Marcelo Figueras
El miércoles pasado ocurrió una cosa muy bonita. A las 21 en punto, la ciudad entera empezó a ser atravesada por distintas músicas. Los estéreos de los autos atronaban, las canciones se colaban a través de cada ventana. (Esto ocurría en los barrios privilegiados y también en los más humildes.) Lo sé bien porque salí al balcón de mi séptimo piso y oí lo que pasaba en mi propia calle. Las canciones ahogaban los ruidos habituales de fondo, borrando el pitido de los trenes y el zumbido constante de la avenida General Paz. Fue como si la ciudad toda ensayase al unísono el crescendo orquestal de A Day in the Life. Aunque las canciones se pisaban en deliciosa cacofonía, todas las músicas eran la misma: la música de Charly García.
No sé cómo empezó la iniciativa. Creo que por internet, los fans de Charly convinieron en hacer sonar su música ese día y a esa hora, allí donde estuvieren, como modo de manifestarle su apoyo en las difíciles circunstancias que vive. (O, para ponerlo en términos del mismo García: para hacerle el aguante.) La convocatoria redundó además en otra multitud, que se apiñó en las puertas de la clínica de Almagro donde sigue internado por orden judicial. Un Charly de gesto inescrutable se asomó un instante corriendo el cortinado de una ventana; no sé si estaba emocionado o no, o sorprendido, o si entendía siquiera lo que estaba ocurriendo. Con merecida culpa, los mismos medios que habían difundido hasta el hartazgo las imágenes de su caida repitieron el rostro detrás del cristal.
Un gesto simbólico que ojalá haya ayudado a sostener el alma de Charly, aquel que se desarmó y sangró mientras producía esa obra tan bella que tanto ayudó al parto de nuestras propias almas. Ya habido demasiada muerte en este país. Es tiempo de armar y de curar.