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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Ante la próxima guerra carlista

Cada vez que a alguien se le ocurre decir que en Cataluña se habla el español por lo menos tanto como cualquier otra lengua, el establecimiento acomodado de aquella comunidad se ajusta la faja y corre a por el trabuco. ¿Es por ignorancia? ¿Por fanatismo? No, qué va, es porque la realidad siempre ha sido el peor enemigo de Cataluña.

    En todos los lugares más o menos normales la gente habla la lengua del que manda, además de la otra. El inglés de la India, de Kenya, de las islas caribeñas, herencia del colonizador, ha dado alguno de los mejores narradores de nuestro tiempo y muy buenos negocios. Los colonizados no eran tontos y sabían que la lengua del que manda es la que da dinero y expansión. De hecho, sigue dando dinero y expansión.

    En Cataluña, sin embargo, no está claro quién manda y de ahí la caótica sociedad que ha emergido en los últimos decenios desde que Pujol y Maragall decidieron sintetizar nacionalismo y socialismo diluyendo la izquierda en la derecha. Siempre que la nación está por encima de la sociedad se impone un orden para-fascista, o sea, irreal. Hace poco me enviaron un discurso que el jefe de los socialistas catalanes, Obiols, pronunció en 1994. Acusaba a Pujol de obligar a los hijos de los obreros a arrodillarse lingüísticamente ante los patronos catalanes. ¡Vaya cambio! Todo se transformó cuando Zapatero y el primer tripartito dieron un golpe de estado contra la Constitución que ha pasado sin pena ni gloria.

A partir de aquel momento allí nadie sabe quién manda. O mejor dicho, hay dos amos para una sociedad bipolar. Uno de los amos obliga a los niños a hablar la lengua del poder y los padres de los niños se resignan porque ya les gustaría que sus hijos fueran funcionarios. El otro amo parece que no exista, pero está fantasmalmente presente y se llama España. Cada año convoca oposiciones en lugares tan exóticos como Sevilla u Orense. Todo el esfuerzo del amo catalán consiste en que nadie se dé por enterado. Para el amo catalán sólo existen las oposiciones catalanas y el Barcelona CF. Lo demás es mero enemigo extranjero, sucio invasor, y tienes que odiarlo si quieres recibir alguna subvención. Evidentemente la gente con recursos, como el presidente Montilla, envía a sus hijos a colegios alemanes o americanos y se cuida mucho de caer en la encerrona de los pobres. En cuanto a los empresarios, con el inglés van que arden.

    Este divertido entretenimiento en el cual dos marionetas se pegan con un palo en un escenario irreal da mucha risa, pero es catastrófico. El retroceso de la comunidad catalana en todos los órdenes es portentoso, pero nunca jamás nadie lo expondrá en cifras y si lo hiciera sería lapidado por los medios catalanes, todos ellos siervos del amo catalán. La escisión en sectores cada vez más enfrentados está sumamente soterrada y silenciada, pero sigue zapando la trinchera.

    Hay sin embargo algo que puede simplificar la situación. A medida que se ahonda la ruina económica, menos importancia tiene el teatrito de los dos amos, lo cual se traduce en una separación cada vez mayor entre los de la soberanía y la gente que aún trabaja. Bien es verdad que todo puede terminar como el rosario de la aurora si a cualquier subvencionado le da por disparar el trabuco, pero lo más probable es que al carecer de dinero con que pagar el servicio y la munición, el secesionismo aparque momentáneamente la tercera guerra carlista. ¿O es la cuarta?

    Si se ve incapaz de mantener sentada a la clientela del teatrito, el amo catalán puede preferir el trabuco, pero es más probable que por una vez se vea obligado a aceptar el mundo real. La clientela del teatrito es ya muy escasa: el Estatut lo votó un 30% de la población catalana. Aunque también es cierto que los poderosos suelen tener suficiente con sus mutuas presencias y pendencias, como las grandes damas en los bailes de capitanía. Eso sí, con los del trabuco a la puerta vigilando la entrada.

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7 de septiembre de 2011
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Sobre la prehistoria del cine

No hará muchos meses que comentaba aquella sorprendente escena en la que una cámara montada sobre la grúa recorre desde la altura el círculo de espectadores que miran alelados el baile de Esmeralda en torno a la hoguera, a las puertas de Notre-Dame, y que de pronto se detiene en un rostro oculto entre la multitud para, de seguido, con una aproximación violenta, descubrirnos la exasperada mueca de lujuria, ira y locura que identifica de inmediato al satánico perseguidor de la gitanilla. El espectador sufre un violento escalofrío de terror.

    Y también un escalofrío de admiración porque la escena no es de Hitchcock sino de Victor Hugo y se encuentra tal cual la cuento en Notre-Dame de Paris. ¿Fue semejante truco narrativo copiado luego por algunos cineastas con lecturas? ¿O es un telescopage instintivo en cualquier narrador, sea cual sea su soporte, celulosa o celuloide?

    Hace unos días me encontré con otra de estas escenas míticas. El narrador quiere introducir un personaje femenino y hacerlo coincidir con el héroe en circunstancias favorables e interesantes, de manera que desboca al caballo que tira de la calesita, pone a la bellísima muchacha a dar gritos con la rubia melena al viento y presenta a nuestro héroe cabalgando al galope para salvar a la joven. El carricoche, desvencijado, está a punto de precipitarse por un barranco y el enloquecido caballo da grandes salto junto al precipicio. Ya casi caen, pero el coche queda atorado en el mismo borde, balanceándose sobre el vacío. Llega el héroe y con gran riesgo de su vida extiende un brazo hasta agarrar a la dama por la muñeca y mediante un sobrehumano esfuerzo la alza hasta dejarla extendida en la tierra, salva y desmayada. Magnífica escena.

    Pero no es de John Ford, sino de Pérez Galdós en La batalla de los Arapiles, otro de esos inmensos episodios nacionales en los que asistimos boquiabiertos a lo más extraordinario junto con lo más abyecto de la literatura en español. Hay páginas que me parecen iguales sino superiores a Tolstoy, y otras cuyo sentimentalismo populachero chapotea más abajo todavía que el Dickens de Little Dorritt, una concesión a la clientela romántica en el peor sentido, de escaso cerebro y alma simplona, para la que don Benito escribía con perfecto cinismo.

    Bien, pero, ¿quién inventó la escena? Lo cierto es que no recuerdo el arquetipo ni en Walter Scott ni en Alejandro Dumas. Galdós lo escribe en 1875, ¿lo habría leído en algún precursor? Cabe pensar que haya algo parecido en la literatura clásica, aunque sólo me viene a las mientes la carrera de carros de la Ilíada en la que aquel muchacho, Antíloco, hijo de Nestor, simula que va a chocar por impericia y cuando su contrincante se aparta, le supera y vence la carrera como cualquier marrullero actual tipo Hamilton.

    No sé cuándo ni dónde nace la escena del despeñamiento de la bella, pero en Galdós está descrita con tanta perfección que parece genuina. Aunque dado que, según tengo entendido y por extraño que pueda parecer, John Ford no había leído a Galdós, siempre es posible que se trate una vez más de uno de esos topoi escondidos en nuestra más profunda memoria biológica. Todos alguna vez hemos salvado a la amada de precipitarse en el vacío. Por ejemplo, en el nuestro.

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30 de agosto de 2011
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Contra Jeremías

Hoy sopla de nuevo el viento del sur. Durante unos días, casi una semana, aquí la vida ha sido soportable gracias a una temperatura europea. Hoy ha entrado el siroco y hemos regresado a nuestra indiscutible identidad, la de africanos levemente domesticados. El viento abrasador trae efluvios de cactus y esqueleto, de camello pestañero y mozas que se juntan en el pozo para comparar sus cántaros; perladas por el sudor del agua, ostentan las ondulaciones ante el extranjero que se aproxima para abrevar la caravana. Allí los patriarcas de Israel elegían esposa, aquilatada según su capacidad para darles aquella descendencia que, en obediencia de Yahvé, cubriría la haz de la Tierra.

    El viento africano sopla en nuestra plaza y seca de golpe las verduras de los huertos como rozadas por los cintajos de Madame Lamort cuyo tocado llegó a entrever Baudelaire antes de caer fulminado por un ictus. El desierto avanza y devora todo lo que de fresco y vivaz nos quedaba. Tan triste como ver una noble berenjena perder su tersura, palidecer el tornasol episcopal de su piel hasta convertirse en una vejiga hueca, es observar cómo se abrasan los dineros y las haciendas, los puñaditos de monedas, los paquetes de tiesos billetes, sometidos al soplo infernal de la ruina. Es el viento que achicharra los bonos de la deuda, la prima de riesgo, los enteros bursátiles, elementos todos de retorta alquimista, bonos, primas, enteros. Hay que cubrirse con un cucurucho para mentarlos.

    Porque puede parecer que esta devastación se debe a algo llamado cobardemente "economía" o incluso con mayor afectación "mercados". Nadie sabrá decirnos quiénes son ni dónde están los mercados. Juran que hay unas gentes (algunos diarios las dibujan como tipos gordos con puro y gafas de sol) cuya riqueza aumenta gracias a nuestra ruina, como si no aumentara también con nuestra ganancia. Nadie sabe su nombre, ni dónde viven, ni para qué amontonan sus caudales. Se parecen sospechosamente a Satán.

    No es posible creer ni una sola palabra de quienes invocan "mercados" y "capitales"; son saduceos que de tanto admirar a los poderosos los toman por amos del Destino. Afirmar que son "los mercados" o "el capitalismo" o "los poderosos" quienes producen el viento infernal que agosta campos, sembrados, viñas, higueras y ahorros es usar con mucha molicie un cerebro enclenque. Y sobre todo es una petulancia propia de aquellos que quieren creerse inocentes y así se proclaman. ¡No he sido yo!, protestan. ¡Han sido los mercados!

    Las fuerzas que producen elevación y derrumbe no las lleva nadie de un ronzal o no serían tan poderosas; nadie puede torcerlas porque nadie las orienta, así como nadie enciende los volcanes o abre la tierra con temblores siniestros. La maquinaria hipertécnica está por encima de nuestros mezquinos deseos. Negociemos un acuerdo. Estas fuerzas pueden parecerse a nosotros mismos proyectados hacia afuera en forma de colosos destructivos ante los que quedamos petrificados. También el paranoico cree verse a sí mismo bajar por la calle y saludar de un sombrerazo al cruzarse consigo. Fantasmas producidos por una culpa recóndita, la de creer que hay "razones" para lo que pasa y para lo que es, como si la vida de la especie o el cosmos mismo atendiera a razones humanas y diera explicaciones. Digámoslo con mayor brevedad. Pasó ya el tiempo de la riqueza inmerecida y ahora llega el tiempo de la pobreza que nos corresponde. Todo lo demás es petulancia y perseguir viento. Ni nos habíamos ganado la riqueza anterior, ni ahora sabremos qué hacer con la pobreza.

    El viento del desierto nos coloca en nuestro lugar antiguo, el que hemos ya vivido un sinnúmero de veces. Quienes tenemos una edad juiciosa no hemos olvidado que hace treinta años los autobuses vomitaban nubes de humo negro, el teléfono a duras penas conectaba, los comercios eran raquíticos y los precios colosales; acudir a la seguridad social era una humillación que había que llevar con modestia a riesgo de caer mal y que te dejaran morir en un pasillo; acercarse a una ventanilla era topar con la venganza del parásito; había que esconderse para leer libros, los periódicos eran sarnosos, los mozos corrían riendo como idiotas delante de un toro, pero aún les gustaba más apedrear a los desdichados que se atravesaban en su borrachera; en fin, el mundo arcaico y quizás barroco, que es el nuestro y siempre lo ha sido, regresa hoy empujado por un viento abrasador.

    Ahora veremos de nuevo a los profetas salir de debajo de las piedras como escorpiones armados con un palo, escupiendo el veneno que mejor se vende entre los pobres, el odio. También volverán los frailes entusiasmados por el clima de desesperación y nihilismo blandiendo un crucifijo navajero; veremos a las turbas de creyentes que se reúnen en plazas y foros para celebrar juntos su inutilidad y arrojar el resentimiento contra los policías, sus hermanos.

    Hace unos días andaba yo escuchando la misa grande de Bach interpretada por un grupo de gentes iluminadas y sublimes que venían de Escocia, lugar muy puesto en Longino. Cuando sonaba en su metálico esplendor el Gloria cayó un ángel de las bóvedas aún tiznadas por el hollín de la guerra civil, o así lo veía yo en aquella vieja iglesia catalana. Empuñaba la espada flamígera con la que expulsó a nuestros primeros padres de un jardín ameno. Nosotros, los hijos de Caín, seremos siempre expulsados de todos los paraísos, el de la infancia encantada, el del ardor adolescente, el de la esperanza juvenil, el de la digna lucha de los adultos, el de la templanza y la justicia de los mayores, el de la sabiduría de los ancianos. Siempre expulsados, siempre a nuestras espaldas la verja se cerrará como aquella Puerta de la Ley que estaba destinada a cada uno de nosotros, pero que nunca pudimos franquear.

    No siempre, sin embargo, no siempre. De vez en cuando, cíclicamente y con perfidia, se nos vuelven a abrir las puertas del Edén y vivimos por sorpresa un breve lapso de vida verdadera, como la que el otro día abrió el ángel caído de la bóveda. De pronto, sin aviso ni mérito, mientras suena la música nos sentimos a la sombra de los frutales y acariciamos al sumiso cordero, antes de que el ángel decapite a los escoceses. Si no fuera por esa experiencia del Edén no sabríamos lo que es la expulsión y el castigo, de modo que siempre, inevitablemente, regresamos a algún Paraíso, admiramos a las doncellas que regalan el agua de sus rotundos cántaros, oímos voces celestiales y vemos crecer la mies. Sólo para ser de nuevo expulsados, ensordecidos, castigados y ver cómo se agosta la labranza. Hay un tiempo para amar y un tiempo para morir.

    Ahora sopla un viento que llega de África, ahora es el tiempo del desierto, el exilio y el crimen, pero una voz nos dice: trabajad y parid, no reneguéis del sudor y del dolor, del sacrificio y la perpetuación, porque son nuestras armas y son poderosas; con ellas se empuja la rueda del tiempo cuya demora supone la aniquilación. No os detengáis para llorar y mirar hacia atrás porque ya luego volverá, forzosamente, el Jardín y de nuevo olvidareis vuestra culpa. Ni te quejes ahora, dice, ni luego te ufanes de algo que hoy no te mereces, pero antes tampoco. Empuja la rueda del tiempo y deja de lamentarte.

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22 de agosto de 2011
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La actividad más misteriosa

Una vez más el Festival de Torroella de Montgri ha tenido la virtud de transformar el insensato mes de agosto en un sustancioso ejercicio espiritual. Ayer la misa de Requiem de Cererols, barroco español insuficientemente conocido (murió en 1680), conmemoraba el asesinato de Ernest Lluch, diputado socialista partidario del así llamado "diálogo" con ETA que sufrió en carne propia la fábula del escorpión y la rana.

    La coral llenaba el espacio escénico situado en la zona del altar y sus voces subían hasta las bóvedas góticas muy bien aventadas por La Stagione Armonica. El concierto se concluía con el Miserere de Allegri, posiblemente la pieza fúnebre más tenebrosa y bella de todos los tiempos. En ella hay un sobrecogedor agudo (de soprano en nuestro caso, pero voz blanca en la Capilla Sixtina donde se ejecutaba cada año) que parece querer perforar los cielos implorando clemencia. La súplica nos llegaba a los oyentes por la espalda, es decir, desde el coro propiamente dicho. Un grito invisible nos atravesaba el corazón con la saeta de una inocencia inmolada.

    Por cierto que el Miserere sólo se interpretaba en el Vaticano durante los oficios de Semana Santa y estaba prohibida su copia, pero nadie pudo impedir que en 1770 un chico de catorce años con cierto talento musical la escuchara y al concluir saliera disparado a su pensión y la copiara de memoria. Era Mozart. Cuando empezó a sonar por toda la Europa, el papa Clemente XIV quedó tan impresionado que nombró caballero al adolescente.

    Mientras atendía yo a aquella música en honor de un inocente asesinado volvía a asaltarme la vieja cuestión de la utilidad. La música no sirve para nada, es cierto, excepto para hacernos humanos. En un reciente y muy recomendable trabajo, El instinto musical (Turner), Philip Ball se lo plantea desde el punto de vista cognitivo. Esta actividad tan perfectamente inútil, dice, es sin embargo universal: no se ha encontrado aún un pueblo, cultura u horda que carezca de ella. Y también es eterna porque los más antiguos instrumentos encontrados, huesos perforados en forma de flauta, tienen cuarenta mil años. De modo que nos acompaña desde el origen y posiblemente el día del juicio final nos pillará cantando y bailando. La eternidad es eso.

    Ball discute con Steven Pinker sobre la inutilidad que el último atribuye a la música. Según Pinker es una actividad exclusivamente hedonista, una especie de "golosina del cerebro" (son sus palabras), pero que carece de cualquier virtud adaptativa por lo que si desapareciera no habría consecuencias dramáticas. El lingüista Joseph Carroll, en cambio, la considera una acción típicamente cognitiva que acrecienta nuestra capacidad para regular funciones extremadamente complejas como los ceremoniales fúnebres. La posición de Ball, pragmática, es de sentido común: da lo mismo que sirva o no sirva para nada, la música es indestructible y aunque fuera una idiotez no hay modo de acabar con ella, ya que responde a procesos cerebrales que se están descubriendo lentamente. Ball, que tanto analiza un ejemplo del barroco flamenco como una pieza de Heavy Metal, usa el término de "instinto musical" con perfecta conciencia ya que no en vano es colaborador y editor de la revista Nature.

    No hace mucho escribía yo que para los humanos la música es como la sexualidad, una actividad que todos pueden (y deben) practicar lo hagan mejor o peor, porque lo que importa no es la técnica sino el sentimiento, siempre que el receptor tenga la suficiente capacidad de gozo. Da lo mismo escuchar con arrobo "La parrala" que "Moses und Aaron", la cuestión es bailar mentalmente con la música como en una fiesta, sin que nos torturen los delirios de competencia, eficacia y jerarquía.

    Toda música es un generador de ideas y el placer musical no es otra cosa que inteligencia en acto. Una inteligencia especial que sólo sirve para entendernos con nuestros semejantes, o sea, para bailar aunque el cuerpo no se mueva. Todos hemos advertido cómo se miran unos a otros los músicos en concierto y cómo en algunos delicados momentos se sonríen con gesto de indescriptible contento mutuo: es la secuacidad del gozo. Yo no creo que cuando escuchamos música a solas hagamos otra cosa. Sonreímos por lo a gusto que estamos en este mundo y lo bien que lo hacemos.

    He aquí que un físico, Philip Ball, no anda lejos de esta misma opinión. Lo celebro.

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15 de agosto de 2011
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Muerte y transfiguración

El nuevo edificio de la Filarmónica de Hamburgo, obra de los suizos Herzog & de Meuron, que abrirá sus puertas dentro de un año, está concebido para ser fotografiado desde el agua. En las simulaciones puede verse la cresta de vidrio y sus puntas en forma de ola rompiente recortadas contra el cielo a 37 metros de altura, pero también reflejadas como fantasma luminoso en el negro espejo del puerto. O para mayor exactitud, en uno de los remansos acuáticos de HafenCity, que es como se llama la ampliación de la ciudad hanseática. La denominación de PuertoCiudad, aunque poco imaginativa, es exacta ya que está creciendo sobre la antigua Speicherstadt, la zona de almacenamiento formada por gigantescas bodegas de ladrillo. Se ha reservado de la demolición una línea de bodegas a lo largo de un canal, memoria del viejo puerto hamburgués. Son como una teoría de bellas esfinges rojas en un bosque de acero y cristal.

El grandioso proyecto, a orillas del estuario que forma la confluencia de los ríos Aster y Elba en su desembocadura marítima, ocupa ciento cincuenta y siete hectáreas en las cuales se levantan o levantarán, según su grado de acabamiento, setenta y ocho proyectos, todos ellos colosales. La sede de la Filarmónica, el llamado Elbphilharmonie Concert Hall, es quizás el más brillante y fotogénico, pero allí están también la central de Unilever, el grupo Spiegel, el Centro de Ciencias Marítimas (quizás la ocasión de que Koolhaas escape al tedio), la compañía Lloyd/Alemania (cuenta con dieciséis mil empleados) o el Museo Marítimo, además de casi seis mil viviendas.

Con mis compañeros de viaje, Carlos, Patricia, Alfonso, Josep, todos ellos arquitectos, recorremos aquella explosión constructiva entre admirados y sobrecogidos. ¿Cómo se financia una ciudad semejante? ¿De dónde sale tal ingente cantidad de cientos de miles de millones de euros? Algunos aspectos son admirables, como el hecho de que toda la ciudad se alce ocho metros sobre el nivel del mar para evitar las crecidas del Elba las cuales alcanzan los tres metros en circunstancias normales, pero el doble con galerna. Sin embargo no se puede evitar la sensación de estar ante un efecto del petrodólar, una Lagos del norte, un Dubai nevado. Lo cual, evidentemente, es engañoso.

El puerto de Hamburgo es el segundo de Europa, detrás de Rotterdam, pero supera a este último en número de contenedores. Todos los que hemos visto la serie "The Wire" sabemos que en los contendores viajan las mercancías más insospechadas, desde carne humana a residuos radiactivos. Es humanamente imposible controlar toda la carga cuando suma tantos millones de unidades. La extensión gigantesca de algunos edificios de HafenCity son simplemente espacios para la acumulación de mercancías, y allí aguardarán el momento estratégico de su distribución. En un proyecto de este tipo están interesados absolutamente todos los hombres de negocios que transportan algo, lo que sea, legal o ilegal, de un continente a otro. Aquí llegan mercancías oceánicas, asiáticas, africanas, americanas o europeas y aquí comienza su distribución. Un jovial perito del puerto, gordo, cervecero y fanático del Barça, al saber que mis arquitectos eran catalanes afirmaba con sonoras carcajadas: "¡Jamás tendrrréis un corrredor mediterrráneo, echadle la culpa a Matrrrit, perrro quienes lo impiden están aquí... o en Brrruselas!". ¿Una competencia portuaria mediterránea a estos dos titanes, Hamburgo y Rotterdam? ¿Un atajo para las mercancías asiáticas que evite el Atlántico? ¡Ni en sueños!

La ciudad hanseática tiene menos de dos millones de habitantes y la región metropolitana algo más de cuatro. Es aproximadamente la escala de Barcelona y su área. Quizás por esta razón hay una nutrida colección de profesionales barceloneses trabajando en el proyecto hamburgués. Para un técnico vocacional ha de ser una oportunidad fabulosa esta de crear una ciudad enteramente nueva con todos los elementos tecnológicos puestos al día. Y con ese presupuesto. Un presupuesto para el que no existe crisis porque estamos hablando del dinero verdadero, no del coyuntural. Estamos hablando de los amos del mundo.

Camino por los terrenos de un futuro parque, aunque creo que no es el que va a construir Beth Galí: me he perdido parte de la explicación, nuestra guía habla a una velocidad vertiginosa y sólo confunde constantemente, pero eso es inevitable, los géneros. Me parece encantadora cuando dice "la sindicata". El parque está al borde del agua y será sin duda un lugar de cafeterías, terrazas, bicicletas y paseos familiares. El clima es riguroso, pero los hamburgueses, gente extraña en Alemania, gente que perteneció a Dinamarca durante más de dos siglos (de 1640 a 1864 el barrio de Áltona, por ejemplo, que es por donde paseo), es también rigurosa. En los terrenos de este parque se alzaba, antes de la Segunda Guerra, la Estación de Ferrocarril. De aquí salieron los trenes cargados de judíos hacia los campos de exterminio. Hay una leve referencia a la masacre, un sobrio homenaje a las víctimas, no podía faltar, pero los habitantes de Hamburgo pagaron cara la arrogancia y la barbarie germanas.

El 28 de julio de 1943 un ataque combinado de la fuerza aérea británica y la armada norteamericana arrojó diez toneladas de bombas incendiarias sobre el puerto y las zonas residenciales de la ciudad. El relato puede leerse en uno de los mejores trabajos de W.G. Sebald, "Sobre la historia natural de la destrucción" (Anagrama), de donde lo transcribo. Dice Sebald: "Un cuarto de hora después de la caída de las primeras bombas, todo el espacio aéreo, hasta donde alcanzaba la vista, era un solo mar de llamas". Las bombas explosivas de cuatro mil libras estaban construidas de modo que arrancaran de cuajo puertas y ventanas, tras lo cual llegaban las bombas incendiarias ligeras que prendían en cubiertas y tejados. Por fin, las bombas incendiarias pesadas penetraban por todas las brechas y corrían como ríos de lava hasta inundarlo todo. Al quemar el oxígeno aceleradamente las llamas provocaron un huracán con vientos de 150 kilómetros por hora, mientras la columna de humo se alzaba hasta ocho mil metros de altura. Cuando los relojes marcaron la llegada del día, seguía siendo de noche. Así permanecería durante semanas bajo una capa plomiza de cenizas en suspensión, pero nadie lo vio.

Se calcula que un millón y cuarto de la población salió huyendo, lo que viene a ser su totalidad descontados los doscientos mil muertos. Comenta Sebald con razón que nunca sabremos la cifra exacta porque hay innumerables testimonios de masas humanas mudas y enajenadas, cubiertas de harapos y quemaduras, vagando por los campos y pueblos hasta tan lejos como Berlín. Si alguien trataba de ayudarles y se les acercaba, escapaban aterrados o se quedaban paralizados en una atonía similar a la que años más tarde se podría ver en Hiroshima. Nadie sabe qué fue de toda aquella gente. Tan tarde como en otoño de 1946, el escritor sueco Stig Dagerman escribía que viajando en tren por la zona de Hamburgo observó durante más de veinte minutos un paisaje lunar sin un solo ser humano visible. Nadie, dice Dagerman, miraba por las ventanillas, y supieron que era extranjero porque yo sí miraba.

Sobre ese cementerio ahora se levanta la nueva HafenCity, opulenta, poderosa, rampante. El bombardeo de arrasamiento de 1943 se llamaba "Operación Gomorra" por la fama de que gozaba el barrio rojo de Hamburgo, uno de los prostibularios más notorios del mundo. Ahora ya no queda nada de aquel pasado. Cuando a veces se me ocurre elogiar a los alemanes por su energía para vencer el remordimiento, la culpabilidad y el resentimiento, siempre hay alguien que comenta despectivo lo aburrida y sosa que le parece aquella gente comparada con nuestra jovial, despreocupada y simpática campechanía. Lástima que tantas virtudes mediterráneas no sean reconocidas más que por gente campechana, despreocupada, y, eso sí, muy simpática. Sin embargo, en ocasiones se puede preferir la grandeza.

Artículo publicado el 1 de marzo de 2011.

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1 de marzo de 2011
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Usos y hábitos norteños

En la cafetería de la Kunsthalle de Hamburgo flota el susurro tenue que es habitual en los establecimientos públicos europeos. También constato con satisfacción esos detalles que expresan el respeto de los directivos hacia sus clientes, como que en cada mesa haya rosas frescas del día. En mi país esto sería considerado una cursilería, pero aquí es una deferencia.

Los europeos suelen ser respetuosos. Por ejemplo, en las discusiones se ceden la palabra y no se atropellan a gritos los unos a los otros como en las tertulias televisivas españolas, incluidas las más presuntuosas. Aunque no les interese en absoluto lo que dice su colega o lo consideren una insoportable idiotez, esperan a que acabe de hablar. También es cierto que allí nadie monopoliza la palabra.

Estas señales de respeto hacia el prójimo esconden un respeto más profundo e interesante: el que sienten hacia ellos mismos. Precisamente porque se respetan a sí mismos pueden respetar a los demás. La prepotencia y el avasallamiento se dan cuando una escasa confianza en el peso de los argumentos propios genera pánico agresivo. "Como lo que estoy diciendo es una sarta de trivialidades, voy a intentar que el tipo de ahí delante hable lo menos posible y cuando lo haga que no le oiga nadie", concluye el contertulio español.

En la cafetería algunos clientes hojean periódicos y catálogos mientras los comentan en voz baja con sus acompañantes. Susurros y crujir de hojas, música celestial. Hay un muchacho joven, alto y bien parecido que recoge la vajilla usada mesa por mesa y la va amontonando en un carrito. Debe de padecer alguna leve carencia mental, a la que se añade una cojera de resorte que le obliga a avanzar con saltos unigambistas, como un avestruz al que hubieran amputado una pata. Sin embargo, desarrolla una actividad apremiante, imperiosa, pues no sólo retira a toda velocidad los platos y tazas usados, sino también los que están a medio terminar y lo hace con gesto despótico, como un cabecilla de secta. Los desposeídos no mueven un músculo y siguen hojeando impertérritos sus papeles. Quienes, como yo, se han percatado de los arrolladores modos del muchacho, o bien resguardan en el regazo tazas y platos a su paso, o bien se los entregan con aire de vestal sacrificada.

Cuando salgo de la cafetería está vaciando su última cacería en el lavaplatos. Me mira ceñudo, pero en cuanto señalo la montaña de loza con gesto encomiástico, abre una sonrisa luminosa, radiante, y me guiña un ojo. Luego se abisma de nuevo en el orden.

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22 de febrero de 2011
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Flebas, fenicio muerto

Algunos seguidores de este blog habrán recordado de inmediato el poema de T.S. Eliot que canta la muerte de Flebas el fenicio y cómo le posee el olvido de las gaviotas chillonas, del undoso mar, de las pérdidas y las ganancias.

Phlebas the Phoenician, a fortnigth dead

Forgot the cry of gulls, and the deep sea swell

And the profit and loss.

    Pertenece a uno de los más bellos poemas del siglo XX, The Waste Land, y de los más oscuros. Superior, a mi modo de ver, al tan celebrado Four Quartets. Ciertamente la muerte por agua es distinta de toda otra muerte.

Richard Henry Dana, de la quinta de Charlotte Brontë, se hizo a la mar en 1834. Marinero del Pilgrim cuando apenas salía de la adolescencia, no regresó al puerto de Boston hasta 1836. Su diario, anotado con las fatigas, gozos, angustias, sacrificios, esplendores y desdichas de un marinero raso, se publicó en España con el título "Dos años al pie del mástil" en traducción de Rivas Cherif. Ha habido luego otras versiones, pero yo le tengo apego a la antigua, escrita en un español sabroso y algo arcaico. Por ejemplo, el nombre del autor viene como Ricardo Enrique (R.E.) Dana, lo que despista porque en las ediciones inglesas aparece, claro está, como R.H.

    Entre otras muchas páginas que ilustran sobre el mundo antiguo de los grandes veleros que doblaban por el Cabo de Hornos para negociar en una California aún española, Dana, que había cursado estudios en Cambridge y cuyo enrolamiento obedecía a razones éticas y psicológicas, nos comunica su descubrimiento de la muerte por agua. En una desdichada maniobra, uno de sus compañeros, criatura de veinte años que trataba de ajustar una gaza en la cofa del palo mayor, cae al agua y se ahoga. Escribe Dana:
    "Siempre es solemne la muerte, pero nunca tanto como en el mar. Muere un hombre en tierra y su cuerpo queda entre los amigos; pero si se cae por la borda al mar, hay tanta precipitación en el suceso y tal dificultad para encontrarlo que el misterio se apodera de todo."

    Conciso y elegante: el misterio se apodera de todo. El cuerpo ha sido engullido por la nada y a nosotros no nos queda el consuelo de ver el despojo de quien fuera alguien cercano y amado. Las fauces misteriosas de la aniquilación se han tragado al amigo. Entonces nos imaginamos en igual situación: nadie cerrará nuestros ojos. Sentimos la augusta soledad del vacío eterno. Es un clásico: nacemos solos y morimos solos, pero más solos aún si no hay compañía para el cuerpo perdido. Por eso es de una crueldad inhumana, patológica, la tortura de los desaparecidos, como en Chile y Argentina, o la más cercana, cutre, miserable, de esos rufianes que tras violar y asesinar a una niña entregaron su cuerpo a la nada para que el mar la devorara.

 

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16 de febrero de 2011
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Otra estupidez juvenil

Hubo una época, ahora ya incomprensible, en la que los mejores cerebros de mi generación eran maoístas, o sea, seguidores del camarada Mao Tse Tung, lo que da una idea del alto nivel generacional. Eran maoístas Piqué (el millonario), Borja (el que lleva mil trescientos años en el Ayuntamiento de Barcelona), Vila Matas (el gran artista), Hernández (esta era del cine), en fin, muchos... y yo incluido, qué le vamos a hacer.

    Nos habían seducido los de la revista parisina Tel Quel, cuya cabeza visible era un mentecato que luego se pasó al marketing de sí mismo con notable éxito, y sobre todo el viejo Jean-Paul Sartre, el maoísta más raro que se ha visto en la faz de la tierra. ¿Por qué era maoísta aquel pequeño burgués de ideas reaccionarias y prácticas perversas? Nadie lo ha explicado aún, ni amigo ni enemigo.

    Los maoístas de Barcelona fracasamos con marmórea rotundidad, lo que es una pena porque ahora tendríamos un gobierno dirigido por Ar Tur Mas, faro del orbe, rapado al cero, con uniforme de alzacuello. Los días señalados le veríamos agitar desde lo alto de Montserrat "el llivre cuatribarrat del camarada Mas". Todos los demás nos dedicaríamos a tareas agrícolas, lo que nos ahorraría muchos quebraderos de cabeza.

    El caso es que aquella enfermedad juvenil del maoísmo a mi me la curó de la noche a la mañana un libro titulado Les habits neufs du président Mao, o sea, Los nuevos trajes del presidente Mao. Lo había comprado con mucho optimismo porque creí que iba a favor, pero en cuanto comencé a leerlo me percaté de que era la más despiadada, salvaje e inteligente destrucción de alguien a quien a partir de aquella lectura di en ver como un payaso carnicero. En realidad eran dos los payasos, el presidente Mao y yo, el texto no dejaba resquicio a la duda. El autor del panfleto, Simon Leys, era el tipo más inteligente con el que yo me había cruzado aquel año de 1971 y los diez anteriores.

    Leys siguió publicando libros agudos, brillantes, dotados de una ironía incisiva y los fui devorando todos. Bueno, todos no, porque Leys en su vida real se llama Pierre Ryckmans y es un sinólogo de prestigio mundial así que, por ejemplo, no he leído sus trabajos sobre los Analecta de Confucio. Aquel mismo año de 1971 se instalaría en Australia para el resto de su vida, y de esto hace cuatro décadas. En la actualidad cuenta casi ochenta años y la admirable editorial Acantilado acaba de traducir uno de sus últimos libros, La felicidad de los pececillos. Parece un libro humilde porque recoge colaboraciones que Leys ha ido publicando en revistas y periódicos, pero es puro ingenio y lo recomiendo como perfecta lectura en el metro.

    Les copio un fragmento. En un artículo sobre frases célebres pronunciadas en el instante de la muerte, escribe: "Pero las palabras finales más lamentables son las de Pancho Villa. Cogido por sorpresa en el momento de su ejecución, suplicó a un periodista que se encontraba allí presente: "¡No deje que esto acabe así! ¡Escriba usted que he dicho algo!". Pero el periodista, en lugar de inventar, como era su costumbre, se limitó a referir esta falta de inspiración en toda su crudeza. ¡Como para fiarse de los periodistas!".

    Uno imagina a Pancho Villa maldiciendo al periodista y a la madre del periodista, hundiéndose tras cada blasfemia en lo cada vez más profundo del infierno.

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9 de febrero de 2011
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Astucia clásica de gran actualidad

El célebre tratado en doce libros "Res rustica" que suele titularse entre nosotros "Agricultura", obra monumental del gaditano Lucius Junius Moderatus Columela, contiene un largo apartado sobre el cuidado de las abejas -animales delicadísimos, caprichosos, a veces neuróticos, pero en sustancia divinos-, que es de gran interés. Ocupa todo el libro Noveno, con un breve prólogo, al menos en mi edición, dedicado a la formación de cotos y de cómo se encierra en ellos a los animales montaraces. Siendo la abeja un animal montaraz, no en eso distinto de la liebre, bien están ahí ambos conjuntados.

    Es el caso que las abejas soportan mal que el mielero, colmenero o abejero sea de naturaleza tosca y sucia. El olor a cebolla les marea hasta la nausea y también les espanta el pelo. Cuando les entra el disgusto, las abejas se comunican rápidamente entre sí con mucho escándalo, mandan un emisario a la reina y si ésta es de buen carácter emprenden la huida. Resulta bonito de ver un enjambre que huye del apicultor maloliente o hirsuto y se esconde en el bosque como una nube zumbante hasta que encuentra su lugar de anclaje.

    Ante semejante catástrofe, dice Columela, el apicultor sensible lo primero que debe hacer es despedir sin miramientos al empleado que desayunó pan con cebolla o que olvidó depilarse las axilas. Lo segundo, recuperar el enjambre, es asunto laborioso porque, atemorizado y espantadizo, el enjambre suele esconderse muy bien en el oscuro vientre del bosque, donde se queja y lloriquea durante semanas, y no hay quien lo encuentre.

    Da Columela unas instrucciones de astucia clásica, las cuales paso a contarles pues son de aplicación en multitud de ocasiones, cuando se produce la huida de otros animalillos pequeños o no tan pequeños en nuestros hogares.

    El apicultor minucioso conoce perfectamente el lago, charca, alberca o riachuelo donde acuden sus abejas para tomar el agua que necesitan a diario. Pues bien, córtese una de las cañas que tanto abundan en aquellos parajes. Vacíese pulidamente el alma de la caña y déjese gotear la miel por su interior. Atienda luego el apicultor con la caña tendida sobre el agua a que lleguen las abejas, exactamente como el pescador de truchas.

    No pasará mucho rato sin que acuda la primera abeja sedienta (aún no han podido localizar una nueva fuente más cercana a su refugio), la cual entrará por la caña para tomar la miel, siendo empujada de inmediato por otra que también quiere entrar y así sucesivamente, como en las colas del metro, hasta que en el interior de la caña se apretujan doce o quince ejemplares. Tápese entonces con gran decisión y velocidad el agujero de la caña con el pulgar.

    Señala Columela "el pulgar", en efecto, pero sin duda puede usarse cualquier otro dedo que se tenga a disposición en aquel momento.

    Váyase entonces el apicultor al umbral del bosque y deje salir una abeja y sólo una, volviendo a tapar de inmediato la caña. Verá que la abeja, un tanto desconcertada al principio, da unas vueltas sobre sí misma como haciendo cabriolas, pero luego, gracias a ese instinto admirable que tenemos las criaturas, emprende una carrera rectilínea indicadora de que ha hallado la dirección correcta.

    Por mucho que corra el apicultor entre el espeso boscaje es seguro que al cabo de un tiempo, mayor o menor según su edad y capacidades, habrá perdido la pista de la abeja. ¡Abra de nuevo la caña separando el pulgar! Una nueva abeja volverá a dar volteretas y saldrá luego disparada en línea recta hacia el hogar interino. Siga así hasta agotar los doces ejemplares. Raro será, razona Columela, que en doce o quince trechos no llegue el apicultor al enjambre, pero si no llega, es cosa de repetir toda la operación llevando la caña llena de abejas hasta el último punto donde le condujeron sus hermanas.

    De cómo se recupera entonces el enjambre, colgado de rama u oculto en un tronco, es asunto que trata en otro apartado: "Del modo de recoger los enjambres y de impedir su fuga". Me ha parecido, sin embargo, que la parte urgente, en nuestros días, es la anterior. Ya sabe el lector que nos estamos quedando sin abejas, atacadas y destruidas por un abejón dañino llegado del extranjero y no es exagerado decir que en unas decenas de años la miel puede convertirse en un bien tan escaso como el ámbar. Cada vez hay menos razones para seguir con vida.

    Así pues, cuide de su enjambre el colmenero, de su familia el padre hogareño, de sus amores el agraciado que los tenga, de sus libros el bien leído, de sus canarios el ornitófilo, de su grey el diputado, y vaya en busca de las bestezuelas huidas con un método tan refinado como el que nos recomienda el sabio latino y yo les he repetido. Pero antes de eso, lávense bien, por favor, eviten la cebolla cruda y no dejen de rasurarse todos los días.

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1 de febrero de 2011
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Un mundo extinguido

En 1819 Carl Gustav Carus emprendió un viaje a la isla de Rügen para ver los parajes que su amigo Caspar David Friedrich había pintado una y otra vez. Carus también era pintor y no de los peores, pero se había dedicado profesionalmente a la medicina y se loe tiene por un científico apreciable. De carácter sencillo y entusiasta era lo que podríamos llamar un romántico moderado, al tiempo que uno de los cerebros más lúcidos de su generación.

     Salió de Dresde y la primera etapa le llevó hasta Berlín. Tardó tres días en llegar "a través de arenas y pantanos, en aquel pequeño carruaje que atravesaba ciudades y pueblos". Estos recuerdos los escribe en 1866, estupefacto porque en ese año "se llega a Berlín en cinco horas" gracias al tendido ferroviario. De tres días a cinco horas. El encogimiento temporal lleva consigo la inexistencia del viaje en tanto que viaje; hoy no se puede ser viajero, sólo turista, piensa.

Más días le costó la etapa de Berlín a la isla de Rügen, situada en el Báltico y a donde llegó tras cruzar el mar en una embarcación que quedó detenida toda la tarde y noche por una inesperada calma. Allí cocieron unas patatas y allí durmieron, acunados por el chapoteo. Carus estaba maravillado por el denso pestañeo de millones de estrellas. A la mañana siguiente se levantó una brisa y pudieron desembarcar en Rügen. A partir de 1936 habría cruzado del continente a la isla por la autovía que construyeron los nazis y que aún hoy es el acceso habitual de llegada a los múltiples centros de esparcimiento que han surgido como hongos desde que la isla dejó de ser territorio de la Alemania comunista.

     Durante su viaje, Carus había podido observar muchas cosas, la estructura de las casas populares y las chozas cubiertas de paja por cuya techumbre se colaba el humo de un hogar sin chimenea, el taller de un herrero (hermano de Friedrich) en Neubrandenburg, la vida de un burgués acomodado de Greifswald dedicado al negocio de los jabones (el otro hermano de Friedrich), las ruinas del gótico nórdico entre un bosquecillo de árboles con un pequeño alpendre adosado, el ladrillo cocido de los edificios civiles y religiosos de Pomerania que no necesitaba mortero y reflejaba una luz especial, y así sucesivamente. El viaje era una concentrada cadena de experiencias de enorme poder emocional.

     Al redactar sus recuerdos cuarenta años más tarde, Carus ve la enorme transformación que se ha producido en tan corto periodo de tiempo. Sin ninguna nostalgia constata que se está abriendo un mundo del que él es sólo uno de sus primeros habitantes aunque todo su espíritu pertenece al viejo mundo extinguido. "Lo nuevo se caracterizará por un sentido agudamente pragmático, por la agilidad de la mente calculadora, y la búsqueda del lujo y el placer inmediato". Es asombroso que acertara de lleno en el bulto del futuro. Y es especialmente sobrecogedor, en un tiempo tan austero como el suyo, que ya en 1866 adivinara los motores de la máquina social: "el lujo y el placer inmediato". Nos profetizó.

     A veces, leyendo estos viejos libros, uno tiende a creer que en aquellos años se apagó un mundo que había perdurado desde Pericles hasta Bonaparte. Entonces, en plena oscuridad, se abrió una puerta por la que entró una luz cegadora. Desde entonces tratamos de avanzar, ciegos y pertinaces.

     (He tomado las citas de la excelente edición de Agustín López en Terra Incógnita.)

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26 de enero de 2011
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