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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Après moi le déluge

Muchas son las señales que vamos recibiendo sobre una próxima e inevitable catástrofe universal. El clima está cambiando; naturalmente, a peor. Podría haber sido un cambio que estableciera la primavera perpetua, pero no, lo que trae son glaciaciones. También cambia la temperatura media anual del globo de modo que el desierto, como anunciaba Nietzsche, no hará sino crecer. De nuevo uno se pregunta por qué ese cambio no trae la novedad magnífica de riquísimas tierras en los polos, vírgenes dispuestas a la colonización donde edificar nuevas y cristalinas ciudades. No; solo destrucción y horror.

Nosotros mismos, es innegable, somos testigos del cambio climático. Cuando yo caminaba hacia mi colegio por el Paseo Bonanova, los alcorques estaban llenos de agua helada en torno al tronco de los plátanos. Es imposible no recordar los juegos entre chiquillos con pedazos de hielo de cinco o seis centímetros de grosor. Nunca más los he vuelto a ver. Tampoco las nieves que caían cada año, no ya en Barcelona sino incluso en Londres.

Cuando un antiguo vicepresidente de los EE. UU. (nada tonto, por cierto) se lanza a la campaña de la catástrofe universal es que el asunto va a durar y tiene futuro. Quiero decir que la ausencia de futuro del planeta es una mercancía que tiene mucho futuro en el planeta.

Las asombrosas imágenes de glaciares muertos, de cordilleras de hielo polar derrumbándose entre solfataras de espuma marina, de ríos secos, de antiguas campiñas convertidas en secarrales, aparecen cada día en nuestros medios de comunicación. Bellamente fotografiados, tratados con delicadeza, estos mares desecados donde queda una embarcación hincada en el barro cuarteado, estos lagos malditos en los que ahora habitan peces monstruosos que han devorado la variada y simpática riqueza piscícola, se convierten en ejemplos vivos de lo sublime kantiano: la consideración de nuestra pequeñez y mortalidad.

Quizás por eso no me lo creo.

Leo en El silencio del cuerpo, el sobrecogedor diario de Guido Ceronetti magníficamente traducido por José Angel González Sáinz (¡qué admirable muestra de respeto la de la editorial Acantilado que imprime el nombre del traductor en la portada!), el siguiente pensamiento:

“Pensar en fundar Estados, cuando dentro de unos cincuenta años ya no habrá más que termitas y ratas, y sombras deformes que se deslizarán por grandes cráteres desiertos, sería un proyecto completamente absurdo, si no estuviera predestinado: todos esos nuevos Estados recién fundados tendrían su parte en la fundación, nacidos y vividos ciegos, de esa desolación”.

Este proyecto de hundimiento universal, de arrasamiento del planeta, de aquel becketiano final de partida, ¿no es el colmo del optimismo? ¿Y no está dictado por una vitalidad incombustible? Solo alguien que ama desesperadamente la vida, alguien que goza en todo momento de cada instante de luz, puede desear vehementemente que el mundo se acabe y le dé tiempo de ver el momento de su extinción.

En efecto, no hay nada más doloroso que la consideración de que, una vez muertos, todo va a seguir tan estupendo como hasta ahora. Que nos expulsen de la fiesta es tan desagradable que uno no puede por menos que desear el fin del mundo. Climático o como sea.

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7 de noviembre de 2006
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Genius loci

Cuando los talibanes derribaron los budas gigantes de Afganistán destruyeron dos cosas: un conjunto monumental de cierta importancia religiosa (yo no creo que tuviera valor artístico) y un lugar excepcional para la historia de la esperanza humana (y eso sí era algo propiamente artístico).

En ocasiones, la obra de arte obtiene su valor, no tanto por la perfección del objeto construido cuanto por el lugar donde aparece ese objeto: un lugar que se transforma y deja de ser espacio insignificante para convertirse en fuente de significado. La obra de arte da contenido intelectual al vacío.

A veces, la obra de arte en tanto que objeto puede ser muy poca cosa, como el cirio que arde en la oscuridad de la ermita representando a cada una de las diminutas almas que duermen el sueño eterno. La oscuridad de nuestro destino se construye alrededor de la breve llamita del cirio.

Lo mismo podríamos decir de las ruinas de Palmira, otra construcción que no deslumbra por su excelencia arquitectónica o escultórica, sino por la metamorfosis de los peñascos y arenales en los que aparece, exactamente igual que San Juan de la Peña convierte un descalabrado precipicio en poema. O la portentosa escalinata que baja hasta hundirse en el Ganges. O esos ramos de flores que aparecen en algunas curvas donde un motorista dejó la vida.

La Plaza de Toros de Ronda es uno de esos lugares transfigurados. Situada justo antes de llegar al Puente Nuevo que salta ese precipicio llamado el tajo, se construyó a lo largo del siglo XVIII en arenales sin valor para el cultivo. La ciudad antigua ocupa el portentoso promontorio que da sobre el vacío a cuyos pies se extiende el valle cerrado por la serranía, una de las panorámicas más soberbias de Europa. El puente sobre el tajo atrae la mirada hacia esa caída de cien metros que es uno de los antecedentes de las Elegías de Rilke. Aquí, tras numerosos paseos sobre el abismo, se formó el angel terrible que nos aplastaría si acudiese a nuestra llamada.

La plaza de Ronda es un objeto precioso armado con sillares de piedra acarreados de unas canteras prodigiosamente llamadas del Arroyo del Toro. Los dos niveles de columnas toscanas tienen una escala que le hacen sentir a uno en soledad, como durmiendo. Es un anillo acogedor y amable quizás no muy distinto del de una tumba elegida. Esos terrenos que nadie quería son ahora el corazón de Ronda, el lugar que le da sentido.

La Real Maestranza, representada en la actualidad por Rafael Atienza, ha cuidado del lugar durante tres siglos como si fuera, en efecto, un edificio sagrado. Es la plaza más antigua de España, pero es también la más viviente aunque apenas se use para el juego de los toros. No hay otra plaza en España que tenga esa potencia lírica que permite visitarla con recogimiento, como si uno entrara en la Sainte Chapelle.

En sus espacios adyacentes hay ahora, entre muchos documentos de un tiempo alejadísimo, una colección soberbia, la Real Guarnicionería de la Casa de Orleans. También los caballos se transformaban entonces en piezas de inigualable dignidad, cubiertos por los arneses de ceremonia minuciosamente labrados y preparados por los latoneros, los grabadores, los zurradores y curtidores. Gracias al trabajo de estos artistas, de la gente de oficio, los brutos se transformaban en estatuas animadas. La verdadera escultura ecuestre.

Los lugares se transfiguraban, los animales se transfiguraban, el trabajo de los humanos llenaba de signos el espacio abstracto y los cuerpos sin espíritu. Creo recordar que a esa actividad la llamaba Novalis “moralización de la naturaleza”.

Nosotros, más sabios, ¿verdad?, más justos, más progresistas, hemos restaurado en su estado natural a los animales, es decir, los hemos preparado para la extinción y el zoológico, al tiempo que cubrimos con cubos de hormigón los arenales. Nuestra función consiste, con toda exactitud, en la desmoralización de la naturaleza. Aunque los talibanes nos parezcan gente muy arcaica y maleducada.

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6 de noviembre de 2006
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Excelente resaca

Ayer jueves dos de noviembre, el cielo sobre Grazalema era borrascoso y cambiante, más propio de marzo que de este otoño que cuando comience ya lo habrá atrapado el invierno. Al capricho de un viento aún primaveral, los bultos opalescentes del nubarrón se entreabrían para que los haces de sol iluminaran un puñado de encinas o resbalaran sobre peñascos cubiertos de liquen verdinegro.

Antes, en el camino que viene de Ronda, las figuras fantasmales de unos toros zainos, a cuyos pies ramoneaban ocho o diez cerdos belloteros, se insinuaban entre troncos de un alcornoquero que cubre cientos de hectáreas. Algunos, recién pelados, rojo sangre, daban la impresión de desnudez exagerada del sátiro Marsias colgando cabeza abajo para el despelleje vengativo de una deidad melómana.

En Grazalema caían gotas, pero no desanimaban a los lugareños reunidos en la plaza para la consideración y befa común de los turistas. Ese inglés seco como un alambre, con pantalón corto y gorro de orejeras. La gordísima americana que ha de lanzar los senos por delante para luego adelantar la pierna en un delicado equilibrio de masas. O esos dos bárbaros, ignorantes, incultos capitalinos, que van haciendo preguntas y tomando notas como guardias de tráfico.

“Usted perdone, caballero, ese queso de oveja, ¿es emborrado?”
“¡No va a serlo!”
“¿Y con qué lo emborran?”
Mirada susceptibilísima del natural de la región.
“¿Con qué va a ser? ¡Con cascarilla!”

Naturalmente. ¿Con qué, si no? Un regional no puede concebir que el mundo entero ignore que allí el queso lo emborran con cascarilla. Me siento muy estúpido.

En la cafetería Rumores hay un estruendo ensordecedor. Los colegiales la han elegido para el almuerzo de media mañana y allí arman gresca, ellos con una tortilla de pelo sobre el cráneo rapado, ellas mostrando los temblorosos solomillos. En la barra de azulejo trianero, un par de adultos comentan con esa voz atiplada tan característica de la parte de Ubrique la condición inhabitual del clima. “Ya están todos los membrillos por el suelo”.  Una desolación.

Me pido un mollete caliente. “¿Con qué se lo pongo?”. “¿Qué tienen?”. El tabernero recita pacientemente algo por demás obvio y archisabido. “Pues tenemos zurrapa de lomo, de hígado, de sobrasada, o a la pimienta”.

Es agradable sentirse en casa, pero saberse forastero. Participar de una riqueza que es de todos y para todos. ¿Será esto lo que llaman “españolismo”? ¿No permitir que nadie te excluya de la fiesta? ¿Resistir el puritanismo de los endogámicos? ¿Su estreñimiento intelectual? Es odioso vivir entregado a lo doméstico. Hedor de zapatilla sudada, batín con remiendos en las coderas, tufo de sacristía y humo frío. Vírgenes en hornacinas donde se guarda la trenza de la niña muerta de escarlatina. ¡Artur Mas genuflexo ante la tumba de Wifredo el Velloso!

El miércoles ganaron las elecciones catalanas los amos de la finca. No podía ser de otro modo en un lugar perfectamente humillado por el dinero, pero se les colaron unos tipos descarados sin carnet y sin pedir permiso. Tipos cuyo valor supremo es la vitalidad de lo diverso, de lo múltiple, de lo heterogéneo. Tipos que quieren abrir ventanas en el asfixiante hospital regional. Que corra el aire, que limpie la atmósfera de miasmas, que las momias se pulvericen a la luz del sol.

La casa común no es ese patio de colegio que nos quieren imponer los sirvientes del pasado. La casa común tiene una diagonal de mil kilómetros. Y aún puede crecer.

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3 de noviembre de 2006
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A ver si se enteran

Sin dinero, cuatro gatos, con todos los medios de comunicación catalanes en su contra, con todos los subvencionados calumniándoles, con una campaña de bolsillo, sin el menor apoyo institucional, soportando agresiones de la fascistada juvenil, convertidos en caricaturas goyescas por los intelectuales del régimen, aguantando la violencia del peronismo catalán, han ganado tres escaños.

Con una ilusión como la que mueve a los demócratas cuando se enfrentan al totalitarismo, con el trabajo de cientos de simpatizantes que han entregado su tiempo a cambio de nada, gracias a la convicción de estar abriendo puertas y ventanas en un búnker de profesionales petrificados, con la fuerza de quienes creen en lo que hacen, han ganado tres escaños.

La importancia de las últimas elecciones catalanas no estriba en quién formará gobierno, ni en quien repartirá el presupuesto, ni en quién se envolverá en la bandera más grande, ni en los acuerdos secretos o explícitos de una partitocracia estéril  y egoísta, ni en el mayor o menor cinismo de los dirigentes oficiales y permitidos por el poder fáctico catalán.

La importancia de las últimas elecciones catalanas estriba en que todavía queda una parte de la ciudadanía que no se ha rendido, que no se ha vendido, que no se ha contaminado de la sumisión general.

Y esa parte de insumisos puede crecer exponencialmente. Porque si con absolutamente todo en contra han ganado tres escaños, con una campaña como Dios manda, con algo de espacio en los medios de comunicación para explicar sus ideas, con sus intervenciones parlamentarias, Ciutadans puede multiplicar por cinco estos resultados.

Es lógico que hoy celebren la victoria, pero también deben comenzar a preparar la próxima batalla desde mañana mismo. Cientos de miles de ciudadanos han confiado en ellos. Muchos cientos de miles más están ahora esperando a oírles, a conocerles. Hoy están sorprendidos, quizás divertidos, en todo caso interesados. Mañana pueden estar esperanzados. Pasado mañana pueden haber recuperado la fe en la democracia.

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2 de noviembre de 2006
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Los conquistadores

Una cosa lleva a la otra. Tratando de imaginar la vida de aquellos esforzados marineros y soldados que inventaron las Américas, entro a saco en el descomunal Imperios del Mundo Atlántico, la última obra, ¡magna obra!, de John H. Elliott, recién publicada por Taurus. En sus primeros capítulos narra con la minuciosidad de Pericles las vidas paralelas de Cortés y Newport, fundadores respectivos del Imperio americano del sur y del norte. Dos personalidades y dos colonias rotundamente antagónicas. Cortés lleva puesto en todo momento un notario del reino que da fe de cuantas posesiones toma en nombre del emperador Carlos. Newport no lleva consigo más que a un contable. Absolutamente nada más.

En mi familia, que es de medio pelo, pero muy simpática por el alto número de chiflados que ha traído a este mundo, siempre se ha comentado el pasado americano de los ancestros. Estos Azúa, alaveses que prestaban servicio a la Corona, como casi todos los vascos con un poco de cerebro y capacidad para escribir, zarparon hacia las Indias en fecha muy temprana. Por allí anduvieron durante siglos, porque no regresarían hasta el XVIII.

En el anecdotario familiar y haciendo de necesidad virtud, todas las historias de Azúas por tierras americanas acaban en rotundos fracasos muy entretenidos y humorísticos, ideales para las cenas de Navidad, como si hubieran sido todos ellos unos primitivos Woody Allen enfundados en corazas o armados de péñolas goteantes. Ni uno solo de los abuelos había logrado medrar en lo más mínimo. Sólo parecía haber habido un virrey en Chile, pero cuando aparecía semejante posibilidad el tío Rafael interrumpía braceando y despeinándose para decir que aquello sin duda era un invento de algún cuñado. Los cuñados siempre son más fantasiosos.

El caso mayor y más hermoso era la fundación de una isla, no lejos de las primeras atisbadas por Colón y los suyos, tomada de inmediato por el ancestro, bautizada con su nombre, Azúa, y considerada para siempre posesión augusta. Hasta que una explosión volcánica se tragó la mitad de la misma. Carcajadas. Típico de los Azúa. Más risas. No dan pie con bola. Etcétera.

Yo siempre había supuesto que se trataba de un private joke, pero hete aquí que en el monumental trabajo de Elliott leo lo siguiente:

“Como todo hidalgo empobrecido, (Hernán Cortés) aspiraba a conseguir fama y fortuna, y se dice que, cuando trabajaba de notario en la pequeña ciudad de Azúa en la isla de La Española, una noche soñó que un día iría vestido con ropas elegantes y sería servido por una multitud de criados exóticos que cantarían sus alabanzas y se dirigirían a él con títulos altisonantes. Después del sueño, les contó a sus amigos que algún día cenaría al son de trompetas o, si no, moriría en la horca”.

La escena tiene lugar en 1506, cuando Cortés contaba veintidós años de edad. ¡Y el abuelo ya había fundado una ciudad! La verdad, me he emocionado. Quizás vivía todavía el abuelo, ya mayor, alcalde o gobernador de su propia ciudad, una aldehuela, en realidad, el culo del mundo. Quizás le cayera simpático aquel joven notario. A lo mejor anduvieron él y Cortés de tasca en tasca hablando de la gloria y del oro. Seguramente acabaron dando tumbos y despidiéndose con ruidosos abrazos delante del albergue de Cortés. El abuelo incitándole a ser siempre valiente y leal, a pillar un buen puñado de arrojados compañeros, a emprender aventuras ilimitadas. Otra jarra. ¿Y por qué no se iba a Cuba? Desde allí el salto al continente era fácil. Eres joven, eres fuerte, eres testarudo, aguantas bien el vino. Vete a Cuba, Hernán, vete a Cuba y empuña tu vida como si fuera una espada, le diría el abuelo algo tartaja.

Y eso es lo que haría años más tarde el conquistador, y mientras entraba en las doradas entrañas del tesoro de Moctezuma, temblando de orgullo y de pasión, recordaría las palabras de aquel viejo medio chiflado que le había dado tantos ánimos quince años antes, aquel anciano cuyas rotas ambiciones se habían transplantado a un alma joven, el viejo que le había provocado el sueño de su futura gloria. ¿Cómo se llamaba aquel pobre hombre? Nada, que no me acuerdo, pensaría Cortés.

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31 de octubre de 2006
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El lenguaje de los soldados

La otra noche, con Eva y los Albisu, tratamos de reconstruir de memoria los pretéritos españoles. Yo me suelo armar un lío tremendo entre perfectos e imperfectos, sobre todo desde que los perfectos se llaman simples y compuestos, y me mareo con la perspectiva temporal del pluscuamperfecto. Eso de que un tiempo pasado suceda a otro tiempo pasado en el mismo verbo… Lo que los franceses llaman mise en abîme.

Me sucede como a San Agustín: mientras camino no tengo ningún inconveniente en ir poniendo un pie delante del otro educadamente, pero en cuanto me da por pensar en cómo estoy poniendo los pies, me caigo. Rara vez dudo sobre el tiempo a emplear en una frase, por complicada que sea. Incluso me he entretenido, como todo el mundo, en ir variando la forma verbal en esas interminables frases hipotácticas a las que tan aficionado es Ferlosio. Eso sí, en cuanto me detengo a analizar qué tiempos se superponen o suceden los unos a los otros, me sale el vizcaíno: “Vale, quedamos en el Amalur después de comer, si no llovería”.

De los pretéritos pasamos a los imperativos, que son de lo más caprichoso e impredecible. “¿Tú cómo dices en clase: “leeros esto”, “leeos esto” o “leedos esto”?”. Risas para rememorar el más celebrado uso del imperativo, cuando la Pantoja o la Jurado o la Flores, que se me hacen las tres una divinidad mona y trina, se dirigió a la muchedumbre que la acosaba con su amor y gritó desde el balcón: “Si me queréis, ¡irse!”.

Al llegar a casa busqué ayuda en la Guía de verbos españoles de Celia Villar, y no la encontré. Fuime al Weinrich sobre Estructura y función de los tiempos, y tampoco hallé consuelo. Me dieron las tantas y lloraba yo amargas lágrimas sobre mi ignorancia verbal. Entonces puse la tele y pasaban un anuncio de la película esa, Alatriste.

Vaya por delante que soy defensor de los libros de Pérez-Reverte, de los lectores de PR, y del propio PR. Me parece un lujo que contemos con un narrador de la estirpe de Alejandro Dumas. También admito que no lo he leído como es debido, pero por una razón: no puedo entrar en sus personajes por el modo en que se expresan. Hablan como mis alumnos y eso me despista. O estoy en la batalla de Trafalgar o estoy en un aula sin aireación, sin iluminación y con una acústica para perros como corresponde a una Escuela de Arquitectura, pero no puedo estar en los dos sitios a la vez.

El lenguaje que solemos llamar “coloquial” me parece que no existía antes de la aparición de las modernas aglomeraciones urbanas y que en tiempos de Cervantes, de Quevedo y de Alatriste, no debía de haber una gran diferencia entre el modo de hablar de la gente rica y la gente pobre. De ahí que llamara tanto la atención una moda como el cultismo y el culteranismo, o que se hiciera befa de los curas campanudos.

Por supuesto había una enorme carga de localismos (todos hemos pasado por Menéndez Pidal), pero estoy persuadido de que los soldados no decían: “¡Dame el arcabuz, joder tío!”. Tengo para mÍ que hablaban con mayor economía y exactitud. Un modelo de lenguaje barroco para soldados me pareció el de los marineros de la soberbia película Master and comander. Hablaban más o menos como Shakespeare, y eso me parece más verosímil que oírles hablar como un colgao de Lavapiés. Aquel horror de novelas históricas en las que los personajes usaban (mal) el “vuesa merced” y decían cosas como “maguer no haberse personado el Príncipe”, eran aún más inverosímiles, claro.

Digo yo que en aquel tiempo nadie sabía que estaba hablando “en la lengua de Cervantes”, ni que existiera tal cosa como una lengua, o unos verbos y unos pretéritos. Se limitaban a hablar. Y todo esto viene a cuento de que enjugándome las lágrimas volví a la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, esa Iliada española que pocos leen, y de nuevo me sobrecogió en las primeras páginas aquella voz pausada, tan bella como los galeones en los que navegó su dueño, narrando los sucesos de Méjico y sus aventuras con Cortés y la surreal ciudad de Tenochtitlán y la Malinche y Moctezuma y las pirámides aztecas y el calendario de oro macizo y así sucesivamente, todo en primera persona del singular. Aquel antiguo soldado, convertido en su vejez en pequeño propietario, carecía de formación literaria y su cultura debía de ser muy discreta. No obstante, ¡qué prosa!, ¡Señor, qué fuerza, qué respiración, qué musculatura! Y pienso yo que no hablaría de modo muy distinto.

Por eso digo que los soldados de Pérez-Reverte habrían de cambiar de lenguaje. Y yo, volver a estudiar los verbos.

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30 de octubre de 2006
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Te voy a dar una lección

Los primeros románticos (que eran los buenos) afirmaban que toda gran obra ha de ser necesariamente incompleta, fragmentaria, inacabada. La ambición intelectual y artística ha de ser tan descomunal como para hacer imposible el acabamiento. La obra maestra, como Ícaro, ha de terminar hundiéndose en el mar tras haber divisado la orla del sol.

Así por ejemplo, la filosofía del arte más influyente de todo el pensamiento occidental, la de Hegel, no la escribió Hegel sino uno de sus alumnos, Heinrich Gustav Hotho, el cual reunió los apuntes de clase de los sucesivos cursos (1820, 1823, 1826 y 1829) y los cotejó con los cuadernos y anotaciones que habían quedado de la mano de Hegel. Con todo ello redactó un enorme y valioso compendio que editó tras la muerte del maestro, en 1835, con el título de Estética de Hegel.

El volumen, muy grueso (940 pgs. en la edición de Akal), está formado por un conjunto de textos desigual e inquietante, a veces contradictorio, en ocasiones incongruente. La impresión del lector es similar a la del turista que pasea por el foro romano y va sorteando columnas verdaderas, trozos de escultura, reconstrucciones, imitaciones, sin acabar de distinguir the real thing. Con el agravante de que tiene la sensación de haber pasado varias veces por delante de la misma columna y la misma basílica.

Igual sucede con la reescritura de la Décima de Mahler. Con el tercer acto de Lulú de Alban Berg. Con la conclusión de la soberbia novela The Mistery of Edwin Drood de Dickens. Con el ordenamiento de la La Flauta mágica. Con los poemas de Hölderlin. Como tantas obras excesivas, la Estética de Hegel es un campo de ruinas, un sendero de fragmentos. Eso sí, con cada uno de esos fragmentos podemos edificar palacios.

Durante un siglo y medio, la edición de Hotho fructificó en cerebros distinguidos e hizo brotar de ellos brillantes ideas, o, por lo menos, ideas cargadas de acción. Golpeó con fuerza en los cráneos de Marx, de Luckacs, de Bloch, de Adorno, de Derrida entre otros mil, e hizo saltar chispas y generó incendios quizás incitados por un párrafo que Hegel nunca había escrito.

Así como los musicólogos de 1960 limpiaron a Bach de sus adherencias burguesas y le libraron de aquella grasa wagneriana que lo había convertido en un elefante trompetero, así también los actuales investigadores están reconstruyendo la Estética de Hegel a partir de manuscritos más discretos y fiables que el de Hotho. El verano pasado compré en París el cuaderno de notas de Victor Cousin con el curso de 1823, recién editado por Vrin. Allí aparece de un modo más inmediato la lejana voz de Hegel, aunque con acento francés, lo que siempre le añade un fondo de acordeón.

Mejor todavía: la editorial Abada, con ayuda de la Universidad Autónoma de Madrid, acaba de editar las lecciones de 1826 recogidas por otro alumno, Friedrich Carl Hermann Victor von Kehler. También en estos apuntes la voz del maestro suena más cercana, menos reconstruida, desmaquillada. Pero lo asombroso es que se trata de una edición bilingüe. Un verdadero prodigio de edición.

Casualmente, coincidí con el traductor hace pocos días. Me presentaron al admirable Domingo Hernández Sánchez en un pasillo universitario y me precipité a felicitarle por el tremendo esfuerzo y la muy bella edición. “¡Por fin lo podremos leer en España casi en directo!”, dije con un cierto atropello. “Bueno, en España… y en Alemania. Ésta es la edición crítica en ambos países”, me respondió con modestia, mirándose la punta de los zapatos.

¡Me encanta la gente que conoce perfectamente el valor de su trabajo!

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27 de octubre de 2006
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El oscuro

Me parece a mi que todos hemos pasado por la misma experiencia cuando leímos La Montaña Mágica de Thomas Mann. Dos grandes maestros se disputan el alma del protagonista, Hans Castorp. Uno es liberal, luminoso, racional, demócrata, partidario de la felicidad y de la armonía social. Se llama Settembrini y es inequívocamente el representante de la cultura latina. El otro es totalitario, opaco, pasional, aristocrático, partidario de apurar el cáliz de Jesucristo y enemigo de la paz social. Se llama Nafta y encarna una tradición germana que acabaría conduciendo al Tercer Reich cuando ni siquiera existía Hitler.

Durante la lectura, todos comprendemos que Hans debería hacer caso a Settembrini, convertirse en su discípulo y tratar de construir un lugar habitable en su Germania natal, un lugar en donde la gente pudiera vivir en paz, amablemente, y elegir a sus representantes. Sin embargo, la atracción de Nafta es irresistible. La potencia lírica de su desesperación, el fervor con el que destruye las esperanzas burguesas, convierte el razonable discurso de Settembrini en un pensamiento en zapatillas. Es evidente que Nafta conduce a la destrucción, al caos, a la guerra, a la supremacía de los Amos, al sufrimiento universal, pero cuando se es joven no se puede uno resistir. Nafta nos captó el alma con su espantosa visión de la nada y nos dejó boquiabiertos ante el agujero espiraloide del caos.

Mann, en un gesto que le honra, no concedió la victoria a Nafta, aunque todos sabemos que Nafta es quien realmente vence. En una de las escenas más estremecedoras de la literatura universal, enfrentados a duelo Settembrini y Nafta, el primero, el liberal, el demócrata, dispara al aire porque no se cree con derecho a matar a nadie. Furioso, enajenado, enloquecido y humillado, Nafta se dispara un tiro en la sien.

De hecho, en efecto, los discípulos de Nafta, los estalinistas, los nazis, los fascistas, acabaron por dispararse un tiro en la sien. Los liberales y demócratas ganaron la guerra sin ensañarse con el enemigo. El historiador E.P.Thompson, consultado por el Foreign Office al término de la guerra sobre el futuro de Alemania, propuso convertir todo el ámbito germano en un inmenso parque natural poblado por pastores. No le hicieron caso. Venció Settembrini.

Según dicen los expertos, el modelo de Nafta fue Lukacs. También podría haber sido Heidegger, el primer Heidegger, el anterior al periodo del Rectorado, si Mann lo hubiera podido profetizar en 1924. Hay algo náftico en Heidegger que con los años se diluiría. En la siempre interesante revista Minerva, del Círculo de Bellas Artes, viene este mes un mano a mano entre Felipe Martínez Marzoa y Arturo Leyte sobre Heidegger. Ambos son expertos en su obra. Ambos forman parte de esa espléndida generación de filósofos españoles que está cruzando el medio siglo.

En su conversación se advierte la incomodidad de tener que enfocar una y otra vez un retrato del autor que ha sido portentosamente manipulado y que debe volverse a enfocar en cada ocasión que se habla de él. La herencia de Nafta dificulta la transmisión. El peso del carácter, de la biografía, de los tiempos atribulados, de su compromiso con el gobierno nazi, pesa enormemente sobre un pensamiento que nada tiene que ver con todo eso. Sin embargo, ambos se esfuerzan por desnaftificarlo, por limpiarlo de sus adherencias políticas, por mostrar su nihilismo sereno, un nihilismo que podría aceptar Settembrini, pero no Nafta.

Sólo de ese modo se comprende que el arquitecto Daniel Libeskind se inspirara en su pensamiento para la construcción del Museo Judío de Berlín. O que Hanna Arendt nunca le reprochara públicamente su pasado nazi. Aunque sí el silencio ominoso sobre el Holocausto. Ese silencio, como el de Jünger, es en verdad terrible. E incomprensible.

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26 de octubre de 2006
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Por qué le quiero tanto

La publicación de una nueva antología de George Orwell (Matar a un elefante y otros escritos, Turner/Fondo de Cultura), con un sagaz prólogo de Arcadi Espada, nos proporciona la ocasión de declararle nuestro amor. Amamos a Orwell porque es:

A. Un hombre honrado. Y eso quiere decir que uno puede fiarse de él. O lo que es igual: a la hora de ejercer un juicio no distingue entre poderosos y débiles. No se inclina ante el poderoso o ataca en exclusiva al enemigo de “los nuestros”, pero tampoco es zalamero con el débil. Por esta razón fue implacablemente perseguido por los comunistas, una ideología que fundó su poder en mentir   constantemente a los más débiles. Todavía hoy, buena parte de la izquierda paleolítica no lo soporta.

B. Un adulto. Todo lo que escribe da por supuesto que lo va a leer gente normal, preparada, razonablemente informada y autónoma. No hace concesiones paternalistas a la ignorancia, ni tampoco a los acuerdos mafiosos entre masas gregarias. Da por supuesto un alto grado de individualidad en su lector, el cual puede ser conservador, liberal, socialista o comunista, y sin embargo mantener un criterio propio e independiente del partido. En consecuencia, no aburre al lector con la exposición de grandes principios. Va directo al final. Es sobrio.

C. Un escritor que no desea tener “personalidad”. La importancia de lo que nos cuenta está fuera de su persona; está en la vida exterior y no en lo íntimo de su carácter. No quiere ser original, no desea distraer al lector con exhibiciones circenses de bella escritura. No se presenta como un virtuoso con boina de terciopelo rojo. No trata de vender la belleza de su alma. Sus artículos no son gabardinas abiertas que muestran el tamaño de su moralidad. Le importa un bledo lo que el lector piense sobre él. Su intención es que el lector se concentre sobre lo que está escribiendo. Sobre lo que viene al caso.

D. Un buen observador. Siente una profunda curiosidad por las personas que le rodean. No sólo le interesa saber cómo son, sino sobre todo por qué hacen lo que hacen, y cuáles son sus deseos, a veces tan difíciles de expresar. Esa curiosidad va dirigida al personaje singular, al caso individual, a las gentes de una en una. Sólo tras haber observado muchos casos aislados y singulares, puede proponer una generalización. En este punto se comporta al contrario de los actuales periodistas, los cuales primero clasifican al personaje por su generalidad más obvia (“es del PP”, “es conservador”, “es facha”, “es socialista”, “es neocon”, etc.) y sólo luego, si queda espacio, lo singularizan.

E. Una persona respetuosa. Cuando manifiesta sus desacuerdos, lo hace siempre de un modo razonado y buscando la comprensión del adversario. Si no basta con un intento, lo repetirá sin fatiga ni impaciencia. A menos de que constate que su adversario es un ideólogo malintencionado que antepone sus creencias (y seguramente su cartera) a la objetividad. Entonces no duda en usar palabras educadas como “idiota”, “sandio” o “majadero” para despachar al intruso. En el espacio de la discusión no caben los maleantes intelectuales. Curiosamente, los actuales periodistas nunca recurren a palabras como “idiota” etcétera, pero tampoco hacen el menor caso de la argumentación. No le tienen ningún respeto. Respetar el argumento supone, también, poner al adversario en su sitio cuando carece de respuestas. Sacarle los colores.

F. Un ciudadano recto. O lo que viene a ser lo mismo: sabe que entre dos posiciones antagónicas, antitéticas e incompatibles, sólo una de ellas es verdadera. En eso recuerda lo que tantas veces ha repetido Fernando Savater: no es cierto que en democracia deban aceptarse todas las ideas. Sólo hay que admitir las buenas. Aunque pertenezca a la más profunda fe religiosa, la creencia de que hay que humillar y pegar a las mujeres no puede ni siquiera discutirse. Orwell, sin duda, sacrificaba lo que hubiera que sacrificar con tal de dejar bien claro cuál era la postura buena y cuál era la mala. Y lo remarcaba y lo repetía para que no cupiera ninguna duda.

Eso le valió la enemistad absoluta de casi toda la intelectualidad europea el día en que puso a Hitler junto a Stalin como dos modos de lo mismo, y el día en que denunció los asesinatos cometidos por los comunistas catalanes durante la guerra civil. Todavía hoy un libro con el título de Homenaje a Cataluña no ha recibido el más mínimo homenaje por parte de la partitocracia catalana.

Sólo el Ayuntamiento, hace muchos años, le dedicó una plaza, pero es que no lo habían leído. Cuando alguno de ellos lo leyó se quedó horrorizado. Entonces le dieron una calle a Sabino Arana.

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25 de octubre de 2006
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El rostro impenetrable

Acaece muy rara vez, pero en esta ocasión sucedió tal y como voy a contarlo. Durante unas oposiciones, el tercer candidato eligió como tema de disertación uno de los más intensos y conmovedores de la filosofía. Como es bien sabido, los homínidos se separaron de los simios a medida que desarrollaron su capacidad para simbolizar. Puede decirse que hablamos de “humanos” y no de “simios superiores” cuando encontramos entre los restos de vida primitiva ciertas señales, huellas, inscripciones, algo que nos haga inferir una simbología.

Dicho más rectamente. Hay humanos allí en donde un simio superior se vio en la necesidad de hacer una incisión, dejar una señal, una huella, algo que es, en verdad, un pensamiento transcrito en piedra, en hueso, en madera, algo que va más allá de los miembros del simio, que perdura en un tiempo que no es el biológico. No una “idea” en el sentido moderno, subjetivo y postcartesiano, sino algo así como un grito de ayuda. O quizás una alabanza sin destino.

Este proceso puede situarse en el horizonte del millón de años. En realidad es más reciente, pero podemos admitir la enormidad de esa fecha impensable. El alumno disertaba pues sobre un viejo asunto que desde Hegel hasta los actuales antropólogos genéticos sigue siendo uno de los pilares de nuestras creencias básicas sobre el humano. De pronto, uno de los miembros del tribunal interrumpió al disertando y dijo: “Perdone un momento”. Y se sujetó la cabeza con las manos.

Nunca había yo visto que ningún vocal de tribunal cortara la exposición del opositor, pero nadie dijo nada, sólo miramos en su dirección y esperamos. El profesor, un joven y bien parecido investigador español, comenzó entonces a explicar la siguiente historia.

“Hace un par de años participaba en un congreso de arqueología mesopotámica en Tel Aviv, cuando uno de los congresistas me preguntó si quería ver algo inaudito, un objeto incomprensible e inquietante. Naturalmente asentí y fui conducido hasta uno de los despachos del Museo Arqueológico, seguramente el del investigador israelita, discreto cubículo con mesa, silla y ordenador, iluminado por un haz de luz que se colaba por la claraboya. Una vez allí, el hombre abrió un cajón y sacó un atadijo que comenzó a deshacer de inmediato.

“Una vez desdoblado el pañuelo, apareció un envoltorio de gamuza y dentro del envoltorio una piedra. “Mírela usted y dígame qué ve en ella”, me sugirió el experto. Le di varias vueltas pero no pude reconocer forma alguna, aunque sí unas líneas cortas en fila continua y quizás unas muescas cóncavas en la base. “Nada veo, lo siento”, le dije al devolverle la piedra. El profesor la tomó entonces con sus manos delgadísimas y la colocó suavemente sobre la mesa en la posición correcta y bajo el haz de luz. De inmediato exclamé: “¡Es una calavera!”.

“En efecto, era una calavera, o quizás no, o, mejor dicho, ojalá que no lo fuera, porque, según dijo el israelita, aquella piedra había sido hallada en medio del desierto y no cabía ninguna duda de que alguien la había acarreado hasta allí. La piedra había aparecido en unas oquedades donde seguramente llevaba semienterrada desde hacía siglos. “¿Muchos siglos?”, le pregunté. El profesor no respondió sino que cabeceó consternado.

“Demasiados. Después de hechas las pruebas pertinentes una y otra vez, y otra vez y otra, hemos llegado a la conclusión de que estas incisiones tienen tres millones de años. Entonces no había ni humanos ni homínidos y apenas si podemos registrar restos de algunos simios. No ha sido llevada hasta allí en tiempos modernos. No se ha movido de su lugar. Algún animal la llevó consigo y la dejó caer seguramente al morir. Pero ¿por qué cargó con ella? ¿Qué pudo ver? Aquellos animales no reconocían las representaciones. El peso debió de dificultarle mucho la vida. Quizás acabó con ella. Y lo más pavoroso… ¿quién había hecho aquellas incisiones?”

“Comencé a protestar y a mostrar mi escepticismo. El israelita, con notable modestia, aceptó todo lo que decía y luego cerró el asunto. “¿Sabe usted cuántos años llevamos haciendo y deshaciendo hipótesis? En ningún momento hemos querido publicar nada. Nos tomarían por estúpidos, o por creyentes, o por gente del new age, o por aficionados a la ciencia ficción o a los marcianos. ¿Cree usted que no lo sabemos? Se lo he mostrado para que forme usted parte del pequeño grupo que se asoma al abismo del origen humano y luego calla por compasión”.

El profesor español acabó su relato y guardó silencio. Luego, como si despertara, pidió perdón al opositor y le rogó que reanudara la exposición. “Disculpe mi grosería. Esta historia me ha venido a la memoria de repente, oyéndole, y he querido compartirla con usted. Su disertación me ha gustado mucho. Me ha emocionado. Quizás he callado durante demasiado tiempo. Han sido dos años muy largos”, dijo.

Ahora ya lo sabemos unos cuantos más.

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24 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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