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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Watching the Watchmen

Respecto de Watchmen… No, queridos Mayté y Sebastián: no es que me haya parecido mala. Ya me dirán qué les ocurre a ustedes, pero cuando finalmente veo una película a la que esperado mucho –y todavía más si está basada en un relato que amo- suelen pasarme cosas raras.
    La primera visión suele ser tensa, contracturada. Es un trámite inevitable por el que debo pasar, para dejar de contrastar el film objetivo con la versión que anticipé en mi cabeza. La segunda visión, por eso mismo, es habitualmente la mejor. Siempre me acuerdo de haber visto el Dracula de Coppola en Nueva York, el día de su estreno, en la primera función del mediodía. Entré con toda la expectativa del mundo y salí frustrado. Era inevitable: me la pasé comparando el film con los preconceptos que habían entrado a la sala conmigo.
    Cuando la vi por segunda vez, ya de regreso en la Argentina, juzgué a la película no en mis términos, sino en los suyos. Y en vez de resistirme como antes, me dejé llevar por la narración. Durante la secuencia en que Coppola, maestro del montaje paralelo, mezcla el casamiento de Mina con el ataque de Drácula sobre Lucy, estuve a punto de pararme en el cine y dirigir los elementos con los brazos como si fuese Leonard Bernstein. ¡Sencillamente orgásmico!
    Pero aún no vi Watchmen por segunda vez.
    Por el momento sólo puedo dar impresiones sueltas. Decir que muchas secuencias me encantaron, y que aun así me dejaron girando sobre mi eje como un trompo, preguntándome si me gustaban sólo por su parecido con la historieta original y si en ese caso no debería demandarles algo más que la fiel recreación. Tengo claro que vi Watchmen –el film- comparándolo constantemente con Watchmen –el libro-, y por ende me cuesta mucho imaginarme qué leerá en la pantalla, qué sentirá y qué entenderá la gente que no conoce la historieta original de Alan Moore y Dave Gibbons.
    Déjenme decir, en esta instancia, que concuerdo con la opinión que el comediante Patton Oswalt –a quien por aquí recordamos como la voz del protagonista de Ratatouille- expresó en su blog: el director Zach Snyder merece que nos saquemos el sombrero, porque en lugar de trabajar para la tribuna y conformar a la masa de modo demagógico levantó la apuesta, sin negociar sus principios artísticos. El esfuerzo que se tomó para honrar Watchmen como si fuese –de hecho lo es- una obra de arte preciosa, honra a Snyder del mismo modo: además del film en sí mismo dirigió la adaptación animada de Marooned y el ‘documental’ Under the Hood, materiales de los que podría haber prescindido y sin embargo defendió –y que espero ver, dicho sea de paso, cuando salga una edición en DVD con corte del autor y todos los extras.
    Después del éxito de 300, Snyder podría haber filmado 600. Y sin embargo decidió ponerse a la altura de sus más grandes ambiciones. Podrán decirse muchas cosas de Watchmen, pero nadie podrá discutir el hecho de que es una obra ambiciosa, compleja, oscura, violenta, desafiante y monumental –como la historieta de Alan Moore.
    Aun en el peor de los casos, la suerte de Snyder no estará por debajo de la Leónidas, el protagonista de 300: si la suya es una derrota, se trata incuestionablemente de una derrota gloriosa –de esas que hacen historia.  
    Espero ver Watchmen por segunda vez en el IMAX.



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11 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Paraíso (re)encontrado

¡Volvió Lost! Fueron dos horas sentado al borde de la silla, con toda mi atención puesta en las (decididamente) interminables vueltas de tuerca del argumento. Para ser sincero, nunca pensé que J. J. Abrams, Damon Lindelof, Carlton Cuse y el resto de los productores encontrarían una explicación satisfactoria para ese asunto de la isla que desaparece. Pero la analogía que compara la isla a un disco de vinilo que salta entre surcos, en este caso temporales, es cuanto menos estimulante para el pensamiento. Siempre he sido devoto de las ficciones que me ayudan a pensar en la (inasible) naturaleza del tiempo…
    Suelo pensar que el final de la serie –la sexta y última temporada concluirá en el año 2010- será decepcionante de manera inevitable, por cuanto es casi imposible que una explicación esté a la altura de los misterios hilados durante cinco años. Pero aun así me sacaré el sombrero ante Abrams & Co. Como narrador, no puedo menos que admirar el arte con que me han hipnotizado durante todos estos años. La forma en que han sostenido ese ritmo de crear cinco nuevas incógnitas por cada misterio revelado es simplemente magistral.
    Los mejores relatos de suspenso nos invitan a reverlos apenas terminados, para disfrutar de cada escena como si fuese nueva, una vez que nos sabemos en posesión de todos sus secretos. Ya me veo tragándome las seis temporadas de un tirón en algún momento del año 2010 (mi disco temporal ha pegado un salto), disfrutando como loco de la narración precisamente porque los hilos de los titiriteros quedaron ya a la vista.  



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10 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La paz del guerrero

Nunca fui fan de Clint Eastwood: ni como actor ni como director. Por supuesto que me gustaban los westerns de Sergio Leone, y que me entretenían las pelis de Harry el Sucio, y que de tanto en tanto algunas de las que dirigía –por ejemplo White Hunter, Black Heart- me sorprendían positivamente. Creo que, como le ocurrió a muchos, mi conversión comenzó con The Unforgiven. Me pareció mucho más que un buen western: The Unforgiven es una gran película a secas. A la que siguieron otros títulos también poderosos –Mystic River, por ejemplo.
    Gran Torino es una peli que parece estar concebida como summa, y quizás resulte difícil de apreciar si no se tiene aunque más no sea una perspectiva general del cine de Eastwood. No quiero decir con esto que alguien corra el riesgo de quedarse afuera, o de no entenderla, si no está familiarizado con sus films. Eastwood narra siempre sin afectaciones ni remilgos: cuando uno opta por alguna de sus películas, sabe que siempre se va a encontrar con una narración tersa y entretenida.
    En el caso de Gran Torino se cuenta la historia de Walt Kowalski (el mismo Eastwood), un veterano de Corea y viudo reciente que vive en uno de esos barrios tradicionales que han sido copados por inmigrantes. Hosco y solitario, no parece haber albergado en su vida más afecto que el que profesaba por su mujer muerta: el viejo Walt no soporta ni a sus hijos, ni a sus vecinos orientales, ni al binenintencionado cura del barrio ni al curso que el mundo en general y su país en particular han tomado en estos años. Verdadera máquina de escupir insultos raciales, Kowalski se ve involucrado en los hechos con los dos jóvenes vietnamitas que tiene por vecinos, Thao y Sue. Al comprender que su futuro está comprometido por las bandas locales que asuelan los suburbios de Michigan (los hombres tienen destino de cárcel o de muerte, las mujeres sólo pueden ser maltratadas), Kowalski emprende un camino que le permitirá exorcizar los fantasmas de su pasado militar y obtener algo parecido a una redención.
    En más de un sentido, Walt es otra versión de William Munny, el protagonista de The Unforgiven. Como Munny, Walt ha matado en el pasado y ha sido premiado por ello. Ambos han vivido después vidas productivas, formando familia, criando hijos. Pero el mundo en que viven no ha dejado de ser violento, y las circunstancias los ponen en la necesidad de recurrir nuevamente a las armas. Y aquí es donde sus caminos divergen. En un mundo con instituciones endebles, Munny entiende que no tiene más remedio que hacer valer su propia ley. En un mundo como el presente, con instituciones establecidas (aunque funcionen mal, aunque estén corrompidas), siempre debería existir otro tipo de opción: lo que va del Remington de Munny a la mano desnuda de Walt, por más que extienda índice y pulgar imitando a un revólver.
    Así como en su momento Eastwood usó a Munny para redimirse de los films donde glorificaba la violencia, Walt le permite hacer penitencia por pasados excesos americano-céntricos. (Algo que ya intentó con Letters from Iwo Jima.) La misma recurrencia a la religión, gran ausente en su cinematografía, nos pone en la pista del hombre que se sabe al final del camino. Que nadie lo dude: cuando el viejo Clint estire la pata, la mayor parte de los compilados de homenaje incluirán al final esa imagen en que Walt mira a cámara y dice, ‘Yo estoy en paz’.



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9 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Esperando a 'Watchmen' (2)

Me encantaría ver una versión de Corto Maltés en el cine. Quiero decir, he visto un par de las adaptaciones animadas que compré en DVD y están bien, pero la tentación de ver a un Corto y a un Rasputín de carne y hueso… Hasta tengo una idea de casting: el francés Romain Duris en el papel del aventurero creado por Hugo Pratt.
    Me gustaría también una adaptación de Terry y los piratas de Milton Caniff. Tantas películas han robado sus escenarios, su tipo de peripecias y su sabor retro –empezando por un tal Indiana Jones-, ¿que por qué no ir directamente al original?
    Me gustaría ver El eternauta de Héctor G. Oesterheld, por supuesto. Entiendo que hay en marcha una versión a ser dirigida por Lucrecia Martel. Me da esperanzas y miedo a la vez, porque es un proyecto de esos que ofrece una sola manera de hacerlo bien y un millón de maneras de arruinarlo.
    Ya saben que me gusta Preacher, que siempre está por hacerse en TV o en cine. Y me encantaría ver Nippur de Lagash en la pantalla grande, aun cuando imagino que se trata de un imposible: no estoy seguro de cuán conocida sea Nippur más allá de la Argentina, ¿y qué compatriota mío podría filmar las andanzas de un guerrero sumerio en tiempos de Teseo?
    ¿Cómo sería una adaptación de Alack Sinner, de Muñoz y Sampayo? ¿Y una del Batman: Year One de Frank Miller? ¿Y otra de From Hell de Alan Moore que borre el sabor a nada del film de los hermanos Hughes?
    No es que a uno no le alcance con la historieta original –o con la novela, o con la obra de teatro. Estos relatos están perfectamente bien como están. Y son autosuficientes. ¡No necesitan nada más! Los que lo necesitamos somos nosotros, pobres criaturas egoístas. Si una historieta (o una novela, o una obra de teatro) nos ha transportado a una dimensión más alta, siempre querremos verla adaptada en otro registro. Porque verla trasladada a otro código narrativo nos devolverá la ilusión de descubrirla con ojos nuevos –como si fuese la primera vez.



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6 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Esperando a 'Watchmen'

Hoy se estrena Watchmen aquí. Hoy voy a ver Watchmen.
    Mientras espero que llegue la hora tan soñada, me divierto con una producción de The A.V. Club (www.avclub.com) titulada Otras 24 novelas gráficas que nos gustaría ver llevadas al cine. Algunos de los títulos sugeridos me parecen elecciones naturales, desde Ronin de Frank Miller hasta otra obra de Alan Moore, The League of Extraordinary Gentlemen. (Alguien dirá: ¡pero si esa ya la filmaron! Precisamente. Lo hicieron tan mal, que sería justo que alguien volviese a hacerlo –pero bien.)
    Otros constituyen elecciones exóticas, pero por eso mismo interesantes: desde Maus de Art Spiegelman, que recrea el Holocausto con la imaginería de ratones, gatos y cerdos inspirada en el Mickey Mouse de los comienzos, pasando por Jimmy Corrigan, The Smartest Kid On Earth (una historia de soledad tan tierna como devastadora) y llegando a Black Hole de Charles Burns, que –dicen- sería el próximo proyecto de David Fincher. De ser así representaría un regreso a la oscuridad más que bienvenido, después de la agridulce Benjamin Button.
    Lo interesante fue que la gente de A.V. Club recomendase historietas de las que nunca había oido hablar y suenan maravillosas. Como Cerebus: High Society, de Dave Sim, calificada de ‘una de las cuatro o cinco mejores novelas gráficas jamás publicadas’. Con esa recomendación, ya me la anoté en mi lista mental de próximos libros por comprar… O Concrete: Strange Armor, de Paul Chadwick, protagonizada por ‘una especie de superhéroe que usa sus dones para lidiar con cuestiones sociales o emprender increíbles expediciones, en vez de combatir el crimen… Un héroe que piensa más de lo que hace’. O The Sword de The Luna Brothers, autores de títulos como Girls y Ultra de los que he oido maravillas pero nunca cayeron en mis manos.
    ¿No se entusiasman ustedes cuando piensan cuántas cosas maravillosas quedan por leer?
    Mañana les digo qué comics me gustaría ver a mí en el cine.

                                                                                                (Continuará)



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5 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crónicas de Argentinarnia

Pequeñas delicias de la patronal del campo en la Argentina… Ayer me llegó esta anécdota, cuyos detalles ignoro pero imagino veraz en su esencia. Durante los meses del año 2008 en que el lockout patronal impidió la libre circulación de las rutas, la gente de Walden Media, productora de la saga de Narnia en el cine, barajó la posibilidad de filmar la tercera parte (Chronicles of Narnia: The Voyage of the Dawn Treader) en este país. Las facilidades estaban y los números cerraban. Pero finalmente los productores hicieron gala de sentido común y decidieron mudar sus tiendas a otra parte. Obligados a filmar en paisajes tan diversos como remotos de la Argentina, y por ende a movilizar toneladas de equipo mediante camiones, hubiese sido insensato que se arriesgasen a hacerlo en un país donde no se podía garantizar la libre circulación. ¡Cada día de un camión parado en un piquete hubiese representado una pérdida de millones de dólares!
    Hoy en día Dawn Treader está en marcha con fecha de estreno en diciembre de 2010. Será rodada en Nueva Zelanda y Australia, naciones que suelen meter presos a los que se adueñan de rutas públicas y toman bancos (como hizo aquí días atrás el empresario Alfredo de Angeli) y donde además la comercialización de granos está controlada por el Estado. Algo que sin duda espantaría de los Abanderados del Capitalismo Salvaje de mi país que, a diferencia de sus congéneres del mundo entero, no se ocultan con vergüenza en estas semanas sino que persisten en sus modos prepotentes y sus prácticas dignas de un mafioso.
    Así que sumen. A las pérdidas millonarias que produjeron entonces al país todo, a los aumentos de precios que provocaron, a los trastornos derivados de la falta de alimentos, al hombre que murió en la ambulancia a la que impidieron el paso (del que nadie parece acordarse, pero yo sí) y a las toneladas de granos que todavía se niegan a vender con tal de no pagar impuestos, agreguen ahora el lucro cesante de los cientos de argentinos que podrían haber trabajado en Dawn Treader y no tuvieron la oportunidad.



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4 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Al maestro con cariño

Qué envidia más grande siento por aquellos afortunados que están viendo y verán los conciertos con que Leonard Cohen regresó a la ruta, después de quince años de ausencia. Dicen que lo que hizo días atrás en el Beacon Theatre fue extraordinario por muchas razones, entre otras el hecho de que ya es dos años más viejo que John McCain... y sin embargo no se traiciona.
    Su director musical le dijo a Larry Rohter del New York Times que incluso durante los vuelos más largos, Cohen viaja con las piernas cruzadas y la espalda erguida, un resabio de los años que pasó en un monasterio budista. Algo que también me gusta del artículo de Rohter es la forma en que, citando declaraciones del novelista Pico Iyer, define el arte de Leonard Cohen: música que suena como ‘una colaboración entre Jacques Brel y (el poeta y monje trapense) Thomas Merton’.
    Pero en fin, aunque no tengo planes inmediatos de cruzarme con Cohen en algún punto de su gira, puedo recurrir a sus discos, y por ende a sus canciones, en cualquier momento. Casi a modo de compensación –modesta, y por ende zen-, el New Yorker difundió esta semana un poema nuevo del viejo, llamado A Street. Tan simple en su planteo como rico en resonancias, a la manera del mejor Cohen. Alusiones a una Guerra Civil que suena a todas las guerras, la mención a un ‘Fantasma de la Cultura / Con números en su muñeca’ y el brindis de aquel que ‘solía ser tu borracho favorito’, lleno de unas esperanzas que el estribillo se encarga de borrar: ‘Brindemos para que termine de una vez / Y brindemos por la vez que nos conocimos / Yo estaré parado en esta esquina / Donde solía haber una calle’.
    Puede que brindar por el fin de la(s) guerra(s) sea inútil. Pero brindar por la salud del maestro no lo será nunca.



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3 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estupideces

¿Oyeron hablar de Susana Giménez? Alguna vez incurrí en el facilismo de compararla con Oprah Winfrey, por el hecho de que ambas son las mayores divas televisivas de sus países: Winfrey en los Estados Unidos y Susana Giménez en la Argentina. Pero en pos de la justicia, lo más adecuado sería decir que Susana es el perfecto negativo de Winfrey, y no sólo por la diferencia en el color de piel. Porque donde la Winfrey difunde la lectura en televisión y participa regularmente de causas políticas y sociales de corte progresista, la Giménez sólo difunde la estupidez mediante juegos, sorteos y el recurso a un supuesto ‘glamour' que, viniendo de quien viene, no puede sino ser de cabotaje.

          Recién llegada de Miami (he ahí la clase de ‘glamour' que profesa), el viernes pasado la Giménez brindó una conferencia de prensa en la puerta de su casa. El disparador fue una noticia de sangre: durante lo que parecía ser un típico asalto a mano armada (la policía sospecha ahora que ese no fue el caso), resultó muerto Gustavo Lanzavecchia, uno de los tantos colaboradores de la diva. Seguramente dolida, la Giménez -a quien, con tantos años de TV encima, no puede sospecharse de ingenuidad en el manejo de los medios- soltó ante cámaras y micrófonos la siguiente frase: ‘El que mata tiene que morir. Y basta de los derechos humanos y de esas estupideces'.

          Puedo aceptar que Giménez discrepe con el consenso de los Estados modernos, que optan por limitarse a sí mismos y reniegan de la pena de muerte. Puedo entender incluso que, dado que la Argentina nunca sancionó ese recurso, imagine que una pena semejante pueda tener un efecto disuasor sobre los criminales -a pesar de todas las estadísticas en contrario. Puedo tolerar que una mujer que consagró su vida a la frivolidad no piense en las profundas contradicciones que entraña una frase tan simple. (Por ejemplo: un político corrupto como Menem, que fundió al país y en consecuencia produjo la muerte por inanición de tantos niños, ¿debería morir también? O mejor aun: ¿deberían morir los genocidas de la dictadura, a cuenta de los numerosísimos homicidios que se les han probado?)

          Lo que no puedo tolerar es que en un país con la historia reciente de la Argentina, alguien diga que los derechos humanos son una estupidez. Muy por el contrario, son el tema central de nuestro tiempo. Y no me refiero sólo a la justicia pendiente por el genocidio de la dictadura, sino también a la profunda injusticia estructural que produce tantos pobres en un país tan rico. Esos pobres que, la señora Giménez debería saberlo, conforman la mayoría de sus admiradores. ¿Tendrá alguna noción esta mujer de cuántos de sus televidentes se ven obligados a hacer cosas nos sanctas para llevar pan a su mesa? ¿Entenderá que los hijos adolescentes de esa gente son sospechados en este país por el simple hecho de ser jóvenes, morenos y pobres? Y si esa gente dejase de verla, al comprender que Giménez abona el prejuicio contra su progenie, ¿aceptaría ella alegremente la baja de su rating o saldría a pronunciar una excusa demagógica de esas que tantas veces formuló a lo largo de su carrera? 

          Somos muchos los que, en este país, pensamos que hace mucho que Susana Giménez no visita Miami.



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2 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lear ha muerto, viva Lear

La noticia me entristeció temprano por la mañana: no habría nueva adaptación de King Lear. La idea era que la crisis económica cobraba su primera víctima notable en el mundo del cine. Según la interpretación del Telegraph, lo increíble era que, a pesar de figurar en el puesto 42 en una ‘power list' de la revista Forbes, la actriz Keira Knightley no pudiese atraer financiación para el proyecto. Se ve que en el Telegraph no la deben querer mucho, porque el proyecto también contaba con Sir Anthony Hopkins, Naomi Watts y Gwyneth Paltrow y nadie los culpaba a ellos del naufragio de la producción.

          Por la tarde encontré un artículo más largo y comprendí que en realidad había dos proyectos para hacer Lear. Y ahí se me fue la tristeza: el que a mí más me interesaba -aquel con Al Pacino en el protagónico y dirección de Michael Radford, el mismo tándem de El mercader de Venecia- seguía en pie... o por lo menos nadie anunció su defunción todavía. No sé ustedes, pero yo prefiero las sobreactuaciones de Pacino a las de Hopkins. Cuando Hopkins se descontrola parece un actor que exagera. Cuando Pacino se descontrola parece un loco verdadero. Aunque me pregunto si conseguirá superar aquella escena donde ya hizo de Lear bajo otro nombre: ¿recuerdan imágenes más desgarradoras que la de Michael Corleone abrazando a su hija muerta y prorrumpiendo en un grito sordo al final de El padrino III?

          Lo que más me gustaría es que a algún productor se le ocurriese producir un Lear con Sir Ian McKellen, que viene de hacer una temporada teatral exitosísima con esa obra. McKellen tiene la técnica impecable de Hopkins y la capacidad emotiva de Pacino: ¡lo mejor de ambos mundos!

          Un reino otrora próspero, arrasado por una noción torcida del amor filial. Batallas fratricidas. Ciegos que saltan al abismo... Nunca se me había ocurrido que King Lear hablaba del mundo de hoy.

          Pero habla. Tanto o más que las noticias.



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27 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Malévolas o benévolas?

¿Leyeron Las benévolas (Les Bienveillantes)? Hablo de la novela del estadounidense que escribe en francés Jonathan Littell, ganadora del premio Goncourt y el Gran Premio de la Académie Francaise de 2006. Yo no, al menos todavía, a pesar de que ya ha sido editada en español hace algunos meses. Pero de todos modos estaba al tanto del asunto desde la concesión del Goncourt: había leido mucho sobre esa novela monumental escrita desde el punto de vista de un oficial nazi, Max Aub, autor y testigo de las más grandes atrocidades durante la Segunda Guerra, que de todos modos escapa al castigo de la justicia humana y vive una segunda vida vendiendo encaje.

          Ayer me llamó la atención la ferocidad con que Michiko Kakutani, la legendaria crítica literaria del New York Times, pulverizó la novela de Littell que acaba de ser editada en inglés. Kakutani arranca diciendo que los fans del libro ‘confundieron osadía con perversidad, ambición con pretensión'. Y sigue definiendo la novela como ‘una sucesión interminable de escenas en que judíos son torturados, mutilados, baleados, gaseados o metidos dentro de hornos, intercaladas con una igualmente interminable sucesión de escenas describiendo las fantasías incestuosas y sadomasoquistas del protagonista'.

          De inmediato el blog The Daily Beast contraatacó con un artículo de Michael Korda que, bajo el título Una brillante novela del Holocausto, asegura que Kakutani ‘metió la pata hasta el fondo'. Korda asegura que Las benévolas es una de esas novelas llamadas a competir con las gigantes de la literatura universal, en la categoría de Moby Dick y de Crimen y castigo. Y asegura que, aun con lo demandante que es -hablamos de mil densas páginas-, y a sabiendas de que se trata de una obra que no busca hacernos sentir bien sino todo lo contrario, el libro ‘vale el esfuerzo'.

          Yo sé bien por qué no sentí la tentación de leer la novela apenas salió. Al menos a mí, la perspectiva de dedicar tanto tiempo a ponerme dentro de la cabeza de un monstruo no me seduce en lo más mínimo. Quizás porque vivo en una sociedad llena de monstruos vivientes, todavía llagada por las consecuencias de sus actos. (A Videla, dicho sea de paso, acaban de denegarle una petición para volver al arresto domiciliario.) El punto de vista de los psicópatas que sólo piensan en su gratificación y mienten públicamente sin sentir remordimiento tampoco representa novedad, por cuanto los medios de mi país les prestan cámaras y micrófonos a diario, ¡sin cuestionarlos!, permitiendo se expresen con amplitud de estadistas y la libertad que sólo se toman los artistas.

          Pero en fin, el enfrentamiento entre opiniones tan extremas y la pasión con que se las defiende no me van a dejar más remedio que hacer una de esas cosas que este mundo permite cada vez más raramente: leer el libro (no me refiero a esto, porque leo constantemente, sino a lo que sigue) y pensar por mí mismo.



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26 de febrero de 2009
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