Marcelo Figueras
Ayer por la noche me topé con Dennis Quaid en esos reportajes del Actor’s Studio conducidos por el melifluo James Lipton. El entrevistador le preguntó al protagonista de The Big Easy y The Right Stuff si el cine lo había marcado cuando era pequeño; Quaid respondió que sí, que salía de las salas creyéndose Gary Cooper o John Wayne. La respuesta generó mi empatía (yo salía creyéndome James Bond, o Tarzán, o Django) y me puso a pensar en todas las cosas que el cine me había enseñado. La mayor parte de nosotros obtuvo gran parte de sus ideas del cine, mucho más que de la literatura.
La noción original de lo que entraña la fe la saqué más del cine que de las clases de catequesis: lo aprendí todo con Los diez mandamientos, Rey de reyes y demás exponentes del cine bíblico-evangélico. (La película que más me gustaba era Ben Hur, porque estaba armada sobre un setenta por ciento de aventura –esa carrera de cuadrigas sigue siendo impresionante aún hoy-, un veinticinco por ciento de melodrama familiar –que también me puede- y un módico cinco por ciento de religión: la combinación perfecta.)
También aprendí toneladas de historia. Mis primeras nociones sobre la Edad Media (uno de mis tópicos favoritos), Napoleón, la Guerra Civil Española y por supuesto la Edad Clásica, me las dio el cine. En la escuela primaria me llevaban a ver películas sobre la historia nacional: El Santo de la Espada, Bajo el signo de la patria… El ABC de la mitología también me llegó por esa vía: Hércules, Jasón y el Vellocino de Oro, Teseo y el Minotauro, el argumento de La Ilíada tal como lo traducía una película llamada Helena de Troya (durante una batalla se veía un avión en el cielo) y los pormenores de La Odisea condensados en el Ulises interpretado por Kirk Douglas. (No he vuelto a ver ese filme desde mi infancia; me encantaría encontrármelo otra vez.) Con el tiempo comprendí que muchos de esos relatos perpetuaban visiones sesgadas, como el retrato sobre los indígenas que suelen presentar los westerns. (Aunque algunas de esas películas viejas sugieren interpretaciones interesantes, vistas desde el hoy; más sobre este asunto más adelante.)
¿Y qué decir respecto del amor? La inmensa mayoría de nuestras nociones al respecto derivan de lo que vimos en el cine. Aunque más no sea de manera inconsciente, cuando nos lanzamos a seducir estamos interpretando el modelo cinematográfico que preferimos, o que nos parece más adecuado a la situación: el Bogart de Casablanca, el hombre sensible y atormentado que tan bien le sale a Montgomery Clift en De aquí a la eternidad (Clift era el favorito de mi madre), el macho salvaje que constituía la especialidad de Marlon Brando, el loser con sentido del humor que tanto rédito le dio a Woody Allen y Tom Hanks… El cine definió nuestros objetos del deseo. (Marilyn, la Rita Hayworth de Gilda, Ava Gardner en 55 días en Pekín, Beatrice Dalle en Betty Blue.) El cine nos enseñó cómo se sufre por amor. Y los extremos a que uno llega llevado por la pasión. (Deberíamos, a fuer de ser exhaustivos, incluir además las ventajas educativas del cine porno. Estoy seguro de que le ha enseñado a muchos de qué iba toda esa cuestión tan misteriosa y obsesionante del sexo.)
El cine me enseñó a temer. (Aunque suene raro, mi película de miedo favorita es Marcelino pan y vino; para mí, ese Cristo de madera que pedía agua y que terminaba matando a mi casi homónimo era un monstruo más escalofriante que Frankenstein o Drácula.) El cine me enseñó a sentir. (Recuerdo, por ejemplo, haber llorado desde el Centro hasta Caballito después de haber visto El hombre elefante.) El cine me enseñó a vibrar con la música. (Y a probar suerte con el baile cuando nadie me ve.) Estoy seguro de que le debo buena parte de lo que soy –hasta mi nombre, sin ir más lejos.
Ayer mismo por la tarde me crucé en la TV con The Robe (El manto sagrado, se llamó aquí), aquella vieja película con Richard Burton. Era una de las favoritas de mi madre, lo recuerdo bien; se aseguró de que la viésemos juntos cuando yo era niño. Cuenta la historia de un tribuno romano que, después de colaborar como parte de su deber militar con la crucifixión de Jesús, se convierte a la nueva fe y termina por ello enfrentado al Imperio, representado después de Tiberio por el infame Calígula. (¿Un emperador entre infantil y psicópata, que ordena el exterminio de una minoría que sólo reclama su derecho a existir? Hace ya algún tiempo que no logro ver películas sobre el Imperio Romano que no me hagan pensar en los USA de estos tiempos.) El nombre del tribuno, ese hombre cruel y orgulloso que termina jugándose por la piedad y la igualdad entre los hombres, es Marcelo. A esta altura ignoro si mi madre me lo dijo alguna vez o si tan sólo lo intuyo, pero estoy convencido de que le debo mi nombre. Lo que sí me consta es que mi hermana se llama Flavia por la princesa rubia de El prisionero de Zenda.
Para bien o mal, el cine me hizo lo que soy.