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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El fin del bufón

El suicidio de David Foster Wallace, autor de Infinite Jest -una novela enorme, y no sólo por el tamaño: por su ambición, por su humor, por su desesperación- me dejó girando sobre mi eje como un trompo. Foster Wallace escribió Jest al despuntar los años noventa. Por aquel entonces creía fervientemente en el poder del lenguaje para reinventar la realidad desde adentro: existen pocas novelas más exuberantes, más glosolálicas que Jest. El gesto de rebeldía fue una bofetada doble: sacudió de ida a los escritores que habían renunciado a interpelar al mundo, y de revés al mundo mismo, cuya agenda dejó hace mucho de ser dictada por los artistas -con las tristes consecuencias que son de público dominio. Sin embargo el narrador de su última colección de cuentos, Oblivion, parece haber perdido la fe en en la capacidad transformadora de su arte. En el relato Good Old Neon se lee esta confesión de impotencia: ‘Lo que ocurre adentro simplemente es demasiado rápido y enorme e interconectado para que las palabras hagan otra cosa que garabatear una mínima parte de un instante dado'.

¿Qué ocurrió entonces, pues? ¿Qué fue lo que marcó la diferencia entre el Foster Wallace hiperkinético de Jest y el Foster Wallace que se colgó en su casa de California? Es fácil decir: ocurrió el 11 de septiembre. /upload/fotos/blogs_entradas/infinite_jest_med.jpgEn todo caso, creo que más terrible que el 11 de septiembre -un acto terrible, nadie lo pone en duda- fueron sus consecuencias. Hoy resultaría más adecuado escribir Infinite Tragedy que Infinite Jest, porque a la luz de Guantánamo y del Patriot Act la realidad, sin dejar de ser maníaca, le ha quitado a uno las ganas de reírse. Yo supongo que la repentina fama de Sarah Palin representará un manantial para los humoristas: después de todo, se trata de una mujer que sólo cree en la ciencia previa a Darwin y que dice encontrar placer masacrando alces desde un helicóptero. Pero cuando pienso que es probable que Palin llegue a ser presidenta de la nación más poderosa del planeta (¡y pensar que creíamos que el bruto era W!), la risa se me congela en la garganta.

A fines de 2007, Foster Wallace respondió a una encuesta de la revista The Atlantic sobre ‘el futuro de la idea americana'. Allí sostenía que ‘una vulnerabilidad básica ante el terrorismo es parte del precio de la idea americana'; ¿o acaso no se acepta naturalmente que mueran 40.000 personas al año como precio por la conveniencia del automóvil a motor? ‘Una república democrática no puede protegerse ciento por ciento (del terrorismo) sin subvertir los mismos principios que la hicieron digna de protección', escribió allí. Y sobre el final se preguntaba: ‘¿Nos hemos vuelto tan mezquinos y asustados que ni siquiera queremos considerar la posibilidad de que algunas cosas sean más importantes que la seguridad?'

Ignoro qué pasó dentro de la cabeza -ese ‘amo terrible', como la mentó en un discurso- de David Foster Wallace. Y tampoco me conciernen los detalles de su vida privada. Pero sería necio de mi parte pretender que esa muerte que eligió, tan llamativamente desprovista de humor (en todo caso decidió colgarse como Cordelia, la hija bienamada de Lear que entregó la vida para salvar a su padre), no debe ser leida en el marco de lo que ocurre hoy en la sociedad que lo engendró.

En su novela más importante, Infinite Jest es el nombre de una película tan entretenida que deja catatónicos a aquellos que la ven -un film al que, lejos de evitar, todos quieren conseguir. Déjenme creer que David Foster Wallace ya no quiso ser entretenido hasta la muerte, entre imágenes del tornado Ike, American Idol y las viejas fotos de Sarah Palin ganando concursos de belleza. (Esta gente no tiene límites: ¡no van a parar hasta consagrar presidenta a una ex Miss America!) Y que por eso decidió irse de ese modo tan opaco, tan poco ocurrente: porque ya no quería entretener ni ser entretenido, porque no quería llegar al extremo de necesitar de un canal de TV como The Suffering Chanel -una de las ocurrencias de Oblivion- para lograr algo parecido a un sentimiento intenso.

En lo que a mí respecta, cualquier tipo que ama a Shakespeare y escribe en una revista de cocina para defender la causa de las langostas (cuando se las hierve vivas ‘las langostas pueden sufrir y preferirían no hacerlo'), se merece el más profundo de mis respetos.

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16 de septiembre de 2008
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Todos vivimos en Persépolis

No leí Persépolis en su encarnación como novela gráfica, pero vi la película dirigida por su misma autora, Marjane Satrapi, en tándem con Vincent Paronnaud, y sinceramente me gustó mucho. Durante su relato -la historia de la infancia y juventud de Satrapi, marcada primero por el gobierno del Shah y luego por la revolución que, aclamada como una liberación por la mayor parte del pueblo iraní, desembocó en una tiranía teocrática-, no pude menos que pensar en la experiencia argentina y en la de casi todos los que hoy vivimos en Hispanoamérica. A excepción de los más jóvenes, también hemos vivido gobiernos autocráticos y persecuciones políticas y censuras y severas vigilancias religiosas. En muchos sentidos, aquella Irán de los ayatollahs nos sigue pareciendo exótica. Pero en esencia, la vivencia es la misma: los crueles mecanismos de la Historia -puestos en movimiento por la ambición y la codicia de los pocos y alimentados por la ignorancia y el temor de las mayorías- devorando destinos individuales con la avidez de un Moloch.

¿Cuántas existencias se extinguieron antes de tiempo por obra de la violencia, de la guerra y del fanatismo? ¿Cuántos Picassos murieron antes de empuñar el pincel, cuántas otras Guernica nos hemos perdido? Tantas familias destrozadas, tanto dolor, tanta orfandad inutil... Aunque las experiencias más traumáticas de nuestras vidas parecen formar parte del pasado histórico, la simple lectura de los diarios -en la mezquindad de los separatistas bolivianos, en la consagración como estrella pop de una candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos que a todas luces entraña más peligro para el mundo que diez Ahmadinejad- sugiere que estamos muy lejos de haber aprendido de estas experiencias. Y que el futuro mediato nos deparará más violencia, más fanatismo -y más muertes.

Si no tuviese esperanza en el destino último de nuestra especie no habría traido hijos a este mundo. Pero a veces la compulsión de muerte que guía a tantos congéneres como lemmings al abismo me lleva a preguntarme, como U2 en Sunday Bloody Sunday, cuánto tiempo más deberemos cantarnos esta canción.

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15 de septiembre de 2008
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Una bienvenida para Bruno (4)

Pero entre todas las cosas tan valiosas como gratuitas que hemos hecho y hacemos, nos gustaría dirigir tu atención a una muy especial: la posibilidad que nos asiste -libre, ¡libérrima!- de amar al Otro.

A diferencia de las demás especies animales, los humanos no estamos obligados por el instinto a cuidar de alguien más allá de nosotros mismos. Los demás animales tienen instintos parentales, de manera inexorable. Suele decirse que los humanos los tenemos también, pero esto no es del todo cierto: a lo largo de tu vida conocerás seguramente muchos padres y madres desatentos, fríos, negligentes; la sociedad en que vivimos, que alienta el individualismo hasta niveles criminales, propicia cada vez más estas tristes experiencias. Existen asimismo especies animales que exhiben instintos comunitarios, y que por ende se conectan, protegen y son protegidos por animales que no son ni su pareja ni sus padres. Los humanos tampoco gozamos de este privilegio. Es verdad que tendemos a agruparnos en tribus, poblaciones, ciudades, pero lo hacemos más por comodidad que por empatía con nuestros vecinos: es más práctico instalarse en un lugar con agua corriente que vivir en soledad y cargar agua desde el río.

Y sin embargo -ah, he aquí el más glorioso de los sin embargos-, existe gente que elige vivir y sentir de otra manera. Personas que no consideran al Otro como un peligro potencial, sino como un igual. Personas que no temen que el Otro las niegue -no son tan inseguras-, y en consecuencia no intentan negarlo también para autoafirmarse. Muy por el contrario, lo consideran una posibilidad: de abrirse a una experiencia nueva, de aproximarse a la mejor versión de uno mismo. Nadie debería decir ‘es mi naturaleza' cuando obedece a la peor parte de sí, como hace el escorpión de la fábula. Por el contrario, debería decirlo tan sólo cuando reconoce un error propio y cambia de actitud, o cuando tiene un gesto generoso, o cuando ama sin esperar nada a cambio. Esa es nuestra naturaleza -o no lo será ninguna otra.

Hace mucho, pero mucho tiempo que gente más lúcida que tus padres entendió cuál es el verdadero diferencial humano, aquello que nos distingue de otras sucursales del fenómeno vital. No nos referimos a los pulgares oponibles, ni al tan discutible raciocinio. Si algo expresa la singularidad de nuestra especie es su capacidad de amar al Otro, de respetarlo, de atender a sus necesidades, aun cuando nada en el mundo parezca recomendar la conveniencia de semejante acto. Ningún otro animal puede hacer algo parecido. En este universo deslumbrante, no existe nada más parecido al infinito que la capacidad del corazón humano para sentir y expresar afecto.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo, dicen que dijo alguien alguna vez. O para ponerlo de un modo más práctico y menos pasible de ser acusado de lirismo: no hagas a otro lo que no te gustarían que te hicieran. O si preferís, por la positiva: tratá de hacer a los demás lo que te gustaría que te hicieran. Más claro, imposible.

Ser mala gente no cuesta nada, sólo hace falta imitar al resto. La imitación repetida ad infinitum no inspira a nadie. Pero ser buena gente inspira, como sólo lo hacen las decisiones tomadas con absoluta libertad.

Ojalá decidas pasar por esta vida creando belleza./upload/fotos/blogs_entradas/bruno_figueras_4_med.jpg

Creo que ya te dijimos todo lo que consideramos importante. Eso sí, a tu padre le gustaría agregar algo más a riesgo de incurrir en autoplagio. Son unas palabras que escribió para una película que espera haber dirigido ya, cuando estés en condiciones de leer estas líneas. En su momento las concibió pensando en tus hermanas, pero también se te aplican. Se trata de cosas que no nos gustaría que te perdieras:

‘Tené más amigos que ropa. Descubrí a Los Beatles. Leé libros de Dickens, que escribe sobre chicos que la pasan mal y a pesar de todo no dejan de ser buena gente. Cantá todos los días. Probá el dulce de leche y el buen vino. Si alguien te insiste para que le tengas bronca a otra persona, o que la desprecies, desconfiá. Aprendé a andar a caballo. Cuando te pidan algo, nunca cierres la mano. Cuando hables, mirá siempre a los ojos; la verdad sale sola. Nadá todos los días. Por la plata no te preocupes, es papel y los papeles no valen gran cosa. Conocer gente, en cambio, vale mucho y nunca se devalúa. Viajá todo lo que puedas. Buscá a alguien que te quiera tanto como vos lo querés, y no aceptes nada por debajo de eso. Y nunca seas cruel, porque todos nos equivocamos alguna vez'.

Eso. Más o menos así.

Bienvenido a esta vida, Bruno.

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12 de septiembre de 2008
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Una bienvenida para Bruno (3)

Lo cual nos conduce al otro aspecto en que nos diferenciamos de las demás especies. A saber: nosotros podemos hacer cosas porque sí. Por esos extraños designios del fenómeno de la vida, nos hemos convertido en la única especie capaz de practicar la gratuidad -esto es, de concebir y hacer cosas que no son estrictamente necesarias. ¿Qué otra rama del árbol vital podría producir cosas como el papel glacé, el fijador de pelo y la cera para pisos?

El resto de los seres vivos no puede actuar libremente. Todos sus actos están dirigidos a preservarse primero y después a colaborar con la prolongación de la especie. En cambio hombres y mujeres tenemos la capacidad de decidir qué hacer con nuestras vidas: si preservarlas o no, si llevarlas en esta dirección o en aquella otra o en ninguna. Podemos ir con el rebaño, o en contra del rebaño, o -mejor aún- labrar nuestro propio camino sin incurrir en violencia con los caminos ajenos.

En este sentido al menos, ser humano es maravilloso porque supone una tarea creativa. Llegamos a este mundo con una serie de elementos a nuestra disposición. (Siempre menos de los que nos gustaría tener, la insatisfacción también es una característica de nuestra especie.) De allí en más, lo que construyamos con esos elementos empleando nuestra voluntad e imaginación -que es un pálido reflejo de la imaginación con que procede la vida, por cierto-, se convierte en una responsabilidad propia de cada uno. Hay personas a las que la vida les dio migajas y sin embargo se elevaron por encima de su circunstancia, transformándose en Miguel Angeles de su propia existencia. Y hay gente a la que se le da todo y aun así lo rompe todo. Cada vida humana es una obra artística irrepetible, cada hombre y mujer es su propio autor -lo quiera o no, le guste o no, lo asuma o no.

Claro, con la libertad de que gozamos hay gente que hace lo que antes te decíamos: acopiar riquezas, declarar la guerra, cultivar la mezquindad y el desprecio por sus semejantes. Una de las formas más populares de la violencia racional (esto es, de la violencia que se justifica a sí misma como justa y necesaria) es la que convierte en enemigos a todos los que no son como uno: diferente raza o religión, sexo opuesto o sexualidad distinta, ideología, moda o tribu urbana divergente. El Otro reducido a motivo de desconfianza, adversario potencial a ser controlado, humillado -o simplemente exterminado.

El mundo está lleno de gente como ésta. No hay que deprimirse por eso, es parte del juego de la libertad. Siempre habrá personas que, puestas en la disyuntiva, prefieran ser Creso o Hitler antes que San Francisco o Rembrandt. Lo bueno, en todo caso, es que así como nuestra especie ha demostrado con creces su capacidad de hacer daño sin límite (¿qué otra especie es capaz de ponerse a sí misma en riesgo total de extinción?), también tenemos una capacidad de crear sin límite. En este sentido, y quizás sólo en éste, somos los mejores hijos de la naturaleza.

Desde que existimos sobre este planeta hemos hecho algunas cosas terribles: al inventar la guerra y la esclavitud, por ejemplo, que están tan lejos de haberse terminado. (En todo caso han adoptado otros disfraces, debajo de los cuales siguen funcionando a destajo.) Pero desde esos mismos inicios también hemos hecho maravillas, cosas que podrían no haber sido inventadas y que sin embargo inventamos y nos definen. El amor que les prodigamos a nuestros hijos, para empezar, tan distinto del cuidado elemental que se prodigan los otros animales. El lenguaje, nuestra primera ventana a la dimensión de la belleza. La música, o mejor: el arte todo. ¿Qué seríamos sin Mozart, sin Picasso, sin Visconti? En la vastedad del cosmos, en su silencio insondable, los seres humanos producimos pequeñísimos destellos de belleza, que intentan transmitir nuestro asombro y reverencia ante el misterio de la vida y la forma en que elegimos contarnos a nosotros mismos como parte de la gran saga universal; un fulgor en la noche interminable, que a la manera de las estrellas, conserva el sentido aun cuando su autor se ha extinguido.

                                                            (Continuará.)

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11 de septiembre de 2008
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Una bienvenida para Bruno (2)

Nuestra especie también se diferencia del resto del elenco en otros aspectos fundamentales. Para empezar, no existe ninguna otra que pueda producir tanto pero tanto daño: a las demás especies, a la Tierra, a sus congéneres. No se nos comparan ni siquiera los virus y las bacterias que nos meten en problemas. ¡La mismísima peste negra envidia nuestro poder de destrucción! Y lo que es peor aún: no existe ninguna otra especie que se supere a diario en esta tarea, de maneras cada vez más eficientes -y más terribles. No demorarás mucho en conocer a exponentes tempranos de esta naturaleza. En el mejor de los casos, tu período de gracia acabará en el jardín de infantes. Allí te cruzarás por primera vez con chicos que se hacen daño al hacer daño, simplemente porque no pueden evitarlo. (Como habrás notado, estamos dando por sentado que no serás uno de ellos. Esperanza de padres...)

Hay científicos que sostienen que somos violentos porque nuestros genes conservan registrado el miedo de los primeros tiempos, allá en los albores de la Historia: cuando éramos criaturas lampiñas, sin garras ni dientes afilados, libradas a su suerte en un mundo lleno de fieras diseñadas para matar. Con los años aprendimos a protegernos y defendernos, compensando con inteligencia el poder físico que la naturaleza nos negó. Pero nunca habríamos perdido -eso dicen- el pavor que nos inspiró el hecho de sentirnos indefensos. Y ese pavor inspiraría la violencia que nos resulta tan natural: esa tendencia a gritar de forma desaforada y a golpear el cuerpo de la presa a pesar de estar ya muerta -una forma brutal de hacer catarsis, exorcizando el pánico sentido.

La violencia irracional existe en cada uno de nosotros. Quizás a la manera de legado genético, como sostienen los científicos que te mencionábamos. O también como legado social y cultural. (Tu mamá y yo creemos que esta última opción es más determinante de lo que se piensa.) Pero en cualquier caso lo peor, lo más peligroso, es la violencia que se presenta a sí misma como racional. O sea: la gente que sostiene que la violencia es un medio lícito de imponer una idea, de zanjar una diferencia -o simplemente: de vivir. Y en consecuencia practica la violencia para obtener poder, para ganar dinero, para lograr prestigio, para hacerse respetar y para -eso alegan- protegerse de otra gente violenta y, ya que estamos, de la gente no violenta que conforma las mayorías y tiene el atrevimiento de reclamar por sus derechos.

Todas las cosas tristes a que te enfrentarás en la vida son consecuencia de este tipo de violencia. El hambre es violencia. La injusticia es violencia. La discriminación es violencia. Y allí donde ocurran, no te costará nada rastrear su origen hasta unos hombres -que se habrán rodeado de una ideología, de una religión, de una tecnología, de una institución que los avala- que propiciaron semejante cosa porque entendieron que podían servirse de la violencia para sus propósitos.

Cuidarse de esta gente y de sus actos es difícil: ¡están por todas partes y cuentan con muchos recursos! Pero hay algo todavía más difícil, y eso es rehusarse a entrar en su juego, a ejercitar su misma lógica. Tu mamá y yo lo intentamos a diario, porque sabemos que la violencia nunca es un camino de mano única. De un modo u otro la violencia vuelve siempre sobre aquellos que la iniciaron -o sobre sus descendientes, o sobre su pueblo-, no por razones éticas, que por cierto vienen a cuento, sino ante todo porque nuestro universo está construido de esa manera.

Este sitio tiene una lógica binaria, de equilibrio inestable entre dos posiciones. Los físicos hablan de acción y reacción. Las revistas femeninas hablan de ‘ellos' y de ‘nosotras'. El mundo digital se basa en las combinaciones de ceros y de unos. Tan incuestionable como la dialéctica del péndulo: todo lo que va, vuelve. Por supuesto, no necesariamente vuelve de forma tan pronta ni tan elegante -si así fuese, cada crimen recibiría su paga de inmediato. Pero la dinámica de este universo está concebida de esa forma. Y la ley de las probabilidades indica que, más allá de las consecuencias de los actos ajenos, hay mayores posibilidades de que uno coseche violencia si la ha sembrado antes, que si ha sembrado cosas buenas. Y como nosotros preferiríamos recoger amabilidad antes que el fruto de nuestros actos mezquinos es que, en fin...

Para que la vida ocurra -podríamos agregar, sin temor a equivocarnos: para que todo lo bueno ocurra- hace falta que millones de cosas sucedan, en las circunstancias adecuadas y siempre en el orden correcto. Lo que va de las complejísimas cadenas genéticas y procesos químicos a las decisiones sabias que, de no mediar errores mayúsculos, hilamos a paso de caracol para aproximarnos a la felicidad. Para que la muerte ocurra, en cambio, todo lo que hace falta es un golpe, un exabrupto, una decisión inmeditada.

A esta altura ya te habrás dado cuenta: a nosotros no nos gustan las cosas fáciles. Nos gusta construir, más bien. Aunque cueste trabajo. Aunque destruir siempre sea más fácil.

Estamos del lado de la vida.   

                                                (Continuará.)

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10 de septiembre de 2008
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Una bienvenida para Bruno

Ah, qué alegría: ya estás acá. No hay palabras que alcancen para describir nuestra felicidad. ¡Por fin podemos besarte y mimarte sin límites!

La verdad es que te buscamos. Porque veníamos soñándote, imaginándote desde hacía mucho y sentimos que había llegado el momento. Esto no es imprescindible -nunca hay que minimizar el encanto de una sorpresa-, pero dado que así fue, así te lo contamos.

Para empezar con el pie indicado, te anunciamos una buena noticia: el universo al que llegaste es interesantísimo. ¡No te va a dar la menor oportunidad de aburrirte! De manera bastante prodigiosa, por cierto, hemos venido a parar al interior de la más esplendorosa caja china: una fuente insondable de misterios, que no cesa de presentarnos desafíos, de invitarnos al juego. Eso sí: la versión oficial, que no tardarás en oír por una u otra vía, es que los hombres ya lo sabemos casi todo. Algunos se atreven a sostener, incluso, que somos lo más grande que existe. ‘La cima de la creación', dicen los jefes de prensa de la especie. En efecto, mucha gente cree que el universo está ahí para funcionar como patio de juegos, o incluso como basural. Pero acá entre nosotros, la verdad es que lo conocemos poco y mal. Y que usamos de la peor manera la mayor parte de lo que sabemos.

Tiempo atrás, un hombre podía atesorar la suma del conocimiento; eso es más bien imposible, ahora. Pero el hecho de que tanto dato ya no entre en una sola cabeza no significa necesariamente que hayamos arribado a un nivel de excelencia, un podio olímpico entre las especies. Quiero decir: nos gustaría que entendieses que, aunque muchos pretendan lo contrario, viniste a dar a un mundo y a un universo donde casi todo está por descubrirse. Y no sólo allá lejos, en las distancias remotísimas que propone el espacio. Los misterios también abundan aquí, al alcance de la mano.

Por ejemplo: sabemos más sobre Marte que sobre las profundidades de los océanos. No tenemos gran idea sobre la naturaleza del tiempo, contra la que batallamos a diario como si fuese nuestra enemiga. El fenómeno de la vida sigue resultándonos desconcertante. En materia de iniciativas que nos eduquen para vivir -y convivir- mejor, nos hemos quedado virtualmente huérfanos: ¡necesitamos ideas para superarnos y gente que ayude a empujar hacia delante! Para ponértelo de otra forma: aunque la especie ya lleva unos cuantos años en este planeta, la aventura humana acaba de comenzar y te invita a desempeñar tu parte como invita a todos por igual, por el simple hecho de haber nacido. Este es un lugar en el que, además de lo que sigue pendiente de descubrimiento, todo está por hacerse. Y mientras tanto el universo entero continúa allí afuera, la más enorme caja de sorpresas que se pueda concebir, en espera de ser abierta. De hecho dicen que se está expandiendo todo el tiempo, una idea que hoy, dada la forma en que te vemos comer, debería resultarte natural.

Si estamos en condiciones de escribirte estas palabras, se debe precisamente a que nacimos en un rincón privilegiado. Cuando crezcas oirás mil y una veces que el valor de una casa depende de su ubicación. Pues bien: nosotros, en tanto humanos, vinimos dar a uno de los sitios más cotizados del tinglado. ¡Este planeta bulle de vida! Y nosotros, mujeres y hombres, nos hemos desarrollado para disfrutar cada una de sus características. El sol, el mar y los ríos, los árboles llenos de frutos, las montañas, los valles fértiles: da la sensación de que hubiesen sido concebidos a la medida de nuestras necesidades. Y sin embargo es al revés, somos nosotros los que nos acomodamos a sus características. La distinción es importante, porque subraya que hicimos bien en adaptarnos. A veces hacemos exactamente lo contrario, tratamos de adaptar las cosas a nuestra conveniencia de la peor manera -esto es, con violencia-, y producimos desbarajustes sin límite.

¡Qué bueno sería si lo entendieses cuanto antes! /upload/fotos/blogs_entradas/bruno_figueras_2_med.jpg

Este mundo tiene todo lo que necesitamos, y en cantidades más que suficientes. El problema es que somos pésimos administradores. Y que mucha gente no se conforma con administrar -haciendo un uso racional de los bienes y distribuyendo lo que no necesita- porque se siente, más bien, con derecho a poseer. Nuestros antepasados nos transmitieron la más extraña compulsión: ¿qué derecho que no sea la fuerza habilitó a los hombres a adueñarse de la tierra y del agua, pasando por encima de -por ejemplo- los derechos que asistirían al león, la espiga de trigo o el pez espada? La Tierra entera estaba aquí cuando nosotros llegamos, y seguirá estando -siempre y cuando no metamos la pata- cuando nos hayamos ido. Creer que podíamos proclamarla nuestra y usarla a nuestro antojo fue un delirio, ciertamente. Pero en fin, este no es el lugar más indicado para cuestionar el orden de las cosas. Digamos tan sólo que la aventura humana se complicó cuando nuestros antepasados empezaron a clamar propiedad -y a diseñar banderas que ondear- sobre territorios, sobre bienes e incluso sobre gente. Y que te guste o no, dado que la cuestión de la posesión es crucial en este mundo, te verás forzado a elegir dónde y cómo pararte a este respecto.

Por ejemplo: más temprano que tarde descubrirás que la manzana que te gusta es menos disfrutable, en tanto estarás rodeado de gente que también querría manzanas... y no las tiene. O te tocará no tener manzana alguna y padecer hambre, o cuanto menos necesidad. En cualquier caso, ojalá entiendas que el sistema no empieza a ser injusto cuando te perjudica. El sistema es injusto siempre. Porque el dinero y el valor atribuido al trabajo son un mecanismo eficiente -queremos decir que funciona, mal que mal- pero insistimos: nunca justo. Si fuese justo repartiría mejor lo que hay y lo que se produce, de tal modo que a nadie le faltase lo esencial. Y este mundo está lleno de personas que tienen más de lo que podría gastar en mil vidas, y de otras que no tienen ni para costearse una.

Lo cual nos conduce al segundo problema. Vivimos en un mundo rico en seres vivos (tu madre y yo no nos creemos la cima de la creación: somos más bien eslabón de una larga cadena de la que dependemos -y que también depende de nosotros), pero al mismo tiempo pertenecemos a la única especie que consume más de lo que necesita. Animal o vegetal, ninguna otra especie devora de forma de acabar con la fuente de su alimento o con el medio en que vive: la vida no es suicida. Muy por el contrario, suele colaborar con la renovación de sus medios de subsistencia. Por ejemplo en el animal que come la fruta y descome la semilla de la que crecerá un nuevo árbol. Si algo caracteriza a la vida es su impulso a perdurar, transformándose todas las veces que sea necesario -o sea: adaptándose. ¡El fenómeno de la vida ocurre como si estuviese determinado a no tener fin!

Pero puestos en la situación del animal que mencionábamos, los seres humanos nos comportaríamos de otro modo: comeríamos toda la fruta, quemaríamos el árbol para producir calor y arrojaríamos nuestros desperdicios a un pozo de cemento, donde ya no crecería nada más. Qué se le va a hacer: somos así, al menos hasta hoy. Creamos cosas maravillosas y al mismo tiempo serruchamos la rama sobre la que estamos sentados -lo cual, convendrás con nosotros, no es muy inteligente, y mucho menos tratándose de una especie tan convencida de su propia genialidad.

La parte buena del asunto es la siguiente: no tenemos por qué seguir siendo así. Ya te lo dijimos, una de nuestras características es la capacidad de adaptación a cualquier circunstancia, por difícil que parezca. Y el universo del que formamos parte nos está diciendo con todas las letras que es hora de que nos adaptemos a una nueva situación. Debemos preservar el delicado equilibrio natural del mundo en que vivimos -la rama en la que estamos sentados. Lo cual no se agota en un planteo ecologista, porque también supone construir un segundo equilibrio, ahora en el interior de nuestra propia especie, entre aquellos que tienen demasiado y aquellos que tienen demasiado poco.

Esto es algo que debemos hacer todos juntos. Porque si fallamos no habrá nadie que se salve, ni los dueños del manzanar ni los hambrientos. El destino de la especie nos hermana sin excepciones: ¡o todos o ninguno! De otro modo, nos pasará lo mismo que le pasó a los dinosaurios. Y el Spielberg de la especie que evolucione en el futuro filmará entonces Human Park, tratando de imaginar cuán espectaculares y graciosos -y por cierto: letales- éramos en nuestro tiempo.

Por este motivo (y también por algunos otros, de los que ya hablaremos con el correr de los años), te sugerimos que te apegues lo menos posible a las cosas. Tener y acumular no sirve de mucho. Porque cuando llegue la hora de despedirse -todos morimos alguna vez, nunca es demasiado temprano para saberlo: las moléculas que nos hacen quienes somos disuelven su asociación pero no desaparecen, simplemente emigran a otro objeto o mejor, a otra vida, del mismo modo en que todos tenemos hoy algún átomo que en su momento perteneció a Shakespeare o a Tamerlán o a Louise Brooks-, cuando llega la hora del adiós, decíamos, nadie piensa en su cuenta bancaria o en el BMW. En el mejor de los casos recuerda las cosas maravillosas que vivió, y en el peor lamentará haberlas no vivido. ¿De qué nos sirve atesorar cosas que no podremos llevarnos? La única riqueza real que se acumula en nuestro paso por este mundo se mide en experiencias y en afectos, más que en dinero. Por eso mismo, no te equivoques nunca de moneda... 

                                                      (Continuará.)

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8 de septiembre de 2008
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Atticus vela por todos nosotros

La gente de The A.V. Club, el site de la revista The Onion, tiene una sección que se llama Mejor tarde que nunca. Allí algún colaborador cuenta la experiencia de haberse puesto al día con alguna obra considerada mayúscula que, hasta entonces y por motivos variopintos, nunca había experimentado. La semana pasada, Nathan Rabin contaba lo que le ocurrió al leer finalmente Watchmen, esa maravilla escrita por Alan Moore y dibujada por Dave Gibbons. (¿Su opinión? Extática.) /upload/fotos/blogs_entradas/to_kill_a_mockinberg_med.bmpEsta semana, Zack Handlen narra lo que le sugirió la lectura de To Kill A Mockingbird, la maravillosa novela de Harper Lee, y la visión del film del mismo nombre protagonizado por Gregory Peck como Atticus Finch -o, para ponerlo de otro modo: el padre que todos querríamos tener... o ser.

Lo primero que sentí fue cierta envidia. Handlen cuenta que Mockingbird se le escapó de las manos a pesar de que en las escuelas suelen darlo para leer, al igual que clásicos como Jane Eyre y Las aventuras de Huck Finn. Qué suerte tienen estos gringos... ¡Todo lo que a mí me daban a leer en la escuela eran bodrios como La bolsa de Julián Martel! A veces creo que me convertí en escritor a pesar de todo lo que hicieron mis profesores de literatura para ahuyentarme del barrio...

Pero mientras envidiaba la experiencia de leer y ver Mockingberg por primera vez, recordé una de sus escenas centrales. Allí, el abogado Atticus Finch vela delante de la puerta de la cárcel, sentado en una silla, como forma de proteger al negro Tom Robinson, acusado -falsamente- de haber violado a una joven blanca. Atticus sabe que la mayor parte de los blancos del lugar no se contentará con un juicio justo: si por ellos fuere, preferirían linchar a Tom y ahorrarse el trámite. Por eso Atticus pasa allí la noche, en plena calle, confiando en que podrá detener a la eventual turba con su presencia y sus argumentos. Por supuesto, la turba llega y Atticus se ve sobrepasado por una fuerza que no entiende de razones. Quien lo salva entonces -y salva así a Tom, aunque no para siempre- es su pequeña hija Scout, que se ha escapado de la casa en plena noche para ver qué hace su padre. La irrupción de la niña disuade a la turba de emplear la fuerza; allí donde la razón y la ley escrita han fallado, la inocencia ayuda a preservar la paz. Después de lo cual Scout regresa a su hogar y Atticus sigue velando, sentado en su silla a la luz de una lámpara y leyendo el libro que llevó para matar las horas. "Hay algo en esa escena,' dice Handlen, ‘en la imagen de Atticus sentado ahí, con su libro abierto en el pequeño círculo de luz... que me hizo sentir mejor. Respecto de todo'.

Esa es una de las razones por las que amo To Kill a Mockingbird. Porque desde que supe que, a pesar de la abundancia de turbas irracionales en este mundo, Atticus vela por nosotros mientras lee un libro, yo también -como Scout, como Handlen- puedo dormir mejor.

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5 de septiembre de 2008
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A predicar a otra parte

Finalmente se cayó el proyecto de que HBO llevase Preacher a la TV. Es una pena, porque la historieta de Garth Ennis y Steve Dillon es demasiado compleja para ser reducida a una película. La TV es un medio más apropiado para Preacher, no sólo por consideraciones estrictamente narrativas -la extensión original del relato, su naturaleza episódica- sino también porque en los últimos tiempos ha demostrado ser un medio infinitamente más osado que el cine producido en Hollywood. Después de las dificultades que enfrentó Kevin Smith con su película Dogma, y todavía en el contexto hiperreligioso del que George W. Bush se sirvió y al que contribuyó a alimentar, ¿se imaginan un relato ultraviolento sobre un hombre poseido por un ser celestial que persigue a Dios para increparlo por haberle dado la espalda a la humanidad?

Publicada entre 1995 y 2000, y finalmente editada en el formato de nueve novelas gráficas, Preacher cuenta la historia de Jesse Custer, pastor  de un pequeño pueblo del sur americano que un día es ‘visitado' por un ente celestial llamado Génesis, hijo de la relación entre un arcángel y un demonio. Esa posesión convierte a Custer en un ser todopoderoso, que al tiempo que lucha para evitar ser manipulado por organizaciones religiosas y políticas persigue a Dios para enjuiciarlo por su defección. Víctima de la enseñanza reaccionaria que solía ser habitual en el Sur profundo, que además se cobró la vida de sus padres, Custer emprende esta cruzada justiciera acompañado por socios tan impresentables como él. Su novia Tulip, chica de armas tomar. Su amigo Cassidy, un vampiro irlandés devoto del punk y del hardcore. (Personaje inolvidable, dicho sea de paso.) Y como si esto fuera poco, el fantasma de John Wayne, que ilumina a Custer en las horas más oscuras...

Preacher es un western contemporáneo, y una historia de amor, y un relato profundo e iconoclasta sobre la naturaleza de esta existencia -todo a la vez. HBO parecía un envase cantado para un producto de esta naturaleza. Pero para ser sinceros, desde que The Sopranos terminó y The Wire dio las hurras, HBO ha perdido el cetro como creador de las series más adultas y controversiales a manos de Showtime. El hecho de que terminase de matar el proyecto alegando que era ‘demasiado oscuro y violento y controversial' cuando esa es precisamente la gracia de Preacher, revela que ha perdido el norte por completo. Si Alan Ball, creador de Six Feet Under, fracasa allí con su nueva serie True Blood, los directores de la emisora deberían empezar a pensar en cambiar de trabajo. 

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4 de septiembre de 2008
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El hombre de todos los santos

La película A Guide to Recognizing Your Saints tardó dos años en llegar a la Argentina, y aun así no lo hizo de la mejor manera: se la exhibe en muy pocos cines. Pero vale la pena hacer el esfuerzo de llegar a uno, o de obtener su edición en DVD. Guide representa un triple salto mortal: es la adaptación al cine del libro de memorias de Dito Montiel, que además escribió el guión... que terminó dirigiendo él mismo, producido por Trudie Styler y con la actuación de Robert Downey Jr., Shia LaBeouf, Dianne Wiest, Rosario Dawson y Chazz Palminteri.

Nacido Orlandito Montiel en 1970, Dito creció en Astoria, Queens y escapó por un pelo al destino que parecía inevitable entre los suyos: la droga, la violencia, la prisión, la muerte temprana. Asomó a la luz pública como miembro de la banda hardcore Major Conflict, y luego como integrante de Gutterboy, que firmó un contrato millonario con Geffen Records y se disolvió al poco tiempo; todavía hoy se la considera ‘unas de las más exitosas bandas sin éxito', según pretende Wikipedia.

El libro A Guide es una serie de viñetas sobre la juventud de Dito. La película conserva ese aire episódico, pero evitando la etapa del Dito músico para centrarse en la historia de sus amigos y en la relación con sus padres. Lo primero que impacta del film es la maravillosa actuación de los actores que interpretan a los amigos de Dito. El hecho de que el mismo Montiel recrease su propia historia debía darle al film una fuertísima sensación de autenticidad, pero si en efecto lo logró se debe a su maravilloso trabajo con estos chicos y muchachas. Por lo demás, la película carece por completo de toda impronta literaria, al tiempo que escapa del pesado yugo del naturalismo; por el contrario, A Guide fluye libremente entre dos tiempos -en los 80 Dito es Shia LaBeouf, a mediados de los 90 es Downey Jr. regresando por primera vez a casa después de 15 años- y entre la fuerza de lo real y la libertad absoluta del narrador nato. Como alguien que intenta también moverse en simultáneo entre formas independientes de la creación, el caso de Dito me llena de esperanzas: Montiel demuestra que uno puede ser músico y escritor y cineasta con perfecto registro de las idiosincracias de cada lenguaje -y a sabiendas de que en el fondo, se trata de articulaciones de la misma, idéntica necesidad: la de narrar.

Pequeña gran película, A Guide to Recognizing Your Saints. Ya estoy tratando de conseguirme el segundo libro de Montiel, Eddie Krumble is the Clapper. Y encendiendo velas por su segunda película, Fighting, que espero se estrene pronto... y se difunda mejor en Hispanoamérica. 

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3 de septiembre de 2008
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No silencien a Buenos Aires

El miércoles pasado ocurrió una cosa muy bonita. A las 21 en punto, la ciudad entera empezó a ser atravesada por distintas músicas. Los estéreos de los autos atronaban, las canciones se colaban a través de cada ventana. (Esto ocurría en los barrios privilegiados y también en los más humildes.) Lo sé bien porque salí al balcón de mi séptimo piso y oí lo que pasaba en mi propia calle. Las canciones ahogaban los ruidos habituales de fondo, borrando el pitido de los trenes y el zumbido constante de la avenida General Paz. Fue como si la ciudad toda ensayase al unísono el crescendo orquestal de A Day in the Life. Aunque las canciones se pisaban en deliciosa cacofonía, todas las músicas eran la misma: la música de Charly García.

No sé cómo empezó la iniciativa. Creo que por internet, los fans de Charly convinieron en hacer sonar su música ese día y a esa hora, allí donde estuvieren, como modo de manifestarle su apoyo en las difíciles circunstancias que vive. (O, para ponerlo en términos del mismo García: para hacerle el aguante.) La convocatoria redundó además en otra multitud, que se apiñó en las puertas de la clínica de Almagro donde sigue internado por orden judicial. Un Charly de gesto inescrutable se asomó un instante corriendo el cortinado de una ventana; no sé si estaba emocionado o no, o sorprendido, o si entendía siquiera lo que estaba ocurriendo. Con merecida culpa, los mismos medios que habían difundido hasta el hartazgo las imágenes de su caida repitieron el rostro detrás del cristal.

Un gesto simbólico que ojalá haya ayudado a sostener el alma de Charly, aquel que se desarmó y sangró mientras producía esa obra tan bella que tanto ayudó al parto de nuestras propias almas. Ya habido demasiada muerte en este país. Es tiempo de armar y de curar.  

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2 de septiembre de 2008
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El Boomeran(g)
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