Félix de Azúa
En la cafetería de la Kunsthalle de Hamburgo flota el susurro tenue que es habitual en los establecimientos públicos europeos. También constato con satisfacción esos detalles que expresan el respeto de los directivos hacia sus clientes, como que en cada mesa haya rosas frescas del día. En mi país esto sería considerado una cursilería, pero aquí es una deferencia.
Los europeos suelen ser respetuosos. Por ejemplo, en las discusiones se ceden la palabra y no se atropellan a gritos los unos a los otros como en las tertulias televisivas españolas, incluidas las más presuntuosas. Aunque no les interese en absoluto lo que dice su colega o lo consideren una insoportable idiotez, esperan a que acabe de hablar. También es cierto que allí nadie monopoliza la palabra.
Estas señales de respeto hacia el prójimo esconden un respeto más profundo e interesante: el que sienten hacia ellos mismos. Precisamente porque se respetan a sí mismos pueden respetar a los demás. La prepotencia y el avasallamiento se dan cuando una escasa confianza en el peso de los argumentos propios genera pánico agresivo. "Como lo que estoy diciendo es una sarta de trivialidades, voy a intentar que el tipo de ahí delante hable lo menos posible y cuando lo haga que no le oiga nadie", concluye el contertulio español.
En la cafetería algunos clientes hojean periódicos y catálogos mientras los comentan en voz baja con sus acompañantes. Susurros y crujir de hojas, música celestial. Hay un muchacho joven, alto y bien parecido que recoge la vajilla usada mesa por mesa y la va amontonando en un carrito. Debe de padecer alguna leve carencia mental, a la que se añade una cojera de resorte que le obliga a avanzar con saltos unigambistas, como un avestruz al que hubieran amputado una pata. Sin embargo, desarrolla una actividad apremiante, imperiosa, pues no sólo retira a toda velocidad los platos y tazas usados, sino también los que están a medio terminar y lo hace con gesto despótico, como un cabecilla de secta. Los desposeídos no mueven un músculo y siguen hojeando impertérritos sus papeles. Quienes, como yo, se han percatado de los arrolladores modos del muchacho, o bien resguardan en el regazo tazas y platos a su paso, o bien se los entregan con aire de vestal sacrificada.
Cuando salgo de la cafetería está vaciando su última cacería en el lavaplatos. Me mira ceñudo, pero en cuanto señalo la montaña de loza con gesto encomiástico, abre una sonrisa luminosa, radiante, y me guiña un ojo. Luego se abisma de nuevo en el orden.