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Paleta de colores de la artista Leticia Feduchi

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Espacios de reconocimiento

Sabemos la cara que tenemos y el aspecto con el que nos presentamos al mundo porque los hemos visto a lo largo de los años reflejados en diferentes espejos. De la misma manera, sabemos lo que pensamos o ponemos nombres a nuestras ideas porque antes lo hemos visto o leído en alguna manifestación cultural. Porque hemos adoptado una especie de patrón que nos ha ayudado a darle forma a una masa de sensaciones. Por eso estamos tan agradecidos a esos escritores que han puesto palabras a lo que sentíamos o esos artistas plásticos que han representado alguna escena que creemos haber vivido en otra existencia o en un sueño. A ellos les debemos las metáforas con las que hemos construido nuestro universo simbólico, como tan bien ha expuesto Anne Carson en Eros dulce y amargo, publicado hace unos meses por Lumen.

Si damos con el patrón adecuado, nos reconocemos satisfechos y caminamos con pie firme. La búsqueda de ese re-conocimiento es el motor que nos empuja a la cultura, principal espacio de construcción de metáforas. A lo largo de la vida, aprendemos el nombre de las cosas y el funcionamiento de los mecanismos que hacen posible la vida en sociedad. Así adquirimos conocimiento. Sin embargo, todo ese bagaje al final tiene muy poca profundidad si no se produce el re-conocimiento que las manifestaciones culturales hacen posible.

He llegado a esta maraña de reflexiones tratando de dar respuesta a la pregunta de por qué me había impactado en el modo en que lo hizo la película Las niñas, de Pilar Palomero, flamante triunfadora de los Premios Goya.

He leído muy pocos libros, apenas ninguno, en los que se pretendía retratar a mi generación. Demasiados problemas tengo para consolidar un relato suficientemente sólido de lo que viví y cómo lo hice. Tratar de conjugar mis propias complicaciones con las de otros sería un esfuerzo muy por encima de mis posibilidades. Además, existe el riesgo de tener que acabar aceptando que los demás han interpretado mejor que una misma las propias vivencias. Bastante vértigo.

Sin embargo, no he podido evitar reconocerme en los silencios de Celia, la protagonista de Las niñas, en una interpretación excepcional de Andrea Fandos. Decir que a veces se dan silencios muy elocuentes en las manifestaciones artísticas es un lugar común. Pero no por eso se debe dejar de prestarles atención. Los silencios de la niña Celia se llenan con una cinta de casete que le graba su amiga de Barcelona. En mi adolescencia, el duende maldito que invita a soñar de la canción de Héroes del silencio me parecía realmente cargado de misterio, anunciador de prodigios que podrían suceder en un futuro o que ya le estaban pasando a los demás. Con frecuencia, la vida era lo que le pasaba a los otros, como en los libros que leía. Pero ilusionaba saber que era posible que en la noche existiera un duende misterioso. De la misma manera, reconforta saber que siempre es posible que sucedan cosas inesperadas que superan los límites más romos y predecibles de la construcción que conocemos como realidad: en la película, la educación religiosa y opresiva y las estrictas normas cotidianas de la madre de Celia.

Esa posibilidad de los prodigios se da, por ejemplo, en los talleres o estudios de los artistas plásticos. Siempre o casi siempre que he visitado alguno, he experimentado esa sensación de reconocimiento o de hallazgo, que vienen a ser dos fenómenos muy similares. La persona que lo visita pude reconocerse en el taller de Jaume Plensa, en el de Eduard Arranz-Bravo, en el de Vicente Rojo, en el de Jordi Bernadó, en el de Nuria Melero o en el de Leticia Feduchi porque allí es posible que suceda cualquier epifanía. Son los sitios de la imaginación. Y del trabajo que es la indagación en esas posibilidades. Por eso son lugares capaces de fascinar a cualquiera, porque todo el mundo espera presenciar esa suerte de big bang del que se desprenden las metáforas que darán forma y significado a lo que hasta entonces solo era misterio.

A modo de autorretrato, Jaume Plensa reprodujo una fotografía de la pared de su taller con sus herramientas en un gran muro del MACBA durante la exposición que el museo barcelonés le dedicó en 2019. En unos términos muy parecidos, Vicente Rojo tituló Autorretrato un collage de grandes dimensiones en el que colocó una infinidad de objetos que había guardado durante años en su taller. En ellos estaba su vida, más que en su propio cuerpo o en su rostro. Cualquiera puede reconocerse en los lápices consumidos, en las tijeras escolares o en los soldaditos de plomo. Reconocimiento en la vida de los otros, en lo ya vivido o en aquello a lo que todavía pueden dar vida desde su estudio.

También allí es posible encontrarse con una parte –aunque arcana– de uno mismo en la paleta de un pintor. Esa es la materia originaria por antonomasia. Materia, forma y color. De nuevo el big bang justo antes de la gran explosión. O también la semilla de la que saldrán miles de bosques, aunque de momento no habla. El silencio que precede al murmullo de la erupción y el silencio que queda cuando ya todo ha pasado. Por eso, el silencio del estudio es un silencio falso, como el de Celia. Por lo general, los talleres están repletos de objetos que hablan y, con más o menos orden, reproducen los pensamientos de la persona que los ha reunido allí. El mensaje resultante dependerá del código y la gramática que aplique cada cual para ordenar todas las metáforas escondidas en el misterio y acabar reconociéndose.

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8 de marzo de 2021

Robin Williams en "El club de los poetas muertos"

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Un malestar sin poetas

 

Hubo un tiempo en el que la noción de esfuerzo se transmitía de padres a hijos. No hacían falta palabras; bastaban las manos callosas que subían el butano y los delantales gastados. Y aunque su sudor nos conmoviera, nada era capaz de herir la hermosura que íbamos hinchando a base de azúcar y ensueño. El amor estaba en el aire, ­pero también un destino digno: la promesa de que viviríamos mejor que nuestros padres pues se abría la puerta de un ascensor social hasta entonces bloqueado. España enfilaba su norte estrenando Seats, libertad y futuro.

“Quiero que encuentren su propio camino, en cualquier dirección: con estilo orgulloso, con estilo tonto, como sea”, decía el profesor Keating a sus alumnos en El club de los poetas muertos. También les recordaba que todos seremos alimento para los gusanos, por ello les alentaba a aprovechar el tiempo, a vivirlo abrazando lo extraordinario. Y aquel profesor interpretado por Robin Williams se subía a la mesa para explicar el punto de vista: pobres quienes no saben mirar las cosas de manera distinta. Los que entonces éramos jóvenes idealistas adoramos la película y leímos con más ferocidad a Whitman, Frost o Maria-Mercè Marçal, versos que nos liberaban del miedo a despeñarnos si pensábamos diferente, esa “desesperación silenciosa” que nombraba Thoreau. Nuestros profesores no se subían a un pupitre, pero nos abrían el hambre y la sed de conocimientos. La guerra estaba lejos. A nuestros veintitantos bombardearon Sarajevo, donde, como cuenta la escritora Dubravka Ugrešic en su deslumbrante ensayo La edad de la piel (Impedimenta), una niña que acabó en la sección psiquiátrica de un hospital respondía a la pregunta de los médicos “¿qué es lo que más miedo te da?”: “Las personas”.

Hoy, nuestros hijos, zetas y millennials , saben que vivirán peor que nosotros. La pandemia ha multiplicado la hilera de puertas impenetrables. Licenciados y con másters aspiran no más que a cronificar su estatus de becarios. Los gurús del mapa disforme de las nuevas leyes sociales no son ya poetas ni maestros, sino El Rubius o Kim Kardashian. Suelen identificar el éxito con la provocación y la vacuidad del postureo. Y se ven salpicados por la ola de cinismo que dificulta la principal máxima de la democracia: vernos como verdaderamente somos, mientras falsas verdades encienden la mecha del odio.

Las expectativas de los jóvenes son miserables, lo que les lleva a no sentir el mínimo apego por el sistema. Algunos acaban comprando argumentos populistas: radicalidad, violencia, rechazo de lo democrático. Se han acostumbrado a que vendedores disfrazados de coach desplacen a la autoridad intelectual y científica. Ahí está, por ejemplo, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele –39 años–, que gobierna el país con poder absoluto desde varias pantallas, incapaz de mantener una conversación de Estado sin mirar cien veces su teléfono.

El cambio de paradigma analógico/virtual ha supuesto el triunfo de una forma de entender el conocimiento que sigue la lógica de la fast food: facilidad y rapidez, satisfacción inmediata, nada productivo, ni una miga de beneficio. Y si a eso le sumamos el desplome de la espiritualidad –casi la mitad de quienes tienen entre 18 y 24 años no se identifica con ninguna fe–, se agiganta el vacío. Lo resumía el escritor Adam Zagajewski: “En general, lo grande no puede ser expresado. En cambio, lo pequeño sí: se puede intentar”.

El manto de la cultura ha dejado de protegerlos. Les ha fallado el principio de la retribución: no por mucho estudiar tendrán un lugar en la vida. Extraños de sí mismos, su desmotivación dificulta incluso la rebeldía. Pero no lo olvidemos, el malestar de los jóvenes violentos esconde el silencio herido de los pacíficos, que empiezan a temer más a los adultos que al fuego, como aquella niña de Sarajevo.

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8 de marzo de 2021
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El hombre cuenta (VII): el botón rojo

Formularé una pregunta hoy usual: ¿es legítima la dejación de responsabilidades consistente en trasladar a un ente maquinal tomas de decisión sobre asuntos con grandes implicaciones, y que  hasta ahora eran tratados exclusivamente por seres humanos?  La pregunta   suscita de inmediato una segunda:

¿De qué asuntos se trata? Y caso de que efectivamente se trate de cuestiones de gran complejidad, que exigen no sólo conocimiento técnico sino potencialidad de discernimiento moral o de valoración estética, entonces surgiría de inmediato una tercera pregunta: Pero, ¿es que hay realmente entes maquinales susceptibles de cumplir tal rol?

Consideremos un caso  extremo (no quizás el más problemático): el presidente de los Estados Unidos  que en todo momento tiene relativamente cerca  el maletín nuclear (Trump al parecer no lo soltó hasta el último día) se ve en la disyuntiva de apretar el botón o no, dada una presunta amenaza se potencia enemiga. Sus consultores le manifiestan carecer de criterio y le dejan efectivamente sólo ante la decisión.

¿Cabe pensar que en última instancia recurre a un ente maquinal convencido de que este tiene criterio a la vez fundado en más acusada percepción de los datos en juego, mayor capacidad de calcular las pérdidas que la acción provoca y asimismo  las que ocasionará la inevitable respuesta. Calculará si vale la pena desde un punto de vista militar y asimismo desde el punto de vista económico. Pero hay algo más:

Hemos de suponer que el presidente en cuestión no es un canalla. Palabra esta que dice muchas cosas sin necesidad de recurrir al concepto que subyace, de trasfondo kantiano y sobre el que hemos de volver, avanzando que un canalla es aquel que no tiene reparos en instrumentalizar a los seres de razón, en instrumentalizarlos para su inmediato interés empírico, en no considerarlos como fin en sí.

Estoy pues suponiendo que el interlocutor maquinal del presidente de los Estados Unidos es un ser dotado no sólo de inteligencia computacional sino también de esa  segunda modalidad de la razón kantiana que es la moralidad, que solapa en parte aquello que el pensador español Gabriel Zubiri denominaba “Inteligencia sentiente”.

Si supusiéramos que hay un ente maquinal de estas características sería perfectamente imaginable (aun no digo que sería legítimo) que en la soledad de su despacho el presidente de los Estados Unidos depositara en él la decisión final de apretar el botón rojo.

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5 de marzo de 2021
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Exigente

Preguntan a un político regional en quién le gustaría reencarnarse en caso de fallecer un día de estos, y responde que en Garbiñe Muguruza. Una espléndida elección, pienso yo; esbelta, campeona de tenis, rica, agraciada, pero, y aquí detengo la reflexión, con un pésimo cutis, comido por el acné más salvaje. Mi altísimo nivel de exigencia vuelve a jugarme una mala pasada; habría coincidido con el político, lo que, bien llevado, me hubiera reportado pingües beneficios, pero, zas, por esa nimiedad, lo he tirado todo por la borda. Por cierto, recuerdo ahora, con todos los detalles, cómo se vino abajo mi noviazgo con la heredera destacada de una de las grandes familias del franquismo económico y estratégico. Una interesante mujer, hasta que descubrí que pronunciaba Norruega en vez de Noruega y que en la exposición sobre Turner que visitamos en la Tate llevaba, escondida en la manga, una chuleta escrita a bolígrafo con los datos sobresalientes del pintor.

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4 de marzo de 2021
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Contenidos

La primera manifestación de tu vida es como el primer beso: recuerdas el dónde y el a quien, pero no a qué supo. El futuro es un sabor incierto. Después de una larga vida de manifestante resoluto aunque pacífico contemplo con curiosidad el mapa de las actuales protestas callejeras, prestando especial atención a las de Barcelona, no tanto por su inusitada violencia como por sentimentalismo; fue la ciudad donde, sin vivir en ella, me manifesté el 11 de septiembre de 1977 en la Diada de Tarradellas. Besos, aquel día gozoso, di muchos a quien me llevó del brazo.

Como vengo de un tiempo antiguo y muy largo, las causas por las que me movilicé antes en el Madrid antifranquista de mi juventud, siendo ineludibles tenían la adrenalina de la peligrosidad: todas estaban prohibidas. Mi primera manifestación permitida y multitudinaria hube de hacerla fuera de mi país, protestando en otoño de 1973 y en Londres, donde vivía entonces, por el derrocamiento de Salvador Allende. Pocos años después ya se pudo ocupar la calle en España, y supimos de otras injusticias, de otros crímenes, de otros derechos todavía por conseguir. Se hacía conciencia al andar.

Guardo en la memoria con especial viveza la de febrero del 2003 por la Guerra de Irak, casi tres millones en toda España unidos por el No a la guerra. Yo la recuerdo porque se hizo eterna en el lento trayecto de Cibeles a Sol; siempre he sido andarín, pero mis huesos ya se me quejaron, y aún no quiero llevar, por presumido, un sillín desplegable.

En la televisión destaca mucho el fuego barcelonés. Ya no hay manifestación que se precie sin contenedor en llamas, aunque es verdad que contra el franquismo la basura se lanzaba peor: había demasiada. Aquellos primeros besos robados a la concupiscencia de la libertad los veo llenos de contenido, ardientes con razón. Quemar por quemar es como un gatillazo.

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4 de marzo de 2021
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María Iordanidu

El verano de 2019 me fui de vacaciones al Cáucaso para cruzarlo a pie. De Tiflis a Batumi, ciudad sin igual. La gran belleza ocurrió en Kazbegi, región en la que me hubiera gustado quedarme unos días más. Allí conocí a Guli, dueña de una tiendita de abarrotes. Guli hablaba inglés porque su hermana gemela vivía en Reino Unido y la visitaba muy a menudo. Me contó que su hermana se fue de Georgia cuando apenas tenían veinte años y la guerra de Abjasia ya había hecho mucho daño. «I missed her so much, but I felt like staying home», me dijo.

Guerra y vidas separadas. Hace poco llegué al nombre de María Iordanidu (Constantinopla 1897 – Atenas 1989), a quien la irrupción de la Primera Guerra Mundial la pilló de vacaciones en el mar Negro, en Batumi. Como a la protagonista de su novela, Ana, este acontecimiento la obligó a quedarse en Rusia cinco años. Borrada de la faz de la tierra y sin noticias de casa, tuvo que aprender ruso y adaptarse a un país trémulo. «Cuando se encienden las estufas y los samovares, cuando tienes los pies enfundados en unas buenas botas de fieltro y el estómago lleno, el invierno ruso es precioso. Pero si no tienes todo eso, mejor que no hubiera invierno».

Cada vez me gustan más las novelas de aventuras, lo raro es que antes las aborreciera tanto. Por cierto, sigo deseando que publiquen los viajes de Ibn Battuta en español. Leer en inglés resta entusiasmo.

El libro de Iordanidu me ha maravillado por su cotidianidad en los grandes acontecimientos. El tono costumbrista genera comodidad al leerla, una narración superficial que admite y busca la imaginación del lector. Cómo me hubiera gustado entrevistar a María Iordanidu. ¿Quién más es capaz de describir en un tono tan irónico y entusiasta un naufragio en tierra hostil? Personaje fragmentado, pero campechano. La edición de Acantilado cuenta con un glosario esencial y unas valiosísimas notas de la mano de la traductora Selma Ancira.

«Amorcito». Algunas palabras resuenan como un semantron en el oído, como una voz venida de otro mundo. De un mundo que ya no existe, y runrunean nostálgicas en el mundo que empieza.

Semantron: instrumento de percusión idiófono que en los monasterios ortodoxos es usado para llamar a los monjes a orar.

Kazbegi

 

Batumi

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3 de marzo de 2021
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Violencia S.A.

Yo no creo que a los incendiarios les importe una higa el rapero matón, se trata de una violencia similar a la de los hijos de ETA, pero mejor organizada y con varios brotes a muchos kilómetros

Puede ya verse con cierta distancia cómo arden las ciudades más ricas de España. Los cuerpos de policía hacen lo que les ordenan sus jerarcas, los cuales, en algunos casos, no es evidente a quién obedecen. El portavoz de Unidas Podemos, el personaje llamado Echenique, felicitó a los violentos. Los jefes del separatismo y un valenciano riñeron a los guardias. Salió entonces Carmen Calvo para hacer de policía buena y reprochó a Podemos que no condenara el terror. Sin embargo, Pedro Sánchez no dijo ni pío hasta el tercer día, con lo que imaginamos que estaba recibiendo un mensaje y tenía que rumiarlo. Es lento.

Yo no creo que a los incendiarios les importe una higa el rapero matón, se trata de una violencia similar a la de los hijos de ETA, pero mejor organizada y con varios brotes a muchos kilómetros. Tienen dinero. En los reportajes, a pesar de que los periodistas procuran sacar siempre de espaldas a los terroristas, se distingue con claridad a los cabecillas, aunque desde luego nunca cazan a ninguno. También se observaba que en Barcelona los Mossos actuaban con exquisito cuidado para no amostazar a su alcaldesa.

Visto a distancia, se advierte que no es una exhibición de kale borroka, sino un aviso a Pedro Sánchez. Le están diciendo: te gusta mostrarte díscolo, Pedro, así que toma nota de la que podemos armar cuando nos dé la gana. Sánchez ha de agachar la cerviz, ese es el mensaje que le han enviado los grupos que usan medios fascistas disfrazados de antifascistas para lograr fines fascistas. Sométete, chulito español, humíllate, o ponemos el país a sangre y fuego con el permiso de la burguesía nacionalista y sus tontos útiles. Y es que por eso están en el Gobierno, para mear hacia fuera de la tienda, como sugería Robert McNamara.

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2 de marzo de 2021
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El equilibrio y el caos

 

Hay una reflexión sobre el equilibrio y el caos que, tantos años después, saco de los recuerdos de mi infancia en Masatepe, el pueblo por encima de cuyos tejados se alzaba el volcán Santiago, que me despertaba con sus retumbos en las noches, como los de un cañoneo de asedio a una ciudad sitiada.

Mi padre fue construyendo a retazos nuestra casa, en un solar que hacía esquina con la plaza frente a la iglesia parroquial, comprado en comunidad con un amigo; luego decidieron ambos, mediante una moneda tirada al aire, quién de los dos se quedaba con la parte esquinera, y a mi padre lo favoreció la suerte. Era un lugar ideal para lo que se proponía, recién casado, abrir su tienda de abarrotes; porque despreciando el oficio de músico que ejercían sus hermanos bajo la batuta de mi abuelo, decidió hacerse comerciante.

Su olfato le decía que la concurrencia de clientes sería siempre numerosa, pues frente a la tienda habrían de pasar necesariamente las procesiones religiosas, el cortejo de las bodas a media calle, y los entierros; y la plaza y la iglesia eran el epicentro de las fiestas patronales, con sus misas de revestidos y las algaradas de pólvora, las ruletas y mesas de dados, los juegos mecánicos y los bailongos.

Primero levantó el local destinado a la tienda, un corredor trasero y el dormitorio matrimonial; luego agregó el comedor y una sala, y los demás dormitorios se fueron sumando a medida que aumentaban los hijos, todo se acuerdo a sus propios cálculos y diseños, pues él definía el lugar de puertas y ventanas y la altura de las paredes.

Me recuerdo siempre entre albañiles y carpinteros pendencieros y bromistas, que iban y venían entre andamios y escaleras, la cal apilada en un corralillo, el cerro de arena y la zaranda para colarla; rimeros de tejas de barro, piedras de cantera, los ladrillos de mosaico que luego simularían una alfombra persa en el piso de la sala, costales de cemento Portland, el cajón de la argamasa, reglas y ripios para el henchido de las paredes de taquezal, zapatas y alfajillas.

Los instrumentos y herramientas, podían encontrarse al paso en aquel desconcierto, en cajones de madera con asas, o sobre el banco de carpintero castigado y carcomido como pasado por el fuego. Piochas, palas y picos, garlopas de mango torneado, cucharas triangulares para batir la argamasa, gubias, martillos de oreja, el berbiquí y su juego de brocas, el cepillo que aventaba en colochos perfumados las virutas, la garlopa como un zapato ortopédico, la escofina dentada.

Y estaban también el nivel y la plomada.

Cada vez que era requerido, el nivel aparecía de manera misteriosa en las manos del maestro de obras malhumorado, vestido de dril kaki y sombrero borsalino de ancha badana, el lápiz en la oreja y el metro plegable en el bolsillo de la camisa, distante por su solo atuendo de la pandilla de operarios, respetuosos y a la vez burlones, que trabajaban en camisolas sin mangas, las gorras de beisboleros con roturas por las que asomaban moños de cabello, los zapatos sin cordones con las lengüetas de fuera, el olor a argamasa mezclado en su piel con el rezumo de alcohol de estanco y sudor viejo.

El nivel era una pieza rectangular de madera que conservaba el brillo del barniz a pesar de los rigores de su uso, al medio la burbuja que parpadeaba como un ojo atento y preocupado de que la exactitud del eje entre las dos muescas marcadas en la hilada de piedras, sobre la que era colocado, se mantuviera sereno, y no acusara inclinaciones a uno u otro lado, como un juez recto de criterio que debe mostrar su imparcialidad.

La redundancia no sobra cuando digo que el nivel atestiguaba el nivel. Era el custodio de lo justo y de lo exacto y prevenía las catástrofes y los derrumbes cuando, rematadas las paredes, el techo de tejas asentado en las soleras de cedro recién labradas por el escoplo, descendiera desde la cumbrera de dos aguas hacia los aleros en un oleaje tranquilo, sin riesgos ni sobresaltos.

Y si el orden horizontal del mundo lo custodiaba el ojo imperturbable del nivel, el orden vertical correspondía a la plomada. El albañil lo llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y semejaba más bien un trompo con la cuerda enrollada, sólo que este era de fierro, y la cuerda servía para colgarlo junto a la pared, aún desnuda del repello, de modo que, separado apenas unos milímetros, probara que la correspondencia entre la cuerda y la pared era exacta, ambas en la misma perspectiva, sin rozarse, y que de esta manera la pared a plomo jamás se desplomaría sobre nuestras cabezas.

Esa casa sigue allí, con sus estancias ahora desiertas, la tienda de abarrotes desaparecida hace tiempo, con su tráfago de clientes, desde los últimos en entrar en el cine vecino que compraban apresuradamente cigarrillos Esfinge porque la función ya empezaba, a los cazadores de venados que se aprovisionaban de tiros veintidós para sus excursiones nocturnas en las faldas del volcán. Sola, pero sus muros y la techumbre resisten el tiempo, bajo el imperio del nivel y la plomada.

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1 de marzo de 2021
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Diario del confinamiento (16) La conciencia perdida de los seres y las cosas

 

 

 

 

 

Estábamos en la estación de Atocha cuando me dijo:

-¿Te acuerdas de Madrid?

-Pero si estamos en Madrid -le dije.

-Sí - me dijo ella-, ¿pero te acuerdas de aquel Madrid

de antes de la pandemia?

-No, no lo recuerdo –respondí-.

Todo  son imágenes borrosas, todo es  niebla.

 

El olvido es un producto

típico del aislamiento.

La experiencia me indica

que la memoria necesita anclarse en el mundo

más que en las simas

de cada uno.

Los destinos

no se explican sin el otro.

 

Tardaremos en saber quiénes somos

y quiénes hemos sido.

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1 de marzo de 2021
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Comprender (y soportar) la fragilidad

Azotados por las sucesivas oleadas del coronavirus mutante, la crisis fabril –y ética– de las vacunas, los lunáticos titulares de los tabloides británicos y la escasa edificación de la retórica política presente –en especial la catalana y la madrileña–, resulta sanador volver a los clásicos griegos para tratar de encontrar algún asidero sobre la condición humana ante tantas tribulaciones.

No estuvieron exentos de emociones. Los atenienses –que son los griegos buenos tal como hemos decidido– vivieron con intensidad el siglo V antes de Cristo, algo más de media centuria a lo largo de la cual crearon un imperio naval, promovieron un sistema político que seguimos llamando democracia, se embarcaron en la cruenta guerra del Peloponeso, padecieron una terrible peste que duró más de un lustro, se arruinaron económicamente, fueron invadidos y, finalmente, en el 404, exhaustos, se rindieron ante los temibles hoplitas espartanos.

Todo esto nos lo ha contado, entre otros, Tucídides, cuya descripción de la peste ateniense está considerado el primer gran relato médico de la historia. Hace de ello unos 2.500 años, época en la cual floreció la llamada tragedia griega así como la sátira, vehículos literarios a través de los cuales se exponía la visión de la vida y se educaba a la ciudadanía en una cierta resignación, dado el dominio del azar sobre el destino de los hombres.

No obstante, los héroes y demás protagonistas griegos se rebelaban sin cesar contra la ruleta de la fortuna –motivo central de las creencias medievales, todavía–. Y hubo razonamientos, como el utopismo platónico, que presagiaron un gran futuro para la humanidad a través del dominio de la espiritualidad.

Contra las lecturas más o menos conocidas de ese espíritu helénico, construido entre otros por el pensamiento de filósofos alemanes como Schopenhauer y Nietzsche, conviene rescatar estos días el libro de la neoyorquina Martha Nussbaum (Craven de soltera, premio Príncipe de Asturias 2012), titulado La fragilidad del bien (La balsa de la medusa, 2015), dedicado precisamente a entender el mundo emocional griego.

Nussbaum ha teorizado mucho sobre las desigualdades promovidas a lo largo de la historia, tanto por cuestiones económicas como políticas y también de género e incluso de orientación sexual –mucho antes de que se pusiera de moda y nos invadiera un tsunami de exposiciones plásticas al respecto. En El conocimiento del amor (La balsa de la medusa, 2005), por ejemplo, ya nos sorprendió con un atrevido ensayo en torno a la literatura al considerar la gran novelística, de Henry James a Proust, de Dickens a Homero, como fuente documental para la construcción ética del ser humano.

En La fragilidad del bien lo que nos señala, en cambio, es que el entramado cultural helénico fue toda una construcción para que los griegos sobrellevaran su extrema vulnerabilidad. Pero puede que siguiendo ese razonamiento, toda la civilización humana, incluida la religión, busque precisamente eso, sobrellevar nuestra fragilidad. Y solo ahora, nosotros, hijos de la opulencia, estemos comprendiéndolo en medio de la pandemia. Veníamos de una larga paz augusta. Demasiado tiempo sin conflictos ni grandes tragedias, viviendo un mundo donde lo políticamente correcto, el bien, ha sido, al menos en teoría, hegemónico.

No es extraño que andemos desnortados. Para empezar, no hay una comunicación eficaz ni constructiva, entre otras razones porque ya no se trata de divulgar sino de contemporizar, habida cuenta de que los principios bioquímicos del nuevo virus se desconocen. Éramos semidioses en busca de la inmortalidad a través de la ciencia y la tecnología –según el vaticinio del best seller Homo Deus de Yuval Hariri, el profesor de la Universidad de Jerusalén que a estas horas debe ya estar vacunado por Pfizer. Pero no ha sido así, lo que venimos padeciendo semeja una plaga bíblica de Egipto.

Ignorantes de asuntos tan básicos como las causas de los contagios, desinfectamos hasta los zapatos y desatamos críticas políticas de unos contra otros, de un extremo ideológico al siguiente confín, incluso competimos por países y territorios. En España, cabía esperarlo, nos enzarzamos en debates de campanario y padecimos unas largas ruedas de prensa con generales recordando los viejos tiempos de pomposidad militar y la falta de prosapia de los nuevos políticos. Hasta que decidieron dejar solo al epidemiólogo útil –o inútil, tanto da– de Fernando Simón, el denostado.

En poco más de lo que dura un embarazo, Portugal ha pasado de ser ejemplar a un desastre, y no digamos Ibiza. Empezamos todos encerrados y enseñando civismo a los niños desde los balcones hasta que un spin doctor (el súper asesor de turno) se inventó lo de la “nueva normalidad”. Construimos y deconstruimos nuevos hospitales de campaña. Demonizamos a los chinos mientras proliferaban los negacionismos. El primero que perdió el norte fue Miguel Bosé, hace poco Victoria Abril. Hemos descreído de las vacunas y semanas después se resucitó el espíritu del estraperlo en torno a las primeras que llegaron.

Nos hemos acordado de Unamuno y su “qué inventen ellos”, cuando descubrimos, al fin, que este es un país hospitalario que se gana la vida con sus camareros, y que apenas da para cuatro investigadores de verdad y ninguna fábrica de vacunas, salvo si son veterinarias. Tal vez en el siglo XV y en el XVI fuimos como atenienses, pero ahora padecemos una extrema fragilidad y culpamos siempre al gobierno, como los italianos cuando llueve. Como sea que gracias a las autonomías tenemos políticos de todos los colores haciendo el ganso, acaba esto como en una de las buenas comedias del centenario Berlanga, nuestro último gran educador social.

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28 de febrero de 2021
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