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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El efecto Atarrabio

por el que la fama póstuma de un escritor y legislador poderoso, al incidir con un ángulo cualquiera en un medio y período iletrado, si tiene la inercia suficiente para atravesarlo sin disolverse, sufre una refracción en la que desaparece su longitud de onda letrada, y sólo se percibe como fama de hazañas de inteligencia y sabiduría extraordinarias, con muerte apoteósica. Esta fama, cristalizada en masas opacas, de variada composición prometeica, demiúrgica y protoinventora, persiste sin erosión visible durante generaciones, siglos y milenios.
 
Debe su denominación al nome de plume del franciscano medieval Petrus de Atarrabia, quien usó esa firma, (entre otras, como Doctor Fundatus y Petrus de Navarra) conforme a la preceptiva de la orden que impone la mención del pueblo  como apellido. Este eclesiástico, que vivió de 1275 a 1347, fue un intelectual influyente y suma autoridad política del reino de Navarra en la primera mitad del siglo XIV.
 
Se formó en Pamplona y París como filósofo escotista. Saltó a la fama teológica en 1320, con sus Quaestiones Quodlibetales, donde distinguía entre la intuición y la abstracción. Sostuvo formidable polémica con su colega nominalista Petrus Aureoli, y debatieron la intuición de lo no existente. Fue ministro de la provincia franciscana de Aragón (que incluía Navarra, Cataluña, Valencia y Baleares) y embajador de los reyes y las Cortes de Navarra. Como legislador, introdujo en el Amejoramiento del Fuero Navarro 34 capítulos en favor del poder el rey frente a la nobleza. Y una vez muerto, este gran señor que había sido tan sonado y poderoso desapareció en el absoluto olvido histórico, teológico, político y literario. 
 
Poco después nació en los cuentos de la más baja extracción social el portentoso Atarrabio, mitológico ser aéreo que velaba por la humanidad, se ocupaba de que hiciera buen tiempo, y de que las pedregadas no cayeran donde podían hacer daño, era modelo de ciencia y de sabiduría, engañaba al diablo en una aventura totalmente odiseica, y subía al cielo con muerte apoteósica cuando tenía a Dios en la mano. Este rústico Atarrabio de los cuentos vivió más de seis siglos, hasta que en 1974 Pío Sagüés descubrió la firma Petri de Atarrabia sive Navarra en unos códices de Tortosa, y publicó algún millar de páginas de sus Quaestiones Qodlibetales. Se descubrió así el origen del mito Atarrabio: el que dictó leyes al rey y al reino, y escribió cosas incomprensibles en latín, se había inmortalizado en los cuentos de los siervos analfabetos.
 
Hay en la historia de Tales alguna semejanza con la de Atarrabio. En los dos casos se trata de un legislador y escritor que está en el poder, y pasa a la posteridad como mitológico autor de hazañas sapienciales, mientras se ignora su identidad histórica de hombre de letras y político. El Tales poeta, real e histórico, tiene que ver con el Tales transmitido por las anécdotas, tanto como Quevedo con los chistes de Quevedo. Pero hay una diferencia esencial, Tales se ocupó con la mayor atención de la fama, fue el tema de su vida. Y distinguió entre fama en vida y fama póstuma. Era el más sabio de su tiempo y de muchos otros, meditó mucho el asunto. La autoría confesa de la Odisea, siendo él un político y legislador famoso vinculado a una célebre tiranía, no convenía a la obra, que sería criticada ad hominem, mientras atribuida a un legendario Homero, y bien declamada por profesionales, tendría la recepción merecida de lo que ya es sagrado y excelente, además la salvaba para la posteridad de la mano de la obra que más admiraba.
 
Entonces quiso dejar constancia de su identidad y autoría, al menos, humano deseo, para después de sus felices días. Y se ve, en las pistas que va dando en el panfleto, que se arriesga e insinúa tanto que sin duda coqueteó con la idea de ser reconocido en vida, siquiera en la extrema vejez. 


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31 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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A favor de su nadería

Los sabios de la Ilustración más influyentes, como Montesquieu, Rousseau y Voltaire, así como los fisiócratas, que eran los antisistema en aquel siglo, creían que la población disminuía y el mundo se despoblaba, bien por flojera de la gente, o por travesura de las pestes, guerras y hambrunas. Los cálculos actuales, en cambio, establecen un aumento del 32% de la población francesa en el siglo XVIII. Y los demas países europeos aún crecieron más. España, el 38 %, Suecia, el 60 %, Rusia, el 80 %, e Irlanda, campeona, con el 110%. 
 
Esto tuvo una interesante consecuencia, al creer ser menos, la carga impositiva del antiguo régimen era relativamente menor, no por bondad ni liberalismo, sino por ignorancia, porque se calculaba conforme a un conocimiento inexacto de la cifra de contribuyentes. Este error generalizado produjo cierta prosperidad, involuntaria desde el punto de vista recaudatorio gubernamental, pero democrática y bastante bien repartida a lo largo de un siglo, hasta la aplicación de los censos modernos en el siglo XIX. Esa prosperidad difusa fue el remanente que luego sostuvo las revoluciones.
 
A lo largo del siglo XVIII aumentó la población europea, pero no creció la natalidad. La mayor subida estuvo en la esperanza de vida, por la extensión de reglas elementales de higiene y medidas de limpieza, y del maíz y la patata. La natalidad empezó más bien a menguar. La depravación se extendió de arriba abajo en la escala social: los condes y duques empiezan a tener menos hijos, esta conducta se contagia a las demás clases al cabo de una o dos generaciones, con lo que se impone un maltusianismo de familia numerosa, y todos recuerdan con nostalgia que fuimos más y somos menos y adónde iremos a parar. En ese momento, los mayores sabios en leyes, sociedad y literatura generalizaron su experiencia familiar burguesa para acreditar un error, creían que el mundo se despoblaba, y tenían una idea vaga y al mismo tiempo falsa de la población existente. Con todo, sus teorías han funcionado y se han reproducido, lo que habla a favor de su nadería.
 


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23 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La mano del secretario

Parece un escriba de la estirpe del ponikastas cretense, que aprendía el oficio de su padre y lo enseñaba a su hijo, y era miembro de una casta de alto rango en la polis. Este secretario Huerta fue prohijado por su tío, secretario y testamentario del deán Diego de Castilla, que lo transmitió por recomendación a Luis de Castilla y le dio una capellanía. Se licenció en derecho, defendió los derechos del cardenal Sandoval sobre el Adelantamiento de Cazorla y este lo nombró secretario del Supremo de la Inquisición. Luego Felipe IV lo nombró secretario de Su Majestad.
  
Entonces se le ocurrió al secretario Huerta, que firmaba así porque prefería su apellido materno, que iba a levantar una capilla y a labrarse un sepulcro en la iglesia de La Guardia, su pueblo toledano. Contrató como director artístico al napolitano Nardi, el segundo después de Velázquez en el campeonato de pintura sobre la expulsión de los moriscos. Y en la sacristía, entre otros cuadros, puso su retrato por Velázquez, que ahora ha reaparecido.
 
Notable es la mano del secretario Huerta. Esa mano que tanto y tan poderoso escribe y firma. Los dedos anquilosados en postura de sostener la pluma. Y sumidos en sombra. Velázquez ve el rasgo, y lo crea. 


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7 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La crédula y el celoso

En una de las polémicas que salpimentaron la vida literaria del Cinquecento, los sabios Giraldi y Antímaco establecieron un récord ripioso. Todo fue que Giraldi, que en 1537 era joven y prometedor, compuso unos renglones encomiásticos con motivo de la coronación de Ercole II, duque Ferrara. Tuvo la idea de enviar sus hexámetros a un experto, para que los leyera y en su caso corrigiera. Y, en efecto, el profesor Marco Antonio Antímaco, que enseñaba griego en la universidad de Ferrara, procedió a la lectura, nunca lo hubiera hecho, del poemita. Qué disgusto, signore mío. El sabio Calcagnini, descubridor del movimiento terrestre, al mismo tiempo y seguramente en colaboración con Copérnico, era puesto por las nubes en aquel ditirambo rimado, lo cual era ya para poner nervioso a cualquier otro sabio en edad de merecer, pero lo terrible del caso era que el nombre de Antímaco no era recordado, ni poco ni mucho, en el poema. El corregidor planteó una enmienda a la totalidad, y devolvió el poema a su autor acompañado de un epigrama faltón. Giraldi no se dejó impresionar y respondió con otro epigrama tremendo. La guerra duró tres días durante los cuales los sabios enfurecidos se bombardearon con no menos de treinta epigramas incendiarios. Al cabo, los dos quedaron exhaustos y volvieron a sus sabias ocupaciones. Giraldi reunió los artefactos y sus carcasas en un manuscrito que, lo digo por si algún otro sabio quiere fisgar y tomar ejemplo, lleva el número 331 del Fondo Antonielli en la Biblioteca Ariostea de Ferrara.
 
Pero, aparte de esa polémica y de alguna otra, como aquella de 1549 donde riñó con su discípulo “optimo atque carissimo” Pigna, por cuál de los dos se había ocupado de teorizar por primera vez sobre las novelas, o sea, repare el alma dormida en que ya hace medio milenio que se debatía la quisicosa, Giraldi se hizo famoso por su obra en dos volúmenes Gli Ecatommiti (en griego Hekatommithi: “Cien novelas”, aunque de hecho son ciento trece distribuidas en diez jornadas, dicho sea sin ánimo polemizante, no nos vaya a caer algo). Esta obra fue muy leída —la primera versión española de Vozmediano data de 1590— e inspiró a grandes autores como Lope, Cervantes y Shakespeare.
 
Ahí es donde íbamos, porque en la séptima novela de la tercera jornada, a saber, Un capitano moro, se inspiró Shakespare para su Otelo. La novela de Giraldi polemiza, vaya por Dios, con los matrimonios mixtos, mestizos y mezclados, y aconseja a las damas, particularmente venecianas, que no se casen con moros, porque todo acaba muy mal: matan a la señora de horrorosa manera (a golpes de calcetín lleno de arena, una lapidación de andar por casa) y luego le hunden el cráneo con una viga para que parezca accidental. Y Giraldi advierte que se ha basado en un caso real. Ahora llegamos: la dama se llama Desdémona y el nombre ha sido interpretado con wiquipédica unanimidad como “desdichada”. Pero Giraldi sabía griego, con permiso del profesor Antímaco, y parece de toda evidencia que el nombre procede de deisidaimonia, de uso corriente al menos desde el siglo IV a. C., con el significado de “temor de los daimones”, término trasladado al latín usualmente como superstitio, si bien en el contexto moralizante de Un capitano moro probablemente significa “crédula”.


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1 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un premio comedido

Hace cien años, la Academia de la Lengua concedió el premio Fastenrath, que aquel año 1912 tocaba al género poesía. Se había presentado Antonio Machado, con su Campos de Castilla, y estaba muy esperanzado. Pero era catedrático de francés, y por lo tanto convicto de modernismo. También competía Juan Ramón Jiménez, con Melancolía, y este aún esperanzaba más, porque el mal databa ya de 1899, cuando apareció su poema “Las amantes del miserable” en la revista Vida Nueva, y el director Dionisio Pérez lo presentó así: “tiene la franqueza honrada de usar su legítimo apellido y empeñarse en que las gentes le conozcan, llamándose tan vulgarmente”. Pero lo peor es que también era convicto de modernismo. Como es natural, el modernismo ya no existía y estaba más pasado que la polka, pero vaya usted con esos cuentos a los de la docta casa.
 
La Academia premió a Manuel Sandoval, por su poemario De mi cercado, que con eso lo decía todo. Por si acaso, el informe académico razona y reza que el poemario fue premiado: “como no tocado ni en lo más mínimo por el pernicioso afán de extravagancias.”


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19 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un bonzo en la corte del emperador Augusto

En el último año del reinado de Augusto, se presentó en Roma una embajada enviada desde la India. La comitiva estaba originalmente formada por un séquito numeroso, del que solo sobrevivieron tres personas, a causa de la lejanía y las dificultades del camino. Portaban consigo una carta escrita en griego sobre una piel. El autor era el rey Porus, soberano a su vez de otros seiscientos reyes, lo que no le impedía apreciar sobremanera la amistad de Augusto, hasta el punto de permitirle y hasta invitarle al tránsito por su lejano país, a través de la región que quisiera, y de ofrecerle su ayuda y colaboración para cualquier empresa imperial.
 
Según narra Estrabón en su Geografía (XV, I, 73), los regalos traídos por la embajada fueron presentados en la corte por ocho sirvientes desnudos y perfumados, excepto una faja alrededor de sus cinturas. Los presentes consistían en un Hermes, o sea, un hombre que nació sin brazos, el cual asegura Estrabón haber visto personalmente, unas serpientes gigantescas, una de ellas de diez codos de larga, una tortuga de río de tres codos, y una perdiz enorme, más grande que un buitre.
Acompañaba a los dones uno de los supervivientes del largo viaje quien, para asombro de los distinguidos circunstantes, se quemó ante ellos hasta morir. Explica Estrabón que tal es el caso de las personas que buscan escapar de las calamidades de su existencia y también el de otras que, aún hallándose en circunstancias prósperas, deciden partir. Así fue el caso de aquel que se quemó para celebrar el trabajoso éxito de su travesía, no fuera a sucederle alguna desgracia a última hora por seguir viviendo, que nunca se sabe. Así que, desnudo excepto la faja en torno a la cintura, ungido y sonriente, se arrojó a la pira. Sobre su tumba, se puso esta inscripción: “Zarmanoquegas, un indio, natural de Bargosa, que se inmortalizó, según la costumbre de su país, yace aquí”.
 
Si nos fijamos en el supuesto nombre del quemado, vemos que se trata de una transcripción emparentada con “Samanaioi” la forma de la lengua indoaria pali que designa a los budistas y aparece por primera vez en Clemente de Alejandría, forma quizá tomada a su vez de Alejandro Polyhistor, quien floreció o al menos hizo lo que pudo entre el 80 y el 60 a. C.
 
Clemente, en efecto, habla en su Stromata (I, XV, 72) de ciertos filósofos “Sarmanai”, llamados “Hylobioi”, o sea, “eremitas del bosque”, que comen raíces, visten cortezas de árbol y beben agua en la mano. Los compara con los encratitas, que estuvieron en boga por entonces y condenaban el matrimonio y la procreación. También Estrabón menciona en otro pasaje de su Geografía (XV, I, 60) a los “Garmanas” (quizá errata por “Sarmanas”) de los cuales los más honorables son eremitas del bosque (“Hylobioi”) que subsisten de frutos silvestres, se visten con cortezas de árboles, e ignoran el vino y las delicias del amor. Los reyes les envían mensajeros para interrogarles sobre las causas y naturaleza de la cosas, y para suplicar a la divinidad.
 
No parece temerario conjeturar que el quemado ante Augusto y sus romanos era un budista, un bonzo que fue a lo suyo. Se puede decir que él mismo era un don, y que no murió por su propia gloria, sino por los otros, para dar noticia de las maravillas de su país, tenemos, oh Augusto, hombres nacidos sin brazos, serpientes, tortugas y perdices descomunales, y bonzos combustibles.


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7 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los patriarcables

El domingo que viene, los coptos tendrán patriarca. El anterior se les murió en marzo, y pasa todo este rato hasta que un juicio divino les elige otro. Los coptos ya llamaban Papa a su patriarca antes que los romanos, y lo prueban citando a Cipriano de Cartago, con lo que recuerdan cuán africano es el pedigrí del cristianismo. El título en juego el próximo domingo canta “Patriarca de Alejandría, Pentápolis y toda África”, y será el 117 sucesor de Marcos evangelista.
 
Estas particulares monarquías no hereditarias tienen sus propios mecanismos de sucesión.  En el reinado católico  tienen el cónclave, donde en teoría  todos los cristianos serían candidatos y cualquiera de ellos podría ser elegido, aunque en realidad los posibles cabezas accedientes a la tiara son menos que pocas. Cierto es que se han dado casos en que se ha elegido sumo pontífice a alguien que ni siquiera era cura (por ejemplo, Francesco Piccolomini en 1503:  después de coronarlo, hubo que ordenarlo para que pudiera decir misa, pero solo celebró una y se les murió de emoción papal).
 
Para la corona copta, en cambio, funciona una peculiar cámara que recuerda a las del Viejo Régimen. Tienen tres estamentos: los obispos, que son unos 150, los laicos y los notables coptos designados por el presidente egipcio. Hay que notar que se trata de una minoría oprimida de quince millones de coptos en medio del hirviente océano mahometano y que, en buena medida, la intervención presidencial le da la mínima legitimidad de supervivencia. La asamblea electoral tiene unos dos mil quinientos miembros, de ellos la mitad son laicos y las mujeres llegan al cinco por ciento. Una quinta parte vota desde el extranjero, hay importantes diásporas coptas en América, Europa y Australia.
 
Son coronables aquellos obispos y monjes mayores de cuarenta años, que acrediten un mínimo de quince años vividos en un monasterio. Eso parece restringir mucho, pero aún así les salen cientos de patriarcables. La gran asamblea electoral deja unos cuarenta, para que durante el verano vayan menguando hasta diecisiete, y luego hasta cinco. Los descartes no son por designación de los mejores sino, al viejo estilo romano, por recusación de los peores, los dudosos, los antipáticos y cuantos sean menester.
 
Una vez descartados todos, han quedado los tres patriarcables retratados ahí arriba, y el domingo, como cierre de una de esas solemnes liturgias que duran más que una ópera wagneriana —un “agismos”, que viene a ser “misa” en copto— en la catedral cairota de San Marcos, un niño de nueve años con los ojos tapados sacará la bolita con el nombre del 118 patriarca, que se coronará el domingo siguiente. 


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1 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que sabe un poeta

El plátano de la Ilíada, aquel hermoso ejemplar de Aulis donde los griegos reunieron las naves para llevar el mal a los troyanos y a Príamo, aquel a cuyo pie brotaba  agua cristalina, y donde sucedió el augurio del dragón sangriento que devoró las aves y se convirtió en piedra, no es un árbol como los demás,  no se llama “platanos”, sino presenta forma de superlativo, el poeta lo llama “platanistos”. Hay gente a la que esto le da igual, pero yo es que no lo puedo evitar, en cuanto veo a un superlativo subido a un árbol, no puedo menos que preguntarle: ¿qué hace un superlativo como tú en un árbol como este? En griego iliádico, el nombre del plátano significaría “el de muy amplias (hojas)”. Y, en efecto, el plátano tiene las hojas más anchas de todas las frondosas que conocían los griegos. Y esas hojas tienen, además, una  notable semejanza, que no puede ser casual, con las de la vid; fenómeno ya observado por aquellos sabios antiguos que estaban a todo, como Plinio el Viejo e Isidoro de Sevilla. Otra particularidad del plátano es su facilidad para esquejar, de modo que los héroes y semidioses podían dejar por ahí una estaquilla, como al descuido, y a los pocos hexámetros había un hermoso plátano adecuado para el banquete, los augurios, las fuentes cristalinas y la creación de platónicos paraísos.
 
Platón, por cierto, está emparentado con toda la intención con el plátano, uno y otro, sabio y árbol, remiten al adjetivo “platys” y al verbo “platyno”, que significa ensanchar, ampliar, y en sentido figurado quiere decir consolar, hacer feliz.
 
En la Biblia, va a ser casualidad, Jacob descorteza unas varas de plátano para excitar la imaginación platónica de sus ovejas en celo y hacer que tengan crías abigarradas. También Ezequiel pondera el ramaje del plátano en el jardín del Edén.
 
Platanistos el superlativo es un topónimo repetido, porque era un lugar sagrado, propiedad de Zeus Guerrero. Bajo unos plátanos cretenses fue donde el hijo taurino de Cronos le hizo los hijos a Europa. Hasta Jerjes, el persa soberbio, estaba al tanto de la cuestión platánica, y colmó de joyas un bello ejemplar cuando se dirigía a dar candela a los griegos.
 
Es difícil determinar qué sabe un poeta, cuando sus palabra fundan más que dicen, pero seguro que Marcial sabía todo esto y más, al hablar del plátano cesarino plantado allá donde “la rica Córdoba ama al plácido Betis”, dice que lo puso la “diestra feliz” del héroe invicto, que debajo se banqueteó de lo lindo, y que regaron el árbol con vino puro. Y Hölderlin también lo sabía, cuando deseó haberte encontrado en días mejores a la sombra de los plátanos, “donde mi Platón creó paraísos”.


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22 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aquello fue la hostia

En el centenario de Menéndez Pelayo, creo que lo único original ha sido la vindicación matizada que ha escrito Goytisolo. Por lo demás, el historiador sigue en la inanidad que supone la nombradía sobresaturada, buena para el callejero. Menéndez Pelayo es un monumento mandado recoger y entoldado bajo la tabarra apologética y la inquina filial que le manifestó la generación del 98. Pero siempre habrá algo importante que decir a su favor, y es que no perjudicó la reputación de sus heterodoxos, al contrario, los dio a conocer. Por más enormidades que dijera de ellos, en  el fondo, han sido suyos, y cualquier propósito de recuperar su memoria lo ha tenido que reconocer. En cambio, despreció a más de un ortodoxo con una arbitrariedad que luego devino argumento de autoridad.
 
Un ejemplo sería Fonseca, que fue el mayor divulgador de Platón de todo el Barroco europeo, autor del Tratado del Amor de Dios, que fue una de las obras más leídas y admiradas de su tiempo, muy elogiada por Cervantes y Lope de Vega. Para Menéndez Pelayo fue un autor farragoso y pedantesco, “uno de los menos originales y de los más pesados místicos”. Semejante juicio emitido por tal autoridad hizo repensar que los dos insuperables titanes de la narrativa y la crítica, Cervantes y Menéndez Pelayo, no podían discordar a ese extremo y, en consecuencia, se decretó que la alabanza de Cervantes a Fonseca en el prólogo del Quijote tenía que ser en broma. Siguiendo la nueva línea de investigación, no tardó en “descubirirse” que, picado Fonseca por la befa, escribió la segunda parte del Quijote, llamado de Avellaneda. Todo esto sucedió en el siglo XX, y no fue más que una de las consecuencias del magisterio indiscutible de Menéndez Pelayo.
 
Da la impresión de que hubo una suerte de celos retrospectivos y que el erudito decimonónico se irritó por la abundancia de citas del autor barroco, como si Fonseca fuera el Menéndez del siglo XVI, y Menéndez temiera quedar como el Fonseca del XIX. Pero me alargo, y yo quería recordar a Isidoro de Sevilla, que también fue suspendido por Menéndez Pelayo en la Historia de las ideas estéticas en España como mero copista servil de Quintiliano y Casiodoro.
 
Isidoro de Sevilla fue muy leído en la Edad Media y el Renacimiento, y hay que reconocerle la calidad de hito fundamental en la transición del pensamiento antiguo al medieval. De hecho, junto a Boecio, fue el gran intelectual de la segunda mitad del primer milenio, y el mayor impulsor de los estudios del griego y el hebreo, en un momento en que esas lenguas habían caído en el olvido.
 
Pero la innovación más audaz de Isidoro fue la que aportó a la ceremonia de la misa. En el debate con los herejes arrianos, se había exaltado la divinidad de Cristo y, con ella, la preeminencia del clero, poseedor de la exclusiva de su representación. Sin embargo, la verdadera promoción del sacerdote católico, pasando de la categoría de mediador a autor de un milagro por misa, fue un favor inestimable que Isidoro hizo a todos sus colegas.
 
Hasta entonces, la misa se concebía como una eucaristía, es decir, una acción de gracias, en cuyo transcurso, los dones de la comunidad, por la palabra del sacerdote, eran sublimados a una ofrenda celestial. Pero en sus ideas, expuestas en De Ecclesiasticis officiis y las Etimologías, Isidoro invirtió audazmente el proceso y definió la eucarístia como la gracia que Dios envía, bajando en persona del cielo y compareciendo exactamente en el momento de la oratio sexta
 
Como consecuencia, la escena se delimitó y realzó. La línea divisoria entre altar y pueblo se conviertió en una barrera, un auténtico muro de separación, que, en adelante, se reflejará  en la misma construcción de las iglesias. El altar se retiró al fondo del ábside y la sillería para el clero se dividió en dos mitades, una frente a otra. Con eso, se dejaba al pueblo la nave de la iglesia. Pero, en las catedrales españolas, aún se mejoró la separación, construyendo, en medio de la nave central, el coro para uso exclusivo de los canónigos, una especie de iglesia interior, un íntimo santuario cubierto por un inaccesible velo. 
 
Pero eso no fue nada; el mayor cambio fue el ocasionado por la presencia real de Cristo en la hostia. Agustín y otros padres de la Iglesia hablaban del simbolismo del  sacramento; a nadie, antes de Isidoro, se le ocurrió pensar en una presencia sustancial del cuerpo de Cristo. La atrevida explicación convirtió la misa en un sobrecogedor advenimiento divino que el pueblo admiraba y adoraba desde lejos.
 
Antes, los cristianos se llevaban a casa el pan consagrado para írselo comiendo a diario durante la semana. Esa práctica perduró bastante tiempo, sobre todo en Egipto y de ella se aprovecharon en especial los eremitas del yermo. También era costumbre llevarse ese pan, que tenía virtudes protectoras y medicinales, además de nutritivas, en los viajes largos o a la guerra. El vino consagrado también se llevaba a casa y se usaba para ungirse ojos y frente. 
 
Con la nueva interpretación de Isidoro, todo ese relajo y familiaridad debía desaparecer. Sobre todo, en los lugares, como España, donde la lucha contra el arrianismo habia llevado a una consideración unilateral y desaforada de la divina presencia de Cristo. Empezó a hablarse del mysterium tremendum y nació un gran temor reverencial, disminuyendo rápidamente la frecuencia en el atrevimiento a acercarse a comer semejante cosa excelsa. Por si fuera poco, la confesión sacramental se convirtió en un mandato estricto cada vez que se quisiera recibir la sagrada forma.
 
Los teólogos, sorprendidos y desbordados por la innovación, no detallaron el modo de la presencia hasta dos siglos después, en el año 831, en que tuvo lugar la primera controversia sobre el tipo de realidad de esa misma presencia. En el magisterio de la Iglesia no aparece una definición hasta el VI concilio romano de 1079 en que se condenó al contumaz hereje Berengario de Tours, quien se atrevió a sostener la negación racionalista de la presencia real. 
 
Para entonces, era una arraigada creencia popular. Había estrictas prescripciones sobre la selección y preparación del pan y el vino. Antes, los fieles llevaban para el culto los panes que tenían por casa. Una vez extendida la doctrina de Isidoro, se abogó por la utilización exclusiva de pan ázimo, lo cual acabó provocando el cisma de la iglesia bizantina en 1054. Los más fogosos partidarios de la presencia real y el pan ázimo estaban, como era de esperar, en Toledo, donde se manifestó, por primera vez, ya en el sínodo del año 693, la preferencia por las puras y blancas hostias. 
 
Más cosas cambiaron. La entrega de las ofrendas en forma de pan en una enorme patena ya no pintaba nada; la ofrenda se convirtió en algo más práctico: una entrega de donativos en metálico. Se instituyó la costumbre de que el sacerdote juntara el pulgar y el índice que se purifican sumamente por el contacto con la divinidad y se redactaron reglas concretas sobre la ablución de la boca, los dedos y la limpieza de los vasos sagrados.
 
Tanta presencia real, tanta delicadeza y exquisitez, en la suntuosa iglesia feudal, acabaron por provocar el incendio del ideal de una iglesia más primitiva y tosca. Pedro de Bruis y sus neomaniqueos, de los que salieron los albigenses, negaron la jerarquía y los sacramentos, también la consagración eucarística y cualquier clase de presencia, con bastante éxito de público. Los cátaros (puros) aún tuvieron más, afirmando que toda aquella invención del sabio Isidoro era mero pan, purum panem y que bastaba la bendición y reparto de la vianda para cumplir la ceremonia. 
 
La Cruzada que exterminó a aquellos herejes negadores de la presencia real y la transustanciación fue la única, de las muchas que puso en marcha la Iglesia, que acabó victoriosa y llevando a cabo su cometido previsto. No sólo acabó con los albigenses en todas sus variantes, de paso aniquiló también la floreciente cultura provenzal. 
 
Entretanto, los teólogos ya dominaban el complicado problema de la transustanciación, quedando reservado para el papa Inocencio III escribir las primeras sutilezas sobre el asunto. Los literatos también acabaron por comprender las inmensas posibilidades del nuevo género que ofrecía la presencia real y, en el siglo XII, surgieron como nunca narraciones sobre los milagros producidos por las sagradas formas. Se multiplicaron los casos de quienes veían la realidad en el signo. 
 
Se comenzó a elevar a buena altura el pan consagrado, realidad de entrambos signos, por parte del sacerdote, para que pudieran verlo y adorarlo todos. Con esa ceremonia, se consiguió la expresión adecuada que absorbía toda la atención del público. 
 
“Ver con los ojos” era también la suprema aspiración en la leyenda del Santo Grial, en la que, por entonces, encuentran su expresión poética los anhelos medievales. En la obra más antigua de éste género, la de Chrestien de Troyes —el mismo que desencadenó el gusto popular por el ciclo arturiano y sus jaleos de culebrón—, escrita a finales del siglo XII, el momento cumbre es la procesión del Santo Grial, el vaso misterioso, cubierto de piedras preciosas, en que se lleva el signo y la realidad al rey enfermo. Tanto resplandor despide que a su luz palidece la de las velas y cirios que le acompañan, igual que las estrellas ante el sol o la luna.
 
En la poética grialiana posterior, sobre todo en el Parzival de Eschenbach, se añaden elementos de decoración oriental salpimentados de hermetismo esotérico y los efectos milagrosos ya no se atribuyen a la fenomenal invención de Isidoro, el signo y la realidad contenidos que diría Inocencio, sino al mismo continente, el vaso sagrado, y se experimentan con sólo verlo.
 
Las afirmaciones sobre los efectos milagrosos de la contemplación de la hostia empiezan en el mismo pontificado de Inocencio III, el papa semiótico y guerrero. Todavía un manuscrito del siglo XV, de la catedral de San Egidio, en Graz, que data de la época de la consagración del templo y que se podría catalogar como un folleto propagandístico de las excelentes prestaciones que promete el nuevo establecimiento, publicita que, durante el día en que se consigue contemplar la hostia consagrada, no se pierde la vista, no hay que sufrir hambre, uno no se muere de repente y se le perdonan las murmuraciones y otros pecados menores.
 
De hecho, el aprecio por la contemplación de la hostia llegó al extremo de preferirla al acto de comérsela. Así que no tardó en surgir la delicada cuestión de si no sería sacrilegio el que un pecador la mirase. Mientras se dilucidaba el problema, se prohibió, de manera preventiva, que los excomulgados o puestos en entredicho mirasen la sagrada hostia. La prohibición indujo a los mismos excomulgados a hacer agujeros en los muros de la iglesias, con la más grande y arrebatada fe que tuvieron en los días de su vida.
 
Durante la Edad Media, lo esencial en la asistencia a misa era ver la sagrada hostia. Sólo por haberla logrado ver, quedaba satisfecha la devoción. Pero la cosa no siempre era fácil, por el obstáculo que suponían la disposición coreográfica que alejaba el drama y el gentío que se agolpaba. En las ciudades, estaba la ventaja de poder correr de iglesia en iglesia para verla el mayor número de veces posible. Los pudientes compraban su asiento, de donde se contemplase bien el momento clave de alzar, y hubo enfrentamientos graves en las mismas iglesias y procesos en los tribunales por la posesión y posición de un asiento con vistas.
 
Mientras había teólogos y predicadores que cultivaban el ansia de ver la sagrada hostia, subrayando los abundantes frutos de esa devoción, otros comenzaban a quejarse de que la gente no entraba en las iglesias más que inmediatamente antes de la elevación y salían después atropelladamente. Con la intención de conservar la clientela, la elevación se solía prolongar y también repetir en otros momentos de la misa. Los dominicos llevaban la fama de ostentarla más rato que nadie.
 
El éxito de la presentación al público de la hostia consagrada hizo que no tardase en formarse un rito distinto fuera de la misa; así se introdujo la custodia y, poco despues, en el siglo XIII, la fiesta del Corpus. También se introdujo por entonces la genuflexión, la luz, el incienso, el trono y el baldaquino, todo proveniente del ceremonial de la corte imperial, para la hostia consagrada. Algo que antes era prerrogativa exclusiva de los obispos.
 
La misa ante la hostia consagrada expuesta en su lujosa custodia y elevado monumento cobró un nuevo empuje con la aparición de las herejías de los zafios protestantes. Pero ya a partir del siglo XVI, los últimos ecos de la innovación del atrevido Isidoro y los ejercicios, dialécticas y revuelos que ocasionó cayeron en la rutina gris y el desinterés. Surgían otras novedades.


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18 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

En una carta de amor en romance navarro

del siglo XV se lee el pasaje que sigue a este párrafo. Se encuentra en el folio 228v del códice 12 del archivo catedralicio de Pamplona. La carta consta de dieciséis líneas tachadas con grandes aspas. Se trata, con toda evidencia, de un borrador bosquejado en la trasera de un códice. A mitad de su carta, el autor cae en cuenta de una cuestión crucial, a saber, quién va a ser el lector de la misiva:
 
Tú, compaynno que esta letra leyrás, no sé quién te serás, ruego te por caridat que nos tengas en poridat, porque cuando ayas letras de amores, tan en verdat seynnora, Dios te depare e dé buenos leydores, por tanto, te ruego que me recomendes en la gracia de mjs amores.
 
En poridat quiere decir “en intimidad”, “sin decirlo a terceros”. Viene del latín in puritate, compárese, por ejemplo, con non in multiloquio, sed in puritate cordis (Benito de Nursia). Se apela al secreto profesional del “leydor”, cometido muy importante en la época y que se suele pasar por alto. "En el mes que gela et njeua" de 1451, que es la fecha probable de la redacción, la mayoría de la población, quitando al clero y cuatro profesionales, era analfabeta, también la “muy excelent seynnora”. El autor es consciente de escribir, en primer lugar, para un lector intermediario de quien depende no solo la discreción, sino también la muy deseable transmisión de la “gracia”. Dos líneas antes de dirigirse al “leydor”, dice: “enamoradas todas aquestas palauras a vos sean presentadas”, o sea, habrá un presentador que influirá decisivamente. Más todavía, si tenemos en cuenta que el enamorado pretende hacer ua carta con valor literario y poético, lo que se ve en sus tanteos de rima y otros detalles, como el hecho de estar redactada en el espacio disponible en un códice jurídico, lo que indica su consciencia de que la versión era una prueba  y no sería enviada.
 
Dirigirse en un aparte al “leydor”, que no destinatario, de la carta es una singularidad de la que ahora mismo no recuerdo antecedentes. Con todo, no solo en esa época, sino desde milenios atrás, quienquiera que escribía para el público en general era sabedor de la inevitable e imprescindible mediación y tercería por parte de un lector, porque el público era analfabeto.
 
En el último folio del manuscrito de Mío Cid se leen estas líneas, que son unos cien años posteriores a la composición y redacción del poema:
 
El romanz es leydo, datnos del vino;
Si non tenedes dineros, echad allá unos peños
Que bien nos lo darán sobr’elos.
 
Se trata de un apunte de autoayuda del “leydor”, que así no tiene que improvisar el final y la invitación al público para que pague. El autor de Mío Cid sabía, cómo no, que su poema sería leído y expuesto al público por un lector y que su mediación era tan inevitable como imprescindible. Hasta las cesuras medianeras en los versos están pensadas para el lector. Que el Mío Cid sea el resultado de la decantación de diversas improvisaciones orales es una simpleza pidaliana, a su vez obediente a un tópico romántico ciertamente risible, pero contumaz y aplaudido como la tontería misma.
 
Cuando Diógenes Laercio (57) informa que Solón “transcribió la poesía de Homero con indicaciones para cantarla rapsódicamente, de modo que donde terminaba el primero empezaba el siguiente”, nos indica que los rapsodas leían los poemas homéricos para un público que, sin duda, era tan mayoritariamente analfabeto en la Grecia del siglo VI a. C., como en la Castilla del XIV o la Navarra del XV.
 
Que los rapsodas improvisaban es una mamelucada romántica, cuya esencia de bobada no queda atenuada por sostenerse en cátedras y disponer de bibliografía oceánica. Rapsoda significa “cantor de fragmentos”, no improvisador, ni poeta. La gente que improvisa “poesía” oral no suelta más que vacuidades en general y estupideces en concreto, es imposible que componga la Ilíada ni el Mío Cid, ya lo dijimos hace tiempo al hablar de los bertsolaris y el asunto no merece prueba mayor, ni era diferente en la antigüedad.
 
En el caso de los poemas homéricos, existe el agravante de que la credulidad romántica en la capacidad sobrehumana de la improvisación oral de los hombres tirando a medievales y antiguos se originó, a su vez, en un dictamen de doctrino. El abate d’Aubignac, que es el padre venerable de la oral poetry, no entendía la Ilíada. En consecuencia, en lugar de decir es excesivo, me desborda, es demasiado bueno o complicado para mi ignorancia, o sea, en vez de deducir la gran altura del poema, lo rebaja hasta el nivel en que ya lo puede pisar con sus entendederas cuadrúpedas, y proclama que es una “colección de canciones zurcidas, un amasijo de varias piezas antes dispersas, varios pequeños poemas compuestos separadamente por diversos autores y reunidos por algún ingenio ocurrente”. 
 
La idea de hacer que los homéridas -una corporación de lectores formados ad hoc—leyeran los poemas homéricos al público pertenece, con toda su distancia, a la misma estirpe que la solicitud mostrada por el enamorado medieval que compone una misiva y apela al “leydor”.


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9 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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