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El día más triste del teatro peruano

Por 4 de abril de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

En uno de los países centroamericanos de mi gira –no revelaré cuál- una pequeña compañía teatral me invita a presenciar el montaje de una comedia que escribí hace unos diez años. Al llegar a la sala, incluso me emociono. La obra se representa en el teatro de una universidad, y eso me transporta a mis años en la facultad de letras. El hecho de que sólo estén ocupadas veinte de las cuatrocientas butacas del teatro no me amilana. Al contrario, pienso que estos chicos le hacen frente a la adversidad, y me siento orgulloso de formar parte de eso.

Hasta que comienza la función.

En los primeros diálogos, me parece notar cierta falta de ritmo. Sólo más adelante comprendo que el problema no es el ritmo, sino todo. Absolutamente todo. Los actores creen que actuar es gritar las líneas y llorar en cada escena, algo sorprendente tratándose de una comedia. Además, no contento con las discusiones entre los personajes, el director ha añadido peleas, golpes, risotadas y toda una caterva de recursos visuales para que el espectador tenga claro cómo debe reaccionar en cada momento. Lo único que no ha tomado en cuenta son los giros graciosos y los gags, que sólo producen risas por razones ajenas a su voluntad. 

Considero la posibilidad de levantarme y abandonar el teatro. Pero me parece un gesto antipático y pedante. Es un grupo joven, y necesitan estímulo. Por lo menos hacen teatro en vez de drogarse bajo un puente o asaltar ancianas. Además, me alivia pensar que la obra es corta, y no tendré que aguantarla demasiado tiempo.

Sin embargo, tampoco se me concede esa merced. Los excesos trágicos que pueblan el montaje son interminables. Si la versión original duraba hora y cuarto, ésta se extiende a lo largo de dos horas y media, y ni siquiera se le ha añadido texto. Cuando escucho las últimas líneas de diálogo, respiro hondo. Al fin todo ha terminado.

O eso creo. Porque el grupo regresa al escenario a recibir los magros aplausos, la mayoría de ellos provenientes de los padres de los actores presentes en la sala. Aprovecho la ocasión para tratar de escabullirme de puntillas, pero cuando casi alcanzo la puerta, el director anuncia:

-¡Nos sentimos muy orgullosos de presentar al autor de la obra!

La gente voltea a mirarme –creo que con odio- y una escuálida ovación me acoge. Hago una reverencia. Ruego que la tierra se abra bajo mis pies y me trague. Visiblemente emocionado, el director continúa:

-Por favor, maestro –me dice-, suba al escenario a recibir sus aplausos.

Y me veo obligado a subir, quizá para que los poseedores de huevos y tomates puedan apuntar con más facilidad. Me siento como si caminase hacia el cadalso, pero la guillotina aún está por caer. El director completa su intervención:

-¡Ahora, por favor, maestro, dedíquenos unas palabras!

Balbuceo algunos monosílabos frente a los flashes de las cámaras de los parientes de los actores. Les digo lo contento que me siento con esta obra y lo emocionante que es constatar que ha atravesado fronteras. A mi lado, una de las actrices se echa a llorar de la emoción. El director me abraza y me dice con una sonrisa cómplice:

-Espero que haya aprobado usted mis aportes creativos. Tuve que corregir algunos pasajes de tu texto que eran un poco torpes en su ejecución.

Sólo atino a devolverle una sonrisa que debe haber quedado más bien un poco mueca. Pero no le digo nada. Trato de salir del paso rápidamente y, aprovechando la confusión de las felicitaciones de  padres y tíos, huyo del teatro universitario. Pero antes de doblar la esquina, escucho la voz del director a mis espaldas gritando:

-¡Maestro, regrese, que ya va a empezar la segunda parte!

Sé que esa frase me acompañará por siempre mis peores pesadillas.

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