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Por qué quiero vender muchos libros

Por 3 de noviembre de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Yo no soy de los que escriben para ser analizados en la universidad, ni para ser aplaudido por su núcleo de amigos, ni para dar pie a esas críticas exultantes de los suplementos literarios que jamás se traducen en una puta venta. (Por lo menos aquí, en la Argentina.) Yo escribo por varias razones, pero una de ellas, una de las más importantes, es porque quiero vender muchos libros. Y cuando digo muchos, quiero decir muchos: tantos como Stephen King, de ser posible, y no sólo aquí sino en el mundo entero.

No voy a pretender que el dinero no me interesa, porque estaría mintiendo: yo necesito mantener a mi familia como cualquier trabajador. Pero la parte más importante del deseo de vender muchos libros pasa por otro lugar, por mi forma de entender la narrativa, por lo que la ficción significa para mí. Ustedes saben mejor que nadie que los libros cuestan al público una cifra equis, que generalmente queda dentro de un cierto marco. En este sentido, nos cuesta igual un libro de Bucay que uno de John Irving –que a la vez, por su novedad, cuestan más que cualquier clásico. Pero cuando uno se encuentra con un libro que le vuela la cabeza, que lo hace gozar locamente, que lo eleva por encima del medio tono de su vida, entiende que ese goce no estaba incluido en los treinta o cuarenta pesos que uno suele pagar en la Argentina. Esos treinta o cuarenta son razonables cuando uno lee un Grisham, o incluso un Le Carré. Pero cuando uno lee David Copperfield, o Moby Dick, o El mundo según Garp, está recibiendo algo más que aquello por lo que pagó. Los momentos inolvidables no tienen precio. Las historias inolvidables tampoco. Cuando damos con uno de esos libros que nos iluminan la vida, es porque estamos recibiendo algo más que el producto del trabajo de un artesano competente, de un narrador profesional. Lo que estamos recibiendo es vida, más vida. Esa es la bendición más grande que el Dios de la Biblia y de la Torá nos imparte, según la traducción de Harold Bloom: más vida. Algo con lo que Dickens, Melville e Irving contaban, algo que buscaban cuando se sentaron a escribir. Pensaban darnos un libro, pero además soñaban con la posibilidad de cambiarnos para siempre, de que al llegar al The End ya no fuésemos los mismos de las primeras páginas. Si ese acto de amor de estos escritores no se hubiese traducido en infinidad de lectores habría quedado trunco. Estaría incompleto, como todo acto de amor que empieza y termina en uno mismo. Cuando uno pone su alma en un libro, lo que desea es que llegue a la mayor cantidad de lectores posible para que pueda cumplir su destino. Si hay algo que nos consta como lectores, es que los libros pueden costar lo mismo –pero nunca valen lo mismo.

Yo admiro a Ingmar Bergman, pero si tuviese que elegir me quedaría con Spielberg. Quiero decir que puedo ver una de Bergman y sacarme el sombrero, pero cuando me siento a escribir una ficción quiero que sea una de esas que inspira todas las emociones que yo asocio a lo mejor de la vida –como las películas más brillantes del amigo Steven: E.T., la trilogía de Indiana Jones, Encuentros cercanos del tercer tipo… A mí me gustan esas que me hacen reír como loco, comerme las uñas, indignarme cuando es justo y llorar en el momento indicado. Me gustan esas que me lo dan todo en el mismo paquete, así como yo lo demando todo de esta vida.

El primer mandamiento del escritor es para mí: honrarás al lector por sobre todas las cosas. Yo no les creo a los escritores que dicen que no piensan en el lector, o en ese caso creo que se equivocaron de profesión. ¿Cómo no voy a pensar en el lector, si es precisamente aquella persona a la que quiero enamorar? ¿Cómo no voy a pensar en el lector, si eso es lo que soy desde mucho antes de que fuese capaz de escribir mi primera historia, y lo que seguiré siendo aun cuando ya no me dé el cuero para escribir más? Consecuentemente, el segundo mandamiento es para mí: no aburrirás. El tercero es: nunca menospreciarás a tu lector. Y el cuarto: pondrás todo tu alma y todo tu empeño en lo que escribas. Es la única forma de que valga la pena. Y la única forma en la que vale la pena vivir, si me preguntan.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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