Félix de Azúa
Una cosa lleva a la otra. Tratando de imaginar la vida de aquellos esforzados marineros y soldados que inventaron las Américas, entro a saco en el descomunal Imperios del Mundo Atlántico, la última obra, ¡magna obra!, de John H. Elliott, recién publicada por Taurus. En sus primeros capítulos narra con la minuciosidad de Pericles las vidas paralelas de Cortés y Newport, fundadores respectivos del Imperio americano del sur y del norte. Dos personalidades y dos colonias rotundamente antagónicas. Cortés lleva puesto en todo momento un notario del reino que da fe de cuantas posesiones toma en nombre del emperador Carlos. Newport no lleva consigo más que a un contable. Absolutamente nada más.
En mi familia, que es de medio pelo, pero muy simpática por el alto número de chiflados que ha traído a este mundo, siempre se ha comentado el pasado americano de los ancestros. Estos Azúa, alaveses que prestaban servicio a la Corona, como casi todos los vascos con un poco de cerebro y capacidad para escribir, zarparon hacia las Indias en fecha muy temprana. Por allí anduvieron durante siglos, porque no regresarían hasta el XVIII.
En el anecdotario familiar y haciendo de necesidad virtud, todas las historias de Azúas por tierras americanas acaban en rotundos fracasos muy entretenidos y humorísticos, ideales para las cenas de Navidad, como si hubieran sido todos ellos unos primitivos Woody Allen enfundados en corazas o armados de péñolas goteantes. Ni uno solo de los abuelos había logrado medrar en lo más mínimo. Sólo parecía haber habido un virrey en Chile, pero cuando aparecía semejante posibilidad el tío Rafael interrumpía braceando y despeinándose para decir que aquello sin duda era un invento de algún cuñado. Los cuñados siempre son más fantasiosos.
El caso mayor y más hermoso era la fundación de una isla, no lejos de las primeras atisbadas por Colón y los suyos, tomada de inmediato por el ancestro, bautizada con su nombre, Azúa, y considerada para siempre posesión augusta. Hasta que una explosión volcánica se tragó la mitad de la misma. Carcajadas. Típico de los Azúa. Más risas. No dan pie con bola. Etcétera.
Yo siempre había supuesto que se trataba de un private joke, pero hete aquí que en el monumental trabajo de Elliott leo lo siguiente:
“Como todo hidalgo empobrecido, (Hernán Cortés) aspiraba a conseguir fama y fortuna, y se dice que, cuando trabajaba de notario en la pequeña ciudad de Azúa en la isla de La Española, una noche soñó que un día iría vestido con ropas elegantes y sería servido por una multitud de criados exóticos que cantarían sus alabanzas y se dirigirían a él con títulos altisonantes. Después del sueño, les contó a sus amigos que algún día cenaría al son de trompetas o, si no, moriría en la horca”.
La escena tiene lugar en 1506, cuando Cortés contaba veintidós años de edad. ¡Y el abuelo ya había fundado una ciudad! La verdad, me he emocionado. Quizás vivía todavía el abuelo, ya mayor, alcalde o gobernador de su propia ciudad, una aldehuela, en realidad, el culo del mundo. Quizás le cayera simpático aquel joven notario. A lo mejor anduvieron él y Cortés de tasca en tasca hablando de la gloria y del oro. Seguramente acabaron dando tumbos y despidiéndose con ruidosos abrazos delante del albergue de Cortés. El abuelo incitándole a ser siempre valiente y leal, a pillar un buen puñado de arrojados compañeros, a emprender aventuras ilimitadas. Otra jarra. ¿Y por qué no se iba a Cuba? Desde allí el salto al continente era fácil. Eres joven, eres fuerte, eres testarudo, aguantas bien el vino. Vete a Cuba, Hernán, vete a Cuba y empuña tu vida como si fuera una espada, le diría el abuelo algo tartaja.
Y eso es lo que haría años más tarde el conquistador, y mientras entraba en las doradas entrañas del tesoro de Moctezuma, temblando de orgullo y de pasión, recordaría las palabras de aquel viejo medio chiflado que le había dado tantos ánimos quince años antes, aquel anciano cuyas rotas ambiciones se habían transplantado a un alma joven, el viejo que le había provocado el sueño de su futura gloria. ¿Cómo se llamaba aquel pobre hombre? Nada, que no me acuerdo, pensaría Cortés.