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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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De qué está hecha la felicidad

Hoy soy feliz. Me lo sugieren los músculos risorios, que en su cansancio revelan que sonrío aun cuando no hay nadie a mi alrededor. (Eso de sonreír cuando nadie nos ve es un gran signo.) Escribo esto el domingo por la tarde, es un día magnífico, he leído infinidad de diarios tumbado al sol. (Este es otro signo auspicioso: el de leer los diarios y no ser víctima de la desesperanza.) Imagino que mi alegría es consecuencia de infinidad de hechos que quizás parezcan inconexos. La derrota de Bush en las elecciones, por ejemplo. En la edición argentina de la Rolling Stone había una entrevista a Kurt Vonnegut, el viejo recordaba que en los ’60 Abbie Hoffman anunció que la nueva forma de drogarse era metiéndose cáscaras de bananas por el recto; Vonnegut todavía disfruta al imaginar que los agentes del FBI se encajaron docenas de bananas en el culo para ver si Hoffman decía la verdad, el viejo se ríe y yo también. Leo el dominical de El País y allí Cynthia Lennon le cuenta a Diego Manrique que el cantante Donovan había oído lo mismo sobre ese presunto poder de las bananas, un factoide que le habría inspirado la canción Mellow Yellow. En mi cabeza Vonnegut, Cynthia y Donovan conversan, mientras yo paso páginas y sorbo café e imagino a Karl Rove quejándose de que las que le tocaron a él estaban demasiado verdes.

En el dominical de El País también publicaron una foto en la que se ve a cuatro narvales, yo adoro a los narvales, son criaturas fantásticas, tienen cuerpo de cetáceo y el cuerno de un unicornio. Hace poco escribí un cuento en el que un narval tiene papel protagónico, cuando se lo paso a la gente lo primero que me preguntan es si los narvales existen. Por supuesto, digo yo. Existen sin dejar por ello de ser fantásticos. Eso también me pone feliz.

Supongo que hay razones más pedestres para mi presente felicidad. La salida de una novela mía aquí en la Argentina, parece que a la gente le gusta, así como parece que mi novela infantil gusta en España (Serpiente Mía, Giulius: gracias again), en el suplemento Radar de Página 12 el escritor Antonio Dal Masetto dice que uno escribe para llegar a otros, lo cual me recuerda que el sábado Ezequiel Martínez dijo en la revista Ñ que según Gabriel García Márquez, uno escribe para que lo quieran más. Estoy de acuerdo con ambos, en mi balcón Dal Masetto, García Márquez y Ezequiel conversan mientras el café se me enfría e imagino a la Serpiente y a Giulius aun cuando no conozco sus caras: si la tecnología sirve para algo, algún día nos permitirá ver los rostros de aquellos que nos leen, uno escribe además porque no quiere estar solo, si quisiese estar solo ¿para qué se tomaría el trabajo de inventar a tanta gente?

Por supuesto que existen razones más profundas para mi bienestar, mi hija Agustina parece haber salido indemne de su encontronazo con dos ladrones, otro de mis seres queridos está mejor del mal que lo aqueja (que es de cuerpo y es de alma), lo increíble es que uno dependa de tantas cuestiones externas, e incluso banales, para permitirse experimentar la felicidad, necesito la victoria demócrata en USA y las saludables iniciativas de Kirchner después de la derrota en el plebiscito misionero (hablo de la limitación en la cantidad de miembros de la Corte Suprema y de la campaña en contra de las reelecciones ilimitadas), necesito de Vonnegut y de Cynthia Lennon (me recordó que Julian Lennon tiene mi misma edad, es lindo sentir que uno podría ser hijo de John, que de alguna manera lo es y que tiene millones de hermanos), necesito de García Márquez y de Dal Masetto, que me recuerda que huyó de Italia a los doce años con media docena de libros de Salgari por todo equipaje: ¿quién necesita más? Todas estas cosas y toda esta gente se confabulan sin saberlo para que yo levante el velo de mi melancolía y pueda ver lo que existe detrás, lo que estaba a diario aunque yo no lo viese, o mejor dicho no lo valorase: la salud de los míos, la posibilidad de vivir haciendo lo que quiero, el amor y el afecto de los que me rodean, los signos de esperanza que produce el mundo aun en medio de tanta necedad, de tanta destrucción. Ojalá no fuese tan superficial como soy, ojalá el árbol de tantas minucias no ocultase el bosque de mi felicidad profunda, ojalá me permitiese disfrutar más. Ojalá no fuésemos tan frágiles en la felicidad como tenaces somos en la miseria.

Perdón a todos por este disparate, y perdón especial a Holger Valqui, que se enoja cuando me pongo demasiado personal. Pero se me ocurrió que si uno ejerce su derecho a exponer en público sus preocupaciones, debería también cumplir con su obligación de compartir sus alegrías.

Sepan disculpar.

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13 de noviembre de 2006
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¿Quién es el personaje ficticio más influyente?

Ayer un artículo de Página 12 informaba sobre un libro recién editado en los Estados Unidos, llamado Los 101 personajes más influyentes que nunca existieron. Escrito por Dan Karlan, Allan Lazar y Jeremy Salter, difunde los resultados de una consulta masiva realizada entre ciudadanos comunes y líderes de opinión de ese país. Créase o no, para esta gente el personaje ficticio más influyente es el Marlboro Man, el clásico cowboy de las propagandas de cigarrillos, cuya presencia en el tope de la lista, según se justifica Lazar, se deba a que “encarna la fuerza más poderosa del poder publicitario en el planeta”. Santa Claus recién figura en el puesto cuarto, Frankenstein en el sexto, Mr. Hyde en el décimo, Mickey en el puesto dieciocho y Barbie en el cuarenta y tres. Al rey Arturo, un favorito personal, no le ha ido mal: ahí está, en un dignísimo tercer puesto. Y los personajes de Shakespeare tampoco se pueden quejar: Hamlet figura en quinto lugar y Romeo y Julieta en el noveno. (Si hubiese que juzgar por el estado del mundo, yo tendería a decir que el personaje shakespiriano más influyente es sin duda Macbeth.)

No me disgusta la especulación al respecto. Yo soy de los que creen que personajes ficticios pueden tener influencia real sobre nuestras vidas. En la Apología, Sócrates preguntaba a Meletus: “¿Alguna vez creyó el hombre en la caballería, pero no en los caballos? ¿O en el sonido de la flauta, pero no en la flauta?” Sócrates apuntaba allí a defender la existencia de los espíritus y de los semidioses, pero el argumento sirve igual: si la influencia de semejantes gentes es comprobable en nuestras vidas, ¿por qué no habremos de concederles a los personajes fantásticos al menos parte de los atributos que descargamos sin pensarlo sobre los seres reales?

Lo que me sorprende, en todo caso, es la ausencia de un nombre que debería estar al tope de la lista por inmensa mayoría. No pude consultar la totalidad de los 101 elegidos, por lo cual existe la posibilidad de que el personaje del que hablo esté en la lista en puestos inferiores; pero no lo creo, porque se trata de un personaje que, o bien figura primero, o seguramente no figura. Hablo de Dios, claro. Del protagonista de la Torá y del Antiguo Testamento, dos libros –o dos colecciones, habría que decir- que no han dejado de influir sobre Occidente desde hace milenios y que todavía inspira la mayor parte de las guerras que dividen en dos nuestro mundo. ¿O existe acaso prueba fehaciente de la existencia real de Dios? (¿O en todo caso, prueba más fehaciente que la que proporciona el personaje Sócrates como protagonista de la Apología?) En lo que depende de los hechos comprobables materialmente, Dios es tan ficticio como Mickey o como Mafalda.

También habría que incluir a Jesús en la lista, dado que no hay prueba científica de su realidad histórica más allá de las alusiones en algún libro producido durante el Imperio Romano; la diferencia entre el Jesús al que aluden esas líneas y el personaje difundido por los Evangelios es absoluta, nosotros creemos en el personaje, no en la persona. Además en la lista también figuran otros personajes de quienes se sospecha una existencia real histórica, deformada a posteriori por la leyenda: el mismísimo rey Arturo, por ejemplo, y el San Nicolás que derivó en Papá Noel.

Sospecho que la razón por la cual Dios no figura en el tope del ránking es obvia: al escamotear su nombre, los votantes están tratando de sugerir que para ellos Dios es real, verdadero. Deben creer que si lo nombran incurrirán en blasfemia, que equipararlo a una ficción equivaldría a negarlo. Lo cual los pinta, para mí, como gente de poca fe.

Poca fe en el poder de la imaginación, al menos.

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10 de noviembre de 2006
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Actores que brillan aquí y en todas partes

Durante el fin de semana el New York Times difundió una producción sobre las “Holiday Movies”, en anticipo de las películas por estrenarse allí desde aquí hasta fin de año. Más allá del elogiosísimo perfil dedicado a Guillermo del Toro, director de El espinazo del diablo y de Pan’s Labyrinth, la sección incluye además un apartado que se llama Breakthroughs, Five to Watch, que selecciona entre todas las de los films por venir, cinco actuaciones que pretende soberbias. De los cinco actores elegidos, tres son españoles.

El primero es Sergi López, elogiado por su rol de Capitán Vidal en Pan’s Labyrinth, la película del mexicano del Toro. La periodista Karen Durbin dice que “su maldad produce escalofríos”. El Capitán Vidal “considera que toda necesidad, incluida las propias, es despreciable… Su único amor está reservado para el impiadoso código de conducta de acuerdo al cual vive”.

La segunda elegida es Carmen Maura, por su papel como la madre fantasma de Volver, que se estrenó en los Estados Unidos el viernes pasado con grandes críticas. “Metiéndose dentro del baúl de un auto, escondiéndose debajo de la cama y desapareciendo dentro de armarios a gran velocidad, ejecuta un slapstick tan ágil, preciso y tierno que si su actuación no fuese tan divertida, nos haría llorar”, dice Durbin. “La insinuación de tristeza en la cara de Maura nunca deja que uno olvide que se está escondiendo de alguien a quien ama”.

La tercera seleccionada es Paz Vega, por la comedia de Brad Silberling 10 Items or Less. Después del paso en falso que significó Spanglish (no por culpa de Paz sino del director Albert Brooks), me sienta bien que reivindiquen su trabajo en los Estados Unidos. Lo cual, dado que esta vez debe medirse con una coestrella del nivel de Morgan Freeman, no es poca cosa. En la película de Silberling la actriz interpreta a Scarlett, la cajera de un minimart de Los Angeles, que recibe la visita de una estrella de Hollywood venida a menos (Freeman) que pretende “investigar” el lugar como parte de su preparación para una película. Vega, dice Durbin, “dota a Scarlet de un perfecto timing de comedia, mientras deja traslucir a la brillante e insegura mujer que existe por debajo de su fachada desafiante”.

Me llena de orgullo que estos actores se destaquen más allá de las fronteras físicas y del idioma. Me tomo el atrevimiento de sentirlos míos, nuestros, aun cuando son españoles, del mismo modo en que imagino que los españoles sienten suyos a actores como Luppi, Darín y Cecilia Roth, o que todos sentimos como propios a gente como Gael García Bernal: yo soy de los que cree que, más allá de las deliciosas idiosincracias de cada lugar, todos los que vivimos al sur del muro (y en la península al otro lado del charco) somos más bien lo mismo. El reconocimiento que empieza a darse al talento latino es justo, y además demuestra que no hay muro que valga para contener nuestra exuberancia.

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8 de noviembre de 2006
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Una película pequeña pero soleada

El sábado fui a ver una película maravillosa: Little Miss Sunshine. Concebida por un team de debutantes en el territorio del largometraje (el guionista Michael Arndt, los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris), Little Miss Sunshine cuenta una historia que quizás suene convencional –las familias disfuncionales ya son un lugar común del cine contemporáneo, así como lo son las road movies- pero lo hacen con una gracia, una agudeza y una ternura que me proporcionaron la mejor hora y media que pasé en mucho tiempo en el interior de una sala oscura.

Lo que cuenta Little Miss Sunshine es el viaje que hacen los Hoover entre Albuquerque, donde viven, y California, donde la más pequeña de la familia, Olive (Abigail Breslin, una actriz descojonante de 7 años), participará en un concurso de belleza que lleva el mismo título del film. Cuando la noticia de que ha sido aceptada en el concurso llega a sus oídos, tan sólo un día antes del certamen, los Hoover no las tienen todas consigo. Richard (Greg Kinnear), el padre, trata de salvarse de la bancarrota con la venta de un curso de autoayuda de su invención, que insiste en aquello de que este mundo se divide entre ganadores y perdedores –sin advertir cuán prontamente esa distinción caerá como espada sobre su propia cabeza. Su hijo adolescente, Dwayne (Paul Dano), venera a Nietzsche y ha hecho un voto de silencio; el sueño que lo mantiene vivo es el de llegar a ser piloto de jets. Y la madre, Sheryl (Toni Colette, siempre brillante), acaba de hacerse cargo de su hermano Frank (Steve Carell), que intentó suicidarse cortándose las venas. La falta de tiempo y de dinero fuerza a los Hoover a subirse en pleno a un minibus Volkswagen y a emprender el viaje, llevándose también al Abuelo (Alan Arkin), un viejo a quien echaron del asilo por su negativa a dejar de esnifar heroína. El Abuelo es de la clase de hombre que aconseja así a su nieto: “Cuando uno es joven, drogarse es una idiotez. Cuando uno es viejo, la idiotez es no drogarse”.

La película no es perfecta (hay algunos hilos sueltos y escenas rematadas con cierto capricho), pero cumple su cometido con creces. Al llegar a su climax, en el momento clave del certamen de belleza, produjo en mí una reacción inesperada: pasé en cuestión de segundos de la carcajada (no se pierdan la improvisada reunión familiar al ritmo de Superfreak) al llanto emocionado -aun con Rick James sonando de fondo. Me conmovió la forma en que Dayton, Faris, Arndt y el elenco impecable me contaban lo que querían decir, sin apelar a los subrayados ni a los golpes bajos: que aun cuando todos somos un poco superfreaks en el fondo o en superficie, aun cuando alentamos sueños disparatados (el curso de autoayuda, los jets, el concurso de belleza) y aun cuando la mayor parte del tiempo nos sentimos solos e incomprendidos, en el momento clave la familia siempre aparece. Ya sea sanguínea, de amistad, de afinidad o de simple coincidencia de especie, funciona siempre como debe, y en el momento en que debe. Los Hoover no resuelven ninguno de sus problemas concretos, pero descubren lo que no sabían a pesar de convivir bajo el mismo techo: que cuando las papas se queman pueden contar el uno con el otro. Aun cuando su familia, tan similar a todas en su esencia, se parezca tanto a un minibus destartalado al que hay que empujar para que arranque, y sobre el que no queda otra que saltar, una vez en carrera, para no quedarse a pie.

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7 de noviembre de 2006
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El guardián de mi hermano

El sábado en la madrugada asaltaron a mi hija, a menos de dos cuadras de la casa de su madre. Volvía de cenar con sus amigas, a bordo de un taxi que transportó a varias: ella fue la última en bajar. Cuando faltaban dos cuadras, le indicó al taxista que doblase a la izquierda. El taxista pretextó que no podía, dado que circulaban por una avenida de doble mano. Agustina insistió, la calle por la que le pedía que doblasen carecía de semáforos en las esquinas, en Buenos Aires está permitido girar a la izquierda en ese caso; a los 18 años, mi hija estaba en lo cierto y el conductor profesional no. (O lo que resulta más probable, el taxista no tenía ganas de apartarse de la avenida y recurrió a una excusa tonta.) Ofuscada, Agustina dijo que en ese caso se bajaba allí. Todo lo que la apartaba de su destino eran dos simples cuadras. Pero a mitad de la primera se encontró con una pareja de jóvenes, un chico y su aparente novia. Empezaron pidiéndole algo de dinero para viajar. Como vieron que Agustina cedía con facilidad, pidieron más. No estaban armados, pero el muchacho amenazaba con su lenguaje y con su cuerpo. Mi hija terminó arrojando su bolso y saliendo a la carrera.

No perdió mucho, lo que es igual a decir que no perdió nada que no pudiese ser comprado nuevamente: el bolso, su teléfono, las llaves, un libro de Murakami que yo le había regalado la semana anterior. (Era South of the Border, West of the Sun.) Lo que ganó fue un susto, y –eso espero yo, al menos- un poco de prudencia, que ojalá ponga en práctica de aquí en más: no vivimos en Gaza, pero tampoco en Disneylandia.

Desde entonces yo no puedo dejar de pensar en dos personas, que de alguna manera ofician de personajes secundarios en la trama. La primera es la novia del asaltante, que asistió en silencio a la violencia que el muchacho insinuaba a mi hija. Prefiero pensar que ella ya debe haber sido objeto de esa violencia varias veces, lo cual le sugirió la conveniencia de callar, de no intervenir en defensa de una igual, alguien de su misma edad y de su mismo género; de no ser así, no dudo que más temprano que tarde ella también será objeto de esa violencia, porque un hombre habituado a ejercerla no distingue entre propios y ajenos: simplemente estalla cuando su mecha se acorta.

Pero el que me desvela es el taxista, un hombre que es capaz de dejar a una chica menudita al filo de una calle oscura en plena madrugada y seguir conduciendo sin sobresaltos. La acción de este hombre pudo haber dado vuelta la vida de Agustina como un guante, y en consecuencia la mía; podría haber sido un hombre distinto el que escribe hoy estas palabras. Durante algunas horas consideré la idea de llamar a la empresa de taxis para averiguar el nombre del sujeto. Deseché mi impulso por dos causas. En primer lugar porque no me sentía en condiciones de controlar mi propia reacción: soy tan agresivo como cualquier criatura de sangre caliente, aun cuando detesto la violencia. (La detesto tanto que deploro la condena a muerte de Saddam Hussein, incluso en la conciencia de que se trata de un genocida; yo no creo que el hombre tenga derecho a matar a otro hombre, no quiero a Videla fusilado ni colgado, lo quiero en prisión hasta su último día.) En segundo lugar, porque imaginaba cuál sería la respuesta del hombre en caso de increparlo. Respondería, palabras más, palabras menos, como Caín cuando Dios le preguntó por el paradero de Abel: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Lo que es igual a decir que pondría cualquier pretexto, lavándose las manos como Pilato: que tan sólo obedeció las reglas de tránsito (imaginarias, en este caso), que se limitó a dejar a mi hija donde ella le indicó o que él no tiene responsabilidad alguna sobre el destino de mi hija. A diferencia de este hombre yo creo que sí, que cada uno de nosotros es guardián de su hermano aun cuando no se trate de un hermano carnal, porque no vivimos solos sino en sociedad y cada uno de nuestros actos tiene consecuencias, de las buenas y de las malas, sobre la vida de los otros –así como los actos de los otros tienen consecuencias sobre nuestras vidas.

Bastaría con algo tan simple como hacernos cargo de las repercusiones de nuestros actos para cambiar infinidad de cosas en este mundo. Mientras tanto seguiremos perdiendo Abeles a diario, mientras los Caínes del caso ponen primera y se alejan de la escena del crimen, por lo menos hasta que les toque sufrir las consecuencias de la desidia de otros Caínes y entonces rechinen los dientes y se desgarren las vestiduras.

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6 de noviembre de 2006
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Por qué quiero vender muchos libros

Yo no soy de los que escriben para ser analizados en la universidad, ni para ser aplaudido por su núcleo de amigos, ni para dar pie a esas críticas exultantes de los suplementos literarios que jamás se traducen en una puta venta. (Por lo menos aquí, en la Argentina.) Yo escribo por varias razones, pero una de ellas, una de las más importantes, es porque quiero vender muchos libros. Y cuando digo muchos, quiero decir muchos: tantos como Stephen King, de ser posible, y no sólo aquí sino en el mundo entero.

No voy a pretender que el dinero no me interesa, porque estaría mintiendo: yo necesito mantener a mi familia como cualquier trabajador. Pero la parte más importante del deseo de vender muchos libros pasa por otro lugar, por mi forma de entender la narrativa, por lo que la ficción significa para mí. Ustedes saben mejor que nadie que los libros cuestan al público una cifra equis, que generalmente queda dentro de un cierto marco. En este sentido, nos cuesta igual un libro de Bucay que uno de John Irving –que a la vez, por su novedad, cuestan más que cualquier clásico. Pero cuando uno se encuentra con un libro que le vuela la cabeza, que lo hace gozar locamente, que lo eleva por encima del medio tono de su vida, entiende que ese goce no estaba incluido en los treinta o cuarenta pesos que uno suele pagar en la Argentina. Esos treinta o cuarenta son razonables cuando uno lee un Grisham, o incluso un Le Carré. Pero cuando uno lee David Copperfield, o Moby Dick, o El mundo según Garp, está recibiendo algo más que aquello por lo que pagó. Los momentos inolvidables no tienen precio. Las historias inolvidables tampoco. Cuando damos con uno de esos libros que nos iluminan la vida, es porque estamos recibiendo algo más que el producto del trabajo de un artesano competente, de un narrador profesional. Lo que estamos recibiendo es vida, más vida. Esa es la bendición más grande que el Dios de la Biblia y de la Torá nos imparte, según la traducción de Harold Bloom: más vida. Algo con lo que Dickens, Melville e Irving contaban, algo que buscaban cuando se sentaron a escribir. Pensaban darnos un libro, pero además soñaban con la posibilidad de cambiarnos para siempre, de que al llegar al The End ya no fuésemos los mismos de las primeras páginas. Si ese acto de amor de estos escritores no se hubiese traducido en infinidad de lectores habría quedado trunco. Estaría incompleto, como todo acto de amor que empieza y termina en uno mismo. Cuando uno pone su alma en un libro, lo que desea es que llegue a la mayor cantidad de lectores posible para que pueda cumplir su destino. Si hay algo que nos consta como lectores, es que los libros pueden costar lo mismo –pero nunca valen lo mismo.

Yo admiro a Ingmar Bergman, pero si tuviese que elegir me quedaría con Spielberg. Quiero decir que puedo ver una de Bergman y sacarme el sombrero, pero cuando me siento a escribir una ficción quiero que sea una de esas que inspira todas las emociones que yo asocio a lo mejor de la vida –como las películas más brillantes del amigo Steven: E.T., la trilogía de Indiana Jones, Encuentros cercanos del tercer tipo… A mí me gustan esas que me hacen reír como loco, comerme las uñas, indignarme cuando es justo y llorar en el momento indicado. Me gustan esas que me lo dan todo en el mismo paquete, así como yo lo demando todo de esta vida.

El primer mandamiento del escritor es para mí: honrarás al lector por sobre todas las cosas. Yo no les creo a los escritores que dicen que no piensan en el lector, o en ese caso creo que se equivocaron de profesión. ¿Cómo no voy a pensar en el lector, si es precisamente aquella persona a la que quiero enamorar? ¿Cómo no voy a pensar en el lector, si eso es lo que soy desde mucho antes de que fuese capaz de escribir mi primera historia, y lo que seguiré siendo aun cuando ya no me dé el cuero para escribir más? Consecuentemente, el segundo mandamiento es para mí: no aburrirás. El tercero es: nunca menospreciarás a tu lector. Y el cuarto: pondrás todo tu alma y todo tu empeño en lo que escribas. Es la única forma de que valga la pena. Y la única forma en la que vale la pena vivir, si me preguntan.

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3 de noviembre de 2006
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El miedo al Otro

Encuentro demasiado a menudo noticias sobre hombres que castigan, y muchas veces matan, a mujeres. El efecto que me producen es siempre el mismo: una tristeza insondable. Sin ir más lejos, en estas horas resuenan en las noticias de la TV argentina dos de esos casos. Uno es el de una niña, Evelyn, que llevaba semanas desaparecida y cuyo cuerpito muerto apareció muy cerca de su casa. Estaba enterrada en lo de unos vecinos. La autopsia reveló ya que seguía viva cuando la enterraron: su laringe estaba llena de tierra. El otro caso es el de una adolescente de 15 años, Rocío, cuyo cuerpo fue hallado en un basural de la provincia de Catamarca. La última vez que la vieron con vida estaba subiendo a la motocicleta de un vecino, policía de profesión.

Estas historias me sublevan en sus pormenores, pero también por lo que significan para todos nosotros, en nuestra condición de representantes de la especie humana. Hablan de un impulso que llevamos dentro desde que conseguimos pararnos sobre dos pies, y que sigue quemándonos por dentro mientras tratamos, de manera hasta hoy infructuosa, de elevarnos a un nuevo nivel de conciencia, a una versión más digna del animal humano: el miedo pánico al otro, al distinto, la incapacidad de tolerar la diferencia –que deriva, estoy seguro, de la dificultad para aceptar nuestras propias dualidades.

Esta compulsión a borrar al otro, ya sea porque siento que amenaza mi existencia física o porque me recuerda un aspecto mío que no quiero ver, está en la raíz de todo acto de violencia, y en suma de toda guerra: contra los judíos y los negros, contra los comunistas y los homosexuales, contra los musulmanes y las mujeres. Existen en Shakespeare dos summas humanas que representan este dilema, dos personajes que quizás sean los más perfectos de su producción: Hamlet y Macbeth. Hamlet representa las alturas a que podría llegar el hombre si potenciase sus mejores características. Este ideal que Hamlet sugiere se malogra a último momento, cuando el príncipe sucumbe al costado masculino de su naturaleza, la violencia, en lugar de ser fiel al costado femenino de su sensibilidad, representado por la imaginación, que en el contexto de la obra está encarnado por el teatro. (Harold C. Goddard nos recuerda que Hamlet nunca es más feliz que cuando interactúa con la compañía teatral que arriba a Elsinore.)

Macbeth, por el contrario, es la summa negativa, el personaje que representa las profundidades abismales que visitamos al abandonarnos a nuestras peores características. En este caso la imaginación (el yin, femenino y nocturno) está aplicada a interpretar aquellas cosas que llenan al hombre de miedo, aproximándolo a la violencia (siendo miedo y violencia las dos caras de una misma moneda): el yang masculino y activo de Macbeth ya no ve en los otros lo que son, sino tan sólo la amenaza que representan para él, el fantasma del daño que podrían infligirle. Las Brujas lo enfrentan a su mortalidad, Lady Macbeth le recuerda su impotencia, el rey Duncan representa las alturas a que no arribará por mérito, Fleance y el hijo de Macduff son un símbolo del futuro que  terminará arrasándolo, como hace con todos. Frente a estos espectros Macbeth se convierte en una máquina de matar, lo cual equivale a decir una máquina de negar; y al actuar de esa manera Macbeth acelera su propia muerte, porque lo otro, el otro, no puede ser eliminado: es parte esencial de nuestra propia naturaleza, el yang no sobreviviría sin el yin, se trata no de aspectos opuestos, sino necesarios y por ende interdependientes.

El día que cese en su impulso de borrar de cuajo al otro la especie habrá subido un peldaño. Ese será el instante glorioso en que nos convertiremos en el hombre viejo, recuerdo de un pasado remoto, como el Cromagnon lo es hoy para el homo sapiens sapiens. Mientras tanto, este hombre viejo seguirá soñando con ese día así como lo han soñado tantos desde hace siglos, mucho antes, incluso, de que Shakespeare concibiese a Hamlet. Fue Lao Tsé el que escribió, seis siglos antes de Cristo: “Aquel que entiende lo masculino y atiende a lo femenino se convertirá en un canal para el mundo entero. La virtud eterna no se apartará de su lado, y volverá al estado de inocencia del niño”.

Sabias palabras, todavía no atendidas.

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2 de noviembre de 2006
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El mensaje de Misiones

A ver si consigo explicar el asunto, que es complicado por naturaleza. El domingo pasado, en la provincia argentina de Misiones (un pequeño territorio en el extremo noreste del país, famoso por su tierra roja, por las cataratas del Iguazú y por sus ruinas de misiones jesuíticas) hubo una consulta popular. Lo que se votaba era si se le permitiría al actual gobernador Rovira, que ya va por su segundo mandato, presentarse a elecciones para volver a ser gobernador cuantas veces se le ocurriera. El líder de la campaña por el no era un obispo, hoy ex obispo, llamado Joaquín Piña, que sostenía que darle la oportunidad a Rovira de perpetuarse en el poder era antidemocrático. ¿Me siguen hasta aquí? La cuestión es que Rovira contaba con el apoyo explícito del Presidente Kirchner. Esto es fácil de explicar, por una parte, dado que Rovira fue de los primeros gobernadores provinciales en plegarse al proyecto de Kirchner, cuando el Presidente recién despegaba y estaba lejos de tenerlas todas consigo. En este sentido, el apoyo de Kirchner representaba una devolución de favores: Kirchner era leal con quien le había sido leal, y esto –se supone- no puede ser malo. Pero al mismo tiempo Rovira es uno de esos gobernadores que construye poder al viejo estilo de la política: otorgando prebendas cuando puede, y presionando –y hasta patoteando- cuando no le queda otra, aun cuando esto suponga ignorar la voz de los mecanismos de control democrático. Uno de los escándalos que se menearon en su contra durante la campaña fue el de un asesinato en el que está implicado el hijo de una legisladora rovirista, y que en condición de tal no está preso. Como ocurre en tantas provincias argentinas, el gobernador es feudal y se impone por encima de los demás poderes republicanos –incluso por encima de la Justicia.

Es verdad que Rovira resultaba una versión superadora de su antecesor, Ramón Puerta; pero en el mismo sentido, lo mejor que podía predicarse en su favor era que se trataba del mal menor. En el bando contrario estaba el ex obispo Piña, a quien todos reconocen como uno de los pocos referentes progresistas de un Episcopado más bien reaccionario. Por eso mismo Piña se cuidó en campaña de criticar a Kirchner, con cuya política de derechos humanos concuerda; todo lo que dijo al respecto es que consideraba que Kirchner se había equivocado al apoyar a Rovira en Misiones. El problema radica en buena parte de los que apoyaron expresamente a Piña. Para empezar, tratándose de quien se trata, es innegable que detrás de Piña está la Iglesia argentina, a quien un periodista que admiro, Horacio Verbitsky, suele adjudicar el deseo de convertirse en el partido de oposición al actual gobierno. (De hecho el titular del Episcopado, Jorge Bergoglio, manifestó su respaldo a Piña aun en contra de la voluntad del Vaticano.) También apoyó a Piña el ex gobernador Ramón Puerta, que tal como dijimos es una versión empeorada y empiojada de lo que Rovira es. Y Mauricio Macri, el candidato de la derecha argentina. (Que, dicho sea de paso, ya lleva realizados unos cuantos negocios oscuros con Puerta, a quien le debe favores.) Y el ingeniero Blumberg, que ya ha saltado de pedir justicia por el asesinato de su hijo a la política grande, que tan grande le queda. Es decir: detrás de un reclamo lícito como el que Piña expresaba viene mucha gente que acuerda con él, pero también otra mucha de intenciones oscurísimas, una suerte de Armada Brancaleone de la reacción argentina.

La cuestión es que el no que Piña propugnaba ganó el domingo, por amplio margen. Es verdad que la conducta de Piña fue ejemplar: ni siquiera en el triunfo se avino a criticar a Kirchner, y además se negó a recibir a Macri y a Blumberg e insistió en que su actividad política terminaba aquí. Pero la visión de Macri, Blumberg, Puerta y Bergoglio celebrando lo que consideran “su” triunfo es algo que revuelve el estómago de muchos, yo incluido. Sin embargo entiendo que la mayoría del pueblo misionero emitió un mensaje en las urnas que estaría bueno que Kirchner asimilase, en especial a la luz de acontecimientos de las últimas semanas como el de las patotas metidas en el conflicto de un hospital y la gresca intrasindical del 17 de Octubre, o como los próximos intentos de perpetuarse en el poder de otros gobernadores provinciales, como el de Buenos Aires y el de Jujuy. Entiendo que se trata de una cuestión con la que Kirchner no contaba, un problema que se le metió por la ventana: el Presidente asumía que su tarea era sacar adelante al país, y que para ello no tenía más remedio que usar –con todo el rechazo que esto le inspira, después de su fracaso en el intento de nuclear a todo el progresismo argentino- las herramientas que tenía a mano, como por ejemplo la estructura política del peronismo y sus caciques provinciales. Creo que Misiones le está diciendo a Kirchner que la gente espera todavía más de él: no sólo que saque a flote a la Argentina, lo cual es en sí misma una tarea titánica, sino que además lo haga construyendo poder de una manera transparente. Basta de políticos mafiosos, basta de políticos que se consideran por encima de la ley: ese parece ser el reclamo.

Yo comprendo que la cuestión irrite a Kirchner, en la medida en que los más vocales defensores de la transparencia republicana son aquellos medios que no decían ni pío de la transparencia ni de la República durante la dictadura militar. Pero hay que diferenciar al mensaje del mensajero, sobre todo cuando los votantes expresan que el mensaje también los representa. Creo que Kirchner debería hacer de tripas corazón y adueñarse del reclamo para hacerlo suyo, como lo ha hecho ya con tantas otras cuestiones que eran reclamo popular, desde la política de derechos humanos, pasando por la economía hasta el saneamiento de la Corte Suprema. La gente ya vio que Kirchner pudo con cuestiones peliagudas que se creían de imposible resolución, y ahora le pide más. Le pide que construya poder de modo más transparente, para que cuando no esté no volvamos a quedar prisioneros del peronismo que gobierna a lo cacique o impide gobernar.

Me pregunto si este resultado incidirá decisivamente sobre la cuestión de si Kirchner se presenta o no a la reelección que la ley le permite el año próximo. Hoy intuyo que su candidata será Cristina Fernández de Kirchner.

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31 de octubre de 2006
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¿Están listos para que les rompan el corazón?

No me digan que nunca tuvieron la fantasía de ser un músico famoso. Todo el mundo sueña alguna vez con ser una estrella de rock, un pianista desmelenado o un cantante de boleros. Ayer me di cuenta de que, si debiese elegir, me quedaría con Lloyd Cole. Ya sé que suena descabellado (muchos de ustedes se estarán preguntando, ¿y quién demonios es el Cole este?), pero si uno reflexiona un instante la cosa se pone más sensata. Yo no querría ser Lennon ni Jeff Buckley por las dudas, no sea cosa de terminar de la misma trágica manera; ni querría ser Bob Dylan por el peso a cargar sobre los hombros cada mañana, al enfrentarme al espejo; tampoco sería Joni Mitchell ni Aimée Mann, para no confundirme en la ocasión de enfrentarme al mingitorio; ni Morrissey, para no tener que verme condenado al celibato. Pero creo que me sentiría cómodo en la piel de Lloyd Cole. Quiero decir, en el caso de que el bueno de Lloyd se sintiese a gusto en su propia piel –cosa que, como nos consta a sus fans de siempre, no es muy probable.

Lloyd Cole nació en Buxton, Derbyshire, el 31 de enero de 1961, lo cual establece que más allá de los miles de kilómetros, no nos separan más que trescientos sesenta y tres días. Obtuvo cierta notoriedad en los 80, cuando produjo con su banda The Commotions tres obras (Rattlesnakes, Easy Pieces y Mainstream) que lo consagraron como una de las mejores esperanzas del rock sensible. Cole era un gran cantante y un escritor de pluma literaria, y The Commotions era una de esas bandas con propulsión a arpegio de guitarra que lo llevan a uno silbando hasta el altar. En aquel entonces yo conducía y editaba un programa de TV dedicado al naciente género del videoclip, y veía centenares de esas peliculitas por semana. Todavía recuerdo la impresión que me causó el videoclip de Jennifer She Said, una de las canciones de Mainstream. Me sedujo la imagen de Cole –era una suerte de Elvis joven, ligeramente excedido de peso aún cuando le faltaba mucho todavía para llegar a su propia versión de Las Vegas-, pero lo que me enamoró fue la canción. Jennifer She Said cuenta la historia de un hombre que, dejándose llevar por un impulso amoroso, se tatúa el nombre de la chica en cuestión para desenamorarse más temprano que tarde. El karma de ese hombre que se dispone a vivir el resto de su vida marcado (¡literalmente!) por un amor que ya no siente queda encapsulado en la canción, una melodía inolvidable que no excluye el sentido del humor con que el pobre hombre revisa su propia pena. Jennifer She Said ya pintaba a Cole de cuerpo entero: la desventura amorosa, la postura en apariencia cínica que apenas disimula el corazón del tonto sentimental (título de una de las canciones de su álbum solista Love Story), la prosa zumbona y una capacidad en apariencia infinita para transformar el dolor en canción –y a menudo, en canción esperanzadora a pesar de todo.

De alguna manera Cole intuía su destino desde el comienzo. La canción central de Rattlesnakes es la que cierra el álbum, Are You Ready to Be Heartbroken? Allí Cole se burlaba de su propia ambición, preguntándose: ¿estás listo para que te rompan el corazón? Canciones como las maravillosas 2 CV y Hey Rusty insinuaban el dolor por la pérdida de la juventud, que estaba siendo reemplazada por una madurez que solo era registrada como incertidumbre: en 29, una mirada hacia el tránsito a la treintena a la que Cole se aproximaba por entonces, el narrador se dice a sí mismo que el amor no lo es todo, y a continuación ruega casi a la chica a la que le habla: La verdad es que esperaba que te quedases / Si es que no tenés nada que hacer. Digamos que Cole nunca se sintió lo que se dice un ganador. Imagino que lo que lo convierte en un pariente de esos a los que se admira, además de sus letras y de sus músicas maravillosas, es esa dignidad que logró conservar a pesar de los reveses: los amorosos y los profesionales, que desde el desbande de los Commotions lo relegaron a una penumbra en la que sólo lo divisamos unos pocos. Ayer Rodrigo Fresán contaba en Página 12 que eran apenas doscientas las personas que lo vieron en su concierto barcelonés, lo cual, tratándose de Cole, no le impidió bromear al respecto. Ver la foto del viejo Lloyd en el facsímil del ticket de entrada, con la barba de días entrecana como la mía, me recordó que en buena medida hemos crecido juntos. Y el texto de Rodrigo me trajo a la mente los versos de Lou Reed, otro grande de la misma familia, que alguna vez escribió: La vida es buena, pero no es justa.

  Si yo fuese un músico ya no famoso, pero sí reconocido, elegiría ser Lloyd Cole. Porque sus canciones forman parte de la banda sonora de mi vida, porque sus versos siguen funcionándome como epígrafes (mi novela La batalla del calentamiento se abre con una frase de Forest Fire: “I believe in love, I’ll believe in anything”, lo cual significa creo en el amor, así que creeré en cualquier cosa) y porque sigo asumiendo, como él me lo enseñó hace tanto, que vivir supone prepararse para que nos rompan el corazón.

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30 de octubre de 2006
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Cuidado con los idiotas

La abundancia de idiotas es una prerrogativa del género humano. Existen idiotas en otras especies, pero la selección natural se encarga de matarlos, privilegiando la supervivencia de los más aptos. En cambio en el género humano los idiotas no solo sobreviven a menudo, sino que terminan determinando la muerte de otros, en cifras que a menudo orillan las cotas del genocidio. Por supuesto que existen idiotas bienintencionados y generosos, que inspiran refranes populares como aquel que dice que el camino del infierno está sembrado de buenas intenciones. Pero los idiotas verdaderamente peligrosos son los que están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de figurar, consagrarse o salvar el pellejo. Digamos, a modo de ejemplo, que un idiota peligroso es aquel que llega a la presidencia de un país y lanza una guerra contra otro para revertir su descrédito y convertirse en un presidente popular. (Popularidad que dura, por supuesto, tan solo hasta que los votantes advierten que han sido engañados.) O, en un tono menor, es un idiota peligroso aquel que entiende que su vida privada genera rating televisivo y la expone sin preocuparse de las consecuencias que esa disección genera entre los suyos: hijos, padres, amigos. (Este pertenecería a la categoría soy-idiota-pero-no-me-importa-porque-me-conocen-por-la calle.)

Yo no conozco a los fiscales Alberto Nisman y Marcelo Martínez Burgos, así que mal puedo saber qué clase de gente son. Lo único que sé es lo que sigue: que el miércoles solicitaron al juez Rodolfo Canicoba Corral que dicte órdenes de captura contra ocho ciudadanos iraníes, entre los cuales figura un ex presidente y algunos de sus ministros, responsabilizándolos por el atentado contra la mutual judía AMIA que ocurrió en Buenos Aires en 1994. Que los fiscales formularon esta acusación poco después de que el juez Juan José Galeano, designado responsable de la causa por el gobierno presuntamente corrupto de Carlos Saúl Menem, fue destituido bajo acusación de presunta corrupción. Que los argumentos que los fiscales esgrimieron en su dictamen de 800 páginas son los mismos que ya había esgrimido el presuntamente corrupto Galeano, con el agravante de que aquel había sugerido que los responsables eran iraníes radicalizados, o sea elementos marginales, y este dictamen atribuye el atentado al gobierno de Irán en pleno. Y que las pruebas que supuestamente incluyen provienen en su mayoría de informes de inteligencia de las embajadas de USA e Israel, particularmente interesadas en justificar una invasión a Irán con cualquier pretexto.

El periodista Raúl Kollman, de Página 12, dice que el dictamen “evidencia que los fiscales se basan continuamente en informes de inteligencia, algo muy discutido a nivel internacional por cuanto resultan muy relativos como prueba judicial”. Laura Ginsberg, una de las dirigentes argentino-judías de criterio más independiente, declaró al mismo diario que “la fiscalía responde a las presiones de los gobiernos de USA e Israel para cerrar la causa y entregarla a la lucha contra el terrorismo internacional. Es una declaración efectista para generar una situación favorable hacia la guerra”. Por supuesto que la pelota está ahora en campo del juez Canicoba Corral, sobre el que deben pesar presiones inimaginables para que avale el curso sugerido por el gobierno de USA. Pero lo cierto es que la pelota llegó allí por pase de los fiscales. Yo imagino que si tuviese prueba fehaciente del asunto firmaría ese dictamen, sin hacerme cargo de sus posibles consecuencias: yo sigo creyendo, como cuando era un crío, que la verdad es un valor en sí mismo. Pero si no tuviese prueba fehaciente me cuestionaría la utilidad de mi dictamen. Me preguntaría qué ocurriría si algún iraní, ofuscado por la acusación, nos convirtiese en blanco de un atentado. Me preguntaría cómo me sentiría si un gobierno extranjero utilizase mi dictamen para justificar una invasión que produciría miles de víctimas, entre las que no pueden faltar niños, mujeres y ancianos –como los que ya han muerto y mueren a diario en Irak. Yo no querría todas esas muertes sobre mi conciencia aun cuando el dictamen fuese beneficioso para mi carrera, pero en fin, yo soy yo. Alguien que se esfuerza por seguir siendo un simple idiota, en vez de pasarse a las filas de los idiotas útiles.

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27 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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