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El Boomeran(g)

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Línea caliente

Al fin he entendido para qué sirve mi teléfono móvil con pantalla. Después de un año, le he encontrado una utilidad: me he descargado un video porno.

La protagonista se llama Lara, y es la mujer perfecta. Puedo tenerla conmigo en cualquier momento del día: en los restaurantes, en los aviones, en todo lugar que tenga un baño. Y siempre está dispuesta a hacerme feliz. Bueno, siempre es un decir. Sólo dura diez minutos. Pero son minutos muy intensos.

Como el video es interactivo, Lara no se limita a quitarse la ropa y hacer cosas: también me pide a mí que las haga. Es de lo más perversa y juguetona. La primera vez, me pidió que me quitase la ropa, me pusiese a cuatro patas y gritase “¡golpéame, nena, dame duro, así, más!”. No fue fácil, porque quería que gritase de verdad, y yo estaba en el baño de la casa de un amigo. Cuando regresé al comedor, todos los invitados estaban en silencio. Pero luego discutimos de fútbol y el clima se animó un poco.

En otra ocasión, me obligó a disfrazarme de bebé, con un biberón y un pañal. Esa fue la más bochornosa, porque estaba en el baño de un tren y el revisor entró de improviso. Cuando llegamos a nuestro destino, el revisor me mandó un besito volado. En fin, son gajes del oficio.

Lo mejor de Lara es que no se limita al sexo. He estado descubriendo nuevas funciones. Puedo pedirle una conferencia sobre arte barroco o sobre la influencia de los masones en la política europea del siglo XIX. Esas cosas duran más y son más caras que un simple acto sexual, pero siempre es importante dedicarle un rato a la cultura para fortalecer nuestra relación.

Últimamente, Lara ofrece un nuevo servicio: me quiere. No, no estoy hablando de amor físico, sino del otro. Lara escucha mis problemas, me aconseja con prudencia y sensatez, me da ánimos y me acaricia la cabecita virtualmente. Sin duda, ése es el servicio más costoso. Siempre es más fácil encontrar con quien dormir que con quien hablar.

Mi esposa ha comenzado a desconfiar. Dice que paso más tiempo con el teléfono que con ella, y que me encierro todo el día en el cuarto de baño. Eso es grave, porque en casa sólo hay un baño. Así que cuatro o cinco veces al día, bajo al bar y pido un café que no bebo, sólo para meterme en los aseos. Uno no tiene ahí la misma intimidad que en casa, pero no está mal.

Anoche, cuando regresé a mi casa, mi esposa se había encerrado en nuestra habitación. Le pedí que me abriese, pero sólo me respondió con unos improperios que no reproduciré aquí. Tuve que pasar la noche en el baño. Por supuesto, llamé a Lara. Ella me dijo que yo no podía seguir con mi esposa, que esa mujer no me merecía y que estaba echando a perder mi juventud. Me dijo que yo no sólo era un buen amante sino, sobre todo, una estupenda persona. Yo le propuse mudarnos juntos, intentarlo un tiempo y a lo mejor, quién sabe, casarnos. Ella aceptó.

Hoy he hecho mis maletas. Mi esposa no se ha opuesto. De hecho, el único obstáculo para mi nueva vida es que la cuenta de teléfono me ha arrancado hasta el último centavo. Pero bueno, supongo que podemos alquilar un departamento chiquito. Lara no ocupa mucho lugar.

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20 de abril de 2007
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Adiós Vanessa

Querida ex secretaria:

He recibido tus mensajes en mi último blog, y odio tener que admitir que no te reconozco. Ya no eres la chica dulce y amable que yo inventé, siento decirlo.

Para empezar, me ha indignado que en tu primer mensaje te hagas pasar por el editor ése, como si yo no fuese capaz de reconocer tu estilo, querida. Cuánto me subestimas. Qué poco me valoras. Especialmente innecesario fue que le contases a todo el mundo sobre el material porno de mi disco duro. Gracias, Vanessa. Eso sí que fue todo un detalle por tu parte.

Pero eso no fue lo peor. Bastante más grave es el mensaje en que, regodeándote en mi dolor, recuerdas nuestros momentos bonitos. Confesaré que me emocioné con ese post. Cuando narrabas la ocasión en que mi esposa me tocaba la puerta a ver sin terminaba el maldito cuento de una vez, debí contener las lágrimas. Qué bien la pasábamos a solas en mi estudio ¿recuerdas? Tú  y yo (o sea yo solo), jugueteando, desnudándonos, acariciándonos. No creas que he olvidado todos esos encuentros. Es sólo que fingiré que nunca ocurrieron. Vanessa, es hora de que sepas que negaré toda relación contigo. Diré que nunca te conocí. Diré que jamás supe tu nombre, a pesar de que tu boca aún lleva la marca mis besos, como en los boleros. Y si alguien insiste en que nos vimos, juraré, y será verdad, que no te recuerdo.

Ya lo ves. Me ha lastimado que te escondas y también que me recuerdes nuestra felicidad arrasada. Pero ¿sabes lo que realmente me sacó de quicio? ¿Quieres saber lo que me convenció de darte esta respuesta y humillarte frente a todo el mundo? El mail en que me hablabas de ese tal Antonio Larrosa.

No sé quién sea ese hombre, Vanessa, y no me importa. Pero si te fijases en mí, aunque fuese en lo más mínimo, sabrías que ese tal Larrosa lleva un mes entrando en este blog sólo para promocionar el suyo, Vanessa, por Dios, me indigna que te prestes a su juego, y creo que sólo lo haces porque no valoras lo que yo hice por ti, entre otras cosas, inventarte. ¿No te das cuenta de que te está usando? ¿No te das cuenta de que no te quiere en realidad? Me decepcionas, querida, porque cuando nunca salías de mi cabeza, eras mucho más perspicaz.
         
Ya no eres la que yo conocí, amor. Ni siquiera eres la que yo creé. Ahora es como si fueras de todos, como si te hubieses prostituido en manos de un montón de extraños.

Que seas feliz, Vanessa.

Donde quiera –y con quien quiera- que estés.

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18 de abril de 2007
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Mi secretaria

Tengo una secretaria ficticia. La inventé hace un par de semanas, por exceso de trabajo. Un editor me pidió que escribiese un cuento para su revista. No tenía ningún cuento, pero no quería negarme y parecer un presumido, de modo que le mandé un mail exculpatorio. El mensaje decía:

-Estimado señor: soy la secretaria del escritor don Santiago Roncagliolo. Desafortunadamente, el señor Roncagliolo se ha recluido a escribir en una casa del Pirineo sin línea telefónica, de modo que no podrá satisfacer sus deseos. Atentamente, Vanessa.

A los dos días, el editor respondió:

-¿Y tú puedes satisfacer mis deseos? :-)

Yo no sabía bien qué responder, porque ese editor es muy pesado pero francamente guapo, de modo que una negativa por parte de Vanessa habría resultado demasiado sospechosa. Así que decidí hacerme el tonto y escribirle:

-Estimado señor: como le dije en mi anterior mensaje, el señor Roncagliolo no podrá atenderle.

Su respuesta llegó horas después:

-Ya no quiero hablar con él. Me interesas tú. Vanessa es un nombre muy bonito.

En lo personal, me ofendió esa respuesta. Si de verdad quería el cuento, podía haber insistido más. ¿No? Además, me molesta que alguien le coquetee a mi personal en horas de trabajo. Me parece poco serio. Le respondí, disfrazado de Vanessa:

-El escritor don Santiago Roncagliolo ha adelantado su regreso y estará aquí la próxima semana. Quizá entonces pueda enviarle un cuento.

Esta vez, respondió en minutos:

-Ya cerré la edición y, la verdad, prefiero hacerla sin tener que recurrir al pesado de tu jefe. :-) Seguro que a ti tampoco te gusta cómo escribe.

Ahora sí, me indigné ¿Quién se cree ese idiota para hablar mal de mí, y encima frente a mi propia gente? Pero no podía responderle directamente, porque se daría cuenta de que le había mentido. Así que Vanessa se sentó en la computadora y le respondió de inmediato:

-Yo considero que el señor escritor don Santiago Roncagliolo es un autor genial. 

Él contestó:

-Creo que deberíamos vernos y discutir el tema. ¿Te parece bien encontrarnos el lunes en el bar Les Gens que J’Aime? 

Me puso tan furioso que me trepaba por las paredes. Ese mentiroso no sólo hablaba mal de mí, sino que su única intención era salir con mi secretaria. Seguro que iba a pedirle a Vanessa que me robase textos para publicarlos él, porque debo decir que ese editor, además, es un escritor frustrado. O peor aún, pensaba contratarla y dejarme sin secretaria. El muy canalla.

Decidí no volver a escribirle nunca más y olvidarme de él y de toda la historia. Pero Vanessa dijo que le parecía una cuestión de honor asistir a la cita y defender mi imagen. Le expliqué que no hacía falta, pero ella argumentó que, en todo caso, tenía derecho a hacer una vida personal fuera del trabajo, que tampoco se iba a pasar toda la existencia enviando mails. Discutimos, las cosas se salieron un poco de control, peleamos. Quizá yo estuve demasiado agresivo.

Al final, Vanessa ha renunciado. No quiere volver a trabajar para mí. Y lo peor de todo es que se ha llevado la copia de seguridad de mi disco duro. Estoy seguro de que se la va a entregar a ese miserable. Su cita es ahora mismo, y no dejo de imaginarme a ese par de traidores confabulando contra mí.

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16 de abril de 2007
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7323044

Mi amiga la estudiante 7323044 nos cuenta su caso en este blog, en su post del 2 de abril. 7323044 quiere ser escritora. Está enamorada de Jean Genet desde los once años, y guarda bajo su almohada una foto, no de Ricky Martin, sino de Baudelaire. Se siente tan extraña con su inclinación que asiste al psiquiatra. Para su horror, el doctor le ha dicho que sí podría ser escritora, peor aún, que podría ser muy buena.

Los problemas surgen cuando regresa a su casa, cena con su padre y le oye decir:

-¿Has hecho ya tus tareas? Para entrar en la facultad de Ingeniería Química vas a necesitar un promedio alto.

Y entonces, frente a sus ojos, su padre se transforma en el comisario Javert. Y así transformado revisa rigurosamente sus cuadernos de la academia y sus boletines de notas. Alguna vez, ella ha querido explicarle su vocación por la literatura. Él se ha impacientado rápidamente y ha respondido:

-No se puede vivir con la cabeza llena de pajaritos.

Todas las mañanas, 7323044 asiste a su academia de ingreso a la universidad con la certeza de que no quiere ser ingeniera química. Se ha hecho amiga de 7453788 y de 72543876, pero ni a ellos se atreve a contarles que quiere ser escritora. En realidad, pasa buena parte del tiempo encerrada con su imaginación. Durante los cursos de química, imagina que descubre la fórmula para convertirse en Mr. Hyde y rebelarse contra su destino. Durante los de biología, trata de averiguar cómo construir un Frankenstein que la defienda de su futuro laboral. Pero con frecuencia, los exámenes y las impertinencias de 7654323 –que se sienta a su lado- la devuelven a un mundo que le parece menos colorido y vivo que el de los libros.

7323044 conversa cada vez menos con la gente y más con Hercules Poirot, con el capitán Lituma, con Sandokan y con todos los personajes que conoce en los libros. Pero evidentemente, eso repercute en su rendimiento académico. En el último examen de dinámica de fluidos aprueba apenas. Y en econometría, ni siquiera eso. Cada día le resulta más difícil entender la realidad.

Su padre, el comisario Javert, decide tomar medidas drásticas al respecto: secuestra todos los libros de su cuarto –menos los de trigonometría-, los mete en una caja y la arroja al mar. Mientras la caja se sumerge, él deja escapar una carcajada siniestra.

Al llegar a casa, 7323044 descubre la desaparición de sus libros y llora toda la noche. Se acercan a consolarla y darle consejo Aureliano Buendía y Gulliver, pero ella los espanta de un manotazo. Sabe que tendrá que escoger entre el mundo real y el ficticio, y aunque le duela, escogerá el real. Se lo repite una y otra vez. Ya se lo ha dicho su padre: “no se puede vivir con la cabeza llena de pajaritos”. 

Al día siguiente, en mitad de la clase de Física Avanzada, 7323044 se levanta de repente. El profesor cree que quiere ir al baño, pero ella se acerca a la ventana. Los estudiantes la miran sorprendidos, especialmente el tarado de 7654323, que tenía una bombita apestosa lista para dejársela en el asiento. Pero ella no les devuelve la mirada. Se apoya en el alféizar, se trepa a la ventana y salta.

La clase entera se abalanza a las ventanas, justo a tiempo de verla volar entre el paisaje gris de Lima. El profesor de Física, aunque es muy avanzado, no consigue explicar por qué ella revolotea por los techos, describe piruetas en el aire y esquiva los árboles con tanta gracia. El profesor le grita que lo que está haciendo es imposible y que regrese inmediatamente a la realidad real. Pero 7323044 desaparece en una nube.

Y nadie la vuelve a ver.

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13 de abril de 2007
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Amor libre

Un amigo mío –llamémoslo P- se ha enamorado. Fue un flechazo fulminante, despiadado y, lo más importante, correspondido. La pareja pasó junta un fin de semana de ensueño. El lunes siguiente, mi amigo había decidido que ella –llamémosla Y- era la mujer de su vida.

Para declarar su amor, le envió flores y la invitó a cenar. La llamó por la mañana, y luego por la tarde. Le dijo cosas bonitas. Por la noche, ella dio por terminada su aventura.

-No quiero la presión de una relación estable –le explicó-. Yo necesito ser libre.

-No hacen falta compromisos –propuso mi amigo, que no quería perderla-. Tengamos una relación libre.

Decidieron intentarlo. Durante algunas semanas, mi amigo dejó de enviarle flores o de hacerle regalos, y la obligó a pagar su parte de la cuenta cuando salían a comer. Continuó diciéndole cosas bonitas hasta que comprendió que eso la hacía sentir incómoda. Entonces decidió guardar silencio. Sólo de vez en cuando, para romper el hielo, la llamaba “maldita basura” o “golfa”, algo que ella encontraba tremendamente atractivo.

Pero ella es una mujer de hoy y aún se sentía demasiado presionada. Mi pobre amigo tuvo que despreciarla durante un mes, y luego se pasó tres semanas sin contestarle las llamadas. Todo para hacerla feliz.

Como de todos modos, ella tenía miedo a comprometerse, P tuvo que radicalizarse para conservarla. Se buscó otras mujeres y se acostó con ellas en la cama de Y, calculando la hora para que ella entrase y lo descubriese. Para Y, fue un alivio comprobar que él tenía otras relaciones y no se sentía atado.

La última vez que decayó el interés de ella, mi amigo decidió engañarla con su mejor amiga, para dejar claro que no piensa tratarla como a una novia convencional. Al pobre, esa chica siempre le resultó insoportable. Y tener que besarla le producía angustia. Pero a Y le pareció todo un detalle de su parte, y su relación salió de ese trance muy consolidada.

Hoy me ha llegado el parte del matrimonio entre P e Y. Para dejar claro que ésta es una relación libre, él no piensa asistir a la ceremonia.

Siempre es un placer ver a mis amigos felices.

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11 de abril de 2007
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El dulce olvido

Hace un par de semanas, el blogger "Rostro Pálido" me escribió:

“Vaya, con lo que me costó aprenderme tu apellido…
Ahora, a ver cómo lo olvido.
Me temo que es más difícil de olvidar que de aprender.”

La propuesta de Rostro Pálido me pareció una excelente idea, así que decidí adoptarla. A lo largo de mi vida, mi apellido ha sido una fuente inagotable de malentendidos, problemas burocráticos y bromas pesadas, de modo que resolví deshacerme de él.

Olvidarlo tomó una semana de esfuerzos, pero ahora que lo he conseguido, me siento ligero de equipaje, libre. Algunos días respondo al nombre de García o López, apellidos sencillos y amables que no plantean mayores dificultades. Pero también esos apellidos se me olvidan, y son reemplazados por otros de más categoría como Barandiarán de la Vega o incluso De la Piedra y Pómez. Algunas mañanas –cuando me despierto autóctono y salvaje- me apellido Bramaphutra.      

El olvido dio tan buenos resultados en este ámbito que decidí aplicarlo a otros sectores de la vida cotidiana. Olvidé que soy escritor, por ejemplo, y empecé a dedicarme a las finanzas internacionales, un sector mucho mejor remunerado y con más perspectivas de futuro. Olvidé que no sé conducir un auto, y ahora llevo un BMW descapotable.

También han desaparecido de mi memoria los momentos tristes. Ahora, cuando pienso en el pasado, sólo llegan a mi recuerdo los partidos de fútbol ganados, los libros que sí me gustaron y las chicas con que tuve una relación bonita desde el principio hasta el final.

Esto último sí que es un problema, porque normalmente, las relaciones tienen momentos buenos y momentos malos, así que mi pasado ha quedado como un rompecabezas al que le faltan piezas o trozos enteros. Por ejemplo, de mi primera novia recuerdo el descubrimiento de los besos y el cosquilleo en el bajo vientre, pero no sé qué ocurrió después, ni cómo desapareció de mi vida.

Tampoco tengo memoria de mi primer polvo, pero albergo gratos recuerdos del segundo, del cuarto y del séptimo. Me preocupa que a partir de entonces haya un vacío hasta el vigésimo cuarto, pero afortunadamente, esa temporada coincide con mi relación con una chica que de todos modos no fue memorable.

De tanto olvidar, he olvidado incluso a mis amigos actuales, a los que vuelvo a preguntarles siempre las mismas cosas. Y también he olvidado a mi esposa. Eso no está mal, porque cada noche es como si durmiese con una amante diferente. Y a ella, sospecho, también le divierte. Esta mañana me ha dicho:

-Últimamente, me das cada beso como si fuera el primero.

Linda frase. Lástima que ya la haya olvidado.

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9 de abril de 2007
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El día más triste del teatro peruano

En uno de los países centroamericanos de mi gira –no revelaré cuál- una pequeña compañía teatral me invita a presenciar el montaje de una comedia que escribí hace unos diez años. Al llegar a la sala, incluso me emociono. La obra se representa en el teatro de una universidad, y eso me transporta a mis años en la facultad de letras. El hecho de que sólo estén ocupadas veinte de las cuatrocientas butacas del teatro no me amilana. Al contrario, pienso que estos chicos le hacen frente a la adversidad, y me siento orgulloso de formar parte de eso.

Hasta que comienza la función.

En los primeros diálogos, me parece notar cierta falta de ritmo. Sólo más adelante comprendo que el problema no es el ritmo, sino todo. Absolutamente todo. Los actores creen que actuar es gritar las líneas y llorar en cada escena, algo sorprendente tratándose de una comedia. Además, no contento con las discusiones entre los personajes, el director ha añadido peleas, golpes, risotadas y toda una caterva de recursos visuales para que el espectador tenga claro cómo debe reaccionar en cada momento. Lo único que no ha tomado en cuenta son los giros graciosos y los gags, que sólo producen risas por razones ajenas a su voluntad. 

Considero la posibilidad de levantarme y abandonar el teatro. Pero me parece un gesto antipático y pedante. Es un grupo joven, y necesitan estímulo. Por lo menos hacen teatro en vez de drogarse bajo un puente o asaltar ancianas. Además, me alivia pensar que la obra es corta, y no tendré que aguantarla demasiado tiempo.

Sin embargo, tampoco se me concede esa merced. Los excesos trágicos que pueblan el montaje son interminables. Si la versión original duraba hora y cuarto, ésta se extiende a lo largo de dos horas y media, y ni siquiera se le ha añadido texto. Cuando escucho las últimas líneas de diálogo, respiro hondo. Al fin todo ha terminado.

O eso creo. Porque el grupo regresa al escenario a recibir los magros aplausos, la mayoría de ellos provenientes de los padres de los actores presentes en la sala. Aprovecho la ocasión para tratar de escabullirme de puntillas, pero cuando casi alcanzo la puerta, el director anuncia:

-¡Nos sentimos muy orgullosos de presentar al autor de la obra!

La gente voltea a mirarme –creo que con odio- y una escuálida ovación me acoge. Hago una reverencia. Ruego que la tierra se abra bajo mis pies y me trague. Visiblemente emocionado, el director continúa:

-Por favor, maestro –me dice-, suba al escenario a recibir sus aplausos.

Y me veo obligado a subir, quizá para que los poseedores de huevos y tomates puedan apuntar con más facilidad. Me siento como si caminase hacia el cadalso, pero la guillotina aún está por caer. El director completa su intervención:

-¡Ahora, por favor, maestro, dedíquenos unas palabras!

Balbuceo algunos monosílabos frente a los flashes de las cámaras de los parientes de los actores. Les digo lo contento que me siento con esta obra y lo emocionante que es constatar que ha atravesado fronteras. A mi lado, una de las actrices se echa a llorar de la emoción. El director me abraza y me dice con una sonrisa cómplice:

-Espero que haya aprobado usted mis aportes creativos. Tuve que corregir algunos pasajes de tu texto que eran un poco torpes en su ejecución.

Sólo atino a devolverle una sonrisa que debe haber quedado más bien un poco mueca. Pero no le digo nada. Trato de salir del paso rápidamente y, aprovechando la confusión de las felicitaciones de  padres y tíos, huyo del teatro universitario. Pero antes de doblar la esquina, escucho la voz del director a mis espaldas gritando:

-¡Maestro, regrese, que ya va a empezar la segunda parte!

Sé que esa frase me acompañará por siempre mis peores pesadillas.

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4 de abril de 2007
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Reggetón

Tras la presentación de mi libro en Panamá, un camarero llamado Charly sirve copas al público. Es un moreno alto con la cabeza rapada, muy simpático. Mientras firmo libros, se ocupa de que nunca me falte algo de beber y me trae canapés. Me cuenta chistes. Al terminar, me dice:

-Mira, bienvenido a mi país ¿Oíste?

-Muchas gracias, muy amable.

-¿Qué vas a visitar acá?

-Poco, porque tengo mucho trabajo. Pero mañana me gustaría salir un rato por la noche.

-No te preocupes, hermano, yo te consigo a las mujeres.

Creo haber escuchado mal.

-¿Las qué, perdón?

Me sonríe con picardía y me pasa el brazo por el hombro.

-Las mejores babies de Panamá, mi hermano. Tú déjame a mí.

Decido responder con una broma. Es lo que se usa en estos casos.

-Ojalá me recibieran así en todas partes.

Nos reímos, pero no soy conciente del error que acabo de cometer.

Al día siguiente, suena mi teléfono a las siete de la mañana. Contesto medio dormido. Es Charly.

-Prepárate para remojar el payaso –me dice a manera de saludo-. Paso por ti a las nueve.

No me da tiempo de responder y cuelga.

Esa noche, agotado tras doce horas de trabajo, me lleno la bañera para darme un baño caliente, tomarme una copa y escuchar música. Pero me llaman de la recepción. El conserje dice que me buscan. Me visto y bajo. Charly está en la puerta, en un descapotable de los años setenta. Tiene puesto un pantalón que le cae hasta la mitad del trasero y un disco de reggetón a todo volumen. En el asiento de atrás hay tres mulatas imponentes en minifalda que me mandan besos volados. Dos de ellas llevan el pelo teñido de rubio.

-¿Estás ready? –me dice Charly.

Yo lo llevo aparte y le susurro:

-Verás, Charly. Te lo agradezco pero estoy un poco cansado.

-Claro –me ríe-. Yo me ocupo del relax.

-Ya. Es que no has entendido…

-Mi hermano, has salido en el periódico. Tienes a las chicas bien hot.

-Sí, bueno… Deja que te explique. Me he casado hace un mes. Es un mal momento para… ¿Me entiendes?

-Tranquilo, brother. Yo no voy a contar nada.

Comprendo que argumentar no tiene sentido. No se me ocurre nada mejor y salgo corriendo. Me paso dos horas dando vueltas por el malecón. Cuando regreso, Charly se ha ido. Quizá piense que soy homosexual. Ojalá piense eso.

Pero no. Al día siguiente, me llama a las seis y media de la mañana.

-Muy bueno lo de irte, hermano. No me sabía esa, pero funciona. Hay que hacerlas esperar. Estoy abajo. Nos vamos a la playa. Hoy vas a revolver el cemento, street fighter.

Cuelgo el teléfono y lo dejó así.

Una hora después, bajo para irme a conocer el canal. Charly está en la vereda de enfrente con su coche, su reggetón y sus mujeres. Vuelvo a subir. Tras unos minutos, suena el teléfono. Descuelgo y cuelgo. Luego de un rato, me dejan un sobre bajo la puerta. Es un aviso de llamada de Charly. A lo largo de la mañana, recibo cinco sobres más. Cuando me asomo a la ventana, Charly me saluda desde la calle. Por la noche, a la hora en que sale mi vuelo a Cartagena, yo lloro en el baño, abrazado al water.

Escribo esto para ver si alguien puede ayudarme. Llevo aquí tres días, y Charly no se va. Bajo mi puerta se han acumulado 32 sobres, y en el descapotable de la entrada hay seis chicas nuevas. Para equilibrar la población se han sumado tres caballeros con los pantalones a medio trasero que bailan reggetón. Para abastecer a la creciente población se ha instalado un puesto callejero de venta de salchichas. Progresivamente, algunos curiosos se van uniendo al grupo. 

Quiero volver a casa.

Quiero ver a mi mamá.

Socorro…
       

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2 de abril de 2007
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Policías

A veces, el Congreso de la Lengua me produce un incierto desasosiego. Uno de los ponentes diagnostica muy seguro de sí que “la lengua española goza de buena salud”. Yo no sabía que había estado malita, la pobre, pero me alegro de que mejore. Otro proclama la “crisis de la novela”, y yo, que trabajo en el ramo, no tenía idea de que el sector estaba en crisis. En otra charla se habla de “la muerte del autor”, y eso me preocupa seriamente, porque es agradable estar vivo. 

Me disgusta estar muerto y en crisis, especialmente mientras la lengua –sólo para fastidiar- goza de tan buena salud. Paso la mañana sumido en una profunda depresión. Pero, afortunadamente, me llama por teléfono Tania Libertad para vernos. Y eso realmente me levanta el ánimo. Tania ha cantado anoche, y esta tarde va a dar una charla con los demás artistas invitados. Acordamos que me le acercaré cuando termine el evento para ir a cenar.

Pero no cuento con que sus compañeros de panel son, entre otros, Carlos Vives y Fito Páez. Cuando llego al auditorio hay unas cinco mil personas, y el cerco policial no permite acercarse a menos de tres metros del escenario. Me paso la charla angustiado, preguntándome cómo voy a encontrarme con Tania. Como soy un tipo civilizado, le explico la situación a uno de los policías.

-¿Podemos hablar con alguien que le avise a la señora Libertad que estoy aquí?

El policía mira para otro lado. Por un momento, supongo que está pensando una solución. Después asumo que está buscando a alguien con acceso al escenario. Finalmente, comprendo que sólo me está ignorando.

-¿Perdone, le importaría responderme?

Hace un esfuerzo más por fingir que no estoy ahí. Parece creer que si se convence verdaderamente de mi ausencia, yo terminaré por desaparecer en el aire. Pero yo insisto:

-Perdone, hola ¿Puede hablarme? ¿Me escucha? ¿Está usted ahí?

Ahora sí, ha comprendido que soy real y que no tiene más remedio que decirme algo.

-Mire yo no sé. Vaya a hablar con el guardia de ahí.

Busco al referido guardia y le expongo la situación calmadamente. Le repito que sólo necesito que alguno de ellos, al terminar el evento, se acerque a Tania y le diga que su amigo está frente al escenario. Este agente tiene una actitud más abierta. Mientras le hablo, asiente con la cabeza, clara señal de que está escuchando. Al final, medita unos segundos y resuelve: 

-Hable con el guardia de ahí.

Y señala al mismo policía que me ha mandado a hablar con él.

OK, plan B: saltarme las reglas como un salvaje. Al final del panel, Fito y Tania cantan una canción. La gente se abalanza a tomarles fotos con sus teléfonos y yo me meto también, atravesando el cordón policial. Pero como no consigo incivilizarme como Dios manda, me quedo a un lado del pelotón. Al verme presa fácil, otro policía se me acerca:

-Señor, tiene que desalojar esta área.
-Oiga, en esta área hay más de cincuenta personas ¿Por qué no les dice algo a ellas?
-Es que estoy empezando por usted.

Casi al final del acto, salto y grito y Tania me ve. Mientras el público ruge pidiendo otra canción, ella extiende su mano hacia mí y me arranca de la turba.

Ahora, entre bambalinas, las estrellas están a salvo de la multitud. Pero no de los policías. Unos cuarenta agentes rodean a Fito y a Carlos Vives y les empiezan a pedir autógrafos y fotografías. Conforme el operativo de seguridad se relaja, se van sumando nuevos fans uniformados provenientes del cordón policial. Llega un punto en que apenas se puede avanzar de todos los policías con libretitas y teléfonos celulares. Cuando por fin abandono el local, Vives desaparece en una maraña de cascos, kepis y camisas verdes. No sé si saldrá vivo de ahí.

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30 de marzo de 2007
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El día en que fui García Márquez

-Hola, soy el premio Alfaguara.

-Ah. ¿Eres Luis Leante?

-No, Santiago. Santiago Roncagliolo.

El periodista me observa con perplejidad, tratando de recordar quién soy, aunque me entrevistó hace seis meses. Recuerdo que hablamos durante horas. Tomamos un café. Nos hicimos amigos.

-¿Eres el premio Alfaguara del 2005? –pregunta.

-¡Soy Santi, el de toda la vida! –noto la duda en su mirada-. El peruano ¿Te acuerdas que una vez ganó un peruano?

-Ah, ya sé ¡Tú eres Jaime Bayly!

Abandono el hotel deprimido, sabiendo que moriré en la pobreza y el olvido como los próceres. Busco a mi editora para que me suba la moral:

-Pilar, nadie me recuerda…

-No te lo tomes demasiado en serio, Fernando.

-Me llamo Santiago.

-Sí, eso…

-Pero, Pilar, yo soy el premio Alfaguara.

-No, ya no lo eres. Por cierto, la organización sólo te paga el hotel hasta mañana, cuando termina tu reinado oficialmente. -Siento que el corazón se me cuartea. Y la billetera también. Pero aún falta la estocada final-. Ah, y te regresas a España en clase turista.

-¿Quéeeeee? Pilar, no me puedes hacer esto. ¿En clase turista? Eso está lleno de pobres.

-Sí, bueno, bienvenido a la realidad.

-Pero es que es un tema existencial ¡Yo pertenezco a la business class! ¡Yo quiero vivir en business class! Dime una cosa, al menos tú ¿me quieres?

-Crece de una vez, hijo.

Conforme mi editora se aleja, mi mundo se derrumba. Comprendo que hay que tomar decisiones rápido, y decido comenzar por recuperar mi popularidad. Pienso en García Márquez. Todo el mundo lo adora. Y ni siquiera se ha ganado el Alfaguara. Pero Cartagena está llena de homenajes en su nombre. El rey de España se reúne con él. Por toda la ciudad corren rumores sobre su paradero. Se dice que bebió hasta las tres de la mañana en un bar de la calle Estrella. Que lo vieron persiguiendo chicas en el centro de la ciudad. Que salió volando mientras tendía la ropa en un patio. Eso me inspira una idea. Regreso al hotel, donde el periodista continúa bebiendo su café. Lo saludo como quien no quiere la cosa, y le pregunto.

-¿Has entrevistado a García Márquez?

-García Márquez no ha concedido una entrevista en más de diez años. Es el sueño de todo periodista.

-Pues yo lo tengo en mi cuarto.

-¿Cómo va a estar en tu cuarto?

-Porque sabe que ahí no lo buscaría nadie.

El periodista considera mi respuesta y mi credibilidad. Finalmente, admite.

-Bueno, tiene sentido.

-Me ha contado la verdadera razón de la pelea con Vargas Llosa ¿Quieres saberla? –el periodista abre los ojos como dos platos. Lo tengo en mis manos-. Poker.

-¿Poker?

-Jugaron una mano toda la noche. Habían bebido. García Márquez se negó a pagar. Discutieron. El resto es historia.

-Poker –asiente lentamente. Pero un ramalazo de desconfianza cruza por sus ojos- ¿Cómo es que te ha contado todo eso?

-Creo que lo hace para que yo lo difunda sin tener que comprometerse. Por ejemplo, me ha dicho que odia a Fidel, pero finge respaldarlo porque le gusta llevar la contraria. Por supuesto, no puede estar diciendo eso en público.

-Por supuesto.

-Y me ha contado que una noche se fue de farra con Clinton y Mónica Lewinsky. A la Lewinsky se la tenía que quitar de encima. Dice que es una levantisca.   

-¡No!

Y así comienza a extenderse el rumor. A partir de ese momento, los periodistas vienen a transmitirme preguntas para García Márquez: ¿Cuándo saldrá el segundo volumen de sus memorias? ¿Cuál es su lugar favorito del mundo? ¿Habrá otra novela? A todas respondo con gracia y coherencia, tratando de usar palabras que he aprendido en sus libros como “historiado” o “cuca”. Lo he logrado. La prensa se me acerca. La gente me quiere. Me invitan a las fiestas. Se ríen de mis chistes. Y al fin he comprendo por qué se homenajea tanto a este hombre: porque es generoso con su nombre y su leyenda. Por eso y mucho más, gracias, Gabo.      

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28 de marzo de 2007
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