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'Cuentos Completos. Isaak Babel. Ed. Páginas de espuma

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Isaak Bábel, el escritor que quería saberlo todo

 

Un monumental volumen reúne la narrativa breve del autor ruso, sumada a sus reportajes, diarios, guiones y relatos cinematográficos

La publicación en un solo volumen de los cuentos completos de Isaak Bábel —incluidos diarios, relatos cinematográficos, crónicas y demás narrativa breve— es un verdadero acontecimiento para los lectores en español y, a riesgo de que suene enfático, así debo decirlo nada más empezar. Si además todo este material viene presentado en ciclos y organizado temáticamente en una edición crítica con traducciones nuevas, como en este caso, es motivo de mayor alegría. Y lo será tanto para quienes ya conocían ediciones anteriores de sus cómicas aventuras de los gánsteres de su ciudad natal antes de la Revolución (Cuentos de Odesa), los episodios de una infancia judía durante los pogromos o su memorable representación de los cosacos en la guerra polaco-soviética de 1920 (Ejército de caballería, antes Caballería roja) como para quienes lo descubran ahora. Estas piezas juntas tienen un efecto multiplicador y unitario, como si fueran capítulos de un mismo libro. Con la detención de Bábel en 1939 y su aniquilación a manos del NKVD se truncó dramáticamente uno de los mayores talentos literarios del siglo pasado y nunca sabremos cuántas páginas se le arrancaron a ese libro, pues no se recuperó la producción de sus últimos años, confiscada en los registros. El escritor “más parecido a Chéjov que tuvieron los soviéticos”, según su mayor especialista, el académico israelí Efraim Sicher, demostró su habilidad para condensar un universo entero con el colorido sensual de Chagall y la truculenta clarividencia de Goya. Si de algo se enorgullecía Bábel era de ser el escritor que menos palabras inútiles usaba. Por otra parte, esto lo sumía en un purgatorio creativo con larguísimos procesos de gestación, que le valieron fama de ser un maestro en el arte de incumplir los plazos de entrega para desespero de sus editores, de quienes antes había conseguido formidables anticipos. A uno de ellos le dijo que ni que lo azotaran públicamente entregaría un manuscrito antes de considerar que estaba listo.

“Soy hijo de un comerciante judío”, escribió, “nací en 1894 en Odesa, en la Moldavanka”, uno de los barrios más humildes de esa Marsella del mar Negro donde se mezclaban palabras en ruso, yidis y ucranio; los vapores de Cardiff, El Pireo y Puerto Said; los acentos griego, rumano y francés; el Talmud, Maupassant y Gógol. A sus 19 años vio la luz el primer relato de este autor “con gafas sobre la nariz y el otoño en el alma” (como caracterizó a uno de sus personajes) y en 1915 probó suerte en la capital, Petrogrado, donde solo Gorki apreció su talento, le publicó y le dio un valioso consejo: “Es obvio que usted no sabe nada, pero intuye mucho… Por eso, vaya a conocer a la gente”. Y lo hizo. Después de servir en el frente rumano, hacer de traductor en la Cheka, participar en las requisas de grano, ejercer de corresponsal junto al Ejército de Budionni o escribir reportajes en Tiflis, cuando ya había aprendido a expresar sus ideas “de manera clara y no muy extensa”, publicó los primeros relatos de Ejército de caballería y Cuentos de Odesa. El éxito le sobrevino como un alud. Ni siquiera sus detractores —Bunin lo acusó de “blasfemar a la sagrada Rusia”; los bolcheviques, de pintar una revolución despiadada sin batallas gloriosas— pudieron negar la novedad y potencia de su tono objetivo y estilo poético, carente de sitios comunes, imágenes manidas y melodrama. Nadie se había atrevido a intercalar escenas líricas en medio del hedor de la destrucción y del púrpura de la sangre. Sus descripciones de la naturaleza son soberbias, como si esta fuera el último reducto de la compasión perdida de la humanidad: “la noche posó sus maternales palmas sobre mi frente fogosa”. Su nombre pasaría a estar en boca de todos: desde Maiakovski, Ehrenburg, Paustovski hasta Thomas Mann, Brecht o Hemingway. Los lectores adoraron a los antihéroes de los bajos fondos odesitas y al protagonista de Ejército de caballería, ese intelectual judío inmerso en un dilema irresoluble entre la tragedia de su cultura y la brutalidad despiadada cometida en nombre de un ideal. Arrebatados y escalofriantes, sus cuentos impactaron como un obús en las conciencias de su época, un fenómeno comprensible para quien concebía que ningún hierro podía penetrar los corazones “de forma tan heladora como un punto puesto a tiempo”.

Con un gran futuro ante sí, en lugar de catapultarse, Bábel inició un viaje hacia el silencio que alimentó más su leyenda. Su ritmo de publicación se estancó y la escritura de guiones fue su escudo. Solía evitar las conversaciones sobre literatura, nunca se alineó con ningún grupo, aparecía y se ocultaba sin previo aviso, y apenas hablaba en público. En 1934, cuando participó en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en parte para testimoniar su lealtad y justificar su silencio (entendido este último como un género del que se proclamó un gran maestro), recordó que el gobierno solo les había quitado un derecho: “el de escribir mal”. Se guardó mucho de decir lo que él entendía por escribir mal, con el realismo socialista impuesto por decreto como única corriente artística válida. Dos años después, a la muerte de Gorki, su mentor, Bábel le dijo a su segunda esposa que no lo dejarían tranquilo: “No me asusta que me arresten, mientras me dejen escribir”. Planeaba una edición revisada de sus obras con inéditos, una futura novela, otro ciclo de relatos, pero el tiempo corría en su contra. “Al pasar a limpio los frutos de mis muchos años de meditación, como de costumbre me encuentro con que tengo menos para enseñar que el pico de un gorrión, y esto causará una gran indignación”. Un editor dijo de Bábel que se le encontraba allí donde lágrimas y sangre se derramaban con la misma facilidad. Y, con todo, él reivindicaba la felicidad y la ternura. A la literatura rusa, saturada de “la misteriosa y densa niebla de Petersburgo”, pensaba que le faltaba una buena descripción del sol. Aseguraba no tener imaginación y, para suplir esa carencia, cultivó una curiosidad omnívora, fiel a la exhortación de la abuela de su famoso relato: para triunfar “debes saberlo todo”.

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4 de mayo de 2021
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Madrid, Madrid, Madrid…

Ramón Ayerra describió como nadie el Madrid de la posguerra, la gran ciudad que reinventó el franquismo bajo la vigilancia del farolillo gallego del Pardo donde vivía el Generalísimo. Ayerra escribió sobre los olores madrileños; de los churros y las porras con chocolate de San Ginés a las papas fritas y los vinagres de sus tapeos por Chamberí, las tortillas y calamares de Atocha, los barquillos o los asados mesoneros de la plaza Mayor. El franquismo gustó también de la concentración populista en la plaza Real, una práctica que procede de la Revolución francesa, y utilizó al Real Madrid como agente diplomático en Europa.

Hasta la llegada del profesor Tierno Galván, Madrid era una capital habitada en las porterías y tomada por las parejas de grises y guardias civiles con tricornio que custodiaban los edificios públicos. Cierto que Ava Gardner y los toreros bebían whisky con soda en Chicote, cuya trasera, el Coq, toleraba el alterne con pelanduscas en plena vigencia de la ley de peligrosidad social con la que el régimen custodiaba la moralidad. Entonces los escritores se reunían en los cafés pero las fiestas eran privadas. La política y el sexo libre se practicaban a puerta cerrada en los apartamentos. De todo aquello surgió la mirada del comentarista de la historia Francisco Umbral, el Spleen de Madrid.

“El que no esté colocado, que se coloque”, dijo en una de sus lapidarias frases el viejo profesor convertido en alcalde matritense, estrambótico portavoz de la Movida. Era el momento de Madrid, de allí al cielo, a las estrofas de Sabina, convertido el castellano en un idioma vocalizable por primera vez desde Nebrija. La prensa en libertad nos dirigía hacia la democracia, Pedro Almodóvar terminaba con el cine tristón guerracivilista y los Pegamoides mostraban su adherencia a la modernidad latina. Madrid inauguraba Arco, el Reina Sofía y un sinfín de galerías. Madrid, ciudad abierta, más que nunca. Llegó la Thyssen y el Caixaforum. La juventud del extrarradio hacía suya la Gran Vía y Argüelles, y convirtió Chueca en un nuevo Village.

La ciudad gris se convirtió en atractiva, las grandes compañías se instalaban en modernos edificios a lo largo de la carretera de la Coruña, hacia Pozuelo y Majadahonda. Mientras las drogas se llevaban por delante a lo mejor de la generación de los 80, Madrid recuperaba su espíritu histórico cortesano. Cada vez más rica y con visitantes y empresarios más ricos. Y a pesar de no creer en las autonomías, a Madrid le habían regalado una, llena de hospitales, escuelas, universidades y empresas públicas. No hubo planificación regional, simplemente Madrid, de donde seguían saliendo todas las autopistas y todos los trenes de alta velocidad de España, se fue convirtiendo en una máquina de engullir provincias vecinas, expandiendo su suelo por cuanta meseta roturada necesitaran sus nuevos polígonos de viviendas.

Madrid hoy es una metrópolis inalcanzable (su historia la cuenta Andrés Trapiello), ni siquiera tal vez por Barcelona. Posee rango mundial, compite con Miami por la capitalidad internacional latina y sus equipos de fútbol ya solo quieren jugar contra los otros gigantes de Europa. A Madrid solo le faltaba popularizar sus luchas políticas. Lo hizo el 11-M cuando otra vez los jóvenes del extrarradio quisieron tomar el centro neurálgico de la ciudad. Lo volvió a hacer dando alas al ultranacionalismo español. Ahora, convirtiendo la batalla electoral por la autonomía en una actualizada carga de mamelucos.

Los nuevos acontecimientos políticos madrileños no representarán más problemas si se ciñen a su propio ámbito. Que Isabel Díaz Ayuso haya levantado la moral de la afligida derecha con un discurso entre neoliberal y libertario que aplauden incluso antiguos socialistas e intelectuales –de Joaquín Leguina a Fernando Savater–, resulta hasta saludable. Que el PSOE apueste por un catedrático de Filosofía, no digamos, aunque al bueno de Ángel Gabilondo parece que le ha dirigido la campaña lo peor del aparato. Lo preocupante es que cualquiera de los dos se apoye en un partido situado en su extremo para poder gestionar a la ciudadanía que tiende a moderada y que siga sin existir ningún asomo de entendimiento entre ambos a pesar de representar a la profunda mayoría mientras el llamado centro, una vez más, parece condenado a diluirse como la mantequilla ante el calor. Hasta Félix de Azúa, una de las mentes creadoras de Ciudadanos, se ha manifestado por Ayuso. Un titular tertuliano: el hundimiento del relato equidistante.

La nueva lideresa madrileña anuncia una victoria para dar alas a un proyecto de Gran Madrid. Un proyecto que tal y como ha señalado otro filósofo kantiano, José Luis Villacañas, ahora en la Complutense, puede rebosar con más de diez millones de habitantes y unos precios inmobiliarios inflacionados como en Londres o París, pero al mismo tiempo sirviendo de espejo político al resto de España, o a la parte seguidista de los grandes medios televisivos, excluyendo a la periferia “de una construcción equilibrada del territorio y las poblaciones” (Villacañas) o que entienda la nación de otro modo. En ese escenario, en el que España se confunde de nuevo con Madrid, no sabemos cuál será el papel secundario de los demás españoles periféricos, y mucho menos cómo podrán llevarse a cabo las relaciones con el alter ego: la sobreactuada y delirante vía independentista catalana –mayoritaria, menestral, benedictina, de soca rel y adolescente.

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3 de mayo de 2021
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El casino como espejo literario: Desvelar la condición humana a través de los relatos sobre el juego

Los casinos y el juego siempre han sido algo más que lugares donde la gente prueba suerte: son ricos símbolos que los escritores han utilizado para explorar las profundidades de la naturaleza humana. Desde la obsesión y la desesperación plasmadas en El jugador, de Fiódor Dostoievski, hasta el mundo de altas apuestas de James Bond en Casino Royale, de Ian Fleming, el casino ha servido de poderoso escenario para examinar temas como el riesgo, la identidad y el destino. Estas obras literarias revelan mucho sobre quiénes somos como individuos y como sociedad.

El jugador, de Dostoievski - La lucha psicológica

En El jugador, Dostoievski se sumerge en la psique de un hombre atrapado por sus propias compulsiones. La novela narra la historia de Alexei Ivanovich, un tutor que se ve consumido por la emoción de la ruleta. Lo que hace que el retrato de Dostoievski sea tan convincente es su cruda honestidad: no se trata de una descripción glamurosa del juego, sino de una exploración brutal de la adicción y del poder destructivo que ejerce sobre la mente humana.

Dostoievski conocía de primera mano el atractivo del juego; escribió El jugador en parte para saldar sus propias deudas. Esta conexión personal confiere a la historia un intenso realismo. A medida que crece la obsesión de Alexei, los lectores se ven arrastrados a su mundo de esperanza y desesperación, donde cada giro de la ruleta trae consigo una descarga de adrenalina seguida de una aplastante derrota. En esta historia, el casino no es sólo un escenario, sino un símbolo del caos y la imprevisibilidad de la vida misma.

Identidad y estrategia en Casino Royale de Fleming

Casino Royale, de Ian Fleming, nos presenta a James Bond, el elegante y calculador espía cuya identidad está a menudo ligada a los juegos que practica. En el centro de esta novela hay una partida de bacará de alto riesgo que tiene tanto que ver con la estrategia y la guerra psicológica como con la suerte. Para Bond, el casino es un lugar donde puede ejercer el control y burlar a sus oponentes, un campo de batalla donde lo que está en juego es nada menos que la vida y la muerte.

La tensión en Casino Royale es palpable, ya que cada mano de cartas revela más sobre el carácter de Bond: su astucia, sus nervios de acero y su voluntad de asumir riesgos. El casino no es sólo un telón de fondo, sino un crisol en el que se pone a prueba la identidad de Bond y en el que el lector se hace una idea de la complejidad de su personalidad. La escritura de Fleming da vida a la escena, haciéndonos sentir el peso de cada decisión, de cada apuesta.

El descenso al caos: Miedo y asco en Las Vegas, de Thompson

Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson, ofrece una visión muy diferente del casino. Las Vegas es retratada como un paisaje surrealista de pesadilla en el que el sueño americano se ha descarrilado. A través de los ojos del protagonista, Raoul Duke, asistimos a un descenso a un mundo de excesos y absurdo, donde los casinos representan el patio de recreo definitivo para quienes buscan perderse en la búsqueda del placer.

El estilo de escritura de Thompson -a menudo caótico y desorientador- capta a la perfección la locura de Las Vegas. Los casinos de esta narración no son glamurosos; son lugares abrumadores y desorientadores que desdibujan la línea que separa la realidad de la ilusión. A medida que Duke y su abogado navegan por este mundo, el casino se convierte en un símbolo de todo lo que está mal en el sueño americano, un sueño que promete éxito pero que a menudo conduce a la destrucción.

Las Vegas literaria de Puzo y Dunne: el casino como reflejo de la sociedad

Tanto Los tontos mueren, de Mario Puzo, como Las Vegas, de John Gregory Dunne : A Memoir of a Dark Season de John Gregory Dunne ofrecen a los lectores una visión del lado más oscuro de Las Vegas. En estas obras, el casino se describe como un microcosmos de la sociedad, un lugar donde los sueños se hacen realidad y se rompen, donde la ambición se encuentra con la desesperación. Puzo y Dunne nos muestran una ciudad construida sobre la esperanza y la codicia, donde la línea que separa el éxito del fracaso es muy fina.

En Los tontos mueren, Puzo explora las vidas de los personajes atraídos por Las Vegas, revelando cómo el encanto de la ciudad puede consumir a quienes buscan fortuna. En esta novela, el casino es un escenario donde los deseos humanos se manifiestan en sus formas más extremas. Del mismo modo, las memorias de Dunne pintan un panorama sombrío de Las Vegas en los años setenta, centrándose en la corrupción y la decadencia que se esconden bajo la ostentación y el glamour. Para ambos autores, el casino no es sólo un escenario, sino un poderoso símbolo de la experiencia humana en general.

La evolución de las narrativas sobre el juego: de los casinos de ficción a los reflejos del mundo real

Aunque estas obras literarias clásicas se centran en los casinos físicos de su época, los temas que exploran siguen siendo relevantes hoy en día, incluso cuando el juego se traslada al mundo digital. Los casinos en línea se han convertido en una parte importante de la cultura moderna, ofreciendo una nueva plataforma de casino en línea para los mismos riesgos y recompensas que han cautivado a la gente durante siglos.

Según Francys Massiel Rondón Zambrano, experta en casinos de la plataforma de casinos en línea drapuestas.com, «El auge de los casinos en línea no ha cambiado el encanto fundamental del juego. Ya sea en un casino físico o en línea, el atractivo reside en la emoción de lo desconocido, la posibilidad de ganar a lo grande y la evasión de la vida cotidiana». Esta continuidad entre el pasado y el presente demuestra que, a pesar de los avances tecnológicos, el núcleo de la experiencia del juego sigue siendo el mismo, lo que refleja nuestra fascinación permanente por el riesgo y la recompensa.

Conclusión

Desde la exploración de la adicción por Dostoievski hasta la crítica de los excesos estadounidenses por Thompson, la literatura ha utilizado durante mucho tiempo el casino como una poderosa metáfora de la condición humana. Estos relatos revelan la naturaleza polifacética de la experiencia humana, mostrándonos el atractivo del riesgo, los peligros de la obsesión y las consecuencias de nuestras elecciones. Incluso cuando el juego evoluciona con los tiempos, los temas explorados por estos grandes autores siguen resonando, recordándonos la naturaleza intemporal de la búsqueda humana para entender las fuerzas que dan forma a nuestras vidas.

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3 de mayo de 2021
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Fe y simpatía

De Lo prohibido, el bolero, no la novela, siempre he celebrado, sin entenderlos del todo, los versos “Soy ese beso que se da / sin que se pueda comentar”, de un erotismo explosivo, según mis amigos más hermenéuticos. Un día, hace poco, me dio por aplicar su letra a nuestra política, recordando en las decepciones actuales la ilusión febril que los hoy mayores teníamos de jóvenes al ir, tras tanto no poder hacer lo prohibido, a las urnas. Claro que el ejercicio democrático se encarga de ir puliendo esa ilusión, y hay personas tan esmeriladas que ya ni votan.

Cuando la fe en los políticos se pierde, y tu voto lo vendes tan caro que no lo sacas del estuche de la desconfianza, el país se convierte en una casa de empeños. Y cunde el cinismo, el votar por joder, sin comentario cívico. A la panoplia que se ofrece hoy a quienes vivimos en Madrid no le falta de nada. Es una novedad la palabra nítida de Mónica García, pero otros dicen que la Ayuso seduce, y eso es de respetar: el enamorarse de lo incomprensible, en la tradición más locoide del amour fou. He incurrido una o dos veces en tales despropósitos. Miré con buenos ojos al primer Pablo Casado, por su boda con una conocida mía en la iglesia que más he pisado en mi vida, la basílica de Elche (aunque yo no iba a misa, sino a oír el Misteri que allí se representa desde hace siglos). Pronto me di cuenta del error que es votar por simpatía arquitectónica, o defender el moño epocal de Pablo Iglesias sin creerte sus marrullerías. A la falta de fe le sustituye el odio, como si los jugos gástricos y la bilis fuesen ahora el combustible social, por encima de la razón o el bien común. Por simpatía epidérmica o por creencia en la cordura metafísica de Gabilondo, con ilusión o con tedio, yo votaré. Y tonto el que no vote.

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2 de mayo de 2021
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Los ojos de Auriga

Un invierno estuve en Delfos. Nevaba copiosamente. Cuando descendí del autobús procedente de Atenas, no había visibilidad a partir de dos metros y hacía un frío tétrico. Cené junto al fuego de una chimenea.

A la mañana siguiente abrieron el museo para mí y dos italianos. Me impresionó el Auriga. Es una de las estatuas que más me ha impresionado en la vida. Pero no sirve de nada verla en fotografía, hay que verla al natural, estar junto a ella, sentir su respiración.

Da igual que le falte un brazo y de que el tiempo le haya robado el carro y los caballos que lo precedían. Es difícil saber por qué en cuanto uno permanece unos instantes junto al Auriga siente que ha entrado en una extraña intimidad con él, con su mirada tranquila y concentrada.

No es un auriga que vaya con los caballos al galope, más bien parece que van trotando por un camino elíseo, pero no se percibe en él sentimiento alguno de triunfo, tampoco de derrota. Sólo hay tranquilidad y concentración. Está mirando hacia afuera pero también hacia dentro. Y es esa fuerza dirigida hacia interior, tan característica de la mirada del Auriga, lo que más arrastra.

El auriga es un extraño amigo que no muere nunca y que me saluda desde el futuro, como si en él el túnel del tiempo se hubiese invertido y ya me estuviese mirando desde un ayer por venir, que me hace sentirme perdido en el espacio y el tiempo y a la vez muy dentro de mí.

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1 de mayo de 2021

Lang Lang toca las Variaciones Golberg en la iglesia de Bach en Leipzig

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La estrella reclama respeto: Lang Lang graba las Variaciones Golberg de Bach

Si hay un ejecutante clásico famoso, celebrado, exitoso hoy en día es el pianista chino Lang Lang. No sólo sus discos se venden como los de ningún otro, sino que su fama ha crecido aparejada a su prestigio: fue el primer pianista chino en tocar como solista con las Filarmónicas de Viena y de Berlín, y se lo pelean las principales orquestas del planeta.

Desde su debut estelar en 1999, a los 17 años, ha cautivado el mercado del disco y del libro: es artista exclusivo de Deutsche Grammophone, que le brinda todos los gustos y lo promueve por aire, mar y tierra. Su penúltimo álbum, Piano Book, es una muy personal selección en versión Deluxe de piezas clásicas y populares que lo acompañan desde su infancia, y sus memorias, Journey of a Thousand Miles, escritas a los 26 años, es éxito de ventas en ocho idiomas. Se calcula que mil millones de personas lo vieron tocar en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín.

Y, sin embargo, Lang Lang es un eterno inconforme, buscador de respetabilidad y prestigio entre los artistas a los que supera de largo en fama y en dinero. Algo parece faltarle, y tal vez en un video muy celebrado en Youtube esté la respuesta: ya famoso, se somete a una clase pública como alumno de quien reconoce como maestro, el veterano pianista y director argentino-israelí Daniel Barenboim. En actitud de discípulo, y ante un enorme público que rodea los dos pianos, Lang Lang se entrega a las lecciones, reprimendas y correcciones del adusto profesor.

Sin que nadie se lo pidiera, sin nada que demostrar en el mundo del marketing musical pero mucho que demostrarse a sí mismo, el año pasado Lang Lang se lanzó a estudiar y grabar la cima de la música para teclado del barroco: las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach.

Después de ganar aplausos y elogios en el repertorio romántico, con interpretaciones idiosincráticas, tormentosas, con asombrosos tonos y colores de arrebatada emotividad, el pianista de 38 años quería poner su sello en la obra que solo se lanzaban a escalar los serios, los eruditos del arte puro.

Bach compuso esta serie de 30 variaciones sobre un etéreo, bellísimo tema propio, en el momento más alto de su dominio del teclado. Cuenta la leyenda que se lo pidió un amigo clavecinista llamado Goldberg, cuyo noble patrón sufría insomnio y necesitaba que su músico de cabecera tocara música para arrullarlo.

Desde que en el siglo XX fue descubierta, como tantas obras maestras de Bach, ha mantenido despiertos a legiones de intérpretes, críticos y aficionados: el disco atesora maravillosas versiones en clave de la pionera Wanda Landowska y el moderno Gustav Leonhardt, y en piano la del mítico Glenn Gould, ya sea su interpretación de 1955, de una fascinante pulsión rítmica, o su más sosegada y madura de 1981.

Algunos críticos prefieren la grabación legendaria de Claudio Arrau, otros la de Murray Perahia, otros más la de Andras Schiff. Para los puristas, Angela Hewitt; para los enamorados del fraseo limpio puro, el viejo Rudolf Serkin y para los partidarios del sentimiento contenido, su hijo Peter Serkin.

Cuando le preguntan por las influencias de su propia versión, Lang Lang menciona al de su maestro Barenboim, grabada en vivo en el Teatro Colón de Buenos Aires.

El prodigio chino viajó a Berlín para grabar su Goldberg con las mejores condiciones de sonido, y luego peregrinó a la iglesia de Leipzig, donde tocaba el Maestro, para grabar otra versión en vivo. Deutsche Grammophone le consintió un cofre con cuatro discos: la versión completa en estudio, la completa en vivo de Leipzig, un disco de “grandes éxitos” con siete fragmentos de la primera versión, y un cuarto con obras de Bach y sus contemporáneos y predecesores, para mostrar lo mucho que se sumergió en el mundo bachiano. Lo estaba dando todo para demostrar que detrás de la fama había un artista en serio.

Los críticos reaccionaron de forma dispar: Jed Distler, de la prestigiosa revista Gramophone, dice que la interpretación de Lang Lang es “vívidamente detallista, diversa en carácter y expresión, meticulosamente concebida en estilo y altamente subjetiva, brillante pero no superficial en su virtuosismo”, mientras Andrew Clements de The Guardian opina que “aunque hay destellos de interpretación mesurada, adecuada en estilo, gran parte de esta grabación drena todas la energía de la música, con tempos tan dolorosamente lentos y fraseos tan manieristas que parecen más apropiados para Rachmaninov que para Bach. Parece amar tanto esta música que la sofoca”.

El gurú clásico del New York Times, Anthony Tommasini, se toma el trabajo de colocar dentro de su crítica fragmentos de esta versión a la par de otras de intérpretes actuales, como Jeremy Denk y Beatrice Rana, para mostrar cómo, en su criterio, Lang Lang extrema lo lento, estruja el efecto y vuelca su sentimiento en cada nota que termina “sobreactuando”, como un actor que, al subrayar cada gesto, lo vuelve artificioso.

Dice Tommasini: Lang Lang se volcó con dedicación a su “Proyecto Goldberg”. Y, sin embargo, como decía Virgil Thomson al escribir sobre el pianista Josef Lhevinne, ‘cada interpretación de mérito debe su excelencia tanto a lo que el artista hace como a lo que no hace’. Y el Sr. Lang hace demasiado.”

Es comprensible el fruncimiento de nariz de los adustos críticos: la versión en estudio parece crujir bajo el peso de la responsabilidad y la veneración. Toda expresión está tan resaltada que deja poco espacio para el gozo del Bach más juguetón y la espontaneidad del Lang Lang más carismático. Como dice Tommasini, nos invade con su emoción en vez de provocar la nuestra.

Pero en mi opinión, después de escuchar varias veces sus dos versiones, la segunda, en vivo en el templo de Leipzig, es mucho mejor: respira, juega, tiene aire y luz.

Cuando hace un año terminó su obra de amor y comenzaba la gira de conciertos… llegó la pandemia. En los próximos meses, el célebre pianista se pondrá nuevamente en viaje buscando respeto. La veneración, el éxito y la fama evidentemente no le bastan.

¿Cuál de las versiones del cofre se escuchará en su gira europea? Yo confío que la más suelta de la interpretación con público en Leipzig. El gran trabajo está hecho: el esforzado niño prodigio ya puede relajarse y divertirse con una de las obras más luminosas del repertorio.

Este ensayo se publicó en abril de 2021 en Cultura/s del diario La Vanguardia.

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28 de abril de 2021

Amor y Dolor – Edvard Munch

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Terapia y amor

 

Buscamos secretos, aunque sepamos que en cualquier historia habita un silencio. Lo que se calla puede ser la pieza suelta que necesitábamos para comprender o, todo lo contrario, nos decepciona porque, lejos de esclarecer algo, lo oscurece. Por ello hay escritores que incluyen largos silencios en sus novelas como forma de activar nuestra propia voz y excitarnos la curiosidad. Nos llevan a fantasear que somos pequeños Robinson Crusoe de la condición humana, ansiosos de entender la razón por la que unos se corrompen y extravían, pierden las ganas de amar, y otros se hacen millonarios.

Hoy somos terapeutas amateur que hurgan entre los restos de los sueños para explicarnos por qué perdemos el sentido de la vida. Atribuimos a la pandemia la nube mental que ralentiza nuestro pensamiento. La misma que nos ha desgajado del grupo por su condición tóxica. Ha desaparecido incluso el espacio público para hablar de la nada, y se han llenado las consultas –muchas virtuales– de psicólogos y psiquiatras. “¿Qué me está pasando?”, “¿qué he hecho mal en la vida?”, “¿por qué soy una mierda?”. La pandemia se ha erigido también en contaminadora de mentes al romper la ilusión del control, ese mandato que ha regido siempre nuestras vidas.

Se agranda la brecha del afecto: deseamos imperiosamente que nos quieran, que sepan de verdad quiénes somos. Personajes famosos que durante años insistieron en no hablar –Nevenka, Rocío Carrasco…– se han sentado frente a una cámara y han ofrecido un relato interiorizado que deja entrever largas sesiones de terapia o autoanálisis. Se lo han contado a sí mismos –o al médico– en infinitas ocasiones, de ahí que lo articulen sin dudar: expresarlo es empezar a curarse.

“Se debería entonces pensar la pandemia como criatura mítica”, afirma en Lo que estábamos buscando (Cuadernos Anagrama) Alessandro Baricco, para quien el virus, antes de tocar los cuerpos de los individuos, ha contagiado el imaginario colectivo. Y, una vez pase, ya vacunados, resistirá como un mito que tan solo podrá ser conjurado por otro, un descarrilamiento del cuerpo con mejor química que el diazepam: el amor.

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28 de abril de 2021
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Maneras de la inmortalidad

Jorge Luis Borges, siendo maestro de tantas cosas, lo fue de los textos falsos presentados como verdaderos, y hoy en día su posteridad parece ser perseguida por lo apócrifo, si tomamos en cuenta los numerosos escritos, en poesía y en prosa, y aún los textos de autoayuda, que le son atribuidos en las redes sociales. El que le endilguen constantemente lo que no es suyo, es una forma de popularidad, aunque un tanto espuria, y por qué no, una manifestación muy palpable de su inmortalidad literaria.

En 1963, el escritor salvadoreño Álvaro Menen Desleal ganó un segundo lugar en el Certamen Nacional de Cultura con su libro Cuentos Breves y Maravillosos, título que recordaba demasiado el de Cuentos Breves y extraordinarios de Borges, aparecido diez años atrás. Pero eso no fue todo. Cuando el libro se publicó, traía a manera de prólogo una carta con la firma de Borges, que comenzaba:

“Mi querido amigo:

Al conocer sus Cuentos breves y maravillosos, pienso que no fue meramente accidental que Kafka escribiera La Muralla China: se repite en usted la nota de lo que con Bioy Casares llamamos las antiguas y generosas fuentes orientales. Se repite y se prueba mi idea de que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado…limitado o no, lo cierto es que usted prueba a su vez que ese número no está en manera alguna agotado…más usted le da nuevo engaste y logra con intensidad lo que otros, en más de veintitrés siglos, no lograron con extensión. Por eso yo no acepto el homenaje que me rinde al declararse mi seguidor. Si de algo es usted seguidor es de sus propios sueños...”

Las dudas envidiosas no tardaron en estallar en el mundillo literario centroamericano, y sobraron las acusaciones de plagio borgiano de los propios textos del libro, y las de falsificación de la carta de presentación. Pero nadie reparó en la nota con que, en la última página, el autor completaba su ardid:

“Querido maestro Borges:

Mi vanidad y mi nostalgia –me digo con sus palabras– han armado una escena imposible. De pronto despierto de un sueño y tengo su carta en las manos, como la flor de Coleridge…”. En septiembre de 1999, cuando se celebró el centenario del nacimiento de Borges, se organizó en Buenos Aires un seminario al que concurrimos escritores, investigadores y académicos. Allí me encontré, después de décadas sin vernos, a Álvaro, quien llegaba invitado desde El Salvador. Cuando tomó la palabra, hizo una detallada confesión acerca del prólogo apócrifo, a manera de un renovado homenaje a Borges y a sus formas de inventar, donde la distancia entre los documentos reales y los ficticios no existe. Una justificación muy borgiana. En uno de los descansos de las sesiones, a la hora del café, me dijo que algo iba siempre a inquietarlo hasta la muerte, y es que ya nunca alcanzaría a saber si Borges se habría enterado del affaire centroamericano alrededor del prólogo, y si alguna vez habría llegado a tener entre sus manos sus Cuentos Breves y Maravillosos. Lo más probable, me dijo, abatido, es que no. Murió menos de un año después en San Salvador. Y ya no pudo enterarse que Borges sí supo del affaire, y que leyó sus cuentos. Así consta en Borges, el libro publicado en 2006, que reúne las entradas de los diarios de Adolfo Bioy Casares donde este reseña las conversaciones con su amigo por cerca de sesenta años. Es un impresionante volumen de 1663 páginas, preparado por Daniel Martino, y que, aunque parezca mentira, uno puedo leerse de una sola sentada, sin dormir ni comer, si se es lo suficientemente vicioso.

En la entrada correspondiente al miércoles 11 de septiembre de 1963, cuenta Bioy que Borges le dice: “tengo que consultarte sobre algo” …; y “trae un libro Cuentos Breves y Maravillosos, de un tal Menen Desleal, y una carta, de otra persona, guatemalteca, según creo, que le ha enviado el libro...”. Luego ambos hablan de la carta elogiosa que sirve de prólogo, y Borges expresa el temor de que su madre, doña Leonor Acevedo, su constante y terrible ángel tutelar, sin consultárselo, la hubiera escrito y enviado; pero descartan la posibilidad, porque la señora nunca escribe tan largo, ni hubiera imitado el estilo de Borges. Leen algunos de los cuentos, y uno de ellos, Los Cerdos, les parece muy gracioso.

Borges, cuenta Bioy, no sabe qué hacer. Considera que el autor del libro es más inteligente que quien lo denuncia, pero que alguna razón tiene el denunciante…los generosos elogios que prodiga a sus propios cuentos, invalidan su carácter de obra desinteresada. Bioy lo contradice: “no podés ponerte en contra de un pobre individuo bastante inteligente, que no tiene libertad ni posibilidad de escribir sino como imagina que vos escribís...”. Y entonces, Borges, sin dar más importancia al asunto, termina elogiando el libro, y aún la carta apócrifa. Por fin Borges contesta ese mismo mes al denunciante, que es el escritor guatemalteco Alfonso Orantes, y le dice: “Ya que el volumen consta de una serie de juegos sobre la vigilia y los sueños, queda la posibilidad de que mi carta sea uno de tales juegos y travesuras…”

Dice “mi carta”. Y con eso pasa a ser auténtica. Y aparece incluida en El círculo secreto, el libro que contiene los prólogos y notas escritos por Borges, (Emecé, Buenos Aires, 2003). Más auténtica aún. Borges nunca escribió esa carta, pero ahora la ha escrito. Es su carta.

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27 de abril de 2021
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‘Sostenella’

Quienes ocupamos espacios públicos en los diarios deberíamos tener la humildad de confesar nuestras preferencias. Y a eso voy

Mi próxima columna coincidirá con las elecciones a la comunidad de Madrid. Aunque usted viva en Polvazares o en un arrabal de Bogotá, seguro que ya se ha enterado de que la así llamada izquierda española se ha lanzado en tromba, como los bárbaros sobre Roma, para tomar la capital de España. Aterrados de obtener unos resultados infames y bien merecidos, están tratando de destruir a la actual presidenta, Isabel Díaz Ayuso, porque lo ha hecho sobradamente bien como para abochornar al Gobierno de socialistas, nacionalistas, separatistas y peronistas. Quienes ocupamos espacios públicos en los diarios deberíamos tener la humildad de confesar nuestras preferencias. Y a eso voy.

En el bloque de ideología extrema o fanática dominan dos grupos, Podemos (Pablo Iglesias) y Más Madrid (Mónica García). Del primero no hay nada que decir, él mismo se ha desacreditado de tal manera que nada puede salvarlo. Pero la señora de Más Madrid es un personaje curioso. Ha dicho una y otra vez que ella es médico y médica, pero ha prometido que lo primero que hará es desmantelar el Hospital Isabel Zendal porque lo construyó Ayuso. Allí me vacunaron y me pareció una institución ejemplar. Un médico o médica que quiere destruir hospitales no inspira confianza. Junto a estos dos grupos está también Vox, la derecha tradicional. La verdad es que hasta el momento sólo han recibido pedradas de grupos fascistas antifascistas, pero aún no tienen un programa claro. No me fío.

Hay tanto obispo en el PP que sólo me queda Ciudadanos, partido que ha cometido un sinnúmero de errores y los está pagando al borde de la extinción. Pero no quiero que desaparezca, sino que se restablezca y apoye a Ayuso. De modo que ya saben lo que estaré votando cuando me lean: la resurrección.

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27 de abril de 2021
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Gran parecido

Espárragos recién cogidos, migas con huevos fritos y, de segundo, costillitas de lechal a la brasa. Este era el menú, casi el plan, pero una circunstancia inesperada lo ha cambiado todo. Una mujer rubia de unos cincuenta años, a la sazón cliente habitual del establecimiento, se ha dirigido a mí para señalar el gran parecido que yo tenía con Francisco León, de Alcañiz, aunque quizá me veía algo más joven que León, sujeto que, por lo que hemos ido conociendo, era un notable carcamal. Aparentemente resuelta la confusión, hemos pasado a los postres, helado Comtessa regado con un chorrito de whisky, pero los comentarios que venían de la mesa en la que comía la mujer rubia no han permitido que disfrutáramos; frases que abundaban en la idea de la duda acerca de si yo no habría mentido para ocultar mi verdadera identidad, que no sería otra, según la mujer rubia y sus secuaces, que la de Francisco León, de Alcañiz. Me acompañaban Ernesto López López y Carlos Cronopial Balbino, comisionistas de Épila que, molestos por no haber podido disfrutar del ágape, se hicieron con una horcas de almez y empujaron al fondo de un barranco cubierto de ortigas, a medida que iban saliendo del restaurante, a cada uno de los miembros de la familia de la mujer rubia, gente horrible de esa que ya en marzo se provee de unas chanclas, una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos de chándal como para ir a bañarse a la playa de La Barceloneta; quedaron buenos.

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26 de abril de 2021
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El Boomeran(g)
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