Félix de Azúa
Las imágenes de los bañistas canarios que se lanzan en auxilio de un grupo de subsaharianos recién llegados en un cayuco desfondado, el montón de cuerpos vencidos que se derrama sobre la playa de arenas oscuras, negro sobre negro, me parecen extraordinarias, inmensas.
No creo yo que nunca se haya visto nada semejante, bien al contrario, lo habitual es que los nativos reciban a los intrusos con la escopeta cargada y los perros tirando de la traílla. Basta pensar en la frontera sureña de los EE UU. ¿Cabe imaginar una acogida semejante a las familias mejicanas que cruzan el Río Grande y llegan agotadas, moribundas, desorientadas, a los pueblos del interior?
Tradicionalmente, el inmigrante siempre es mal recibido, despreciado, no pocas veces odiado. Los españoles en Alemania, los alemanes en Polonia (sí, cientos de miles), los polacos en Rusia, los rusos en París… Pero si además el inmigrante pertenece a otro mundo, chinos de San Francisco, rastas caribeños de Londres, senegaleses de París, el rechazo es más vivo y amenazador.
Sin embargo, a los bañistas de Canarias se les ve realmente conmovidos y acogen a los desdichados con lo que sólo puede calificarse de amor: los toman en sus brazos, les dan sombra y agua, los confortan. Me pareció advertir, incluso, que algunos les hablaban al oído para sosegarles, como dándoles a entender que “lo peor de la muerte ya ha pasado”, según afirma el profeta, aunque evidentemente aquellos pobres muchachos no podían entender ni una sola palabra y a duras penas comprenderían qué es lo que estaba sucediendo, pues no sabían ni siquiera a qué costa habían arribado.
Supongo que muchos nos vimos transportados en espíritu a Gritos y susurros, la maravillosa obra maestra de Bergman. Como en la película, es la Caridad la que mece en sus brazos al agonizante hasta dormirlo, mientras las hermanas mundanas abandonan a la madre moribunda porque tienen asuntos urgentes que resolver, comprar un abanico, verse con el amante. Escena tremenda, oscuramente ligada al más profundo temor de todo ser humano. Ese temblor con el que los condenados agarran la mano más próxima antes de hundirse en la nada.
¡Qué distinta escena, por cierto, la del encuentro entre Ulises y Nausicaa! También sucede en la playa, también el náufrago parece muerto y las muchachas acuden para auxiliarle, también acaba en brazos de su salvadora, también será el amor lo que una al desdichado y la princesa, pero este es el mundo joven y solar de los hijos de Helena. Nuestra escena, en cambio, es vieja, es bíblica, un mundo enteramente otro, mundo lunar a pesar del sol abrasador de las Canarias, más cercano a Samaria que a Ítaca.
He podido ver esas imágenes cuatro o cinco veces. A partir de la tercera, trataba yo de constatar a toda velocidad, en pocos segundos, algo que me intrigó al principio, pero no estoy seguro de haberlo comprobado. ¿No son sólo mujeres quienes cogen en sus brazos a los desesperados? Naturalmente hay hombres que se agitan arriba y abajo con el agua, las toallas, algo de ropa, un poco de comida, afanándose generosamente, pero ¿acaso no están todos los agonizantes en brazos de mujeres?
Los cuerpos blancos, carnosos, cuerpos de mujeres maduras, casi desnudas, sostienen en sus brazos a unos jóvenes negros de piel metálica, delgadísimos, de miembros filiformes, surreales. He aquí una renovación inesperada de la escena capital del cristianismo, la Pietá. Ahora María es una bañista en topless y Jesucristo un senegalés medio muerto de fatiga.
Se prestaría al kitsch, al chiste sórdido, a la vileza televisiva, si no fuera porque ambas estampas, la clásica y la moderna, simbolizan lo mismo, exactamente lo mismo: una madre, su hijo, y la muerte (esos trapos manchados de sangre que flotan en la orilla junto al cayuco) agarrándole al hombre por la nuca con sus dedos de hueso.
Para mi asombro, ésta es la única fotografía que he encontrado en la red, en donde una mujer auxilia a uno de los subsaharianos llegados a la playa canaria. Pertenece a El Periódico de Cataluña. Todas las demás son de hombres y autoridades.