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El Boomeran(g)

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En la ciudad fantasma

-¿Usted ocupa la habitación 312?

La mujer que me habla usa el pelo muy corto y tiene unos cuarenta años. Su traje sastre le otorga un aire ejecutivo pero está un poco pasado de moda, como si fuese de los años ochenta. Es la segunda vez que la encuentro en el desayuno del hotel. En Nicaragua me levanto muy temprano. A esa hora, ella es la única habitante del comedor.

-Sí –le digo-. ¿Cómo lo sabe?

-Desde su habitación se ve la casa de Nora.

-Ya. ¿Quién coño es Nora?

A esa hora de la mañana, siempre estoy de pésimo humor. Pero a pesar de mi antipatía, ella sonríe.

-Ya lo averiguará –me dice.

Luego pasan a recogerme y me olvido de ella.

Durante el día, recorro Managua de un diario a otro, de un canal de televisión a una radio, para la promoción de mi libro. La capital de Nicaragua parece una ciudad fantasma. Uno recorre autopistas rodeadas de campo, salpicadas aquí y allá de centros comerciales o pequeñas construcciones. No hay edificios grandes, y para ver las casas hay que internarse en la espesura por calles llenas de árboles. Incluso en el centro de la ciudad, los inmuebles son casi inexistentes. La mayoría se cayeron en el terremoto del 72, y desde entonces, no se ha reconstruido la ciudad.      

En un cerro, la silueta de un hombre con sombrero campesino se eleva sobre Managua. Reconozco a Augusto C. Sandino, el líder guerrillero de principios de siglo. Me explican que en las faldas de ese monte, Sandino compareció en 1934 para pactar un armisticio con el gobierno y fue asesinado in situ por el jefe de la Guardia Nacional Anatasio Somoza, quien luego se erigiría dictador. La silueta de Sandino en el monte es como un fantasma que domina la ciudad.

Por la noche, regreso al hotel tan agotado que ni siquiera consigo dormir. Doy vueltas en la cama, y termino por subir al solitario bar del último piso a tomar una copa. Una vez más, me encuentro con la mujer del desayuno. Tengo ganas de hablar con alguien.

-No me contó usted quién es Nora –le digo.

Ella se está tomando un té. Me responde sin mirarme.

-Nora era una agente encubierta del Frente Sandinista de Liberación Nacional. En los años de la revolución, conoció al jefe de la guardia nacional, al que llamaban El Perro. Él creía que todo era de su propiedad, incluso las mujeres. La acosaba insistentemente. Pero ella le tendió una trampa. Lo invitó a su casa una noche. Lo llevó a su cuarto y le quitó la ropa y las armas. Cuando se sentía seguro, tres guerrilleros saltaron del armario para secuestrarlo. El Perro se resistió, y los guerrilleros lo mataron. Desde la habitación 312 se ve el apartamento en que ocurrió todo eso.   

-Ya –le digo. Ella sigue tomando su té sin mirarme.

Me pido un whisky y voy al baño. Cuando regreso, ella no está. En la mesa no queda ni siquiera su taza.

Termino mi copa y regreso a mi habitación. Al acostarme, me parece ver la silueta de un hombre con sombrero proyectada sobre la ventana. No me levanto, porque sé que es sólo una pesadilla. 

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26 de marzo de 2007
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Enemigo público

-¿A qué viene a Puerto Rico?

El guardia es grande y, sobre su insignia de la policía de los Estados Unidos, lleva una cara de muy pocos amigos. Sin embargo, la respuesta a esa pregunta es fácil. Para evitar complicaciones, siempre digo lo mismo:

-Turismo.

-¿Conoce a alguien aquí?

-No.

-¿Y cuánto tiempo se queda? –me dice él.

-Tres días.

-¿Sólo tres días para hacer turismo?

-Bueno, sí.

-Su pasaporte dice que ha estado tres días en Costa Rica ¿Usted hace turismo así?

-Ehh…

-¿A qué se dedica usted?

-Soy periodista.

Dado el comienzo que hemos tenido, eso me parece más creíble que decir “escritor”. Pero él no parece convencido.

-Abra su maleta, por favor.

Lo primero que encuentra en mi equipaje es una agenda de trabajo que incluye además Nicaragua, Panamá y Colombia. Me mira acusador, sosteniendo la evidencia de mi mentira. Decido explicarme.

-Es que estoy de gira, presentando un libro…

-O sea, usted viene a trabajar.

-Sí, bueno… también.

-¿Tiene visa de trabajo?

-No es ese tipo de trabajo… Es decir… no me pagan.

-¿Y usted trabaja gratis?

-Sí. Es decir… no.

Nunca había notado que mi vida era tan sospechosa. Él llama por radio a una mujer. Ella tampoco sonríe. Sólo me pide mi pasaporte y se lo lleva a chequear en un mostrador vecino. Él continúa:

-¿Qué tipo de libro viene a presentar?

-Una novela. 

-¿No era usted periodista?

-Bueno, también…

-Tiene dos trabajos y hace los dos gratis.

-No…

Continúa revisando mi equipaje y yo recuerdo que llevo una lata de espuma de afeitar que conseguí salvar de los revisores en Panamá. Deduzco que la he metido ilegalmente en territorio norteamericano. Temo que me deporten por tráfico ilegal de espuma de afeitar. Pero él muestra más interés por los libros que llevo encima. Saca uno de Borges y me dice:

-¿Éste es su libro?

-No.

Ahora saca uno de Julian Barnes:

-¿Y éste es su libro?

-Tampoco.

-Usted viene a presentar un libro pero no tiene el libro. Raro ¿No?

Su radio suena. Una gota de sudor baja por mi mejilla.

-Es que tienen los ejemplares todos aquí –le explico.

-O sea que los envió antes para que no se los encontrasen.

-No, bueno… no sé quién los trajo. Le preguntaré a mi editora…

-Pensé que no conocía a nadie aquí…

-No la conozco…

Estoy a punto de llorar y pedir perdón. Quiero extender las manos, que me esposen y me metan preso. Sé que lo merezco. Pero de repente, la señora del pasaporte regresa y me lo devuelve. Le dice algo al guardia, que cierra mi maleta y me la entrega, y me dice:

-Bienvenido a Puerto Rico. Páselo bien.

Luego se va, pero ahora yo estoy alerta: sé que me han colocado un rastreador en el pasaporte, y que están esperando que me vaya al hotel y me afeite para que los Swat rompan la puerta y me arresten con las manos en la masa. Quizá deba arrojar la espuma por el water antes de que entren. O quizá deba huir. En todo caso, no me atraparán vivo.   

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23 de marzo de 2007
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Locos

El delantero de este equipo de fútbol trató de suicidarse una vez. Tomó varias cajas de pastillas, pero sus familiares lo encontraron a tiempo y lo llevaron al hospital. Se llama Carlo. Dice que, cuando se queda solo, el enanito que lleva dentro empieza a hablarle, y le pide que haga cosas malas. Por eso le gusta jugar al fútbol. En los primeros cinco partidos, ha hecho tres goles.

Carlo es uno de los protagonistas del documental italiano Locos por el fútbol, que narra las peripecias de su equipo, el Gabbiano, hasta que resulta campeón del torneo del Departamento de Salud Mental de ese país. El equipo está integrado por esquizofrénicos, bipolares, depresivos y otros pacientes del Departamento. El campeonato forma parte de su terapia.

Uno de los goleadores del equipo se llama Sandrone, y era policía y guardaespaldas hasta que empezó a escuchar voces en su cabeza. Dimitió varias veces hasta que le aceptaron la renuncia. A veces se pone violento. Pero la mayor parte del tiempo lo dedica a escribir y leer poesía. Quiere conseguir un trabajo, porque así podrá pensar en otras cosas, y no se pasará el día con las voces de su cabeza.

Para Sandrone, para Carlo y para todos los jugadores del Gabbiano, el fútbol es una manera de entrar en contacto con la realidad. La sociedad les exige demasiado para formar parte de ella. En cambio, los partidos tienen pocas reglas y claras, y restituyen su sentido de formar parte de un grupo. Por supuesto, todos reproducen sus problemas en el campo. Benedetto está tan ensimismado que es incapaz de pasarle la pelota a nadie más. Valerio a veces se distrae, con el agravante de que es el portero. Javier puede ponerse realmente agresivo con el otro equipo. Pero el principio terapéutico es que, en la medida en que sean capaces de superar sus limitaciones personales y comunicarse con el equipo, serán premiados con la victoria.

El documental muestra los partidos del equipo, y luego entrevista a sus integrantes por separado. Al verlos, el espectador se pregunta dónde están los límites de la locura. Los personajes de este documental –los locos- parecen simplemente personas hipersensibles, que tienen pensamientos comunes a todas las personas, pero no consiguen sobreponerse a ellos: la soledad, la injusticia, la incomprensión, y por lo tanto la sociedad, les resultan imposibles de sobrellevar. A todos nos resulta difícil a veces levantarnos por las mañanas. Pues a ellos les ocurre lo mismo, pero siempre.

Hasta cierto punto, ellos parecen más realistas que los que aparentemente estamos cuerdos. La cordura implica olvidar las cosas que nos duelen o no darles importancia para poder continuar con nuestra vida cotidiana. La locura –en ese sentido- es un estado de alerta perpetua. El fútbol, para los jugadores del Gabbiano, no es sólo una manera de retomar contacto con otras personas. Es sobre todo, como cualquier juego, una vía de escape, un dulce olvido de una realidad que no comprenden y que no los comprende a ellos.          

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21 de marzo de 2007
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Mensaje para un asaltante

Me han asaltado en Costa Rica. Y es el mejor asalto que he tenido en mi vida.

Además, fue culpa mía. Por confiado. Costa Rica es un país civilizado. Mientras el resto de América Latina sufría dictaduras militares, aquí no había ni ejército. La democracia ha sido casi ininterrumpida en el siglo XX sin que ninguna guerrilla la amenace. El analfabetismo y la miseria son mucho menores que en el resto de América Latina, y el estado tiene tanta presencia que hasta es dueño de los servicios públicos. El presidente es un premio Nobel de la Paz. Hasta el paisaje es bonito. Yo creía que estaba en Suiza.

Así de seguro, salí de noche a dar una vuelta por el centro de San José. Al doblar una esquina, un hombre se me acercó y me pidió dinero.

-Lo siento, no tengo –dije, como dice uno siempre que sí tiene.

En respuesta, me mostró una foto de una niña:

-Es mi hija –explicó-. Tengo una boca que alimentar.

La niña era muy guapa, pero eso no bastaba para sacarme un centavo. Mi tacañería ha resistido embates peores y éste es un país próspero.

El caballero me explicó que llevaba dos días sin comer, que no tenía trabajo porque había estado preso. Preso por asalto y asesinato, especificó. Me pareció una historia muy triste, pero ni así le di nada. Como para certificar su sinceridad, sacó un cuchillo.

-Mire –me dijo amablemente-, me da mucha pena con usted, pero me va a tocar pedirle por las malas. Ahora, quítese el saco, por favor.

Como me había contado su vida y me había enseñado a su hija, me sentí en confianza. Respondí: 

-¿El saco? No, con todo respeto. Es que donde yo vivo hace más frío que acá. ¿Usted para qué lo quiere con el calor que hace en San José?

Él se quedó pensativo unos segundos. El arma era un cutter de esos que se usan para cortar tela. Tenía la hoja muy fina y brillante.

-Tá bien –acabó por responder- pero entonces déme el reloj.

-Usted me va a perdonar –dije, porque aunque él parecía buena gente, lo correcto era tratarlo de usted-. Pero este reloj es malísimo, no le van a dar nada. Y en cambio, a mí me va a dejar desatendido. Tengo que saber la hora para trabajar y para llamar a mi familia, que no vive acá. Mi mamá espera que la llame. ¿Usted me haría esto? ¿Le gustaría que se lo hiciesen a usted?

-OK, OK. Sáquese los zapatos.

-¿Los zapatos? No me quita el saco ni el reloj ¿Y me va a quitar los zapatos? Perdóneme, pero no tiene sentido.

-Es verdad. Déme la billetera y quedamos amigos.

-Si me permite decirle una cosa, yo me resistiría a…

-La billetera sí me la va a dar –dijo, y presionó un poco el cuchillo contra mi barriga.

Como se había portado muy bien, consideré justó obedecerle, y le di la billetera. Él la abrió, saco mis documentos y tres mil colones, y me los ofreció.

-Tome, para su taxi –me dijo. Y se quedó conmigo esperando, no me fuera yo a perder. Teníamos poco tema de conversación, pero hablamos del clima unos minutos, hasta que llegó un taxi certificado. El transporte es muy seguro en Costa Rica.

En fin, el caso es que el taxi me cobró sólo dos mil colones. Escribo este blog para decirle a mi asaltante que me han sobrado mil, y que me corresponde devolverle ese dinero. Por favor, póngase en contacto conmigo en esta página para coordinar la entrega. Muchas gracias por sus servicios. Atentamente,

Un cliente   

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19 de marzo de 2007
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El opio del pueblo

Como imagen de adoración, Buda es más simpático que Cristo. Suele presentarse sonriendo, no le corre sangre por el cuerpo y, como si fuera poco, aparece siempre en posición relajada. Por lo general, se le ve sentado meditando. En ocasiones abre las manos como diciendo “chicos, no se peleen, todo está bien”. Otras veces, sencillamente, está recostado, con la cabeza apoyada en una mano.

Toda esa buena onda y una importante dosis de pacifismo han convertido al budismo en una de las religiones más atractivas para los occidentales que buscan una vida espiritual fuera del cristianismo y sus connotaciones represivas. De hecho, puedes practicar el budismo aún siendo ateo, porque es una religión sin Dios. Buda no es un profeta ni una encarnación divina, sino un hombre santo que enseñó a la gente cómo vivir en armonía con la naturaleza y hacer el bien. Sus enseñanzas procuran que las personas se despojen de sus deseos mundanos y alcancen la iluminación, el estado de pureza absoluta de la mente.

Toda religión incluye, por supuesto, un código de conducta. Como la mayoría de ellas, el budismo enseña a contener los excesos: algunas de sus normas básicas son no intoxicarse con alcohol ni drogas, evitar la promiscuidad sexual, no robar ni mentir, esas cosas. Pero a diferencia del cristianismo, la amenaza contra el mal comportamiento no es la condenación eterna entre las llamas del infierno. Los budistas creen que el alma, como la materia, no se crea ni se destruye: sólo se transforma mediante la reencarnación. Puedes avanzar y retroceder casilleros en la escala de la pureza durante la eternidad.

Según ese principio, llamado karma, si has hecho daño a lo largo de tu vida, el mundo te devolverá ese daño reencarnándote en una especie inferior, por ejemplo, un cerdo. En cambio, si has hecho el bien, podrás reencarnarte en un ángel. De los 31 diferentes grados de la reencarnación, el ser humano está justo al medio: es superior a los animales porque tiene conciencia de sí mismo. Pero a diferencia de los ángeles, que son pura conciencia, el humano tiene materia y puede actuar sobre el mundo voluntariamente. Otra especie muy bien considerada es el elefante, un gigante pacífico herbívoro y considerablemente más inteligente que el resto del reino animal, que sólo hace cosas buenas a lo largo de su vida.

El karma garantiza que tus buenas acciones reciban una retribución y las malas un castigo, incluso en reencarnaciones posteriores. Nada de lo que te ocurra es producto del azar. Pero tampoco hay un juez en el cielo que evalúe tus logros y errores. El karma es considerado una ley natural, igual que la gravedad o la inercia. Si tienes una enfermedad grave, eso se debe a alguna mala acción, aunque no seas capaz de recordar cuál. Si tu hijo muere en un accidente, el origen de esa tragedia está en alguna conducta reprobable de tus vidas pasadas. Por supuesto, puedes limpiar tu karma mediante buenas acciones que equilibren tu energía negativa. Pero lo hecho, hecho está, queda grabado en tu karma.

En eso, el budismo se parece también a las demás religiones: postula que las desgracias, incluso los problemas sociales, son tu propia responsabilidad. Según ese principio, si naces pobre, no se debe a que haya un orden social injusto, sino a alguna maldad que hiciste en una vida anterior. Redistribuir la riqueza implicaría romper el mandamiento de respetar la propiedad ajena, de modo que lo único que puedes hacer es aguantarte y portarte bien. Si limpias tu karma, ya te irá mejor en otra vida. Si tienes dudas o tentaciones, puede ir y rezarle a Buda, que te recibirá en su templo, recubierto de oro, pacíficamente recostado y con una sonrisa en la boca.

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16 de marzo de 2007
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El templo de los monos

En Tailandia hay una ciudad en la que adoran a los monos. Se llama Lopburi, y cuenta con un santuario y un templo llamado Prang Sam Yot. Entre ambos edificios, separados por una avenida, viven unos quinientos macacos que chillan y bailan mientras la gente les lleva ofrendas y les pide milagros.

El origen de este culto es la epopeya tailandesa del Ramakien, una versión de Ramayana indio protagonizado por Vishnu. Según la historia, un demonio raptó a la hermana del rey Rama. Para recuperarla, Rama contó con la ayuda del rey de los monos blancos y otros dos simios importantes. El ejército homínido construyó una carretera de piedras a través del mar. Cuando había que cruzar un río, un mono gigante tendía su cola como un puente por encima. Al final, los monos vencieron a los demonios. Rama recuperó a su esposa y reinó feliz. Y continúa reinando. El actual rey es llamado Rama IX, y se le considera una reencarnación del original. El santuario de Lopburi recuerda ese episodio y está concebido como un homenaje al ejército de Rama.

Sin embargo, al ver a los homenajeados, resulta difícil imaginarlos luchando contra los demonios. Para empezar, roban. En la entrada del santuario hay un cartel que advierte a los turistas de que los macacos pueden arrebatarles el bolso. En efecto, mientras estoy ahí, un mono secuestra el biberón de un bebé y corre a treparse en un árbol, donde sus amigos lo reciben entre chillidos de excitación propios, supongo, de su condición divina.

Los monos han aprendido a cruzar la calle, del santuario al templo. Esperan a la luz roja y cruzan en grupos de diez o veinte, pero a veces, por entretenerse, saltan a los parabrisas de los coches y producen accidentes. Las compañías de seguros no saben qué hacer en esos casos.

Al entrar en el templo, descubro que los cuidadores lo han enrejado para que los dioses monos no llenen de caquita las imágenes de Buda. De hecho, todas las casas de los alrededores están enrejadas. Los macacos suelen treparse por los postes de luz, circular por los cables y meterse a las cocinas de la gente para llevarse comida. Muchos vecinos se han encontrado por las mañanas a algún simio rompiendo la vajilla, pero no han podido hacer más que reverenciarlos y tratar de que abandonen sus casas sin violencia, que no es cuestión de enojar a Rama maltratando a sus engreídos.

Compro unos cacahuates para repartir a los dioses, y el ejército de Rama se aglomera ante mí. Se arrojan sobre los cacahuates, se pelean por ellos, y cuando se terminan, me reclaman más chillando.

Lop Buri es un ejemplo de la arbitrariedad de las religiones. En virtud de algún mito fundacional, los humanos de una u otra cultura adoramos las cosas más extrañas. En Tailandia hay templos dedicados al falo de Shiva. Todas esas mujeres arrodilladas frente a un pene le producirían un infarto a una feminista. La tradición cristiana adora a una figura escuálida, ensangrentada y medio desnuda colgada de un instrumento de tortura. En zonas paupérrimas de La India, las vacas sagradas circulan sin que nadie se atreva a comérselas. Y así, durante milenios, las cosas más extrañas han dado sentido a la vida de las personas, cosas tan absurdas como los monos de Lopburi, esos dioses que hacen caca por todas partes y roban biberones.

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14 de marzo de 2007
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Turismo

Esta es la vida que tú quieres. La gente es tan atenta en el hotel. Te saludan juntando las manos, como si te rezasen. Y todos están dedicados en cuerpo y alma a que tu estadía aquí sea perfecta: la chica que te dio el masaje completo, el joven que se te acerca en la piscina a ver si necesitas una toalla, el chofer que ajusta el aire acondicionado según tus preferencias... Incluso la recepcionista te cobra con una sonrisa. Tú no has viajado para conocer Tailandia. Has viajado para ser rico por unos días.

Y aquí es fácil. Con lo que cuesta una cena en Chiang Rai, en Europa te pagas dos cervezas. Tu grito de batalla es “qué bonito, déme dos”. Hay tantas cosas lindas por tan poco dinero, que no paras de comprar. Cada vez que preguntas por dónde puedes pasear, alguien te da la dirección de un mercado. Y en esos mercados no sólo hay adornos tradicionales, sino también falsificaciones perfectas de marcas famosas: puedes comprarte unos zapatos “de Prada” por 12 euros, un pantalón “Diesel” por nueve, un cinturón Armani por seis (el cinturón en Europa cuesta 246).

Después de una tarde de compras, no sólo vives como un millonario. Te ves como uno. Un millonario falsificado, pero a fin de cuentas nada aquí es especialmente real. En el templo budista de Chiang Mai, encuentras a un grupo de tiernas niñas vestidas con trajes tradicionales y te acercas para hacerles una foto. Al verte, empiezan a entonar lo que parece una canción religiosa. Sospechas que es una tonada para saludar al visitante y desearle felicidad. Pero el guía te traduce:

-Tómenos una foto por sólo 10 bahts.

Sonríes conmovido por la dulzura de esas pequeñas y continúas tu viaje. Lo siguiente es el teatro de los elefantes. Los paquidermos levantan troncos y patean pelotas de fútbol. Uno de ellos pinta un florero con la trompa. En algún momento, uno de los domadores le da un porrazo en la cabeza a un elefante. Con ecológica indignación, preguntas:

-¿Por qué hacen eso?

El domador te explica que al elefante no le duele en realidad. Prefiere no responderte la verdad: “porque tú pagas para que estos animales hagan gracias, y la única manera de entrenar a todos los animales es a golpes”. Tu conciencia ecológica se siente aliviada, y se maravilla cuando el elefante te hace una reverencia para pedirte un plátano. Luego te subes en el lomo de uno de ellos. A lo largo del camino, los indios lisu han levantado tiendas de Coca Cola a la altura de los lomos de los elefantes. Son las tiendas de Coca Cola típicas de la Tailandia milenaria.

Al día siguiente, visitas la aldea de una tribu akha, de origen tibetano. Como llegas demasiado temprano –antes de las ocho de la mañana- la gente aún va vestida con camisas y pantalones. Sólo conforme se corre la voz de que hay un turista en el pueblo, se empiezan a poner sus trajes típicos. Alguna vez, sus bellos tocados decorativos fueron de plata. Pero al acercarte comprendes que están hechos de aluminio. En cambio, la tribu de las mujeres jirafa es más directa: si quieres entrar a su pueblo, te cobran la entrada.

Tú tomas fotos de todo. Eres el colonizador, el explorador, el primer hombre blanco que pisa este territorio auténticamente virgen. Y luego de unos días, regresas a tu oficina a pasar todo el resto del año. Y ellos también. Porque en realidad, los domadores y los indios no son pobres. La mayoría son gerentes de transnacionales y directivos de empresas petroleras. Viajan, como tú, para vivir experiencias distintas de su aburrida vida de limosinas y hoteles de cinco estrellas. Y después regresan a su oficina, que está justo arriba de la tuya, y a sus habitaciones que son como tu suite, y se ponen camisas igualitas a tu Carolina Herrera, aunque eso sí: han costado más –mucho más- de cinco euros.   

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12 de marzo de 2007
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Luna de miel

Para cuando ustedes lean este post, yo ya habré recibido innumerables marcos de fotos como regalo de bodas. Habré pasado una semana sin leer el periódico del puro agobio de todos los preparativos. Habré paseado masivamente a mi familia por Barcelona, mientras ellos se detienen ante cada tienda de zapatos, paelleras o libros, según la personalidad de cada quien. Habré consolado a mi novia en sus angustias porque no consigue el peinado perfecto para la ceremonia. Habré tratado de asistir despierto a una exposición de todos los detalles de la cena. Habré decidido qué canciones se bailarán en la primera hora –cuando aún están presentes los invitados mayores- en la segunda –cuando vayan quedando sólo los jóvenes- y en la tercera –cuando la gente ya esté dispuesta a hacer el ridículo-. Habré recorrido el pasillo de una iglesia por primera vez desde mi primera comunión. Habré llevado puesto un traje carísimo y me habré fijado que nadie esté mejor vestido que yo, que para eso soy el novio. Me habré preguntado durante tres meses si debería casarme tan a la antigua, y ante la felicidad de mi suegra, me habré respondido que sí, que vale la pena verla contenta. Habré visto llorar a mi mamá, y habré recibido de mi padre unos gemelos y una corbata. Habré estado a punto de caerme de cara camino del altar. Habré dado de comer a un montón de gente, y habré tratado de no beber demasiado, ya que tengo la costumbre de irme a dormir borracho a medianoche. Quizá lo habré logrado. Habré bailado –pésimamente mal- unos valses peruanos que mi madre habrá hechos inútiles esfuerzos por enseñarme a bailar. Habré subido exhausto a una habitación de hotel gratis por organizar la cena ahí. Probablemente, habremos intentado culminar una noche de bodas de ensueño durante cuatro segundos antes de quedarnos dormidos. Habré despertado con un anillo en el dedo. Habré preparado las maletas para mi viaje de novios, que para los latinoamericanos lleva el pegajoso nombre de “luna de miel”. Habré metido diez calzoncillos, dos ropas de baño, unos lentes oscuros y cuatro libros. Habré tomado la computadora portátil, la chiquitita, y entonces mi novia –ya esposa- me habrá dicho:

-¿Qué es eso?
-El ordenador –le diré para que entienda-. Es que tengo que escribir mi blog.
-¿Estás loco?
-Tranquila, es sólo tres veces por semana.
-¿Estás loco?
-Es que el blog...
-La gente toma vacaciones cuando se casa.
-Pero es que...
-Saca esa máquina de ahí.
-Pero, cariño...
-¡O va la máquina o voy yo!

Como si no va ella no habrá nada que contarles, habré decidido transmitir en diferido por esta vez. Me tomaré un receso esta semana, y el lunes próximo regresaré con las incidencias del viaje de novios en Tailandia (no, cariño, no contaré nada íntimo). No desesperen, es sólo una semana. No cambien de canal. Y deséenme suerte. Hasta el lunes.

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5 de marzo de 2007
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Una vida sin Internet

Tengo una estrategia para cuando se estropea mi computadora: lloro y grito hasta que se arregla sola. Pero a veces no funciona.

Hace dos días se desconfiguró Internet. Durante un momento, pensé que había una crisis de comunicaciones en el planeta y que habían cortado los lazos entre los occidentales para desatar la guerra nuclear desde Asia. Luego comprendí que no, que simplemente se desconfiguró Internet.

Llamé a la compañía telefónica, donde una mujer me hizo explorar el rooter y el sistema operativo. Era como desnudar a mi computadora y meterle mano. Me sentí sucio. Al final, quizá por eso, no se arregló.

Volví a llamar a la compañía, donde un hombre me ordenó hacer exactamente lo contrario de la chica anterior. En todo caso, mi computadora no se dejó engañar. Después de una hora de conversación, seguía sin funcionar. Me habían cobrado seis céntimos de euro por minuto para que todo siguiese igual. Es reconfortante saber que en la vida hay algo sólido e inmutable.

Mi novia tiene otra computadora, así que traté de usar esa. Y entonces comprendí que no seguía todo igual, no. Siguiendo los consejos de la asesoría telefónica, había desconfigurado la línea ADSL, de modo que esta computadora tampoco se conectaba. Había pagado seis céntimos de euro por minuto para que todo quedase peor.

Volví a llamar a la empresa y, esta vez, exigí que me enviasen un técnico de carne y hueso. Alguien del otro lado de la línea me preguntó si había reiniciado el rooter. La insulté tanto que decidió enviar un técnico.

El técnico apareció esta mañana. Después de 48 horas sin Internet, mi estado mental no era normal. Me encontró abrazado a la pata de una mesa, temblando y llorando. Trató de consolarme, me invitó un café. Después de un rato, conseguí recuperar el control y explicarle que Internet se había desconfigurado.

-¿Ha reiniciado el rooter? –preguntó.

Le respondí con una carcajada siniestra y corrí a la cocina a buscar un cuchillo. Tenía decidido por qué partes lo desmembraría, y pensaba desollarlo lentamente, pedacito por pedacito, como un pato pequinés. Podría esconder los retacitos de su piel bajo la alfombra –es roja, no se notarían- y los órganos vitales en el basurero, como menudencias de ternera. Por si acaso, tomé dos cuchillos de cocina y un tenedor, para que no se me moviese. Otra posibilidad era estofar al técnico para desaparecer la evidencia. Solté otra carcajada siniestra sólo para practicar y volví al salón. Me le acerqué por la espalda, paso a paso. Él estaba inclinado sobre el rooter, el lugar perfecto para un altar de sacrificios.

-Ya está –me dijo de repente, volteando a verme.

En la pantalla de mi ordenador brillaba la página de Yahoo.

Me hizo firmar un recibo y me anunció que me cobrarían la visita en mi factura telefónica. Luego se fue.

Es un placer tratar con gente normal y ecuánime.

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2 de marzo de 2007
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Mi despedida de soltero

El fin de semana fue mi despedida de soltero. Organizó la fiesta un viejo conocido de los habitués de este blog: David Barba, el autor de la biografía del actor porno más famoso de España. Durante los meses anteriores, Barba me había contado de otra despedida de soltero que organizó: la gente se había desnudado y rociado los cuerpos con nata, y después habían comenzado a lamerse unos a otros. Pocos días antes de mi despedida, me habló de su taller de sexo tántrico, en el que se palpó el cuerpo enteramente con una brasileña seductora.

Por supuesto, el día de mi despedida tenía miedo de no estar a la altura. Me preguntaba qué locura se le ocurriría a Barba. Imaginaba a hordas de mujeres arrancándome la ropa, transexuales armados con vibradores, escenas de lucha en el barro y zoofilia. Pues bien, la noche llegó, y Barba apareció con cuatro amigos más. Llevaban sendos disfraces de mujeres. La idea era pasear por el centro de Barcelona vestidos de señora.

Dani y Juan Antonio –mis amigos decentes- se negaron a ponerse esa ropa. Aguantaron cuanto pudieron sintiéndose tan incómodos como era posible y, cumplido el mínimo reglamentario, los pobres huyeron. Pero resistieron hasta el final Toño –mallas apretadas, top negro, collar de colores-, Jaime –peluca negra, medias a rayitas de colores-, Pedro –túnica marroquí y peluca azul, sí, azul- y el propio David, que era la rubia. A mí me vistieron como de vieja gitana: collar de perlas, pañuelo en la cabeza, pendientes de señora. Pero me aplicaron un sutil toque de sensualidad con una blusa de leopardo y unas orejas de conejita de Playboy que, debo confesar, no combinaban para nada con mi atuendo de señora de edad.   

No es fácil ser mujer. En el barrio del Raval, la gente te silba, y no falta alguno que hace ademán de meterte mano. Parte de la despedida implicó atravesar una calle de prostitutas donde yo estaba seguro de que terminaríamos acuchilladas. Se acercó algún proxeneta celoso, pero David le pegó con su bolso. Y por cierto, lo mismo le hizo a un par de policías que venían a ver si teníamos los papeles en regla.

David sin duda fue la estrella de la noche. A un ego como el mío le cuesta admitirlo, pero afrontémoslo: él tiene un glamour que nunca conseguiré. Tratar de competir sólo conseguirá acomplejarme. Con su peluca rubia, su barba y sus piernas velludas, David no paró de conocer chicas en toda la noche. Todas celebraban sus collares, todas le preguntaban de dónde sacaba la ropa. En algún momento, pensé que se debía a que él era la rubia, y le cambié su peluca por mis orejas de conejita. De inmediato, se le acercaron todas las chicas a preguntarle por sus orejas de conejita, fascinadas. Nunca conseguiré desentrañar cómo lo hace. 

Abandonados por las miradas femeninas, los demás nos replegamos. Intentamos hablar de libros o política. Aunque era difícil con las pintas que llevábamos, lo conseguimos un rato, pero David nos prohibió hablar de nada que no fuese sexo:

-Esto es una despedida de soltero, cojones –nos amenazó. Luego continuó con sus chicas.

Por mi parte, tuve dos acercamientos al sexo opuesto a lo largo de la noche: el primero fue con una chica que me pegó en el pecho una pegatina que decía “orejuda”. Es lo más lindo que alguien me dijo en toda la noche. El segundo, fue en la cola del baño. Estaba frente a dos chicas muy guapas, vestido de señora, y se me ocurrió una aproximación humorística. Les dije:

-Chicas, yo puedo entrar con ustedes.

En respuesta, sólo recibí el desprecio de sus miradas.

Creo que era el collar de perlas. Se morían de la envidia.

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28 de febrero de 2007
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El Boomeran(g)
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