Marcelo Figueras
Yo no soy de los que escriben para ser analizados en la universidad, ni para ser aplaudido por su núcleo de amigos, ni para dar pie a esas críticas exultantes de los suplementos literarios que jamás se traducen en una puta venta. (Por lo menos aquí, en la Argentina.) Yo escribo por varias razones, pero una de ellas, una de las más importantes, es porque quiero vender muchos libros. Y cuando digo muchos, quiero decir muchos: tantos como Stephen King, de ser posible, y no sólo aquí sino en el mundo entero.
No voy a pretender que el dinero no me interesa, porque estaría mintiendo: yo necesito mantener a mi familia como cualquier trabajador. Pero la parte más importante del deseo de vender muchos libros pasa por otro lugar, por mi forma de entender la narrativa, por lo que la ficción significa para mí. Ustedes saben mejor que nadie que los libros cuestan al público una cifra equis, que generalmente queda dentro de un cierto marco. En este sentido, nos cuesta igual un libro de Bucay que uno de John Irving –que a la vez, por su novedad, cuestan más que cualquier clásico. Pero cuando uno se encuentra con un libro que le vuela la cabeza, que lo hace gozar locamente, que lo eleva por encima del medio tono de su vida, entiende que ese goce no estaba incluido en los treinta o cuarenta pesos que uno suele pagar en la Argentina. Esos treinta o cuarenta son razonables cuando uno lee un Grisham, o incluso un Le Carré. Pero cuando uno lee David Copperfield, o Moby Dick, o El mundo según Garp, está recibiendo algo más que aquello por lo que pagó. Los momentos inolvidables no tienen precio. Las historias inolvidables tampoco. Cuando damos con uno de esos libros que nos iluminan la vida, es porque estamos recibiendo algo más que el producto del trabajo de un artesano competente, de un narrador profesional. Lo que estamos recibiendo es vida, más vida. Esa es la bendición más grande que el Dios de la Biblia y de la Torá nos imparte, según la traducción de Harold Bloom: más vida. Algo con lo que Dickens, Melville e Irving contaban, algo que buscaban cuando se sentaron a escribir. Pensaban darnos un libro, pero además soñaban con la posibilidad de cambiarnos para siempre, de que al llegar al The End ya no fuésemos los mismos de las primeras páginas. Si ese acto de amor de estos escritores no se hubiese traducido en infinidad de lectores habría quedado trunco. Estaría incompleto, como todo acto de amor que empieza y termina en uno mismo. Cuando uno pone su alma en un libro, lo que desea es que llegue a la mayor cantidad de lectores posible para que pueda cumplir su destino. Si hay algo que nos consta como lectores, es que los libros pueden costar lo mismo –pero nunca valen lo mismo.
Yo admiro a Ingmar Bergman, pero si tuviese que elegir me quedaría con Spielberg. Quiero decir que puedo ver una de Bergman y sacarme el sombrero, pero cuando me siento a escribir una ficción quiero que sea una de esas que inspira todas las emociones que yo asocio a lo mejor de la vida –como las películas más brillantes del amigo Steven: E.T., la trilogía de Indiana Jones, Encuentros cercanos del tercer tipo… A mí me gustan esas que me hacen reír como loco, comerme las uñas, indignarme cuando es justo y llorar en el momento indicado. Me gustan esas que me lo dan todo en el mismo paquete, así como yo lo demando todo de esta vida.
El primer mandamiento del escritor es para mí: honrarás al lector por sobre todas las cosas. Yo no les creo a los escritores que dicen que no piensan en el lector, o en ese caso creo que se equivocaron de profesión. ¿Cómo no voy a pensar en el lector, si es precisamente aquella persona a la que quiero enamorar? ¿Cómo no voy a pensar en el lector, si eso es lo que soy desde mucho antes de que fuese capaz de escribir mi primera historia, y lo que seguiré siendo aun cuando ya no me dé el cuero para escribir más? Consecuentemente, el segundo mandamiento es para mí: no aburrirás. El tercero es: nunca menospreciarás a tu lector. Y el cuarto: pondrás todo tu alma y todo tu empeño en lo que escribas. Es la única forma de que valga la pena. Y la única forma en la que vale la pena vivir, si me preguntan.