obra relacionado con ella.) Por lo pronto, meterme en el sitio de la HMAS me dio una alegría inconmensurable al informarme que están filmando Prime Suspect 7, y que a pesar de los repetidos pedidos de Mirren para que los guionistas maten a Tennison de una vez, los productores no parecen decididos a complacerla.

Al menos hoy el futuro tiene un sentido para mí: Tennison is back!

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8 de agosto de 2006
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Entonces, ahora y siempre

Rodrigo Fresán me recordó que ayer, domingo 6, se cumplieron cuarenta años del lanzamiento de Revolver, el disco de Los Beatles que simboliza la frontera entre la irresistible factoría pop-rock que habían sido hasta entonces y lo que comenzarían a ser de allí en más: una verdadera revolución cultural. Hasta el 6 de agosto de 1966, los carismáticos cuatro de Liverpool habían conocido una temporada de fama mundial que no se diferenciaba demasiado de las primaveras protagonizadas en su momento por gente como Sinatra y Elvis Presley: difundieron un estilo musical, vendieron millones de discos e impusieron modas. En aquel año encarnaban una suerte de non plus ultra del merchandising –no sólo vendían discos, sino además libros, figuritas, películas, pósteres, revistas, dibujos animados e infinidad de souvenirs-, y aunque habían empezado a insinuar preocupaciones que se apartaban de lo convencional en canciones como Help e In My Life, todavía se mantenían dentro de los cánones de la estrella pop. Cuando se habla del salto cualitativo de Los Beatles suele mentarse con razón a Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, pero no hay que olvidar que Pepper da forma –una forma perfecta, habría que decir- a la ruptura que Revolver ya había planteado un año antes, hace precisamente cuatro décadas.

Hasta Revolver, los cantantes pop sólo expresaban amor, melancolía, requiebros del corazón o implícitos deseos sexuales. A partir de Revolver –no hay que olvidar que Dylan todavía no era considerado como un rockero, aunque Blonde On Blonde, también de 1966, terminaría de catapultarlo como tal-, los cantantes pop pudieron decir cosas como "yo sé cómo es estar muerto". (Frase que Lennon le oyó decir en una fiesta a Peter Fonda, un veterano de la experimentación con drogas lisérgicas.) Hasta Revolver, las bandas de rock respetaban un formato más o menos estándar de guitarras, bajo eléctrico, batería y algún teclado opcional. A partir de Revolver entendieron que les era lícito usar cualquier tipo de instrumento, incluyendo las potencialidades del estudio de grabación. Hasta Revolver, la imagen de los grupos –lo cual se extiende al arte de tapa de los discos- era uniforme: todos igualitos, misma ropa, mismo corte de pelo, una extensión de lo habitual entre las bandas de música popular de cualquier índole. A partir de Revolver las personalidades individuales se convierten en un statement en sí mismo: cada uno compone a su estilo, se viste como quiere y opina de manera individual. (Resulta difícil imaginarse al diplomático McCartney diciendo algo como somos más populares que Jesús, frase que Lennon pronunció por entonces para escándalo de muchos.) La elección de un collage como arte de tapa de Revolver se entiende, así, como algo más significativo que un capricho: era un signo de los tiempos y una propuesta de vida.

Revolver es el primer disco de Los Beatles que ya no opera tan sólo como una sumatoria de canciones, sino como una obra completa: un todo que es más que la suma de sus partes. (Intuyo que este resultado también fue una sorpresa para sus autores, que después buscarían repetirlo deliberadamente en Pepper.) Uno tiene la sensación de que ese microcosmos consigue sintetizar al entero universo que lo contiene: allí están lo clásico (Eleanor Rigby) y lo rupturista (Tomorrow Never Knows), allí están Oriente y Occidente, allí están la infancia (Yellow Submarine) y la muerte anticipada por la frase de Fonda, allí están el mundo material (en el dinero rapiñado por el Taxman) y lo inmaterial de los sentimientos amorosos, allí están el mundo natural y la tecnología de punta, allí están las formas “elevadas” de la cultura y también las formas populares…

Al rever los aprestos revolucionarios de Revolver, que concretarían tanto Pepper como el White Album y otras obras de artistas que recogieron oportunamente el guante, resulta difícil no sentir algo de nostalgia por aquel tiempo. El último gran salto de la música popular de difusión internacional tuvo lugar entonces, en la segunda mitad de los 60; a partir de entonces casi todo ha sido refrito, revisión, relectura. Supongo que sería ingenuo de mi parte esperar que ocurra algo similar en los próximos años, pero conservo la esperanza de que una explosión semejante se verifique en algún otro ámbito de la experiencia humana: en la literatura (a la que le vendría bien), en el uso de los medios electrónicos o, ¿por qué no?, en la práctica política entendida en su sentido más amplio. Porque aunque ya pasaron décadas desde que sonó por primera vez, hay gente en este mundo de hoy que todavía no oyó aquello de "Dénle una oportunidad a la paz".

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7 de agosto de 2006
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Los crímenes de la virtud

L. M. R. tiene 19 años, pero la inteligencia de un niño de ocho. Hace alrededor de cuatro meses un tío la violó, a resultas de lo cual quedó embarazada. Quizás porque su familia es demasiado humilde para reunir los pocos pesos que requiere un aborto clandestino, o quizás porque su madre quiso hacer las cosas por las buenas –la ley amparaba a su hija en este predicamento, por lo menos en la teoría-, la mujer llevó a la muchacha a un hospital estatal. La intervención estaba a punto de practicarse, cuando una fiscal metió baza e impidió la terminación del embarazo. Entonces el caso tomó estado público. El trance al que L. M. R. estaba sometida, por el ataque original de una persona en quien confiaba y ahora por el revés que le propinaba la Justicia –un poder en el que también confiaba-, empezó a ocupar gran espacio en los noticieros y en las primeras planas. La Argentina es un país que todavía penaliza el aborto, pero que en casos como el de L. M. R. justifica y por ende permite su realización. A partir de ahora debería aclararse: no siempre –aun cuando la letra de la ley lo establezca con claridad.

El escándalo ayudó a que la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires se moviese con celeridad. Les llevó poco tiempo rebatir la iniciativa de la fiscal (que a esa altura se lavaba las manos diciendo que nunca se había enterado de que L. M. R. era discapacitada, lo cual, en todo caso, certificaba que había hecho muy mal su trabajo), aunque con dictamen dividido: seis jueces votaron a favor de permitir el aborto, en contra de otros tres –uno de los cuales se permitió sugerir en su dictamen que era necesario solicitar el permiso del violador, en su carácter de padre de la criatura nonata. ¿Escucharon alguna vez disparate semejante? ¿Desde cuándo apropiarme por la fuerza de algo que no me pertenece me concede automáticos derechos sobre el botín? (Me refiero a casos de derecho individual, dado que nos consta que en materia de naciones agresoras la violencia da derechos, como se nos informa a diario, tristemente.)

Pero las autoproclamadas “fuerzas defensoras de la vida” no se dieron por vencidas ni siquiera ante la Corte Suprema. Entre otras iniciativas, se encargaron de llegar hasta los médicos que debían realizar el aborto, amenazándolos con querellas criminales en caso de proceder. A pesar de que la ley establece claramente que este aborto no sería un crimen, la presión surtió efecto: el miércoles por la tarde los médicos anunciaron que la intervención no se realizaría, aduciendo que el embarazo ya estaba demasiado avanzado. A nadie le importa que no hubiese estado demasiado avanzado cuando la madre de L. M. R. reclamó su derecho en un hospital estatal. Nadie se hace cargo del mal que el Poder Judicial le está haciendo ahora, al violarla por segunda vez.

  Dentro de algunos años, los “defensores de la vida” seguirán brindando con champagne por su triunfo, mientras la criatura concebida por L. M. R. vive su vida de penurias, acompañada por una madre que más que madre será hermana menor y criada por quién sabe quienes, puesto que su abuela y su tía trabajan doble turno para conseguirles algo de comer. Es posible que esta criatura no sufra un retraso de origen genético como el de su madre carnal, pero nada indica que no vaya a sufrir daño neurológico como el que tantos niños sufren hoy en este país, por falta de alimentación adecuada. Y aún en el caso de que se les concedan cuidados excepcionales (el Ministro de Salud de la Nación calificó todo el asunto como “una tragedia institucional”), lo que nadie podrá impedir es que de aquí en más las mujeres violadas y embarazadas se nieguen a acudir a un hospital público: confiarán, más bien, en el aborto clandestino al que accederán si logran reunir 300 pesos –unos 70 euros- o bien en el viejo recurso de la aguja de tejer. Lo cual implica que es más que probable que estas víctimas vuelvan a victimizarse al sufrir infecciones, quedar estériles o simplemente morir, tan sólo para satisfacer la noción de virtud de algunos pocos –poderosos, pero pocos- que no quieren entender que la virtud impiadosa, tal como la definió Sandra Russo en una columna del diario Página 12, es un contrasentido. Aunque nadie vaya a buscarlos cuando esto ocurra (ningún medio informa nada cuando una pobrecita muere desangrada), estos “virtuosos” son para mí, sin duda alguna, los verdaderos criminales de esta historia.

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4 de agosto de 2006
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Un hijo del cine

Ayer por la noche me topé con Dennis Quaid en esos reportajes del Actor’s Studio conducidos por el melifluo James Lipton. El entrevistador le preguntó al protagonista de The Big Easy y The Right Stuff si el cine lo había marcado cuando era pequeño; Quaid respondió que sí, que salía de las salas creyéndose Gary Cooper o John Wayne. La respuesta generó mi empatía (yo salía creyéndome James Bond, o Tarzán, o Django) y me puso a pensar en todas las cosas que el cine me había enseñado. La mayor parte de nosotros obtuvo gran parte de sus ideas del cine, mucho más que de la literatura.

La noción original de lo que entraña la fe la saqué más del cine que de las clases de catequesis: lo aprendí todo con Los diez mandamientos, Rey de reyes y demás exponentes del cine bíblico-evangélico. (La película que más me gustaba era Ben Hur, porque estaba armada sobre un setenta por ciento de aventura –esa carrera de cuadrigas sigue siendo impresionante aún hoy-, un veinticinco por ciento de melodrama familiar –que también me puede- y un módico cinco por ciento de religión: la combinación perfecta.)

También aprendí toneladas de historia. Mis primeras nociones sobre la Edad Media (uno de mis tópicos favoritos), Napoleón, la Guerra Civil Española y por supuesto la Edad Clásica, me las dio el cine. En la escuela primaria me llevaban a ver películas sobre la historia nacional: El Santo de la Espada, Bajo el signo de la patria… El ABC de la mitología también me llegó por esa vía: Hércules, Jasón y el Vellocino de Oro, Teseo y el Minotauro, el argumento de La Ilíada tal como lo traducía una película llamada Helena de Troya (durante una batalla se veía un avión en el cielo) y los pormenores de La Odisea condensados en el Ulises interpretado por Kirk Douglas. (No he vuelto a ver ese filme desde mi infancia; me encantaría encontrármelo otra vez.) Con el tiempo comprendí que muchos de esos relatos perpetuaban visiones sesgadas, como el retrato sobre los indígenas que suelen presentar los westerns. (Aunque algunas de esas películas viejas sugieren interpretaciones interesantes, vistas desde el hoy; más sobre este asunto más adelante.)

¿Y qué decir respecto del amor? La inmensa mayoría de nuestras nociones al respecto derivan de lo que vimos en el cine. Aunque más no sea de manera inconsciente, cuando nos lanzamos a seducir estamos interpretando el modelo cinematográfico que preferimos, o que nos parece más adecuado a la situación: el Bogart de Casablanca, el hombre sensible y atormentado que tan bien le sale a Montgomery Clift en De aquí a la eternidad (Clift era el favorito de mi madre), el macho salvaje que constituía la especialidad de Marlon Brando, el loser con sentido del humor que tanto rédito le dio a Woody Allen y Tom Hanks… El cine definió nuestros objetos del deseo. (Marilyn, la Rita Hayworth de Gilda, Ava Gardner en 55 días en Pekín, Beatrice Dalle en Betty Blue.) El cine nos enseñó cómo se sufre por amor. Y los extremos a que uno llega llevado por la pasión. (Deberíamos, a fuer de ser exhaustivos, incluir además las ventajas educativas del cine porno. Estoy seguro de que le ha enseñado a muchos de qué iba toda esa cuestión tan misteriosa y obsesionante del sexo.)

El cine me enseñó a temer. (Aunque suene raro, mi película de miedo favorita es Marcelino pan y vino; para mí, ese Cristo de madera que pedía agua y que terminaba matando a mi casi homónimo era un monstruo más escalofriante que Frankenstein o Drácula.) El cine me enseñó a sentir. (Recuerdo, por ejemplo, haber llorado desde el Centro hasta Caballito después de haber visto El hombre elefante.) El cine me enseñó a vibrar con la música. (Y a probar suerte con el baile cuando nadie me ve.) Estoy seguro de que le debo buena parte de lo que soy –hasta mi nombre, sin ir más lejos.

Ayer mismo por la tarde me crucé en la TV con The Robe (El manto sagrado, se llamó aquí), aquella vieja película con Richard Burton. Era una de las favoritas de mi madre, lo recuerdo bien; se aseguró de que la viésemos juntos cuando yo era niño. Cuenta la historia de un tribuno romano que, después de colaborar como parte de su deber militar con la crucifixión de Jesús, se convierte a la nueva fe y termina por ello enfrentado al Imperio, representado después de Tiberio por el infame Calígula. (¿Un emperador entre infantil y psicópata, que ordena el exterminio de una minoría que sólo reclama su derecho a existir? Hace ya algún tiempo que no logro ver películas sobre el Imperio Romano que no me hagan pensar en los USA de estos tiempos.) El nombre del tribuno, ese hombre cruel y orgulloso que termina jugándose por la piedad y la igualdad entre los hombres, es Marcelo. A esta altura ignoro si mi madre me lo dijo alguna vez o si tan sólo lo intuyo, pero estoy convencido de que le debo mi nombre. Lo que sí me consta es que mi hermana se llama Flavia por la princesa rubia de El prisionero de Zenda.

Para bien o mal, el cine me hizo lo que soy.

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3 de agosto de 2006
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Un mundo enamorado de la muerte

Me gustaría escribir un texto ligero, un divertimento adecuado a la temporada de vacaciones. Pero no puedo. Mire hacia donde mire, encuentro señales que me hablan de un dolor que no puedo soslayar.

El lunes colgué aquí un texto que hablaba de la representación de la violencia, de cómo se cuenta la violencia a través de las imágenes. Me inspiraba en un filme de Michael Haneke que acababa de ver, pero lo que me acuciaba, más bien, eran las imágenes de un niño incendiado que había visto fugazmente por TV, una nueva víctima de la guerra de Medio Oriente. El texto fue escrito antes del fin de semana, digamos el jueves. Salió al mundo este lunes, al mismo tiempo que las imágenes de los niños destrozados en un sótano de Caná. La fotografía de ese hombre que, con la boca congelada en un grito de dolor, acarrea en brazos a una niña muerta, recorrió ese día el mundo entero. Era la clase de imágenes que yo proponía enseñar a todos los combatientes sin excepción, diciendo: “Este es el hijo de tu enemigo, hoy; y también será tu propio hijo, mañana”. Pero creo que nadie hizo nada semejante, y los combatientes siguen en las suyas. Leo las declaraciones de Olmert, Bush, Rice, Blair y compañía y las palabras se me desdibujan, no entiendo de qué hablan, se expresan en un idioma que no comprendo, cualquier idioma que arguye que es posible algún tipo de ganancia o triunfo mediante la violencia es para mí un galimatías. A esta altura, el recurso a las guerras como solución de un problema es una idea ridícula, rebatida científicamente a lo largo de toda la Historia: cada guerra es el germen de otras guerras que intentan resolver el problema creado por la resolución de la guerra anterior. El prestigio de la guerra debería parecernos tan ridículo como la idea de que la Tierra es una superficie plana sostenida por cuatro elefantes; esto es, una ilusión que sólo pudo ser concebida en el pasado –cuando no sabíamos mejor.

Escribo esto el martes. Tengo delante la foto original, y el dibujo de ella que Miguel Rep ha hecho en el diario Página 12. Miguel es un talento descomunal. Últimamente se le ha dado por interpretar mis sensaciones en tan sólo una viñeta. El sábado, por ejemplo, dibujó el planeta Tierra, infinidad de animales que salían disparados hacia el espacio en todas direcciones y escribió “Instinto: cuando huelen peligro, los animales huyen de su lugar”. Para hoy martes se tomó el trabajo de copiar la foto de que hablo –la expresión de dolor en la boca del hombre, la niña muerta que parece dormida, la ciudad derruida del fondo- y puso sobre la línea de abajo un montón de caritas infantiles que nos miran. Lo que dicen es: “¿No es hora de que los niños hagamos una huelga mundial de protesta”? A su manera, Miguel Rep está respondiendo lo que yo me preguntaba cuando decía “¿qué debemos hacer?” No me refiero a que haya que pensar literalmente en una huelga de niños, sino más bien en una manifestación de todos aquellos que hemos sido niños alguna vez.

Prefiero correr el riesgo de pecar de ingenuo, pero ¿no estaría bien crear una organización de voluntarios que inundase cada zona de conflicto con banderas blancas, que opusiesen sus cuerpos desarmados al avance de los tanques? Si a Gandhi le salió bien tanto tiempo antes de que existiese la televisión y CNN e Internet, ¿por qué no podríamos usar el poder de las imágenes en nuestro favor? Por supuesto que habría víctimas, pero en todo caso se trataría de gente que asumió un riesgo de forma voluntaria, y ya no de niños acurrucados en un sótano. Y además de esta acción directa sobre la zona de batalla, habría que pensar en una acción secundaria que permitiese manifestarse a gente en todas las ciudades del planeta, incluso mientras acuden al trabajo o a la escuela; por ejemplo bandas blancas en cada brazo y banderas blancas en cada automóvil.

El objetivo sería ambicioso hasta la locura, pero no por ello menos necesario ni urgente: erradicar la violencia como forma de dirimir conflictos. Eduardo Galeano lo expresaba ayer en la línea final de un artículo que también editó Página 12: “¿Hasta cuándo seguiremos aceptando que este mundo enamorado de la muerte es nuestro único mundo posible?”

Tendríamos que pensarlo. Es posible que no lleguemos a tiempo para colaborar con el fin de esta guerra, pero no tengo dudas de que habrá otras que tornen indispensable una intervención pacifista.

Y perdonen que me vuelva pesado. Se ve que tengo una de esas semanas.

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2 de agosto de 2006
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