Marcelo Figueras
Me gustaría escribir un texto ligero, un divertimento adecuado a la temporada de vacaciones. Pero no puedo. Mire hacia donde mire, encuentro señales que me hablan de un dolor que no puedo soslayar.
El lunes colgué aquí un texto que hablaba de la representación de la violencia, de cómo se cuenta la violencia a través de las imágenes. Me inspiraba en un filme de Michael Haneke que acababa de ver, pero lo que me acuciaba, más bien, eran las imágenes de un niño incendiado que había visto fugazmente por TV, una nueva víctima de la guerra de Medio Oriente. El texto fue escrito antes del fin de semana, digamos el jueves. Salió al mundo este lunes, al mismo tiempo que las imágenes de los niños destrozados en un sótano de Caná. La fotografía de ese hombre que, con la boca congelada en un grito de dolor, acarrea en brazos a una niña muerta, recorrió ese día el mundo entero. Era la clase de imágenes que yo proponía enseñar a todos los combatientes sin excepción, diciendo: “Este es el hijo de tu enemigo, hoy; y también será tu propio hijo, mañana”. Pero creo que nadie hizo nada semejante, y los combatientes siguen en las suyas. Leo las declaraciones de Olmert, Bush, Rice, Blair y compañía y las palabras se me desdibujan, no entiendo de qué hablan, se expresan en un idioma que no comprendo, cualquier idioma que arguye que es posible algún tipo de ganancia o triunfo mediante la violencia es para mí un galimatías. A esta altura, el recurso a las guerras como solución de un problema es una idea ridícula, rebatida científicamente a lo largo de toda la Historia: cada guerra es el germen de otras guerras que intentan resolver el problema creado por la resolución de la guerra anterior. El prestigio de la guerra debería parecernos tan ridículo como la idea de que la Tierra es una superficie plana sostenida por cuatro elefantes; esto es, una ilusión que sólo pudo ser concebida en el pasado –cuando no sabíamos mejor.
Escribo esto el martes. Tengo delante la foto original, y el dibujo de ella que Miguel Rep ha hecho en el diario Página 12. Miguel es un talento descomunal. Últimamente se le ha dado por interpretar mis sensaciones en tan sólo una viñeta. El sábado, por ejemplo, dibujó el planeta Tierra, infinidad de animales que salían disparados hacia el espacio en todas direcciones y escribió “Instinto: cuando huelen peligro, los animales huyen de su lugar”. Para hoy martes se tomó el trabajo de copiar la foto de que hablo –la expresión de dolor en la boca del hombre, la niña muerta que parece dormida, la ciudad derruida del fondo- y puso sobre la línea de abajo un montón de caritas infantiles que nos miran. Lo que dicen es: “¿No es hora de que los niños hagamos una huelga mundial de protesta”? A su manera, Miguel Rep está respondiendo lo que yo me preguntaba cuando decía “¿qué debemos hacer?” No me refiero a que haya que pensar literalmente en una huelga de niños, sino más bien en una manifestación de todos aquellos que hemos sido niños alguna vez.
Prefiero correr el riesgo de pecar de ingenuo, pero ¿no estaría bien crear una organización de voluntarios que inundase cada zona de conflicto con banderas blancas, que opusiesen sus cuerpos desarmados al avance de los tanques? Si a Gandhi le salió bien tanto tiempo antes de que existiese la televisión y CNN e Internet, ¿por qué no podríamos usar el poder de las imágenes en nuestro favor? Por supuesto que habría víctimas, pero en todo caso se trataría de gente que asumió un riesgo de forma voluntaria, y ya no de niños acurrucados en un sótano. Y además de esta acción directa sobre la zona de batalla, habría que pensar en una acción secundaria que permitiese manifestarse a gente en todas las ciudades del planeta, incluso mientras acuden al trabajo o a la escuela; por ejemplo bandas blancas en cada brazo y banderas blancas en cada automóvil.
El objetivo sería ambicioso hasta la locura, pero no por ello menos necesario ni urgente: erradicar la violencia como forma de dirimir conflictos. Eduardo Galeano lo expresaba ayer en la línea final de un artículo que también editó Página 12: “¿Hasta cuándo seguiremos aceptando que este mundo enamorado de la muerte es nuestro único mundo posible?”
Tendríamos que pensarlo. Es posible que no lleguemos a tiempo para colaborar con el fin de esta guerra, pero no tengo dudas de que habrá otras que tornen indispensable una intervención pacifista.
Y perdonen que me vuelva pesado. Se ve que tengo una de esas semanas.