Marcelo Figueras
L. M. R. tiene 19 años, pero la inteligencia de un niño de ocho. Hace alrededor de cuatro meses un tío la violó, a resultas de lo cual quedó embarazada. Quizás porque su familia es demasiado humilde para reunir los pocos pesos que requiere un aborto clandestino, o quizás porque su madre quiso hacer las cosas por las buenas –la ley amparaba a su hija en este predicamento, por lo menos en la teoría-, la mujer llevó a la muchacha a un hospital estatal. La intervención estaba a punto de practicarse, cuando una fiscal metió baza e impidió la terminación del embarazo. Entonces el caso tomó estado público. El trance al que L. M. R. estaba sometida, por el ataque original de una persona en quien confiaba y ahora por el revés que le propinaba la Justicia –un poder en el que también confiaba-, empezó a ocupar gran espacio en los noticieros y en las primeras planas. La Argentina es un país que todavía penaliza el aborto, pero que en casos como el de L. M. R. justifica y por ende permite su realización. A partir de ahora debería aclararse: no siempre –aun cuando la letra de la ley lo establezca con claridad.
El escándalo ayudó a que la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires se moviese con celeridad. Les llevó poco tiempo rebatir la iniciativa de la fiscal (que a esa altura se lavaba las manos diciendo que nunca se había enterado de que L. M. R. era discapacitada, lo cual, en todo caso, certificaba que había hecho muy mal su trabajo), aunque con dictamen dividido: seis jueces votaron a favor de permitir el aborto, en contra de otros tres –uno de los cuales se permitió sugerir en su dictamen que era necesario solicitar el permiso del violador, en su carácter de padre de la criatura nonata. ¿Escucharon alguna vez disparate semejante? ¿Desde cuándo apropiarme por la fuerza de algo que no me pertenece me concede automáticos derechos sobre el botín? (Me refiero a casos de derecho individual, dado que nos consta que en materia de naciones agresoras la violencia da derechos, como se nos informa a diario, tristemente.)
Pero las autoproclamadas “fuerzas defensoras de la vida” no se dieron por vencidas ni siquiera ante la Corte Suprema. Entre otras iniciativas, se encargaron de llegar hasta los médicos que debían realizar el aborto, amenazándolos con querellas criminales en caso de proceder. A pesar de que la ley establece claramente que este aborto no sería un crimen, la presión surtió efecto: el miércoles por la tarde los médicos anunciaron que la intervención no se realizaría, aduciendo que el embarazo ya estaba demasiado avanzado. A nadie le importa que no hubiese estado demasiado avanzado cuando la madre de L. M. R. reclamó su derecho en un hospital estatal. Nadie se hace cargo del mal que el Poder Judicial le está haciendo ahora, al violarla por segunda vez.
Dentro de algunos años, los “defensores de la vida” seguirán brindando con champagne por su triunfo, mientras la criatura concebida por L. M. R. vive su vida de penurias, acompañada por una madre que más que madre será hermana menor y criada por quién sabe quienes, puesto que su abuela y su tía trabajan doble turno para conseguirles algo de comer. Es posible que esta criatura no sufra un retraso de origen genético como el de su madre carnal, pero nada indica que no vaya a sufrir daño neurológico como el que tantos niños sufren hoy en este país, por falta de alimentación adecuada. Y aún en el caso de que se les concedan cuidados excepcionales (el Ministro de Salud de la Nación calificó todo el asunto como “una tragedia institucional”), lo que nadie podrá impedir es que de aquí en más las mujeres violadas y embarazadas se nieguen a acudir a un hospital público: confiarán, más bien, en el aborto clandestino al que accederán si logran reunir 300 pesos –unos 70 euros- o bien en el viejo recurso de la aguja de tejer. Lo cual implica que es más que probable que estas víctimas vuelvan a victimizarse al sufrir infecciones, quedar estériles o simplemente morir, tan sólo para satisfacer la noción de virtud de algunos pocos –poderosos, pero pocos- que no quieren entender que la virtud impiadosa, tal como la definió Sandra Russo en una columna del diario Página 12, es un contrasentido. Aunque nadie vaya a buscarlos cuando esto ocurra (ningún medio informa nada cuando una pobrecita muere desangrada), estos “virtuosos” son para mí, sin duda alguna, los verdaderos criminales de esta historia.