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El Boomeran(g)

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Acabemos con los feos

El gobierno español y los empresarios de la moda no están satisfechos con el físico de sus compatriotas. Tras varias reuniones entre los modistos y el Ministerio de Sanidad y Consumo, han llegado a un acuerdo: van a estudiar cómo se ven los españoles exactamente, y luego harán lo que puedan para cambiarlos y homogeneizarlos un poco, que tampoco vaya por ahí la gente viéndose como le dé la gana. Cito textualmente el cable de agencia:

“Los modistos se comprometen a estudiar la unificación de tallas y promover una imagen física saludable”
MADRID, 19 (OTR/PRESS)
“El sector de la moda se comprometió hoy con el Gobierno a colaborar para estudiar la unificación de las tallas y promover una imagen física saludable. Lo cierto es que no es esta la primera vez que el sector hace la misma declaración de intenciones, que hasta el momento no ha llegado a cumplir. El Gobierno ha decidido crear un grupo de trabajo para estudiar este problema. Además, elaborará un estudio antropométrico de la población española que actualice los parámetros de la tipología física de los ciudadanos.”

Yo, por mi parte, quiero manifestar mi plena conformidad con las medidas del ministerio de Sanidad y Consumo orientadas a unificar las tallas de los españoles. Ya puestos, creo que deberíamos unificar también el sentido estético de la gente. El gobierno se niega a admitirlo, pero aumenta preocupantemente la cantidad de feos y feas que circulan por las calles del país, y es necesario tomar medidas al respecto.

Yo propongo que el Ministerio de Ornato y Salud Pública, por ejemplo, plantee parámetros físicos obligatorios: un importante porcentaje de la fealdad de la gente se concentra en la zona de la nariz, porque su naturaleza protuberante con frecuencia irrumpe de un modo desagradable en el paisaje facial. En consecuencia, debería promocionarse el uso de narices armoniosas, pequeñas y sin caballetes, formadas por suaves curvas descendentes. Se podría empezar probando la autorregulación, pero si eso no funciona, cabría emplear una normativa más drástica, por ejemplo, prohibir a los feos de índole nariguda salir a la calle en horas punta, como una forma de reducir el índice de fealdad ambulatoria. Progresivamente, es posible extender esas medidas a los feos y feas labiales, oculares, auriculares y, por supuesto, a esa lacra social que constituyen los feos globales, aquellos en que, por capricho de la naturaleza o corrupción de la costumbres, ya no tienen arreglo posible, porque todo lo tienen mal puesto.

Así como es importante promover una imagen física saludable, hay que extender el uso de una imagen física con sentido estético. Este tipo de medidas sin duda incidirán positivamente en el aumento del turismo y la calidad de vida de los habitantes del reino. Porque un país de bonitos es un país feliz ¡Acabemos con la conspiración de los feos!

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21 de abril de 2006
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Aventura en el desierto

Me miro en el espejo y me siento orgulloso y viril. Llevo en la cabeza una especie de turbante nómada que, por supuesto, no me he anudado yo, pero que me hace sentir como un Lawrence de Arabia peruano, como un explorador de las fuentes del Nilo. Nomás debo tener cuidado de que no se me desbarate con el viento, porque no sabría ponérmelo solo.

La expedición al desierto del Sahara parte del pueblo de Merzouga, al sur de Marruecos. El programa incluye un largo trayecto en camello, una noche en una jaima y la escalada de una gigantesca duna para ver salir el sol antes de regresar por la mañana, después de haber vivido como un verdadero beduino bere bere.

Las emociones fuertes comienzan desde que me trepo al dromedario. Me preocupa que el animal se desboque, que se pierda, que se violente. Tardo un poco en darme cuenta de que los dromedarios van en fila india, atados entre sí y llevados por un guía, como los ponys de los alberges infantiles. Y es imposible que se pierdan porque han hecho tantas veces este camino que está todo sembrado de caquitas negras, como las migas de Hansel y Gretel. Pero lo que más me tranquiliza es que en un camello va una niña de tres años, y en el último, una mujer embarazada de seis meses. Me alivia formar parte de una aventura para infantes y parturientas.

Ya en el lugar, comemos sólo platos calientes. Uno de los guías me ha explicado que la mayoría de turistas no aguanta bien las ensaladas, quizá por el agua con que se lavan las verduras. Para evitar inconvenientes diarreas, toda la comida está bien hervida y se usan ingredientes sintéticos siempre que sea posible.

Pero lo mejor, sin duda, es la jaima. Es totalmente auténtica, excepto por el colchón y los cobertores y las lámparas de gas. Una chica francesa ha pedido un tipo de colchón especial para no maltratarse la espalda, y se lo han conseguido. Otra ha conseguido que la dejen dormir en la jaima con su chihuahua. Sí. Ha ido de vacaciones con su perro.

Los turistas queremos aventuras, pero tampoco tantas. Lo que nos gusta es el pelaje de la aventura, la imagen de una vida agitada de exploración y riesgos, pero sin los riesgos. No compramos una vida distinta de nuestra existencia segura y reposada, sólo la fantasía de escapar de ella. Eso sí, queremos la mejor fantasía que el dinero pueda comprar. Una señora se queja ante el guía de que el viento no la deja dormir y le exige que haga algo al respecto. Otra ha pedido un menú vegetariano (pero que no incluya ensaladas, claro). Yo miro bien si no hay bichos en la jaima, no vaya a ser que me pique alguno. Y así pasamos la noche, sintiéndonos realmente alejados de la civilización, prófugos de Occidente, tratando de olvidar que nuestro guía usa sin problemas su teléfono móvil.

Para cuando el sol sale, a la mañana siguiente, unos niños han llegado al campamento para vender artesanías y collares. Más adelante, se les unen unas mujeres. Su pueblo debe estar a menos de cinco minutos, pero eso también vamos a ignorarlo. De hecho, una señora –creo que holandesa- los considera parte del paisaje, como las palmeras o los dromedarios. Les toma fotos y le dice algo a su marido, que a mí me suena como “mira cariño, qué auténtico: una pobre. Perdone, señora pobre ¿puedo tomarle una foto?”.

A las nueve de la mañana, estamos de regreso en el albergue, listos para las duchas y la piscina, agotados de una vida intrépida y audaz.          

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20 de abril de 2006
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El laberinto marroquí

Voy caminando por las calles de Marrakesh en busca del jardín Aguedal, un legendario parque almorávide. Según mi mapa, ya estoy cerca, a sólo dos o tres calles, cuando un chico viene hacia mí con resolución. Al principio sospecho que me va a asaltar, pero no lleva nada en las manos. Sólo me quiere hablar.

-¿Y usted a dónde va? -me pregunta.
-Al jardín Aguedal- le respondo, como si le importara.
-Por ahí no hay nada -dice.
-Perdone, pero según mi mapa...
-Su mapa está mal. Por ahí no hay nada, y además la calle está cerrada.
Imagino de inmediato de qué se trata. Me han advertido que en las calles de Marruecos la gente se te acerca para ofrecerse como guía turístico, y no te dejan en paz hasta que los contrates. Como llevo mi mapa, no necesito ningún guía, y se lo digo:
-Mire, gracias pero me las puedo arreglar solo.
-Como quiera, pero yo no voy a venderle nada. Sólo le digo que la calle está cerrada. Si quiere vuelva hasta la esquina y doble a la derecha. Verá el barrio judío. Pero por este camino no hay nada. Allá usted con lo que haga.
Y se va.
Lo ha dicho con tanta seguridad y naturalidad que sospecho que hay un error en mi mapa. Además, no me ha pedido nada. Ha sido una intervención desinteresada. Vuelvo sobre mis pasos y llego a la esquina que me ha señalado. Ahí se me acerca otro chico, de unos quince años.
-Hola.
-No quiero un guía -le digo, a la defensiva.
-Yo sólo lo estaba saludando. Pase al barrio judío, es bonito. Y relájese.
Me siento como un idiota.
-Perdona, chico, no quería ser mal educado.
-No hay problema, imagino que está cansado del acoso de los guías. Es normal. Yo sólo lo estaba saludando.
Le agradezco su comprensión y subo las escaleras que llevan al barrio. Pero la imagen que me espera es desoladora. El barrio judío es un caos de callejuelas de mala pinta y murallas sin ventanas. En algunas esquinas venden hachís. En otra hay un mendigo tirado en el suelo. Ni siquiera sé hacia dónde ir, o si es peligroso. Es tan enrededado que ni siquiera el dibujo de mi mapa desentraña sus recovecos y sus esquinas. No duro ni cinco minutos antes de salir y volverme a encontrar con el chico, que se ríe de mí.
-Fue una visita rápida.
No sé qué decir.
-Ya, es que...
-Si quiere yo lo paseo un poco. No le cobraré nada. Es sólo para practicar el idioma.   
-¿En serio? Bueno, gracias.

El chico se llama Karim y conoce todos los rincones del laberíntico barrio. Con él, el amenazador entresijo de callejuelas se convierte en un fascinante espectáculo. Me maravillo ante las tiendas de brujería, donde se venden pieles de rata y de serpiente. Me interno en las herboristerías más recónditas, entre aromas de especias y jabones de rosa. Karim me muestra un garito en que los hombres juegan billar y apuestan a carreras de carros de caballos. Me señala las estrellas de David grabadas en las puertas, y por supuesto, la hermosa sinagoga, un edificio de azulejos medio oculto en el corazón del vecindario. Es un guía soberbio, y en efecto, no me ha cobrado nada ni sugerido ningún intercambio. Cerca del final de mi visita, yo mismo estoy convencido de pagarle su tiempo con una propina tan generosa como sea posible. A la hora del almuerzo, ya de regreso en la puerta del barrio, me comenta:
-Y cuando vuelva, no deje de visitar el edificio de la cooperativa. Es el más hermoso y antiguo.

-¿El de la qué?
-Tiene un patio muy antiguo rodeado de columnas, y el techo se levanta. A mí siempre me ha gustado.
El edificio me maravilla de sólo oír la descripción. Miro el reloj. Aún quedan unos minutos antes de la una. Pienso que quizá a Karim no le moleste enseñarme una atracción más. Me digo mentalmente que, si lo hace, le doblaré la propina.
-Enséñamelo -le digo.
No me lo ofrece él.
Se lo pido yo.

Una vez más, atravesamos lúgubres callejones y muros impenetrables, hasta llegar a un edificio blanco. Es verdad que es hermoso en su interior, pero sólo caigo en la cuenta de la trampa cuando veo que sus muros están forrados de alfombras. "La cooperativa" es una tienda. El dueño se acerca y me ofrece un té y una sonrisa. Se está fresco ahí, y el hombre es muy amable. Tardo en reaccionar y acepto ambas cosas. En el instante en que me siento, Karim anuncia que tiene que irse a hacer sus oraciones, que vuelve en un minuto. La encerrona ha funcionado.

Durante la siguiente hora, el dueño desenrolla ante mí decenas, casi centenares de alfombras, tapices y cobertores. Me doy cuenta de que no puedo irme, porque sin Karim, no llegaría ni a la esquina. De hecho, en este barrio ni siquiera hay esquinas. Las calles son paralelas de sí mismas. Finjo interés, pero busco la ocasión de huir. Le digo al hombre que no puedo comprarle una alfombra porque no tengo cómo llevarla. Él ofrece llevarla a mi hotel, y a mí con ella. Le explico que de momento no tengo dinero. Él me dice que puedo reservarla o pagarla con una tarjeta, acepta euros y dólares. Le digo que no tengo dinero en ningún caso. Me pide que haga una oferta. Me niego a hacerla. La hace él. Ante mis ojos, las alfombras de 350 euros se reducen a 125 si me llevo dos. Parece imposible resistirse al embrujo de este hombre, pero lo consigo. Como si rompiese el hechizo, en el preciso momento en que le digo que no puedo comprarle nada, Karim aparece en la puerta, listo para devolverme al mundo exterior.

El vendedor de alfombras es tío de Karim, y el primer chico de la historia, el que me disuadió de mi destino inicial, es su primo. El pequeño comercio en Marruecos funciona por redes familiares. Y son como telarañas. Al final, sin importar lo que hagas para soltarte, sólo conseguirás enredarte más. Marrakesh es una ciudad muy segura. Nadie te roba ni te asalta. En todo el viaje, nadie me ha advertido que tenga cuidado, y no puedo decir lo mismo de Miami o Nueva York. En esta ciudad, la gente está tan segura de que te venderá algo que no se plantea robarte. En los zocos puedes comprar gallinas, lagartos, dentaduras postizas, joyas, camisetas del Barça, turrones, lámparas de aceite, agua de azahar. Tú nómbralo, ellos lo tienen. Y no te dejarán ir sin llevarte uno. O dos.

Estoy agotado cuando llego a la calle. Karim me ofrece llevarme a un buen lugar para comer. En efecto, el restaurante que escoge es bonito. Me siento. Me relajo. Trato de descansar y olvidar el episodio de las alfombras.  Miro la carta.

Los menús que ofrece el restaurante cuestan entre cuarenta y cincuenta euros: mi presupuesto para comer toda la semana. Me levanto y me voy. Cuando voy a llegar a la puerta, el camarero me pregunta qué pasa. Le explico que el lugar me parece demasiado caro. Él me dice:

-Ha habido un lamentable error. Le han llevado a usted la carta de cenas. Le mostraré la de almuerzos. Por favor, no se vaya ¿qué quiere beber?

Casi sin darme cuenta, me ha ido llevando de vuelta a la mesa, me ha sentado y me ha puesto una servilleta entre las piernas. También me ha obligado a pedir algo de beber. Cuando se va a traer la botella, miro la nueva carta. Los platos cuestan entre 25 y 35 euros. También son carísimos, pero ya no me importa. Si no consumo algo, sé que nunca conseguiré salir de ahí.

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19 de abril de 2006
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Un mundo de juguete

Jean Claude Van Damme ha defendido en estos páramos al mundo libre, y Russel Crowe ha roto sus pesadas cadenas. Michael Douglas ha pilotado un avión y Gerard Depardieux ha ayudado a Cleopatra. ¿Adivina dónde estamos? Claro que sí: en Marruecos. Para ser precisos, esto es Ouarzazate, una pequeña ciudad al borde del desierto del Sahara con una sola calle principal y no más de 10000 habitantes. A seis kilómetros del centro de Ouarzazate se eleva una fortaleza de 30000 metros cuadrados guardada por estatuas de dioses egipcios y dragones chinos. Pero no se desconcierte, todo es de plástico. Son los famosos estudios cinematográficos Atlas.

La visita a los estudios cuesta 50 dirhams -unos 5 euros- y está a cargo de una gordita con una notable cara de aburrida y un sentido del humor bastante negro. El recorrido empieza en el avión que usó Michael Douglas para La Joya del nilo, y que aquí, abollado y mugriento en medio del paisaje desértico, parece un gigantesco montón de chatarra. La imagen produce un efecto extraño, porque detrás del armatoste se eleva una fachada tibetana en la que Martin Scorsese filmó Kundun. Así puestos los escenarios, el avión parece el jet supersónico del Dalai Lama después de estrellarse en el desierto.

De momento, sin embargo, la mayor parte del estudio está ocupada por los decorados de un pueblo egipcio que se acaban de usar en el rodaje de Los diez mandamientos. Avanzamos entre las calles, rodeamos la noria, nos maravillamos con el anfiteatro de influencia griega, pero la guía se apresura a arrebatarnos el ensueño. Súbitamente patea una pared y la agujerea. Es sólo gomaespuma.

-No deben creer todo lo que ven en las películas -comenta. Y para reforzar sus palabras, rompe otra pared con la mano, como si fuera de papel.

En efecto, los estudios Atlas son un universo de cartón piedra. Conforme avanza la visita, uno puede comparar la refinada arquitectura del Egipto de Los diez mandamientos con el caricaturesco templo de Asterix y Cleopatra, pero uno y otro no son excluyentes. De hecho, los escenarios son intercambiables, y la mayoría de ellos han sido usados en dos o tres películas cambiándoles apenas un par de jeroglíficos y algunas esculturas. Y si falla algún detalle, la tecnología ayuda. Por ejemplo, desde las suntuosas habitaciones de Ramsés se puede contemplar el castillo de las cruzadas de El reino de los cielos, pero durante el rodaje, cubrieron la vista con una pantalla azul que se veía como el río Nilo. Además, la lógica comercial impone amortizar: los escenarios no sólo se usan para películas sino también para documentales ficcionados, incluso algún comercial de limpiasuelos en que el ama de casa quiere tener su casa como un palacio, y entonces un genio sale de una lámpara y le enseña el producto... Todo en el mismo escenario que han pisado Halle Berry y Timothy Dalton.

También los interiores sorprenden por lo pequeños que son. El establo de los luchadores de Gladiador no es más grande que un patio casero. La sala de reuniones de Ramsés tiene el tamaño de una habitación de hotel. La gordita nos explica:

-Las nuevas técnicas ópticas permiten agrandar visualmente los espacios. Y los techos ornamentados se diseñan por computadora y se sobreponen a la imagen en el montaje final. Los artesanos auténticos son demasiado caros.

Y sonríe, la muy canalla, feliz de destrozar nuestras ilusiones una por una.

Cerca de aquí están las kasbas de Ait Ben Haddou, que recuerdo haber visto en Gladiador y en El cielo protector de Bertolucci. Es verdad que son imponentes de por sí, pero filmadas de cerca y desde abajo producen la atemorizante impresión de estar ante los vestigios de una tribu guerrera y hermética. Y por esas cosas del lenguaje visual, si nos ponen una imagen de las ruinas e inmediatamente después una habitación oscura, creemos que la habitación está dentro de ellas. La magia del cine hace que un patio de plastilina gris nos parezca un calabozo cavernario.

Por eso, la posición de los estudios Atlas ofrece recursos para cualquier peli de africanos agresivos, pero también para historias como Lawrence de Arabia, filmada en el desierto cercano. Sus escenarios naturales pueden convencernos de estar en Palestina o en Irak, en Alejandría o en Roma, en Libia o en Irán. No es que el paisaje marroquí se parezca a esos lugares, en realidad, sino que no tenemos idea de cómo son esos lugares. Los estudios Atlas producen un mundo árabe de consumo rápido, lo suficientemente cerca de Occidente como para no correr riesgos y abaratar costos en fabricación de decorados y en figurantes con aspecto étnico, total, nadie sabe en realidad cuál es la diferencia entre un bere bere y un árabe.

Por eso, aunque todos los turistas nos tomamos  fotos a lo largo de media historia universal, cierto ánimo sombrío flota en el ambiente. Al final, las palabras de despedida de nuestra guía suenan como un epitafio de nuestros sueños:

-Todo lo que ven en el cine es mentira- dice-. La realidad es mucho más miserable.

Cuánta verdad, gordita.

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18 de abril de 2006
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Sexo en los glaciares

Atención padres, no se dejen engañar: estoy escandalizado por la carga sexual de la película Ice Age 2: el deshielo, un filme supuestamente infantil lleno de segundas intenciones marcadamente eróticas.

La historia comienza cuando un irresistible calor comienza a apoderarse de los animales y a derrumbar las barreras de su mundo. En un evidente símil de una adolescencia calentorra, tres de ellos parten en dirección hacia la madurez: un mamut y un tigre dientes de sable -con las caras llenas de colmillos, trompas y otros símbolos fálicos- y un perezoso llamado Sid, que es su gurú sexual.

En efecto, a lo largo del camino queda claro que el tigre y el mamut reprimen su sexualidad mientras Sid les ofrece terapias con frases como “enfrenta tus miedos” o “no atreverte es egoísta”. La cosa se agrava cuando conocen a una hembra mamut que, incapaz de asumir su identidad sexual, cree que es una zarigüeya y juguetea mórbidamente con dos minúsculos ejemplares de esa especie.

Poco a poco van quedando claras las debilidades de cada uno. El mamut y el tigre están continuamente a punto de hundirse en la perversión, simbolizada por el agua, donde dos monstruos repugnantes tratan de arrastrarlos a las profundidades. La inundación cada vez gana más terreno, y ellos tratan de llegar a la madurez sin perderse en el camino. Por su parte, el perezoso Sid congrega a una manada de perezosos menores de edad que, tras una noche de bailes desenfrenados y orgiásticos, quieren sumergirlo en un profundo agujero volcánico lleno de fuego líquido (Quizá esa sea la metáfora más facilona de la película, por cierto).

Llegado un punto, todos comienzan a superar sus traumas. La mamuta, tras un proceso de introspección, aprende a aceptarse a sí misma y se cuelga de la trompa del mamut. El tigre admite su derrota y deja de toquetear al paquidermo. Y Sid decide contener sus impulsos pedofílicos.

Cuando ya van a llegar a su destino, un gigantesco orgasmo terminar por inundarlo todo y aislar a la mamut hembra. El mamut la salva aprovechando la fuerza de los monstruos marinos, que representan su lado más oscuro. Y el tigre se libera de sus represiones y se atreve finalmente a sumergirse en el líquido con las zarigüeyas y Sid. Es el momento del clímax, cuando todos aprenden a vivir con sus perversiones.

El final, claro, es feliz. El tigre no permite que Sid se vaya con sus pequeños porque, según dice, no se pueden separar de él: “Sid es el líquido viscoso y pegajoso que nos mantiene juntos” explica claramente. La relación entre los paquidermos es saludada por una erección masiva de trompas de mamut. Y todos se van juntos y apartados a vivir su sexualidad de forma comunitaria, Sid montando al mamut, incapaz de contenerse por más tiempo. 

Yo es que no tengo hijos, pero si los tuviera, llamaría a la Sociedad Protectora de Niños, o a la Liga Moral, o a quien corresponda, porque nuestros muchachitos no pueden estar sujetos a la nefasta influencia de esta película degenerada. Cuidado, padres. Por todos lados hay lobos disfrazados de ovejas.          

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17 de abril de 2006
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¿Qué haría usted con $175000?

Después de ganar el premio Alfaguara, tengo un problema que nunca pensé que tendría: ¿qué hago con todo ese dinero? Si ustedes creen que la respuesta es fácil, acompáñenme en mi visita al contable, un caballero amable dispuesto a ayudarme a encontrar un destino para todos esos euros huérfanos e indefensos. Nuestra conversación se desarrolla así:
-Buenas, he ganado un inesperado montón de dinero y quiero poner en orden todos mis papeles contables para emplearlo legalmente.
-Vale. ¿Has hecho declaración de renta?
-Sí, el año pasado. Pero dijeron que me devolverían más de 900 euros, y no lo han hecho hasta ahora.
-Qué extraño. ¿Te has dado de alta en el censo?
-… Bueno, estoy empadronado en mi municipio...
-No, me refiero al censo de Hacienda.
-No, no tengo ninguna hacienda.
-No, hijo, no has entendido. Quiero decir s… Olvídalo, no estás. ¿Cotizas mensualmente a la seguridad social?
-No, como nunca me enfermo, no hace falta…
-Pero te has dado de alta en la seguridad social.
-¿No es en los hospitales que lo dan a uno de alta? Pues entonces no, como nunca me enfermo, no hace falta.
-… Ya.
-Entonces ¿podemos pedir que me devuelvan ese dinero?
-Mira, hijo, para como tú has hecho las cosas, yo te recomendaría que no pidas que nadie revise tu pasado fiscal. Puede ser peor.
-Bueno, pensemos en el futuro. He ganado un montón de dinero: $175000, o sea, 143000 euros.
No parece muy impresionado con mi fortuna.
-Ya, pero a eso le tienes que quitar impuestos y comisión de agencia.
-¿Ah, sí? ¿Y cuánto queda?
Aquí se pone a mirar números en una calculadora.
-Como 100000. Con suerte, un poco más.
-De acuerdo ¿En qué lo puedo gastar?
-Puedes comprar un apartamento. Si es primera vivienda, lo deduces de impuestos.
Esta mañana estuve viendo precios. En Barcelona, un estudio de 30 m. cuesta 200000 euros. Si compro a las afueras, puedo conseguir algo por 180000. Hay un inmueble de 150000, pero mide 12 metros cuadrados y tiene el techo en buhardilla. No sé quién pueda vivir ahí a menos que sea un perro o un liliputiense.
-Creo que tendré que pedir un préstamo –le digo.
-¿Tienes empleo estable?
-No. De hecho, el contrato por el premio se queda con todo lo que gane por este libro, o sea, mis ingresos de los próximos dos años.
-Ya. Quizá sea mejor que gastes en un coche, por ejemplo, con su respectiva plaza de garage, por ejemplo.
-No sé conducir.
-Entiendo. Podrías invertir en bolsa…
Me mira bien, y cae en la cuenta de que está hablando con uno que cree que Hacienda es un fundo agropecuario. Yo trato de imaginarme mirando todas las mañanas los movimientos bursátiles. Ni siquiera sé deletrear bien esa palabra. Él continúa:
-… Pero no sé si tú…
-Ya, yo tampoco lo veo muy…
-Claro.
-¡Ya lo tengo! Puedo tratar de ahorrar para comprar un apartamento más adelante.
-Pero si todo ese dinero se queda en tu cuenta, los impuestos te van a comer. Además, de por sí, el dinero va perdiendo su valor.
-Entiendo.
-Bueno, se lo puedes dar a una ONG tipo Amnistía Internacional o SOS Racismo. Tú sabes, alguna obra solidaria. Es deducible.
-No puedo. Desde que tengo dinero, soy de derechas.
-Ya.
Quedamos en que lo pensaríamos, pero eso fue la semana pasada y aún no tengo idea. Como ustedes saben, este blog no suele ser muy interactivo. Yo escribo algo, ustedes dan su punto de vista, a veces la gente discute, y ya está. Pero ahora, chicos y chicas, necesito con urgencia su ayuda: ¿en qué se gastarían todo ese dinero?

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12 de abril de 2006
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Compre ya, compre ahora, compre lo que sea

Estás sentado frente al televisor y aparece ese comercial del reloj del Real Madrid. El narrador te cuenta cómo está hecho y cuánto pesa, y te va mostrando todas sus funciones y su resistencia al agua. Mientras tanto, el reloj gira ante tus ojos, brilla. Es importante que lleve el sello del Real Madrid, porque eso es garantía de triunfo. Llevar uno de esos es como llevar escrito en la frente: “soy un ganador”. Al final del comercial, aparece el número al que debes llamar para comprarlo. Tú no necesitas un reloj. Ni siquiera eres del Real Madrid. Pero corres al teléfono, porque no puedes seguir viviendo sin ese reloj.

La publicidad no está hecha para cubrir necesidades, sino para crearlas. Si no existiese, probablemente vivirías sin la vajilla, el juego de cuchillos, la cama inflable, el acondicionador y todas esas cosas completamente inútiles que guardas en tu desván. Y aún si necesitases esas cosas, bastaría con una marca, ya que entre los requerimientos legales, las leyes de oferta y demanda y los costos de producción, todos los productos son básicamente iguales. La publicidad no sólo hace que necesites ese producto que no te hacía ninguna falta, sino que necesites el de esa marca y ningún otro.

Eso hace apasionante 13,99 euros, la novela que consagró al francés Frederic Beigbeder y que yo sólo he podido leer ahora, cuatro años después de su aparición. Beigbeder, que es publicista, se sumerge en las cloacas de las agencias para mostrarnos el mundo de la gente que se dedica a crear ilusiones para los demás: una panda de cocainómanos consumistas hiperestresados obligados constantemente a contar chistes malos para demostrar que son ingeniosos. Un montón de millonarios racistas que sólo quieren gente blanca en sus anuncios. Un coro de deshechos espirituales, cuya única religión es la cirugía estética.

El protagonista de la novela describe todo eso para que lo despidan. Aspira a conseguir su libertad de ese mundo, pero para conseguirla necesita el seguro del desempleo. Con es meta, insulta a los clientes, produce malas ideas, tiene hemorragias nasales en la cara de su jefe y escribe con la sangre de su nariz “Cerdos” a lo largo de las paredes y los espejos de sus anunciantes. Y sin embargo, por mucho que se esfuerza, no consigue que lo echen.
Y es que el sistema fagocita todo, incluso la rebeldía. Como los relojes Swatch con la cara del Che, los actos de insubordinación del creativo protagonista son reciclajes comerciales de la combatividad, lo que corresponde a su rango de tipo excéntrico que tiene “ideas”. Todo el mundo espera que sea raro, eso es una garantía para los inversionistas, porque la gente que piensa es rara.

Richard Ford dice que la literatura está hecha de historias falsas que te dejan mejor equipado para vivir la realidad. 13,99 produce ese efecto. No puedes volver a ver los comerciales sin la sensación de que, detrás de esa aspiradora mágica, detrás de la chica que vino del futuro para venderte un detergente, detrás de Isabel Preysler ofreciendo chocolates en un cóctel, hay un cocainómano comprando sus gramos a tu costa.

Al final, Frederic Beigbeder lo consiguió: fue despedido de la agencia publicitaria en que trabajaba. Así que compra este libro, cómpralo ya, compra tres o cuatro ejemplares. No veas este blog como un comercial común y corriente. Velo como una campaña de caridad. Puedes apadrinar a un niño etíope o a un publicista francés adicto a los estimulantes en paro. Como siempre, puedes escoger qué tipo de solidaridad consumes. Para eso tienes la libertad.

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10 de abril de 2006
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Y de repente, Bayly

Conocí a Jaime Bayly hace unos meses, en la feria del libro de Guadalajara. Quiero decir, claro, que esa vez lo conocí personalmente, porque soy un fan de Bayly desde antes de que publicase libros, cuando se divertía ridiculizando a los políticos peruanos en la tele. Por entonces yo tenía quince años, y nunca me perdía sus programas. Bayly acusaba a los congresistas de esnifar cocaína, les preguntaba a los artistas por su vida sexual, llamaba por teléfono de madrugada a las estrellas de la tele, besaba a los cantantes famosos. Era un circo de un solo hombre. Como el país entero era un gigantesco circo, su programa parecía ser el único realista. Así que, cuando lo vi en Guadalajara, no pude resistir la tentación de acercarme a saludarlo: 

-Hola, finalista del premio Planeta. Felicidades.
-Gracias.
-Sólo lamento lo que dijo Marsé en la premiación. Qué ganas de fastidiar ¿No?
Bayly se rió.
-No hay por qué enojarse. En realidad, Marsé me ha hecho un favor al bajar la expectativa. Porque luego la gente lee la novela, y no es tan mala.

Desde que empezó a escribir novelas, Bayly hizo con la literatura lo mismo que había hecho en televisión: fastidiar, que por cierto, es una de las más nobles aspiraciones de la novela. Sus libros describían sarcásticamente a una clase alta peruana racista, homófoba, machista y altamente estúpida. Sus personajes eran cocainómanos y homosexuales en una Lima reprimida e hipócrita, que les dejaba hacer lo que quisieran porque eran blancos. En el solemne y acartonado medio literario peruano, que se tomaba tan en serio a sí mismo, cayeron como una bomba. Su éxito era una bofetada en la cara de los intelectuales, y un alivio para los aspirantes a escritores que queríamos contar lo que veíamos en vez de hablar de manuscritos borgianos. Era como si te dijese: “¿te das cuenta de en qué país vives? ¿de lo que tú mismo eres? ¿y aún quieres refugiarte en la Biblioteca de Babel?”

-Pero bueno –continuó Bayly- me dicen de todo. Tú mismo dices que yo he escrito la misma novela ocho veces ¿No? Me parece una crítica injusta.
Yo había hecho esa crítica en una entrevista meses antes. Y Bayly tiene un aura personal tan impresionante que de inmediato te sientes pésimo por haber dicho o pensado algo malo de él alguna vez en tu vida.
-Sí, pero el resto de mis declaraciones fueron muy elogiosas ¿No leíste la entrevista entera?
-No, sólo me contaron esa parte.
Traté de demostrarle que lo admiraba.
-Me encanta Los últimos días de la prensa.
-Sí, ésa es la que le gusta a los homófobos.
Toma. Hice un esfuerzo por arreglarlo.
-También me gusta La noche es virgen
-Esta es distinta –me dijo, señalando su último libro-. Ya no me drogo, pues.

Luego nos despedimos. Y me prometí leer la nueva novela. Bayly tiene ese encanto que le permite tratarte como a una zapatilla y que tú salgas pensando “qué tipo tan simpático ¿cómo he podido criticarlo?”.

Pues bien, finalmente, he leído su última novela, Y de repente, un ángel. Y me ha sorprendido. Si sus libros de los años noventa eran ácidas críticas contra la hipocresía familiar, éste es más bien una oda al perdón, y un alegato a favor de la reconciliación con el padre. Si sus personajes solían ser bisexuales atormentados, éste hace lo posible por conservar a su novia. Si sus antiguos protagonistas eran chirriantes periodistas de televisión sobreexpuestos, éste es un escritor que vive encerrado en su casa, huyendo de la vida. La propia televisión, el lugar donde “cualquier blanquito palabrero tiene un programa”, ahora figura como un anestésico para todas las clases sociales. Las viejas de esta novela –una rica y otra pobre- están cargadas de rabia y frustración, pero en cuanto les ponen la telenovela, se vuelven dóciles, se adormecen, y se olvidan de su miseria, de su alcoholismo, de la mediocridad que las rodea. Mientras leía la novela, me parecía escuchar al niño terrible –ya no tan niño- tratando de reconciliarse con un mundo al que antes le escupía en la cara.

No sé si Bayly pueda ser juzgado con arreglo a las convenciones habituales de un escritor. Me parece más bien un personaje. Tiene una sensibilidad y un sentido del humor propios, que pone en escena en varios ámbitos: la televisión, el monólogo cómico, el cine, la literatura. Y en cada uno de ellos es muy transparente. Nunca se transforma en una voz radicalmente distinta de la suya, al punto que muchos de sus protagonistas llevan incluso sus iniciales (el de esta se llama Julián Beltrán). Bayly puede gustarte o no gustarte, en suma, pero creo que es un autor honesto consigo mismo. Y eso no es poco.

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7 de abril de 2006
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El extraordinario Mister Moore

Mi compañero de blog Marcelo Figueras se me ha adelantado escribiendo sobre V de Vendetta, pero de paso, me ha sacado de una duda: yo quería saber qué tal era la película La liga de los hombres extraordinarios.

Dicen que Sean Connery explicó con las siguientes palabras su participación en la película: “no había aceptado un papel en Matrix porque no entendí el guión. Y fue un éxito. Me ofrecieron otra participación en El señor de los anillos pero tampoco entendí el texto. Otro taquillazo. Cuando me ofrecieron esta película y tampoco la entendí, pensé que era hora de aceptar”.

La liga de los hombres extraordinarios no fue ningún gran éxito, entre otras cosas, supongo, porque Sean Connery dijo semejante barbaridad. Y porque una historia que reúne al Hombre Invisible, el Dr. Jeckyll y el Capitán Nemo parece tan tirada de los pelos que no resulta muy atractiva ni para los que conocen a esos personajes ni para los que no. Yo, por supuesto, me negué a verla. Sin embargo, hace unos días fui a comprar historietas y me ocurrió lo de siempre: que terminé comprando una de Alan Moore. Y la única que había y yo aún no tenía era La liga de los hombres extraordinarios, así que no tuve más remedio que comprarla con la seguridad de estar cometiendo un error.

Pero no fue un error. Conforme pasaba las páginas y descubría las suntuosas ilustraciones de Kevin O’Neill me iba internando en un mundo que reúne a los aventureros y detectives más famosos de la literatura del siglo XIX: el Auguste Dupin de Allan Poe en la mismísima Rue Morgue, el Sherlock Colmes de Conan Doyle –y su archienemigo Moriarty-, la Mina de Drácula con un pañuelo al cuello para que no se le note la mordida del vampiro. Y todos con la personalidad –incluso con los defectos- de sus libros originales, ambientados en un oscuro Londres victoriano de cloacas, prostitutas y cadáveres de gato flotando en el río.

Me resultó inevitable pensar en la Liga de los Superhéroes que yo veía por la tele cuando era niño y que reunía a Supermán, Batman, Acuamán o la Mujer Maravilla. El concepto de la historieta es el mismo, pero han cambiado los tiempos. Los superhéroes del siglo XX tienen múltiples poderes que utilizan para el bien. Los del XIX no son héroes sino víctimas de un avance tecnológico que no pueden controlar. Y su moral no es tan transparente: el Hombre Invisible, para empezar, no tiene ninguna. Y otros, como Mister Hyde, encarnan precisamente los males reprimidos por la rígida moral victoriana. Hasta el fiel súbdito Mr. Quatermain es adicto al láudano.

El siglo XIX, con su revolución industrial y sus luchas coloniales, fue el comienzo de un orden social en el que el dinero desplazó a la nobleza, las migraciones cambiaron el rostro de Europa y las máquinas amenazaron con reemplazar al hombre. En esa sociedad de transición que compartieron Wilde y Maupassant, Chejov y Tolstoi, Víctor Hugo y Flaubert, se inventaron también los géneros del policial y la ciencia ficción, y la narrativa fantástica superó los límites de las tradiciones populares. Después de destronar a Dios, el Hombre estrenaba su silla, y confiaba en su mente para dominar el universo.   
   
El siglo XX es cuando todo eso se estrelló: las vanguardias discutieron incluso lo esencial de la narrativa: contar una historia quedó desfasado. Las utopías decapitaron el estado y luego lo devolvieron. La tecnología llevó al hombre más allá de la atmósfera sólo para descubrir que ahí no había gran cosa. Todos esos esfuerzos del hombre por superar sus propias posibilidades aún eran ilusiones en el siglo XIX, cuyo retrato traza Moore en esta historieta: un universo en que los aventureros tenían cosas por descubrir, los detectives resolvían los crímenes sólo con su capacidad de deducción y los químicos aún no dedicaban su vida a producir yogurts light.

Quedé fascinado con la capacidad de Moore para capturar el espíritu de todo un siglo en una historieta. Pero ahora, gracias a Marcelo, sé que hice bien en no ir a ver la película.

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6 de abril de 2006
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El suicidio de la democracia

Cuando hablo de política, suelo repetir dos historias que me han impactado mucho. Una ocurrió durante las elecciones peruanas del 2000, unos comicios claramente fraudulentos. En esa época, yo estaba en zona de emergencia, uno de los núcleos del narcotráfico y el terrorismo durante los años 80. Le pregunté a un taxista por quién iba a votar. Me respondió, sin dudarlo:

-Por el Chino Fujimori.
-¿Pero no cree que Fujimori prepara un fraude en estas elecciones?
-Claro que sí.
-¿Y de todos modos va a votar por él? ¿Por qué?
-Porque hace diez años, cuando él llegó al poder, yo salía a la calle y me mataban. Y ya no.

Me pregunté qué podía decirle yo a ese hombre. Qué sentido tendría para él mi discursito de la democracia. Tuve el tino de quedarme callado.

Años después, entrevisté a un simpatizante del grupo terrorista Sendero Luminoso, y le pregunté si era consciente del fracaso del comunismo en todos los países en que se había instaurado. Él señaló a su alrededor y dijo:

-Mire este pueblo. No tenemos agua, ni luz, ni colegios, ni hospitales. No tenemos comida. Yo no he estado en Rusia ni en China. Hasta donde yo puedo ver, lo único que ha fracasado es la democracia.

Este análisis se repite en varios países andinos, que en los últimos años muestran una gran simpatía por opciones autoritarias como Chávez, Uribe u Ollanta Humala. El fenómeno alcanza también a las ex repúblicas soviéticas. El bielorruso Lukashenko, aún con un notorio fraude, mantiene elevadas cuotas de popularidad. En Ucrania, el prorruso Yanukovich ha ganado las elecciones parlamentarias. En Rusia, Putin sigue siendo “el hombre que pone orden” a pesar de sus flagrantes abusos contra los derechos humanos y la institucionalidad. Ni qué decir del Medio Oriente, donde las elecciones palestinas e iraníes han sido ampliamente ganadas por los activistas de la violencia.

Para durar, la democracia tiene que resolver problemas, no crearlos. Cuando todas las opciones democráticas fracasan en ese esfuerzo, se abre la puerta a un candidato “antisistema”. Y si él falla,  toma la posta un dictador o una guerrilla, dos extremos que además se alimentan mutuamente. En los países mencionados, la voluntad popular está eligiendo democráticamente regímenes autoritarios, porque los ciudadanos sienten que la democracia no resuelve sus problemas, más bien los agrava. En la medida en que cuenten con votos, todas esas opciones resultan representativas. Lo antidemocrático sería exigirle a las personas que vuelvan a votar por quienes no han satisfecho sus demandas. La democracia, paradójicamente, tiene incorporada la capacidad de autodestruirse. Si la clase política en su conjunto no es lo suficientemente responsable, capaz y representativa, no hace falta darle un golpe de estado. Ella misma se suicida.

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5 de abril de 2006
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El Boomeran(g)
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