Félix de Azúa
Acaece muy rara vez, pero en esta ocasión sucedió tal y como voy a contarlo. Durante unas oposiciones, el tercer candidato eligió como tema de disertación uno de los más intensos y conmovedores de la filosofía. Como es bien sabido, los homínidos se separaron de los simios a medida que desarrollaron su capacidad para simbolizar. Puede decirse que hablamos de “humanos” y no de “simios superiores” cuando encontramos entre los restos de vida primitiva ciertas señales, huellas, inscripciones, algo que nos haga inferir una simbología.
Dicho más rectamente. Hay humanos allí en donde un simio superior se vio en la necesidad de hacer una incisión, dejar una señal, una huella, algo que es, en verdad, un pensamiento transcrito en piedra, en hueso, en madera, algo que va más allá de los miembros del simio, que perdura en un tiempo que no es el biológico. No una “idea” en el sentido moderno, subjetivo y postcartesiano, sino algo así como un grito de ayuda. O quizás una alabanza sin destino.
Este proceso puede situarse en el horizonte del millón de años. En realidad es más reciente, pero podemos admitir la enormidad de esa fecha impensable. El alumno disertaba pues sobre un viejo asunto que desde Hegel hasta los actuales antropólogos genéticos sigue siendo uno de los pilares de nuestras creencias básicas sobre el humano. De pronto, uno de los miembros del tribunal interrumpió al disertando y dijo: “Perdone un momento”. Y se sujetó la cabeza con las manos.
Nunca había yo visto que ningún vocal de tribunal cortara la exposición del opositor, pero nadie dijo nada, sólo miramos en su dirección y esperamos. El profesor, un joven y bien parecido investigador español, comenzó entonces a explicar la siguiente historia.
“Hace un par de años participaba en un congreso de arqueología mesopotámica en Tel Aviv, cuando uno de los congresistas me preguntó si quería ver algo inaudito, un objeto incomprensible e inquietante. Naturalmente asentí y fui conducido hasta uno de los despachos del Museo Arqueológico, seguramente el del investigador israelita, discreto cubículo con mesa, silla y ordenador, iluminado por un haz de luz que se colaba por la claraboya. Una vez allí, el hombre abrió un cajón y sacó un atadijo que comenzó a deshacer de inmediato.
“Una vez desdoblado el pañuelo, apareció un envoltorio de gamuza y dentro del envoltorio una piedra. “Mírela usted y dígame qué ve en ella”, me sugirió el experto. Le di varias vueltas pero no pude reconocer forma alguna, aunque sí unas líneas cortas en fila continua y quizás unas muescas cóncavas en la base. “Nada veo, lo siento”, le dije al devolverle la piedra. El profesor la tomó entonces con sus manos delgadísimas y la colocó suavemente sobre la mesa en la posición correcta y bajo el haz de luz. De inmediato exclamé: “¡Es una calavera!”.
“En efecto, era una calavera, o quizás no, o, mejor dicho, ojalá que no lo fuera, porque, según dijo el israelita, aquella piedra había sido hallada en medio del desierto y no cabía ninguna duda de que alguien la había acarreado hasta allí. La piedra había aparecido en unas oquedades donde seguramente llevaba semienterrada desde hacía siglos. “¿Muchos siglos?”, le pregunté. El profesor no respondió sino que cabeceó consternado.
“Demasiados. Después de hechas las pruebas pertinentes una y otra vez, y otra vez y otra, hemos llegado a la conclusión de que estas incisiones tienen tres millones de años. Entonces no había ni humanos ni homínidos y apenas si podemos registrar restos de algunos simios. No ha sido llevada hasta allí en tiempos modernos. No se ha movido de su lugar. Algún animal la llevó consigo y la dejó caer seguramente al morir. Pero ¿por qué cargó con ella? ¿Qué pudo ver? Aquellos animales no reconocían las representaciones. El peso debió de dificultarle mucho la vida. Quizás acabó con ella. Y lo más pavoroso… ¿quién había hecho aquellas incisiones?”
“Comencé a protestar y a mostrar mi escepticismo. El israelita, con notable modestia, aceptó todo lo que decía y luego cerró el asunto. “¿Sabe usted cuántos años llevamos haciendo y deshaciendo hipótesis? En ningún momento hemos querido publicar nada. Nos tomarían por estúpidos, o por creyentes, o por gente del new age, o por aficionados a la ciencia ficción o a los marcianos. ¿Cree usted que no lo sabemos? Se lo he mostrado para que forme usted parte del pequeño grupo que se asoma al abismo del origen humano y luego calla por compasión”.
El profesor español acabó su relato y guardó silencio. Luego, como si despertara, pidió perdón al opositor y le rogó que reanudara la exposición. “Disculpe mi grosería. Esta historia me ha venido a la memoria de repente, oyéndole, y he querido compartirla con usted. Su disertación me ha gustado mucho. Me ha emocionado. Quizás he callado durante demasiado tiempo. Han sido dos años muy largos”, dijo.
Ahora ya lo sabemos unos cuantos más.