Vicente Verdú
Cada vez me parece más sólida la idea de promover la producción española en el carácter de este territorio, solar o plataforma donde, por unas y otras cuestiones, ha cristalizado la mejor reserva espiritual de Occidente. Esta reserva espiritual que precisamente no tiene que ver con los valores de Dios y de la patria, ni del Cid Campeador ni de Menéndez Pelayo representa sin embargo el patrimonio de valor superior.
Resulta inútil y casi grotesco pretender un próspero porvenir para estas tierras aumentando las inversiones en I+D+i o esperando resultados de nuestra capacidad científica o tecnológica. Ese cuento ha terminado hace tiempo de embobar incluso a los niños.
Probablemente el asunto quedó liquidado desde que José Echegaray pronunciara su discurso de ingreso en la Academia, ya a comienzos del siglo XX y refiriéndose a nuestra realidad de dos siglos antes. Mientras la Ilustración francesa o la Aufklärung desarrollaban el pensamiento, aquí, en este recinto peninsular, se continuaba blasonando en términos nobiliarios y guerreros. Y también, más tarde, casticistas.
El casticismo puro fue nuestro atraso o nuestro arrobamiento romántico. Pero hoy el casticismo reciclado en patrimonio artístico, cultural, gastronómico, humano, tiende a convertirse en la fuente central de riqueza, atracción y desarrollo. A un país como España que fue incapaz de crear una burguesía industrial e inhábil para fundar alguna suerte de teoría contemporánea, no puede demandársele que se comporte de la misma manera que los demás países europeos. El “España es diferente” fue una coartada nacionalista o fraguista válida para el turismo. Todo ello pareció entonces una patraña infame porque nuestra liberación era Europa. Ahora Europa no se libera de sí misma y pesa más que hace volar. Hoy los historiadores coinciden en la verdad de la diferencialidad española. Ningún proceso nacional europeo se parece al español que, como se constata diariamente, sigue sin haber cuajado, ni mucho menos.
Pero también el “Spain is different” valdría para referirse a otras diversidades activas y que son un signo elocuente de otras peculiaridades nacionales de gran valor. Me refiero a la facilidad de los españoles para aceptar esto y lo otro, tolerar al emigrante, aceptar leyes subvertidoras de lo establecido, cambiar la tradición por la aventura, la conservación por la transgresión, la religión por las drogas, el respeto a la autoridad por la temeridad. Todo ello en tiempos récord.
La leyenda de derechas, la mala fama conferida por los análisis de izquierdas y el artefacto de intereses proveniente del mundo exterior, han venido a diagnosticar a España como tierra de la Inquisición y el granito de El Escorial. Sin embargo, no hace falta sino ver con qué facilidad, tolerancia o indiferencia se aprueban leyes o cómo es la discoteca Revival de Torrevieja para inducir que el estilo de la inquisición no ha penetrado en la mayoría de las mentalidades, de hoy y de ayer. Más bien al contrario. La Inquisición que trataba al islam de secta y al judaísmo de herejía hacía ver la estrecha relación y filtreos entre todos ellos. No sólo en cuanto religiones de un Libro sino en cuanto piezas de una realidad peninsular que se definía por las trenzas, las mallas y los mestizajes. Si el catolicismo en España tomó su deriva política y se fundió en los Reyes Católicos, la España de María Santísima, el pueblo escogido, fue precisamente debido, como explicó Américo Castro, a que en los ochos siglos de la Reconquista los cristianos adoptaron los planteamientos teocráticos de sus perdurables, conspicuos y admirados enemigos.
Se fue católico a la manera fanática de los islamistas radicales pero en tanto la religión afloja institucionalmente la sociedad se filtra de laicismo y la tolerancia flota. De hecho, si hoy la tolerancia entre sexos, razas o creencias se extiende por todo el país no se debe a la adopción del modelo francés, al italiano o al norteamericano. Aflora desde el interior de la propia composición de esta tierra llamada España y cuyo potaje general ahora bulle en el caldo de la convivencia.
Con la convivencia fácil, con la tolerancia, el humanismo bullente, el casticismo, el paisajismo, el idioma, el clima benévolo, el cinturón de mares y montes, el servicio hotelero, etcétera, etcétera, este país perdería demasiado proyectándose a imagen y semejanza de los enclaves protestantes, sus fríos y celliscas, sus fast food, su polución industrial, su aislacionismo interpersonal, etcétera, etcétera. “Que inventen ellos”. Los I-pods y toda la pesca ya lo adquiriremos en el mercado y en su última versión. Entre tanto nuestra labor radica en elegir un líder capaz de entender qué de nuevo y diferente, de extraordinario y valioso, puede presentar esta España (o como se diga) en un mundo que día a día demanda como lo más apreciable la clase de vida, el plato, el ritmo, el carácter, el entorno o la bonanza climatológica que se tiene especialmente aquí. ¿Que cómo hacer? Los inversores extranjeros en España ya lo están haciendo. Y mal, desordenadamente, pingüemente.