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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La Cadena Internacional del Polvo

Y pensar que todavía existe gente que cree que los escritores somos gente seria, que pasa el día abocada a los grandes temas, a los que sólo les dedica grandes pensamientos… Si me preguntan a mí, diría que es verdad que algunos escritores piensan en los grandes temas, pero agregaría que la ley de las compensaciones proporciona a sus vidas una generosa porción de frivolidad, aunque más no sea para compensar: no conozco a ningún gremio más proclive a los celos, la envidia y el chismorreo vil que el de los escritores.

Ya les conté que estaba leyendo la biografía de Capote, uno de esos raros artistas que no sólo no se esfuerzan por disimular la frivolidad que forma parte esencial de nuestras vidas, sino que por el contrario la subrayan. Voy por 1950, el año en que Capote y su amante Jack Dunphy pasaron en un chalet próximo a Taormina, alarmados por la presencia de un hombre lobo (parece que en Taormina eran cosa habitual), viviendo la erupción del Etna como una atracción turística y tomando martinis en el Americana Bar en compañía de Jean Cocteau, Orson Welles y Christian Dior. A pesar de estas distracciones Capote se sentía un tanto apartado del mundo, y enviaba cartas a troche y moche en las que, muy especialmente, reclamaba que le escribiesen también. Fue en el texto de una de esas cartas suyas, enviada al matrimonio amigo de los Cerf, que descubrí uno de los pasatiempos de Truman: un juego de relaciones que le gustaba llamar CIP, la Cadena Internacional del Polvo.

Yo conocía ya los Seis Grados de Kevin Bacon, que hace posible llegar desde Kevin Bacon hasta cualquier otro actor en un máximo de seis pasos, y que a su vez es una aplicación práctica de la teoría de los Seis Grados de Separación, tan bien explotada por John Guare en una magnífica obra teatral. Pero de la Cadena Internacional del Polvo no tenía ni noticias. “Es una cadena de nombres,” dice Truman en su carta, “todos enlazados por el hecho de que él, o ella, haya tenido relaciones con la persona previamente mencionada. Por ejemplo, esta es una cadena que va desde Peggy Guggenheim al rey Faruk. Peggy Guggenheim con Lawrence Vail con Jeanne Connolly con Cyril Connoly con Dorothy Walworth con el rey Faruk”.

Capote proporciona dos cadenas más. Una es la insólita que une a Henry James con la actriz Ida Lupino: James se acostó con Hugh Walpole que se acostó con Harold Nicolson que se acostó con David Herbert que se acostó con John C. Wilson que se acostó con Noel Coward que se acostó con Louise Hayward que se acostó con Ida Lupino. Y su cadena predilecta es la que une a Cab Calloway, el cantante de jazz que se hizo famoso gracias a Minnie the Moocher, con Adolf Hitler. Según Capote es así: Calloway se acostó con la marquesa Casamaury que se acostó con el cineasta Carol Reed que se acostó con Vanity Mitford (¡oh, Vanity, tu nombre es mujer!) que se acostó con el Führer en persona…

Para poder jugar hace falta un conocimiento enciclopédico del chismorreo y un grado equivalente de malicia, lo cual convertía a Truman en un candidato perfecto: “Puedes calumniar a diestra y siniestra, todo en interés de le sport,” se ufanaba.

Lo cierto es que el jueguito de Truman me puso a pensar en las cadenas de las que uno formó parte… o pudo haberlo hecho. Una vez, por ejemplo, ignoré los avances de una estrella internacional del pop, a quien estaba entrevistando en New York: si hubiese aceptado su juego, me habría convertido en un eslabón más de una cadena que puede dar vuelta a la Tierra varias veces. En todo caso, si quiero avergonzarme no tengo más que imaginar con quién me vinculan algunas cadenas de las que, ugh, formé parte en efecto.

Toda acción que aproxime a un escritor a la humildad es, en esencia, una buena acción.

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13 de septiembre de 2006
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Un día perfecto para releer “Bananafish”

El artículo de Sandra Russo salió el domingo, en la contratapa de Página 12. Lo leí esa misma mañana, pero Sandra hablaba allí del cuento de Salinger A Perfect Day for Bananafish y me dejó con las ganas de volver a Nine Stories, donde lo descubrí hace años, por culpa –si no recuerdo mal- de Rodrigo Fresán. El deseo se volvió realidad ayer, 11 de septiembre. Agarré Nine Stories y volví a leer el cuento. Me produjo las mismas sensaciones de siempre: el asombro por la maestría de Salinger, pero ante todo por su humanidad; la envidia por su habilidad para crear personajes infantiles (¡esa Sybil Carpenter se escapa de las páginas, salpicando agua de mar!) y el escalofrío que siento cada vez que llego al final, a esa frase que describe la forma en que Seymour Glass pone un final perfecto a su perfecto día. Pero esta vez llevaba además la carga del artículo de Sandra, lo cual me permitió releer el cuento desde otro ángulo. Me asombró, por ejemplo, que Sandra describiese el temblor que le produce esa frase según la cual Seymour, que juega con la pequeña Sybil en el agua, “empujó el flotador y a su pasajera un pie más cerca del horizonte”. Hasta entonces yo ni siquiera había reparado en esa frase, tuve que buscarla con deliberación en el original, está puesta de forma que pasa casi desapercibida –a no ser que se tenga el instinto maternal de Sandra, y que en consecuencia se sienta temor cuando el “desequilibrado” Seymour Glass mete en el agua a una niña que no es suya y sin que la madre verdadera se dé cuenta. Cuán distintos somos, cuán distinto leemos. Desde la primera vez que leí Bananafish yo sentí que Seymour estaba desequilibrado, pero de una forma que lo incapacita para hacer daño a nadie que no sea él mismo; y creí cada vez que el final del cuento me daba la razón.

Pero el artículo de Sandra hablaba de otra cosa en realidad. En las vísperas de un nuevo aniversario del atentado contra las Torres Gemelas, insinuaba que todos los norteamericanos tienen hoy un poco de Seymour Glass, y que para ellos el mundo entero es un pozo lleno de bananas.

¿Qué es un pez banana? Un animal fantástico que Seymour inventa para delicia de la pequeña Sybil; su derrotero vital es, como Sandra subraya, a la vez divertido y siniestro. Según Seymour, un pez banana parece un pez común y corriente hasta que se topa con algo tan delirante como el pez en sí mismo: un “agujero de bananas”. Al descubrir este agujero, el pez banana se mete adentro y come bananas de manera desaforada, Seymour dice saber de un pez que se comió setenta y ocho. Entonces el tono de fábula se vuelve siniestro, cuando Seymour sugiere a la niña que los peces banana no pueden salir del agujero después de comer. Muy a su pesar Sybil presiona, quiere y no quiere saber qué les ocurre una vez presos en el agujero. Seymour le confiesa que mueren, y entonces Sybil cambia de tema. El destino de los peces banana la pone nerviosa.

Hay algo propio de la esencia humana en la voracidad de estos animales, que no pueden parar de atiborrarse hasta que producen su propia muerte. Pero además (coincido con Sandra) hay algo en ellos muy propio de la política norteamericana de las últimas décadas. Como estos animales, los moradores ocasionales de la Casa Blanca viven buscando agujeros de banana en los que meterse. Como estos animales, se meten de cabeza en ellos sin pensar y ya no logran salir. Vietnam es un agujero de banana. Irak es un agujero de banana. Cualquiera que lea los diarios comprenderá que los actuales peces banana siguen en la busca desesperada de otro agujero, que tal vez se llame Irán. Lo que preocupa más, en todo caso, es el hecho de que los habitantes de la Casa Blanca no podrían hacer lo que hacen si no contasen con la aprobación, explícita o tácita, de millones de peces banana que poseen el mismo pasaporte. La utilización que Bush y Rice hicieron de este nuevo aniversario del 9/11, para reavivar los sentimientos de inseguridad del pueblo norteamericano y venderles, de paso, la importancia de las cárceles secretas en la defensa del american way, me deja sin adjetivos que estén a la altura de mi asco.

La de ayer fue una ocasión ideal, pues, para releer A Perfect Day for Bananafish. Cuando lo hice con los ojos que Sandra me prestó, comprendí que el temblor del que hablaba era la reacción adecuada, y que el final del cuento no me daba la razón a mí, sino a ella. Los peces banana de este mundo terminan muriendo, pero no antes de acabar con todas las bananas que tienen a su alcance. (Algo que a todas luces va en contra del orden natural, los peces no se alimentan con bananas, no deberían devorárselas.) Y además no es cierto que Seymour se daña sólo a sí mismo, aunque no lo quiera Seymour daña a otros al mismo tiempo. Cuando uno acompaña a Seymour sin cuestionar su locura le ocurre lo que a su esposa, Muriel Glass: despierta de su sueño por el estallido de un disparo, para descubrirse manchada de sangre.

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12 de septiembre de 2006
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El encuentro de James Brown con Mr. Rolling Stone

En un gesto que despeja cualquier sospecha sobre sus aspiraciones a la excelencia, la edición argentina de la Rolling Stone reprodujo el largo artículo que el escritor Jonathan Lethem dedicó al Padrino del Soul, James Brown. La idea de convocar a Lethem fue un mérito de la Rolling original, que vio una oportunidad y no la dejó pasar. Lethem es uno de los escritores norteamericanos más interesantes del momento. Me impresionó en su momento con Motherless Brooklyn (sé que existe edición en español, no me pregunten su título) y volvió a hacerlo con The Fortress of Solitude. Cualquiera que haya leido The Fortress of Solitude entenderá por qué Lethem era un candidato ideal para escribir sobre James Brown: su exquisita descripción de la pasión que Dylan Ebdus, un chico blanco de Brooklyn, siente por el soul de los 70 y 80, no puede ser otra cosa que una traslación literal del amor del mismo Lethem por esa música inolvidable.

La humildad que Lethem siente en presencia de Brown, a quien visita en un estudio de grabación de Augusta, Georgia, es palpable: casi puedo imaginarme su sonrisa cada vez que Brown, por completo ignorante de los laureles del escritor, insistía en llamarlo “Mr. Rolling Stone”.

En uno de los pasajes más interesantes Lethem compara a Brown con Billy Pilgrim, el protagonista de Matadero 5, de Kurt Vonnegut: tanto Billy como Brown son hombres despegados de su tiempo. Pero Lethem sostiene que a diferencia de lo que ocurre en la clásica novela de H. G. Wells, James Brown no puede controlar sus desplazamientos. (Un tanto como lo que ocurre en otra novela reciente: The Time Traveller’s Wife, de Audrey Niffenegger.) La teoría de Lethem es más o menos así: que en algún momento de 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Imagino que Lethem no conoce a Julio Cortázar, pero su teoría coincide con la expuesta por el argentino en su cuento El perseguidor, una biografía apócrifa de Charlie Parker cuyo protagonista insiste en mezclar tiempos al decir: “Esto ya lo estoy tocando mañana”.

Lethem cita al crítico Robert Palmer, que advirtió en su momento que Brown y su banda había convertido a los elementos rítmicos en la canción propiamente dicha. “Brown era como un director de cine –insiste Lethem- que se interesa en el escenario de fondo y prende fuego al guionista y a los actores, salvo que en vez de llegar a filmes experimentales que nadie desea mirar, forjó un estilo de música tan futurista que hizo que todo lo demás sonara antiguo”.
Reproducir el extenso artículo en toda su extensión es un mérito de la Rolling local. Leerlo fue un placer, que además constituyó la excusa perfecta para volver a escuchar temas como Cold Sweat, Sex Machine y I Got You durante una maravillosa mañana de domingo en Buenos Aires.

Mientras leía la biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke, descubrí una cita de Thoreau que me pareció preclara: “No vivimos en armonía, sino más bien en melodía”. (De haberla encontrado antes la habría incluido en mi novela La batalla del calentamiento, que habla sobre el mismo asunto: la forma en que nos desencontramos, por nuestra insistencia en producir melodías individuales sin atender a las melodías del resto.) Pero la de James Brown es una de esas músicas que desmiente a Thoreau, porque al borrar del mapa al guionista y a los actores no hace sonar aquello que nos separa, sino tan sólo aquello que nos une.

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11 de septiembre de 2006
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Mi epifanía en el McDonald’s

Me encanta que “Epifanía” sea una de esas raras palabras que mi diccionario incluye con mayúsculas: yo me digo que esas mayúsculas subrayan la importancia del término. Respecto de la definición el diccionario es parco, sólo se refiere a la fiesta del 6 de enero. Necesito consultar la Wikipedia para aproximarme al significado verdadero: epifanía viene del griego y significa “la apariencia, un fenómeno milagroso”. La tradición habla de epifanía para referirse a las ocasiones en que Jesús manifestó su naturaleza divina, el “milagro” al que se refiere la etimología griega: el día de la visita de los Reyes Magos, la ocasión en que se mostró delante de San Juan Bautista (cuando se abrió el cielo y bajó una paloma) y aquella otra en que hizo su milagro en Caná (pobre Caná, tan necesitada hoy de nuevos milagros), señalando el comienzo de su vida pública. Pero aquellos que somos gnósticos, o creyentes de una fe sui generis, o simplemente ateos, empleamos el término para otra cosa: lo usamos para definir esos raros momentos de la vida en que una verdad se nos aparece de la nada, con la elegancia de lo revelado; esos instantes mágicos en que encontramos la respuesta a una pregunta que ni siquiera éramos conscientes de habernos formulado.

Los hijos son grandes productores de epifanías. Recuerdo la primera noche que pasé con mi hija Agustina, que no por nada fue su primera noche respirando sobre esta Tierra. En la madrugada, mientras luchaba para que calmase su llantito (la madre había sucumbido al cansancio propio de la jornada histórica, estábamos solos por primera vez), entendí con claridad celestial que mi vida ya no volvería a ser lo que había sido. Mi existencia acababa de ser redefinida: me había convertido en apéndice de algo más importante que yo, en un prolongador del fenómeno de la vida, en garantizador de otras existencias. Me resigné entonces al descubrimiento de que ya no sería el único dueño de mis días, de que debería bailar con otros ritmos y hacerlo con gusto. Terminé cantándole, nos tumbamos sobre un sofá, se durmió sobre mi pecho y yo debajo.

El amor produce epifanías. Y también el sexo, aunque con menos frecuencia. (Los orgasmos no siempre son epifánicos.) No es extraño sentirse iluminado por una película, o por un texto, o por una música. Mi última epifanía ocurrió hace poco y la música jugó su parte en el asunto. Acababa de salir de ver a un director, que había manifestado su deseo de llevar al cine mi nueva novela, La batalla del calentamiento: leyó el original y le encantó, me dijo que podía dar pie a una maravillosa película. Entusiasmado como estaba, crucé la calle y me metí en una librería. Me puse a buscar un libro que el director había comentado que quería leer: Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Esa novela no estaba, pero mirando aquí y allá di con un libro sobre Hildegard von Bingen. La monja Hildegard (1098-1179) no era una extraña para mí, de hecho juega un rol clave en mi novela: supe de ella por primera vez a través de un libro de Oliver Sacks, donde el neurólogo trataba de encontrar una explicación científica a las visiones celestiales que Hildegard tuvo en vida y que quedaron plasmadas en infinidad de preciosas miniaturas. Mi protagonista, una niña llamada Miranda, también sufre visiones que tiene la compulsión de dibujar. Al enterarse de la existencia de Hildegard, el padrastro de Miranda, Teo, encuentra un modo de explicarse el fenómeno. (¿O debería decir, para ser más preciso, que Teo recibe una epifanía al encontrar un libro que habla de Hildegard?)

El libro era el único que había, estaba encima de una pila de ejemplares de otro título. Vi que estaba lleno de ilustraciones (por primera vez podía apreciar las visiones de Hildegard en todo su esplendor) y me lo llevé sin dudar. Cuando lo mostré en caja me dijeron un precio disparatado –era una edición de la Biblioteca Medieval de Siruela, son libros tan cuidados que resultan artesanales-, pero no protesté. Una vez en mi auto, seguí revisando mi ejemplar en cada semáforo rojo y descubrí que el libro incluia algo que yo no había visto, y que sin duda incidía sobre su precio final: un CD. Porque Hildegard no sólo era esa paupercula forma feminea, esa pobre forma femenina a quien Dios había elegido para mostrarle sus visiones: también componía música, en un tiempo en que las mujeres no se atrevían a hacer semejantes cosas –ni desafiaban al clero masculino, ni acometían las artes excelsas que eran patrimonio exclusivo de los hombres.

Me puse a escuchar su música allí en el auto. Créanme, suena como si Dios en persona se la hubiese dictado a esta mujer que no sabía notación ni tocaba instrumento alguno. Tuve que detenerme en el primer sitio que encontré disponible: fue en (por favor no se rían) el estacionamiento de un McDonald’s. Por primera vez podía “ver” la película de la que el director me había hablado: esa música era la música de La batalla del calentamiento. Y mientras los sonidos inundaban la cabina de mi auto, reviví la sensación que ya me habían sugerido epifanías pasadas: la convicción de que aun cuando somos una paupercula forma, podemos dar testimonio de algo más grande que nosotros mismos, ser transmisores de algo mejor que nuestra simple vida, ya sea como padres, como amantes… o como artistas. ¿A qué otra cosa podemos aspirar que no sea producir algo de luz, aun cuando se trate de un destello, en este mundo adicto a las tinieblas?

Había entrado en la librería buscando el Apocalipsis, pero encontré al Cielo. Eso es una epifanía, a fin de cuentas: un instante maravilloso, una visión que aunque insólita puede presentársenos en el más convencional de los lugares –hasta en el estacionamiento de un McDonald’s.

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8 de septiembre de 2006
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Vivir, soñar, no más

En un comentario al texto de días atrás sobre “La Liga de los Cineastas Extraordinarios”, Nicolás decía: “Más importante que soñar es vivir. Soñar es un sucedáneo. El cine es un sucedáneo”. Y después juraba que a partir de ahora, ya no viviría de sucedáneos. “Si llega un momento en que te das cuenta de que sólo tienes el cine, el sueño, nada más,” decía, “¿no es cuestión de empezar a plantearse si hay algo que no funciona?” No conozco a Nicolás ni a su circunstancia, pero creo que su planteo trata de hacerse cargo de uno de los problemas más originales, y más acuciantes, de este tiempo: el del adelgazamiento de la experiencia vital. Formamos parte de una sociedad que hace lo imposible para que ya no suframos dolor, ni experimentemos el cansancio. Formamos parte de un sistema que nos presenta una serie de opciones predigeridas de vida, de las cuales no tenemos escapatoria. (Dios se apiade de aquel que decida dedicarse a la contemplación, o no subirse a la ronda del consumo.) Formamos parte de un orden que tiende cada vez más a aislarnos unos de otros: ¿para qué arriesgarse al albur de la calle, cuando contamos con un sistema de comunicaciones –televisión, ordenador, múltiples teléfonos- que puede traer el Universo a nuestra puerta?

Creo que una de las intuiciones más brillantes de Fight Club (perdón, Nicolás, por referirme otra vez a un sucedáneo) era la que se refería al beneficio del dolor físico. Intuyo que aquellos que resultaban golpeados en el Club de la Pelea extraían mayor beneficio que los que salían intactos; porque hay algo en el dolor, en la piel amoratada, en el diente roto, en el ojo hinchado, que nos recuerda que estamos vivos; y esa sensación, que debería sernos natural pero que ya no lo es en este mundo que nos rodea de algodones, no puede menos que cotizarse como una perla negra.

Hoy sentimos un respeto casi religioso por aquellas personas que viven una experiencia intensa. En estos días que suceden a la muerte por accidente del naturalista Steve Irwin, creo que todos lo envidiamos un poco: el tipo vivía con la adrenalina a tope. Lo cual me recuerda la premisa de una película (perdón again, Nicolás) llamada Crank, que se estrenó en los Estados Unidos el viernes pasado. (La película debe ser una pavada, pero su premisa viene a cuento.) Se trata de un hombre que ha sido envenenado por no sé qué extraña sustancia, y que descubre que para sobrevivir –condición sine qua non para tener la chance de encontrar a su envenenador- debe conservar su adrenalina en un nivel altísimo, o su corazón se detendrá. Lo cual lo obliga a hacer una serie de cosas a cual más disparatadas, para que su cuerpo produzca adrenalina en cantidades industriales, y de forma constante. Sería una excusa perfecta, ¿no les parece? ¿Qué haríamos nosotros si no nos quedase otra que producir experiencias intensas en nuestras vidas? Hoy en día son muchos los que no viven nada más intenso que el tránsito, o que la conversación con un superior en busca de un aumento. Cuando queremos que el corazón bata como tambor, solemos acudir a otras experiencias libres de (casi) todo riesgo: pagamos para hacer bungee jumping, o paracaidismo, o para bucear.

Así que celebro la decisión de Nicolás de salir al camino. Creo que no debe haber nada peor que aproximarse al fin de la vida con la convicción de que no se la ha vivido. Pero tampoco es bueno confundirse. Y cuando Nicolás dice “más importante que soñar es vivir”, yo veo el germen de una confusión, porque vivir y soñar son acciones complementarias, y por ende inseparables: ninguna puede ser valorada por encima de la otra. Hay un viejo cuento de J. G. Ballard, cuyo título no recuerdo ahora, que imagina un experimento científico que garantiza a sus sujetos humanos la posibilidad de vivir de allí en más sin necesidad de dormir. (El wet dream de nuestro sistema: ¡obligarnos a trabajar y a consumir durante las veinticuatro horas!) Por supuesto, con el correr de los días, la imposibilidad de soñar hace que los hombres se vuelvan locos. Experimento o no, estoy convencido de que eso nos ocurriría si dejásemos de soñar, tanto dormidos como despiertos: enloqueceríamos. Porque soñar nos proporciona lógicas nuevas para interpretar nuestra experiencia, para imaginar lo que podría ser: es el borrador de nuestras vidas, y el ensayo que les busca sentido, y la espada del héroe. (Sin la cual no habría conquista ni victoria).

No te cierres a las ventajas de soñar, Nicolás. Se puede soñar intensamente sin que eso implique que se vive dormido.

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7 de septiembre de 2006
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Temple de acero

Nos gusta pensar que estamos preparados para lo peor (la mayoría de los que rondan mi edad y viven donde vivo han sorteado infinidad de episodios disruptivos: dictaduras, atentados masivos, hecatombes económicas y altas dosis de violencia entre clases sociales, por citar tan sólo algunos), pero nada nos prepara para la devastación de los cataclismos emocionales. Hablo de esos pequeños estallidos privados, que nos congelan en mitad de la vida sin proporcionarnos ni siquiera el consuelo de la socialización del dolor: estos episodios disruptivos sólo se viven en soledad, mientras uno intenta seguir adelante con las responsabilidades adquiridas. Uno está devastado, pero debe salir a trabajar. Uno está devastado, pero tampoco puede cerrarse a las necesidades de los demás. Uno está devastado, pero debe interactuar con los actores sociales (taxistas, cobradores, empleados bancarios), aunque le parezcan más irritantes que nunca. Uno está devastado, pero no puede dejar de atender a la construcción cotidiana del edificio de su existencia: debe pagar las cuentas y los servicios, debe cocinar, debe responder llamados ajenos, debe perseguir a la gente que le niega atención, debe sacar la basura.

Yo no sé cómo lidian ustedes con estos asuntos (disculpen que no sea más transparente, pero no deseo exponer a cierta persona al escrutinio público; digamos que se trata de uno de esos casos en los que uno descubre que todo el amor y toda la atención del mundo no han redundado en la felicidad que uno deseaba producir), pero yo, entre otras cosas, me dejo llevar por las pulsiones de mi profesión. Por ejemplo escribo, cosa que a ustedes les consta. O reviso los detalles de mis cuitas como quien analiza un texto, o la estructura narrativa de un guión: buscando las claves del enigma, que una vez en mis manos harán posible la solución. O acudo a libros o películas que rozan mi circunstancia, esperando que de alguna manera me iluminen. Por supuesto, también hago otras cosas que hace todo el mundo: hablo con amigos, me angustio, estallo, consulto a un psicólogo. (Qué se le va a hacer, soy argentino: el psicoanálisis forma parte de mi ADN.)

Anoche, por ejemplo, fui a mi DVD club a alquilar The Weather Man. Mi mujer sugirió que estaba siendo masoquista, pero yo sabía lo que hacía. The Weather Man es una película de Gore Verbinski, más conocido por la saga de Los piratas del Caribe. En esencia es el retrato de una depresión, la que sufre el personaje de Nicolas Cage: un hombre de edad mediana que trabaja dando el parte meteorológico en televisión, divorciado, con un padre célebre y respetado (ganador del Pulitzer, para ser precisos) que padece un linfoma y un par de hijos adolescentes en problemas. Yo quería ver esta película desde hace tiempo, no sólo porque me parecía atractiva sino porque intuía que de alguna forma se relacionaba conmigo –aunque más no fuese por el más colorido de los detalles: el hecho de que el personaje, al igual que yo, practicase arquería.

La película está buena. Si me preguntan para qué sirvió en mi circunstancia, diría que me quedé pensando en un par de cosas que Michael Caine, el padre-Pulitzer, le dice a su hijo atribulado: que nada de lo bueno es fácil en esta vida, y que uno no deja de ser padre ni siquiera cuando sus hijos se convierten en adultos. (“Lots of tending”, repite Caine ante Cage: hay mucho cuidado por proporcionar.) También me enterneció la angustia que Cage siente ante su profesión: lo desespera su incapacidad de predecir realmente lo que ocurrirá en los próximos días, tanto como nos desespera a los demás, que no somos ni jugamos a ser meteorólogos. La verdad es que yo la paso mucho mejor. Escribir, o sea crear, o sea reflexionar mediante el acto de la creación, es mucho más iluminador que agitar los brazos como un poseso delante de una pantalla verde.

La luz me la proporcionó, como suele pasar en las buenas historias, el detalle de la arquería. Mientras veía a Cage recuperar su equilibrio mediante la práctica de esta disciplina (que tanto tiene de zen, eso es inequívoco), recordé algo que mi maestro dijo el último sábado, mientras yo protestaba por el penoso rendimiento de mis flechas sobre la diana. Recordó que cuando uno está tirando peor, la única forma de revertir esa racha es tranquilizarse, como si uno atravesase el mejor de los momentos. Dijo además que en arquería existe una palabra precisa para lo que demandan estas circunstancias: temple. Eso es lo que se precisa. Eso es lo que marca la diferencia.

Aquí estoy, pues. Templándome, como un acero al fuego.

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6 de septiembre de 2006
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La Liga de los Cineastas Extraordinarios

Reviso como de costumbre los medios internacionales que me mantienen informado en materia de cine, y descubro que hay tres nombres citados cada vez con más frecuencia –y con mayor admiración. Cuarón. Iñárritu. Del Toro. Todo el mundo anticipa que de aquí a fin de año, el mundo se verá sacudido por las últimas obras del trío mexicano. Cuarón estrenará Children of Men, protagonizada por Clive Owen y Julianne Moore, que acaba de exhibirse en Venecia. Iñárritu estrenará Babel, con un elenco internacional cuyas figuras más conocidas son Brad Pitt y Cate Blanchett. Y Guillermo Del Toro estrenará Pan’s Labyrinth, un film que mezcla realidad y fantasía del modo en que ya lo hizo en El espinazo del diablo. Todos los medios coinciden en señalar que estas tres películas estarán entre lo mejor del cine mundial que se verá de aquí a diciembre. Qué quieren que les diga, yo me siento orgulloso de estos tres. Se trata de directores de un enorme calibre a los que considero nuestros. (Claro que lamento que no haya un argentino jugando en esta liga, pero al menos la liga existe. Lo justo sería agregar a otro mexicano, el magnífico guionista Guillermo Arriaga, socio de Iñárritu en sus tres películas. Ayer descubrí que acaba de editarse aquí en video su debut como director, Los tres entierros de Melquíades Estrada, que prometo ver en los próximos días.)

Se hicieron conocer con obras personalísimas, como lo fueron Cronos, Amores perros e Y tu mamá también, que a la vez escapaban de los preconceptos que el mundo tiene respecto de lo que debería ser un cine concebido en Latinoamérica. Esto es algo que para mí, como narrador, tiene una enorme importancia: sin dejar dejar de ser profunda y evidentemente latinoamericanos (nadie podría decir que Amores e Y tu mamá no son mexicanas hasta la médula), se trata de relatos que evitan la trampa del miserabilismo, del naturalismo y del realismo ramplón que parecen ser condiciones sine qua non para que los comités de preselección de los festivales nos presten atención.

Me gusta además que hayan sido capaces de jugar el juego de las grandes ligas internacionales (Cuarón dirigió una de las Harry Potter, Del Toro ha hecho Hellboy y una de las Blade), con la inteligencia de retornar a las fuentes de manera constante: una de las historias de Babel tiene que ver con una inmigrante mexicana, Pan’s Labyrinth transcurre en España. Y celebro que, en líneas generales, no dejen de ser quienes son ni siquiera cuando filman en inglés con estrellas internacionales: 21 grams, por citar tan sólo un ejemplo, es Iñárritu / Arriaga en estado puro, dando pie a grandes actuaciones de Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro. (Otros cineastas latinos, como Alejandro Agresti y Walter Salles, se volvieron más impersonales al probar suerte en inglés con La casa del lago y Dark Water: su trabajo se tornó indistinguible del de cualquier profesional del medio). Esta es la razón por la que agregaría una quinta pata a esta liga, que no mencioné al comienzo porque no tiene ningún film a punto de estrenarse pero que ha hecho sobrados méritos para integrarla: el brasileño Fernando Meirelles, codirector de Ciudad de Dios, demostró con The Constant Gardener que era capaz de preservar su visión del mundo y su pulsión narrativa aun trabajando en otro idioma, con actores como Ralph Fiennes y Rachel Weisz.

Son latinoamericanos, y están produciendo parte del mejor cine del mundo de hoy. ¿Hace cuánto tiempo que no podíamos decir algo semejante?

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5 de septiembre de 2006
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Bellezas verdaderas

Disfruto como cualquier hijo de vecino ante la contemplación de la belleza femenina (o quizás más, con la excusa de que mi trabajo me conmina a la delectación estética), pero lo que me seduce es lo que va más allá de las superficies. Soy de los que comulgan con aquello que alguien dijo a propósito de la Garbo: más que las mujeres que resultan bellas por fuera, me gustan aquellas que se revelan bellas por obra de la porfía de su espíritu.

Ayer mismo me asombraba por la ubicuidad de Helen Mirren, de quien hablé maravillas hace poco. Ahora el mundo entero parece haber descubierto su enorme talento: días atrás obtuvo el Emmy por la miniserie Elizabeth I (estaba bellísima, ¡cómo envidio a su marido Taylor Hackford!), y ahora asombra al público del festival de Venecia con su interpretación de la otra Elizabeth, la actual reina británica, en la película de Stephen Frears The Queen. Enric González, que cubre el festival de cine para el diario El País, dijo ayer mismo con la clase de fervor de la que hablo: “Si el universo tiene algún sentido, Helen Mirren recogerá el sábado el premio a la mejor actriz”.

También ayer, haciendo zapping, me quedé enganchado con una película porque vi que la protagonizaba Romain Duris (el actor joven de El latido de mi corazón, con quien me gustaría trabajar alguna vez; dicho sea de paso, ¡qué buen Corto Maltés sería este Romain!) y salté de gozo al descubrir que su coprotagonista era Eva Green. ¿La ubican? Eva es la chica de The Dreamers, la última película de Bertolucci; es además el interés romántico del insulso Orlando Bloom en Crusade, la peli medieval de Ridley Scott. Para ella vale la misma descripción: podría decirse que es tan sólo bonita, pero la mirada de esos ojos insondables y el talento con que proyecta su espíritu la vuelven bella, o mejor: irresistible. Cuánto más disfruté, todavía, cuando descubrí que la película que estaba viendo (Arsene Lupin, una adaptación moderna del viejo folletín que al menos aquí no se vio nunca en cines) tenía como villana a Kristin Scott Thomas. Me enamoré de esa mujer viendo El paciente inglés, tan completa y desesperadamente como el protagonista de la película. Y eso que Kristin es flaquita, ojuda y dueña de una nariz tan idiosincrática como la Venexiana Stevenson dibujada por Hugo Pratt.

Cada una de ellas –Eva, Kristin, Helen- son bellas a su manera, contrariando la dictadura de los cánones actuales. Porque se sienten cómodas en la piel que les ha tocado, negándose a la uniformidad que se deriva del bisturí y del colágeno. Y porque se han dedicado a ser, antes que a parecer. A diferencia de aquellas actrices que trabajan de bellas, estas trascienden las dos dimensiones de la pantalla cada vez que irrumpen. Yo trabajo en el cine y en consecuencia padezco los vicios del profesional, pero al verlas olvido que estoy lidiando con un personaje y al menos por un rato me convenzo, ¡víctima de su talento!, que estoy teniendo el privilegio de conocer a una mujer.

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4 de septiembre de 2006
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Combatiendo la violencia con más violencia

Cuando uno llega a la etapa de la vida en que puede valerse por sí mismo, el cuidado que nuestros mayores nos prodigan se convierte en irritante. Uno se cabrea porque desconfía de todo gesto que prolongue la infancia que, a esa altura, nos alegramos de haber dejado atrás. A nadie le gusta que sigan tratándolo como niño, aunque más no sea porque existe tanta gente que confunde a los niños con idiotas.

Ayer por la tarde el ciudadano Juan Carlos Blumberg (siempre se habla de él como de “el ingeniero” Blumberg, como si se quisiese destacar que no es un ciudadano más) lideró un acto en la Plaza de Mayo, reclamándole al gobierno argentino que acabe con la inseguridad urbana. Blumberg es de esos personajes cuya celebridad siempre es modificada por el adverbio tristemente: se hizo conocido en su carácter de padre de Axel, un joven que fue víctima de un secuestro terminado en muerte. Desde aquel asesinato Juan Carlos Blumberg salió a buscar la luz de los reflectores, desempeñando con naturalidad su papel de símbolo, el único Padre Coraje que parece haber producido esta tierra rica en madres como la de Brecht. La entereza que demostró ante el dolor y la voluntad con que intentó cambiar cosas le granjeó la simpatía de muchos. El problema empezó cuando Blumberg empezó a demostrar qué significa seguridad, tanto para él como para sus (en muchos casos flamantes) amigos.

Para Blumberg y compañía, seguridad equivale a una policía más poderosa. Esto es cuanto menos peligroso, en un país cuya policía ha sido represiva y corrupta durante décadas, hasta el punto de desempeñar bajo cuerda el rol que otros países reservan a las mafias. (Nuestra policía ha sido nuestra mafia.) Para Blumberg y compañía, seguridad implica bajar la edad a partir de la cual es posible imputar crímenes, para poder enviar a chicos de dieciséis a las cárceles donde se formarán como mejores -y a no dudarlo, más crueles- delincuentes. Para Blumberg y compañía, seguridad entraña aumentar las penas por los delitos colaborando aún más a la deformación del Código Penal, que por ejemplo establece peores castigos para algunos robos que para los homicidios. (Existe un proyecto de reforma del Código Penal avalado por algunos de los miembros más notables de la Corte Suprema, que corrige éste y otros tantos disparates actuales; pero por supuesto, Blumberg y compañía están en contra.)

La gente que fue acercándose a Blumberg en este tiempo (muchos de los cuales estaban ayer en la Plaza, mezclados entre el público) no se le arrimó por casualidad. Por ejemplo Mauricio Macri, la gran esperanza blanca de la derecha argentina: hijo de un millonario, Macri no ha hecho más méritos para aspirar a la primera magistratura de la Argentina en 2007 que el de consagrarse presidente de Boca Juniors con una campaña rica en dólares que, para su obvio pesar, no se tradujo en la popularidad con que había especulado. O Bernardo Neustadt, un periodista que funcionó en su momento como vocero no oficial de la dictadura militar. O Cecilia Pando, esposa de un militar que obtuvo una patética notoriedad al reivindicar lo hecho durante la represión en los 70. (Lo cual supone reivindicar secuestros, torturas y la desaparición de treinta mil personas). También había en la Plaza religiosos filofascistas, y ex represores, y representantes de diversos círculos militares, que contribuyeron a definir la clase de seguridad a que esta gente aspira: la que sólo garantizan los uniformes, la que llena las cárceles y la que puebla los cementerios.

Lo que más me indigna de Blumberg y compañía es que nos tratan como si fuésemos niños. (O como si fuésemos idiotas; ya lo dije, para algunos la diferencia es mínima.) ¿Qué persona con dos dedos de frente combatiría el fuego con más fuego? ¿Quién puede argumentar con un mínimo de seriedad que la violencia se termina con más violencia? ¿No es suficiente testimonio respecto del error de este argumento el triste estado del mundo? ¿Es este planeta un lugar más seguro desde que Bush y compañía pusieron en práctica su política de mano dura? Pero en fin, Bush y compañía siguen batiendo el parche como si estuviesen ganando, y a nadie debería extrañar que surjan clones en los sitios más impensados.

Yo creo que la medida más efectiva que el gobierno puede tomar para acabar con la inseguridad es económica, o para ser más preciso económico-política: garantizar que haya alimento en la mesa de cada argentino, lo cual es igual a garantizar a cada argentino la posibilidad de trabajar. Otra medida efectivísima sería de política educacional, porque los gobiernos neoliberales de las últimas décadas no se limitaron a acabar con la economía, sino que además arrasaron con el sistema educativo –y también con el sistema de salud pública, cuyo saneamiento sería una tercera medida adecuada para que los desheredados de esta tierra no se viesen condenados a apelar a la violencia o el delito. Es verdad que Blumberg dijo ayer que la justicia social y la educación también hacen a la seguridad (lo dijo de manera extraña, repitiendo cinco veces la palabra fundamente cuando debería haber dicho fundamentalmente), pero más allá de esa mención el grueso del discurso se limitó a sus caballitos de batalla: más policía, más penas, más represión.

El terrorismo sectario no se acaba cuando se le opone el terrorismo de Estado. El delito no se acaba cuando se le opone mayor represión. Una frase popularizada en los últimos tiempos viene a cuento: It’s the economy, stupid. Deberíamos reformularla, para que su argumento quede aún más claro: Son las causas, estúpido. Está bien protegerse, pero si uno quiere sentirse seguro de verdad no le queda otra que lidiar con las causas del odio ajeno, o de la violencia ajena. Reconocer que el otro también tiene derechos, y que yo puedo estar parado encima de ellos conscientemente o no. Es el deber de los que comemos todos los días, de los que tenemos casas que no han sido bombardeadas, de los que todavía tenemos algo que otro puede codiciar.

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1 de septiembre de 2006
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El karma de los fanáticos

Yo formo parte de ese selecto y algo desquiciado grupo de gente que no sólo se compra los DVDs, sino que hurga a conciencia en los materiales extra. Me compré The English Patient dos veces, la primera para tenerla y la segunda porque era una edición que traía mejores bonus materials, incluyendo una entrevista con el escritor Michael Ondaatje. (El DVD que compré primero lo regalé después, para no sentirme tan freak.) Claro, muchas veces me llevo decepciones. La mayor parte de los DVDs que incluyen extras se limitan a algunas escenas descartadas –que en regla general han sido descartadas con buen criterio- y a un making of convencional. La semana pasada, por ejemplo, me compré The Green Mile y después de rever el film me llevé una decepción: más allá del placer de poder ver y oír a Stephen King en persona, sentí que el making of podía haberlo escrito yo sin molestarme siquiera en ir al rodaje. Imágenes olvidables, opiniones predecibles. La película se merecía algo mejor.

Aun así yo insisto, me gusta comprarme las ediciones especiales: cuantos más discos tengan, más me atraen. Hay algo de placer fetichista en la manipulación de esas cajitas de lujo, que siempre prefiero antes que las ediciones simples aunque perjudiquen mi bolsillo. El problema se me presenta cuando los estudios deciden abusar de los tontos como yo, y lanzan primero una edición normal y poco después otra con variaciones irresistibles. El señor de los anillos será una trilogía, pero yo tengo seis DVDs: los tres que lanzaron las versiones vistas en cine, y los tres que incluían las versiones extendidas. A mitad de camino comprendí el truco y me prometí que no compraría la versión estrenada en cine, me había propuesto esperar y comprar directamente la versión extendida. No hice otra cosa que engañarme a mí mismo. Terminé comprándome todo. De hecho, la iMac con la que escribo a diario está flanqueada por los Argonath, esas estatuas que en el libro y la película son gigantescas y se alzan en las márgenes del río. (Las mías son pequeñas, obviamente, y venían como obsequio con la compra de una de las versiones extendidas. A riesgo de ponerme en ridículo, confieso que a la derecha de mi escritorio tengo además réplicas en tamaño natural de Sting, la espada de Frodo, y de Andúril, la espada reforjada por Aragorn. El único motivo por el que no me compré el arco de Legolas fue porque se negaron a enviármelo por correo.)

Pero lo de ahora es el colmo. New Line Home Entertainment ha decidido abusar otra vez de nosotros los fanáticos y editar una nueva versión de los films de Peter Jackson, con seis horas de material documental inédito. Al principio Jackson dio su permiso para que un compatriota neozelandés, Costa Botes, filmase todo el backstage con la mira puesta en un único documental. En los catorce meses de fotografía principal Botes registró 800 horas de material. Pero a mitad de camino la gente del estudio comprendió que estaba sentada sobre una mina de oro y envió a gente experimentada en producir suplementos para DVDs. Michael Pellerin y Jeff Kurtti llevaron su equipo al set y también revisaron lo que Botes había hecho, usando algunas de sus imágenes para los making of que salieron en las primeras ediciones. Pero el grueso del documental de Botes siguió inédito. Hasta ahora, en que será lanzado junto con una reedición de los tres films –la versión de cine en una cara del disco, la extendida en la otra- porque por cuestiones contractuales New Line no puede editar el documental solo.

¿Valdrá la pena? Uno presume que tan sólo para los muy, muy fanáticos. (Yo me ubico en la categoría de los que lo son tan sólo con un muy. Mi amigo Nico, por ejemplo, llegó al extremo de hacerse tatuajes en élfico. El es uno de los muy muy.) Pero no niego que algunas cosas de las que cuentan resultan tentadoras. La sola idea de ver a Ian McKellen ataviado con una peluca llena de flores y anunciando con la solemnidad de Gandalf que lo que ha comenzado no es “la Era del Rey”, sino “la era de la Reina” (queen se le dice en inglés a los gays más histriónicos) me hace reír de sólo imaginármela.

Pero no voy a comprarme esta nueva versión, lo juro. Eso creo, al menos. En todo caso, después les cuento.

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31 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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