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El Boomeran(g)

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El hombre y la máquina

El zumbido de los motores ya es ensordecedor a 300 metros del circuito de carreras de Montmeló. Y una vez dentro, el ruido está en todas partes: en el parking, en el baño, los tubos de escape atruenan el aire como un enjambre de avispas gigantes a punto de atacar. Pero no se asuste. No son violentas. Ellas sólo quieren un poco de amor.

El de las motos es un mundo de hombres, y las máquinas son adoradas como mujeres. En el paddock de Montmeló, una Ducati llamada Alice está enmarcada en rojo para su admiración, como una Venus. En un catálogo, Yamaha asegura que las “esculturales formas” de la YZF-R1 “alimentan tus sentidos con tan sólo contemplarla”. Y exhorta: “mira la potencia, siente la potencia”. En una tienda, una camiseta explica por qué las motos son incluso mejores que las féminas. ¿Razones de peso?: “con nada que la tocas se ponen a cien” y “puedes montarlas como quieras”.

Aunque no todas las tiendas son tan explícitas, la zona comercial del circuito está claramente concebida para caballeros. Hombres de todas las edades se aglomeran en el local de Playstation haciendo cola para jugar. Dos tiendas más allá, una chica sugerentemente vestida de walkiria invita a los visitantes al poblado vikingo de cerveza Buckler, donde pueden probar su fuerza con un martillo. En la carpa de Gillette, una chica guapa afeita personalmente a los voluntarios. No se preocupe, la chica usa protección: les toca la cara con profilácticos guantes de látex. Y una vez afeitados, les permite subirse en una moto Yamaha.

Esas marcas –y otras tan ajenas al motociclismo como Manpower o Lee- son el verdadero motor de las carreras. Se necesita mucho dinero para poner todo esto en marcha, y casi todo proviene de los auspiciadores, que venden a un público el sueño de parecerse a sus héroes y de retozar con sus máquinas preferidas.

La necesidad de que todas las marcas sean bien visibles es la causa del aspecto de los motoristas, esa mezcla de astronauta y árbol de Navidad. Algunos de los campeones llevan una cámara de televisión en la parte posterior de la moto, y eso les aporta a sus culos un valor de ventas especial. La mayoría de los traseros profesionales son propiedad de Bridgestone o Repsol. Sólo los grandes líderes pueden firmar sus glúteos. El de Valentino Rossi proclama el apodo de su extravagante dueño: “The Doctor”. Sin embargo, el culo más cotizado, el que todo el mundo quiere ver en Montmeló, dice sencillamente “Pedrosa”.   

Bicampeón mundial y héroe indiscutido de Montmeló, Dani Pedrosa es un fenómeno publicitario. Protagoniza anuncios de gafas de sol, teléfonos y bebidas de chocolate. Cada juego de vídeo que juega, cada Chupa Chup que se lleva a la boca, es una millonaria fuente de ingresos.

Como la mayoría de las estrellas de este deporte, Dani corre desde que era un bebé. La edad mínima para competir en 125 cc. es de 15 años. Eso también forma parte de la masculinidad del juego. Los adolescentes no tienen noción del riesgo: pueden acelerar al máximo, porque nunca se les ocurre que puedan morir. Durante los entrenamientos del viernes, por ejemplo, Dani se sale del circuito. Rueda por el suelo y apenas consigue escapar de su propia moto, que da varias vueltas en el aire hasta estrellarse. Sin dudar un segundo, Dani regresa al box por su propio pie, coge su moto de repuesto y continúa. No tiene tiempo para matarse, tiene que ganar una carrera.

Su Honda recibe más cuidados que él. Se la llevan entre cuatro mecánicos, como a un toro muerto en el ruedo, y la meten en el box. Ahí la miman, incluso la escuchan. Las motos de carrera llevan incorporada una especie de caja negra. Enchufadas a un ordenador, cuentan sus penas y sus sufrimientos: en qué curva les fue mejor, dónde falló la resistencia de las ruedas, qué hizo falta para acelerar un poco más. El domingo, día de la carrera final, Dani se reencuentra con ella. Tiene más estabilidad, pero le cuestan las curvas de izquierda. Como dos buenos amantes, él y su máquina se van conociendo poco a poco. 

Sin embargo, no todos tienen un matrimonio feliz. Ese mismo domingo hay escenas tristes: Mattia Pasini pierde el control en una curva. Tras la caída, no se toma el tiempo para averiguar si está herido. Se levanta y se pone a patear y gritarle a la máquina. Los mecánicos tienen que separarlo de ella mientras vocifera y se lamenta. Ella lo ha traicionado. Más adelante, otro motorista se sale de la pista y se arroja al suelo para llorar con desesperación.

Es lo que tiene el amor cuando es sincero: te da placer pero te lo cobra con dolor.

Artículo publicado en El País (edición Cataluña), 12 de junio de 2007.

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13 de junio de 2007
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El arte de perder con elegancia

Julio César Uribe es, sin duda, el hombre más elegante de esta noche. Desde que emerge de los camerinos del Miniestadi de Barcelona, su traje rigurosamente negro resalta por su sobriedad entre las camisetas amarillas del equipo ecuatoriano y las rojiblancas de los peruanos. Mientras camina hacia su asiento parsimoniosamente, el brillo dorado de su camisa, su reloj de oro y el broche reluciente de su solapa dan fe de su sobrenombre: el Diamante Negro.

El entrenador peruano tiene razones para estar más nervioso de lo que aparenta. Éste es su último ensayo antes de la copa América, y le llega en un momento difícil. Le acaban de rebajar el sueldo en un tercio tras comprobar que, durante la gira japonesa del equipo, pasó más de una noche en una discoteca y luego mintió para ocultarlo. Además, un partido contra Ecuador nunca es fácil. Muchos peruanos aún piensan que no importa perder con cualquier país, pero Ecuador es una cuestión de honor. Y viceversa. Sin embargo, Uribe observa el partido con flema inglesa, sin levantarse del asiento, sin gritar.

El terreno neutral juega a su favor. En Cataluña, bajo la mirada vigilante del Tibidabo, todo tiene el aire distendido de un torneo interbarrios. El Miniestadi no se ha llenado, y entre los fans de ambos equipos reina un clima de concordia. Incluso los piques entre ambas barras –que se llaman mutuamente “monos” y “gallinas”- tiene un aire de cachondeo familiar. Muchos hinchas rivales han venido juntos al partido. En la barra de Perú incluso hay un ecuatoriano con su esposa peruana y su niña española.

Para los asistentes, el partido cumple la función de un campo ferial. En la puerta hay un grupo de ecuatorianos pidiendo firmas para la asamblea constituyente del presidente Correa. Otros venden a diez euros camisetas con la leyenda “¡Viva el Perú Carajo!”. Una señora ha llevado una pancarta que dice “saludos a mis hermanitos y a la familia Vargas”. Incluso hay un grupo de bolivianos con una pancarta de protesta por las restricciones de la FIFA a los estadios a más de 2500 m. sobre el nivel del mar. El clima de esta noche dice: di lo que quieras, sé lo que eres, pásala bien.

Pero la simpatía sólo dura lo que tarda en romperse el empate. Con el primer gol de Ecuador, el monstruo despierta. La explosión en la barra ecuatoriana es sólo comparable a la glaciación de la peruana. “Y lloran los peruanos” gritan del lado amarillo del estadio. Pero los peruanos atónitos ni siquiera atinan a llorar. Tras su segundo gol, los ecuatorianos ya saben que pueden hacer escarnio de los perdedores. Y los perdedores ya saben a quién van a culpar.

Pitazo final. Los ecuatorianos reciben la copa apresuradamente y se marchan. Los jugadores peruanos los siguen. Sólo queda un hombre en la cancha: Julio César Uribe, sin perder la compostura, resiste en el banquillo la lluvia de latas, botellas y bolsas de papas fritas que cae desde la tribuna peruana. Los hinchas rabiosos insultan a su madre y le gritan que dé la cara para que se la puedan romper a gusto. Pero el rostro del diamante negro es inexpresivo, aristocrático y digno. Así debe haberse visto María Antonieta camino de la guillotina.

Los mossos d’esquadra protegen al entrenador con sus escudos, pero él se niega a dar el espectáculo de abandonar la cancha bajo escolta. Sólo cuando el cuerpo de seguridad disuelve a los revoltosos de la grada, Uribe se levanta tranquilamente y se dirige al camerino. En la soledad del estadio vacío, quedan los diez ocupantes del palco oficial, que le aplauden animosamente. Son el personal del consulado peruano. Uribe les agradece con un suave gesto de la mano antes de desaparecer en el subterráneo. Tras él, por unos instantes, permanece en el aire el halo de luz que emana de su reloj.

Artículo publicado en: periódico Latino , 8 de junio de 2007.   

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8 de junio de 2007
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Adiós, amigos

Queridos amigos, ha llegado la hora de tomar un descanso. Durante el primer año de este blog, les narré mis aventuras y desventuras en el frenético año 2006. En los últimos meses, hemos jugado un poco, hemos delirado juntos y hemos inventado un pequeño mundo surrealista. Pero es hora de dedicarme a nuevos proyectos y dejarlos a ustedes en paz. 

No se hagan ilusiones: no les será tan fácil librarse de mí. Este espacio seguirá siendo su casa, y se actualizará todas las semanas con mis artículos periodísticos sobre política, literatura, cine y viajes. Pero ya no absorberá la mitad de mi cerebro como ha hecho hasta ahora. Quizá, con el tiempo que me sobre, hasta escriba una novela. Antes hacía eso. Y me gustaba.

Gracias por mantenerse aquí al pie del cañón. Gracias por sus palabras de aliento, sus febriles imaginaciones, sus amenazas de muerte y sus críticas. Las cosas que he ido escribiendo en este blog siempre han respondido a lo que ustedes vertían en los comentarios. Y más de una vez, ustedes mismos han sido los personajes de estos cuentos. Quede eso como un pequeño homenaje a los propietarios de este inmueble, porque en realidad, el espacio que hemos configurado aquí es más suyo que mío. Y lo seguirá siendo.    

Hasta otra,

Santiago

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4 de junio de 2007
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El gato

Desde que mi esposa me abandonó por el coach, me había sentido muy solo. Hasta que conocí a Alejandra. Creo que Alejandra sería mi mujer ideal de no ser por un problema: su gato.

Nuestra relación fue perfecta mientras no tuvimos que ir a su casa. Cenitas, cines, bailes. Todo lo que hacíamos en exteriores era como una chispa de magia entre los dos. Y a la vez, lo tomábamos con calma, sin necesidad de apresurarnos, conscientes de ir lento pero seguro. Finalmente, llegó la noche de la consagración. Al terminar nuestra cita, la acompañé a la puerta de su casa. Y ella me invitó a subir.

Empezamos a besarnos en el sofá y, cinco minutos después, ya estábamos quitándonos la ropa. Ella empezó a emitir un gemido sordo, como un ronroneo amargo cada vez más intenso. Al principio, el sonido me excitaba. Tras unos minutos descubrí que no provenía de ella sino de un bulto negro que sobresalía de la alfombra.

-Ah –sonrió Alejandra al ver que me había detenido-. Él es Fufi.

Fufi era una especie de tigre de Bengala en miniatura que me miraba fijamente desde el suelo con odio visceral mientras rumiaba ese sonido amenazador. Pero Alejandra hundió su cabeza en mi cuello y yo decidí olvidarme de él y concentrarme en el sostén de ella. Acometía el forcejeo con el broche y estaba a punto de abrirlo, cuando sentí un lanzazo en la mano, como si me hubieran marcado con un hierro caliente, y salté en retroceso.

-¿Qué pasa? –dijo Alejandra.

Yo me miré la mano. Tres surcos rojos la recorrían desde los dedos hasta la muñeca. Fufi me observaba atentamente sin dejar de emitir su gemido.

-Tu gato me ha atacado.      

Alejandra me observó con incredulidad.

-¿Fufi? Será que está celoso. Pero es bien bueno. Ven acá.

Traté de reanudar la batalla, pero el gato no dejaba de mirarme desde su siniestra oscuridad. Cuando acercaba la mano a las zonas de riesgo, aumentaba el volumen. Después de algunas escaramuzas y retiradas, tuve que rendirme.

-Escucha –dije-, creo que no me siento muy bien. Mejor lo intentamos otro día.

Para nuestra siguiente cita, le propuse a Alejandra cocinar para ella un pescado al horno. Pero fui armado de una tableta de Ketalar, un tranquilizante para gatos infalible. Mientras cocinaba, pulvericé una pastilla sobre el plato de galletas de Fufi. Como esperaba, el gato se comportó muy bien durante toda la cena. Y sin embargo, no se durmió. Al contrario, después de comer, yo empecé a sentirme mareado, atontado. Busqué las pastillas. Ya no estaban en mi bolsillo. Traté de mantenerme despierto. Balbuceaba. Tropecé y caí sobre un sillón. Antes de cerrar los ojos definitivamente, creo haber visto a Fufi escondiendo la tableta. Levantaba la alfombra con el morrito y ocultaba su botín con la pata, feliz de su victoria, el muy canalla.

Alejandra empezaba a impacientarse por mi actitud, así que me sentí obligado a una acción de alto impacto. El día de mi siguiente visita, le llevé un gigantesco ramo de rosas y unas entradas para un concierto. Pensaba sorprenderla, llevarla al concierto y luego invitarla a mi casa. El plan perfecto.

Esta vez, Fufi me esperaba en el ascensor. Nada más abrirse la puerta, saltó sobre mí, destrozó el ramo, se comió las entradas y acabó con mi ropa. Alejandra estaba frente a mí cuando se abrió la puerta del ascensor. Pude ver cómo se borraba su sonrisa antes de escuchar:

-Veo que ya ni siquiera te arreglas un poco para venir a verme.

Amigos, estoy desesperado. Esto se ha convertido en un duelo de honor del que sólo uno de los dos saldrá con éxito. Pero no sé cómo derrotar a ese animal. Necesito consejo, necesito ideas. Los necesito a ustedes. Por favor, díganme qué hacer.

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30 de mayo de 2007
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Amnesia II

Y entonces, Guido abrió los ojos.

-¿Qué ha pasado? –dijo, y luego, la pregunta que todos temíamos-. ¿Quién soy?

El médico, la enfermera y el vecino con gastroenteritis de la cama de al lado me miraron a mí esperando mi respuesta. La pálida luz del sol se filtraba por la ventana como una rejilla sobre mi amigo. Me aclaré la garganta y dije:

-Pues... nadie. No eres nadie, la verdad.

El médico me miró con reprobación, pero yo continué:

-Has estado en coma durante toda tu vida. Bueno, casi. Esto te dio muy chiquito.

-¿Tengo nombre?

-Pues... yo qué sé... Amador. Sí, Amador está bien.

-¿Y ahora qué hago?

-Tienes la oportunidad única de ser quien quieras. Hacer lo que quieras. Eres un hombre en blanco. Puedes ser una estrella de rock, el entrenador del equipo ruso de gimnasia acrobática o un filólogo en lenguas muertas.

-Pero sé hablar. ¿Cuándo aprendí eso?

-No lo sé –y me quedé pensando una manera delicada de expresarle mi amistad-. En fin, adiós.

Me di vuelta y traté de irme para dejarlo vivir su vida maravillosa, pero no pude. Antes de cruzar la puerta, me volví. Amadorcito estaba de pie en medio de la habitación, sin saber qué hacer. Una enfermera le había dejado la cuenta en su mesita de noche. El vecino de la gastroenteritis le había robado su vaso de agua. Amador era la viva imagen del desamparo, incapaz de valerse por sí mismo, y todo por culpa de la irresponsabilidad de algún lector de blogs con exceso de romanticismo. Pensé que, al fin y al cabo, eso no era mi problema. Pensé que después de todo cada quien tiene su vida y no podemos estarnos ocupando de los problemas de todos los demás. Pero a mi pesar, me oí decir:

-Puedes venir a mi casa.

Durante los primeros días, traté de usarlo como servicio doméstico. Rompió cuatro platos y se hizo pipí en el armario de las toallas. A partir de entonces, me limité a dejarlo que viese televisión todo el día. Pero se hizo pipí en la televisión. Quien me dio el consejo de dejarle la mente en blanco me había dicho: “habrá cosas que pierda pero también que ganará”. Por lo pronto, había ganado un juego de pañales Pampers y una reprimenda.

Comprendí que empezar de cero implica carecer de la más mínima idea de nada. Nuestra libertad está hecha de miles de pequeñas tonterías que vamos aprendiendo durante la vida.

En fin, que lo inscribí en un jardín de infantes. A la profesora le extrañó que tuviese 45 años y barba, pero ninguna ley limita la edad de entrada si pagas matrícula completa.

La verdad, me enternece. A menudo lo ayudo con sus tareas y le he comprado un video de Barrio Sésamo. Le he enseñado a amarrarse los zapatos. De vez en cuando, saltando con brillo en los ojos, me pide quedarse en el colegio un rato más. Cuando le pregunto por qué, se ríe pícaramente y no me responde.

Creo que tiene una noviecita.         

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28 de mayo de 2007
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Amnesia

Mi amigo Guido ha perdido la memoria. Ocurrió tras un accidente automovilístico en una curva de la carretera. La ambulancia se lo llevó inconsciente. Dos días después, cuando despertó en el hospital, no recordaba su nombre, ni quién era ni de dónde venía. Como si sus recuerdos se hubieran aplastado con el choque.

Su médico me encargó ayudarlo a recuperar la memoria. En sesiones matinales de media hora, yo le iba repitiendo su propio pasado, para ver si lo reconocía. Bueno, más o menos.

Es que la vida de Guido, honestamente, era un desastre. Su novia acababa de dejarlo, y había perdido el trabajo. Su casa era un cuchitril asqueroso. Carecía de encanto personal y de autoestima, de modo que ni él mismo se quería ¿Cómo puedes devolverle esa vida a alguien? ¿Cómo puedes ser tan cruel y decirle la verdad?

Opté por una estrategia alternativa: contarle la vida que le habría gustado tener. Una mañana, pasó por su habitación una enfermera preciosa. Le dije que era su novia, que se habían separado temporalmente antes del accidente, pero que ella seguía loca por él. También inventé que trabajaba en el consejo directivo de una multinacional del petróleo. Y que tenía tres niños muy guapos que tocaban el piano y hablaban cuatro idiomas.

En fin, creo que exageré. Pero funcionó.

Nada más salir del hospital, Guido se mudó con la enfermera y consiguió trabajo como director ejecutivo de Repsol. La siguiente vez que lo vi, se había comprado un Mazda y una casa con piscina, y no me pregunten cómo, pero tenía tres hijos preciosos que hablaban cuatro idiomas y tocaban el piano, aunque uno de ellos destacaba más en sus cursos de violín.   

Creo que esos fueron los mejores momentos de mi amistad con Guido. Viajaba con él a París y a Nueva York, me invitaba a su casa en la playa, me dejaba visitar sus pozos petroleros… Realmente, son momentos que recuerdo con gran cariño.

En uno de nuestros viajes por la Costa Brava, Guido decidió mostrarme cuánto corría su nuevo Maserati. Cuando llegamos a 180, el coche salió volando en una curva y fuimos a parar al mar.

Pasé en el hospital una semana. Y cuando al fin conseguí levantarme de la cama, el médico me explicó que Guido se había golpeado la cabeza, y sufría de una severa amnesia. Era incapaz de recordar nada de su vida anterior.   

Así que éste es un blog de servicio público. Estoy buscando un pasado nuevo que ofrecerle a mi amigo Guido y acepto sugerencias. El mejor pasado será transmitido a la memoria de Guidito y generosamente recompensado. Los resultados serán publicados en el próximo blog.

Hagan sus propuestas, por favor.

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25 de mayo de 2007
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El ‘coach’

Por recomendación de Alicia, colaboradora de este blog, he decidido buscar un Life Coach, es decir, un psicólogo menos freudiano y más práctico. El propósito del coach no es resolver tus traumas sino ayudarte a vivir con ellos de un modo más o menos funcional. Exactamente lo que necesito.

En nuestra primera cita, le explico:

-Tengo la imaginación inflamada. Exagero compulsivamente y me invento cosas. Mis amigos están cansados de mis mentiras, y en el trabajo ya no me creen nada. Eso es especialmente grave porque soy periodista. 

-Normal –sugiere él-. Usted muestra un cuadro típico de negación de la realidad. No le gusta su vida, de modo que lo disfraza constantemente. Emplearemos una terapia de extrañamiento de su mundo. Lo apartaremos de su vida cotidiana, de modo que la idealizará y la echará de menos. Al final de la terapia, usted volverá a su realidad apreciándola más y dejará de negarla.

Como primer paso de la terapia, el coach me hizo cambiar de empleo. Me colocó como portero de su edificio. Y para colaborar a que yo apreciase mi vida real, me contrató sin sueldo. La verdad, tuvo resultados. Realmente, empecé a apreciar mi vida cotidiana. Estaba tan agradecido con el coach que me identificaba con él: a veces, al verlo por la mañana, me parecía que iba vestido como yo, o contaba chistes que se me habían ocurrido a mí.

-Su terapia es un éxito –me dijo un día-. Avanza usted muy rápidamente. Creo que está listo para el siguiente paso: la mudanza.

La mudanza era sólo temporal, pero debía realizarse sin aviso previo. La idea era que yo desapareciese sin dejar rastro por una temporada, para que nadie pudiese siquiera visitarme. Partí de casa una madrugada. Le dejé un beso a mi esposa y un recuerdo a mis vecinos, y me instalé en la portería del edificio del coach.

En efecto, como él había previsto, me inundó la más profunda nostalgia de mi vida interior. De hecho, ya no imaginaba nada, porque mi cabeza se pasaba el día recordando lo bien que me iba antes. Pensé que la terapia terminaría ahí, pero aún faltaba un paso: el extrañamiento total. Me dejé barba y engordé seis kilos. Me cambié el corte de pelo y me lo teñí de rubio. Incluso empecé a hablar como si fuera un portero ruso.

Una mañana, cuando ya odiaba profundamente mi nueva vida, decidí que volvería a ser yo sin importar lo que me dijese el coach. Pero cuando subí a decírselo, no estaba. De hecho, de su puerta colgaba el cartel de un consultorio odontológico. Pensé que me había equivocado de piso, pero no.

Desconcertado, volví a casa. Pero mi vieja llave no abría la puerta. Esperé a mi señora durante horas. Ya era de noche cuando apareció del brazo del coach.

Salí a su paso y le dije:

-¡Cariño! ¿Qué haces con él?

Ella me miró sorprendida y le dijo al coach:

-Llama a la policía. Hay un borracho en la puerta.

-No será necesario –contestó él-, parece inofensivo.

Y entraron en mi casa. O bueno, en su casa.

He seguido al coach a todas partes desde entonces. Lo he visto tomar cervezas con mis amigos de toda la vida, trabajar en mi estudio y publicar artículos con mi nombre en el periódico. Incluso ha abierto un blog de humor surrealista en el portal El Boomeran(g).

Al principio, todo eso me molestaba profundamente. Pero la verdad, el trabajo de la portería es apacible y fijo. No me puedo quejar y no tiene sentido pensar en tonterías. Es verdad que a veces me gustaría tener una vida diferente y menos solitaria. Por otro lado, buena parte del día me lo paso sentado, y dejo que mi mente divague un poco y se invente cosas. La imaginación, después de todo, siempre ha sido mi mejor consuelo.   

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23 de mayo de 2007
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El 'coach'

Por recomendación de Alicia, colaboradora de este blog, he decidido buscar un Life Coach, es decir, un psicólogo menos freudiano y más práctico. El propósito del coach no es resolver tus traumas sino ayudarte a vivir con ellos de un modo más o menos funcional. Exactamente lo que necesito.

En nuestra primera cita, le explico:

-Tengo la imaginación inflamada. Exagero compulsivamente y me invento cosas. Mis amigos están cansados de mis mentiras, y en el trabajo ya no me creen nada. Eso es especialmente grave porque soy periodista. 

-Normal –sugiere él-. Usted muestra un cuadro típico de negación de la realidad. No le gusta su vida, de modo que lo disfraza constantemente. Emplearemos una terapia de extrañamiento de su mundo. Lo apartaremos de su vida cotidiana, de modo que la idealizará y la echará de menos. Al final de la terapia, usted volverá a su realidad apreciándola más y dejará de negarla.

Como primer paso de la terapia, el coach me hizo cambiar de empleo. Me colocó como portero de su edificio. Y para colaborar a que yo apreciase mi vida real, me contrató sin sueldo. La verdad, tuvo resultados. Realmente, empecé a apreciar mi vida cotidiana. Estaba tan agradecido con el coach que me identificaba con él: a veces, al verlo por la mañana, me parecía que iba vestido como yo, o contaba chistes que se me habían ocurrido a mí.

-Su terapia es un éxito –me dijo un día-. Avanza usted muy rápidamente. Creo que está listo para el siguiente paso: la mudanza.

La mudanza era sólo temporal, pero debía realizarse sin aviso previo. La idea era que yo desapareciese sin dejar rastro por una temporada, para que nadie pudiese siquiera visitarme. Partí de casa una madrugada. Le dejé un beso a mi esposa y un recuerdo a mis vecinos, y me instalé en la portería del edificio del coach.

En efecto, como él había previsto, me inundó la más profunda nostalgia de mi vida interior. De hecho, ya no imaginaba nada, porque mi cabeza se pasaba el día recordando lo bien que me iba antes. Pensé que la terapia terminaría ahí, pero aún faltaba un paso: el extrañamiento total. Me dejé barba y engordé seis kilos. Me cambié el corte de pelo y me lo teñí de rubio. Incluso empecé a hablar como si fuera un portero ruso.

Una mañana, cuando ya odiaba profundamente mi nueva vida, decidí que volvería a ser yo sin importar lo que me dijese el coach. Pero cuando subí a decírselo, no estaba. De hecho, de su puerta colgaba el cartel de un consultorio odontológico. Pensé que me había equivocado de piso, pero no.

Desconcertado, volví a casa. Pero mi vieja llave no abría la puerta. Esperé a mi señora durante horas. Ya era de noche cuando apareció del brazo del coach.

Salí a su paso y le dije:

-¡Cariño! ¿Qué haces con él?

Ella me miró sorprendida y le dijo al coach:

-Llama a la policía. Hay un borracho en la puerta.

-No será necesario –contestó él-, parece inofensivo.

Y entraron en mi casa. O bueno, en su casa.

He seguido al coach a todas partes desde entonces. Lo he visto tomar cervezas con mis amigos de toda la vida, trabajar en mi estudio y publicar artículos con mi nombre en el periódico. Incluso ha abierto un blog de humor surrealista en el portal El Boomeran(g).

Al principio, todo eso me molestaba profundamente. Pero la verdad, el trabajo de la portería es apacible y fijo. No me puedo quejar y no tiene sentido pensar en tonterías. Es verdad que a veces me gustaría tener una vida diferente y menos solitaria. Por otro lado, buena parte del día me lo paso sentado, y dejo que mi mente divague un poco y se invente cosas. La imaginación, después de todo, siempre ha sido mi mejor consuelo.   

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23 de mayo de 2007
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Todos son iguales

Cansada de los hombres y de sus tonterías, mi amiga Enea se ha comprado un muñeco inflable.

Es un modelo especial irrompible, con base de punching bag para poder golpearlo sin remordimientos. Tiene ojos azules, pero viene con varios recambios de colores diferentes, incluso unos violeta. Su cabellera está hecha de pelo de camello natural.

Al principio, Enea estaba feliz. Era el hombre perfecto. Siempre la escuchaba, y jamás se oponía a sus planes para un fin de semana o un viaje. Es más, era liberal. Si ella echaba una canita al aire, él no se lo recriminaba. Y aún así, le era rigurosamente fiel. Los padres de Enea también estaban encantados, aunque su padre lo creía demasiado tímido y su madre siempre esperaba que comiese más: “está muy flaco” decía.

Los problemas empezaron una noche, después de una ardorosa sesión de caricias. Él había hecho todo lo que ella quería, y como siempre, se había mostrado como un amante considerado e inagotable. Enea estaba tan feliz que decidió llevar su relación un poco más lejos. Le dijo:

-Creo que tenemos una relación excelente ¿no crees tú?

Él no le respondió.

-Quizá podríamos comprometernos un poco más. No quiero presionarte, pero quería comentarlo.

Silencio.

-¿Qué pasa? ¿No tienes nada que decir?

Nada.

-Ya me lo imaginaba ¿Te has dado cuenta de que nunca quieres hablar de nosotros? Cada vez que quiero que tengamos una conversación seria, te das la vuelta y te duermes. Me parece que vivimos una crisis de comunicación.

El muñeco siguió sin hablar, pero ella lo miró a los ojos –esa noche llevaba los verdes- y leyó en ellos la pregunta de él: “¿qué te pasa?” parecía indagar el muñeco.

-¡Nada! - respondió Enea furiosa-. ¡No me pasa nada!

Por supuesto que sí le pasaba algo, sólo que Enea consideraba que él debía saberlo. Sin embargo, para su desesperación, el muñeco no dijo una palabra en toda la noche.

Al día siguiente, al volver del trabajo, se lo encontró en la cama. No se había duchado ni afeitado, y tenía la televisión encendida en el fútbol.

-Creo que la rutina nos está afectando –comentó Enea-. Ya no eres el de antes.

Él dijo con su mirada lo que ella no quería oír: “cállate y tráeme una cerveza”.

Enea sufrió mucho durante los siguientes días, en los cuales, la actitud de él no cambió. De hecho, se volvió más frío y distante, como si fuese una pieza más del mobiliario.

Finalmente, ella decidió darle un ultimátum. Pensaba que si lo amenazaba con abandonarlo, él recapacitaría y cambiaría. Pero el día que se sentó frente a él (o más bien, que se interpuso entre la televisión y él) apenas pudo hablar. Él también quería explicarle algo, que llevaba pensando mucho tiempo. Hablaba poco, pero se daba a entender con claridad:

-Enea, lo siento, pero no estoy listo para una relación. Creo que tú eres demasiado buena para mí, y no quiero hacerte daño.

Enea se puso furiosa, lo pinchó con una aguja de tejer y tiró sus restos desinflados a la basura.

Y sin embargo, desde esa noche, le parece que su cama se ha vuelto demasiado grande y fría, como un desierto de hielo.

Mañana, Enea probará a comprarse un gato. Son más manejables.

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21 de mayo de 2007
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Educando al genio

Adivina, adivinanza: ¿quién es el miembro más holgazán de todas las familias, el que no hace más que comer y dormir sin producir ni trabajar por los demás, el que berrea a cada capricho como si todo estuviesen obligados a atenderlo sin chistar? Así es, han adivinado: el niño.

A lo largo de toda la historia universal, ese pequeño parásito ha hecho de las suyas aprovechándose del candor de sus mayores. Y esto no es temporal. El muy canalla suele permanecer unos veinte años –a menudo más- colgado de la teta familiar, exigiendo pero nunca ofreciendo nada a esa pequeña sociedad que son sus parientes y, para colmo, culpándolos de sus propios defectos y deformidades. Como si fuera poco, las teorías psicológicas modernas, con la excusa de que los chicos “se expresen”, les permiten dar su opinión y dejar de comerse la comida. En algunos países, esos pequeños degenerados pueden incluso denunciar penalmente a sus sufridos progenitores. 

Padres de familia, ha llegado la hora de decir basta. Ha llegado el momento de detener la dictadura de los enanos. Ha llegado el tiempo de dejarles claro quién manda aquí. El programa educativo que propongo se basa en tres sencillos aspectos.

1. El entorno. ¿Cómo vamos a cambiar a los niños si se pasan el día rodeados de otros niños? Bajo su apariencia inocente, los compañeritos de su hijo esconden una grave amenaza. Se pasan el día inculcándoles ideas subversivas sobre el mundo y mostrándoles los juguetes que sus padres les han comprado. Además, tampoco trabajan. Una educación diferente pasa por limitar el acceso de los niños a otros niños. En adelante, en vez de llevarlos al colegio, lo mejor será llevarlos a la oficina para que se familiaricen con la vida que les espera y se acostumbren al trato con los adultos. Evidentemente, al principio no serán capaces de hacer todo el trabajo por sí mismos, pero sí que pueden empezar por sacar fotocopias –cualquier niño de seis años tiene ya las habilidades psicomotoras que hacen falta- y llevar café o mensajes de un lado a otro. Además, alegran el entorno laboral con su simpatía y naturalidad. Nomás hay que evitar que hagan caquita en la oficina del jefe.   

2. Los estímulos culturales. Los colegios suelen practicar la nefasta política educativa de hacer que los niños lean y dibujen. Pésimo. Si se dedican sólo a perder el tiempo, nunca se convertirán en elementos productivos de la sociedad. Las lecturas sugeridas en la infancia deben limitarse, pues, a libros de economía y derecho. Es recomendable comenzar por tratados de Milton Friedman y el código mercantil, que siempre es una lectura entretenida y provechosa. En cuanto a películas y juegos de video, los justos, y sólo aquellos en que el protagonista tenga la posibilidad de ejecutar masivamente a grupos sociales con un fusil y/o artillería ligera. Eso les enseñará a valerse por sí mismos y ser funcionales en un mundo cada día más competitivo.

3. Las relaciones sociales. Los niños tienen una tendencia congénita a relacionarse en función de la simpatía que les despierten los demás niños, sin tomar en cuenta factores fundamentales como la prosperidad o la conveniencia de sus amistades. Los adultos deben contrarrestar esa tendencia ayudándolos a crear redes sociales que previsiblemente sean útiles durante su adultez: en primer lugar, hijos de políticos o empresarios con dinero. Si el niño persiste en hacerse amigo de gente pobre o sin influencias, es necesario decirle: “usha, niño, eso no se toca.” Un paso a tiempo en ese sentido le ahorrará un errático deambular por la hermética sociedad de los adultos.

Todos estos pasos no sólo redundarán en beneficio de su prole, sino también de usted como padre y como ciudadano. Recuerde que las pensiones de jubilación son siempre inestables, y que su manutención durante la tercera estará en manos de sus descendientes. En otras palabras, cada hijo es una inversión en su futuro. Sea responsable: cuídelo.         

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18 de mayo de 2007
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