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3 siglos de vidas privadas

Diario de Nathaniel Hawthorne La Morgan Library & Museum de Nueva York está realizando una exposición sobre tres siglos de escritura de diarios. La exposición incluye varios fragmentos y cuadernos de diarios íntimos que guarda la librería. Solo para fetichistas. Debe ser un placer ver esas letras cursivas, con tinta, desplazándose por el papel. Dice la nota en Ñ:

Ya antes había intentado llevar un diario pero no funcionó debido a la necesidad de ser honesto?, escribe John Steinbeck en un voluminoso libro de contabilidad completo.Este particular diario de Steinbeck, parte de la atractiva exposición que se inauguró el 21 de enero en la Morgan Library & Museum de Nueva York, ?The Diary: Three Centuries of Private Lives? (El diario: tres siglos de vidas privadas), tiene un objetivo tan modesto ­hacer una crónica del trabajo de Steinbeck en ?Viñas de ira?  que posiblemente no tuerza demasiado la verdad. Sin embargo, después de pasar un tiempo con estos diarios, uno observa el fervor puesto por quienes los escriben en realizar un laborioso trabajo para dar forma a los relatos acerca de sí mismos.Pueden verse las crónicas de famosos (Nathaniel Hawthorne) y poco conocidos (Adèle Hugo, la hija de Victor); de la realeza (la Reina Victoria relatando sus viajes a las Tierras Altas de Escocia) y de piratas (Bartholomew Sharpe, que asedió a los españoles en el siglo XVII); y de niños escritores (J. P. Morgan cuando tenía 9 años) y escritores para niños (E. B. White, que a veces utilizaba sus propios diarios como fuente). El diario de viaje de Bob Dylan durante su gira de 1973-74 con The Band se inicia con un dibujo hecho por él de una vista desde la habitación del hotel de Memphis; el diario de viajes de Einstein en 1922 está abierto en cálculos relacionados con el electromagnetismo y la relatividad general, escritos al dorso de la página. Los diarios están escritos en volúmenes encuadernados (como el de Sir Walter Scott) o relegados a un bloc borrador (como un relato de los ataques del 11/9 escrito por Steven Mona, teniente de la policía de Nueva York). Están garabateados enérgicamente (como el de Henry David Thoreau, escrito con lápices fabricados por la empresa de su propia familia hay una caja en exhibición) o comprimidos en una letra casi microscópica (como la reacción a una noche oscura y tormentosa de una joven Charlotte Brontë). Son todas presentaciones, confesiones, manifestaciones artísticas sorprendentes a menudo afectadas y, tal vez, ocasionalmente, honestas. (?) En cualquier caso, muchos de los diarios exhibidos son casi dolorosos en sus confrontaciones con la recalcitrante realidad de las vidas y temperamentos de sus autores.Un enorme volumen del tratante de esclavos británico John Newton relata su conversión espiritual, pero también sus ?reiteradas reincidencias?: ?He estado leyendo lo que registré de mi experiencia en el último año una extraña vanidad. Me descubro condenado en cada página?.Y un poco juguetonamente, un volumen de los diarios de John Ruskin de 1878 muestra el encabezado ?Febrero a abril, el Sueño? sobre páginas en blanco. Son un espacio deliberado que este crítico dejó para marcar el período de su derrumbe mental  una pesadilla.Más adelante, Ruskin volvió sobre las primeras partes de su diario, tratando de discernir sus síntomas latentes. Inesperadamente conmovedora es la serie de apuntes escritos a toda prisa por Tennessee Williams correspondientes a los años 50; era celebrado por su genialidad pese a languidecer en la soledad y la angustia, dependiendo de las drogas y el alcohol.?Un día negro para comenzar un diario azul?, escribe al inicio del cuaderno expuesto en la muestra; más adelante, los encuentros sexuales de una noche sugieren que una ?benévola Providencia de golpe tomó piedad de mi larga desdicha este verano y me dio esta noche como muestra de perdón?.En toda la exposición, de páginas sobrias surgen ejemplos de experiencia y emociones fuertes.También hay algunos documentos históricos extraordinarios, como el maletín de cuero y el diario que llevaba el cirujano en jefe de Napoleón, Dominique Jean Larrey, durante la desastrosa campaña francesa en Rusia en 1812-1813.Napoleón decía que Larrey era ?el hombre más fino que he conocido?, y Tolstoi lo hace examinar las heridas graves del Príncipe Andrés en ?Guerra y Paz?.Aquí Larrey relata los horrores de la batalla, describiendo a madres que se ahogan con sus niños en brazos en medio de 30.000 muertos: ?Nunca se ha visto desastre más grande que éste?.De algunas cosas me habría gustado ver más, como partes del diario de Sir Walter Scott que muestran su pérdida gradual del lenguaje después de una serie de accidentes cerebro-vasculares.?Ya no soy el hombre que era?, escribe. ?El arado está llegando al final del surco?.

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2 de febrero de 2011
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Piedras en el camino

A principios de la década pasada dirigía el programa de estudios de la universidad de Cornell en Bolivia. Durante cuatro semanas en el verano (invierno allá) estaba a cargo de un grupo de diez estudiantes; los del doctorado tomaban cursos de quechua con un colega, los de la licenciatura política y literatura andinas conmigo. El programa incluía un par de viajes para conocer el país. Los llevaba a La Paz, Sucre y Potosí.
 
Uno de esos viajes logramos entrar a una mina en Potosí. Era la primera vez que yo lo hacía. Nos dijeron que para convencer a los mineros debíamos llevarles de regalo cartuchos de dinamita -se conseguían con facilidad en las tiendas de la ciudad--, cigarrillos, alcohol puro y hojas de coca. A la entrada de la mina, un minero hizo explotar unos cartuchos y yo me puse nervioso aunque aparenté calma. Una vez adentro, descubrí que el túnel por el que avanzábamos era muy estrecho y tuve un ataque de claustrofobia; el polvo de las rocas caía sobre mí y la linterna del guardatojo apenas iluminaba. Iba a preguntar cuánto faltaba cuando el minero dijo que habíamos llegado: de pronto, estábamos frente a El Tío, una estatua de barro con un falo enorme que los mineros adoran (en el sincretismo religioso andino, el Tío es una versión del Diablo, dueño de las oscuridades de la mina; hay que rezarle para encontrar minerales y salir de la mina sano y salvo). Dejamos nuestros regalos a los pies del Tío. Mis estudiantes miraban todo fascinados.
 
Al día siguiente teníamos que ir de excursión al lago Titicaca. Por entonces Evo Morales lideraba protestas en oposición al modelo neoliberal y las comunidades aymaras aledañas al lago habían decidido seguir sus instrucciones y bloquear la carretera. Escuché por la radio que los militares controlarían los caminos y pensé que era mejor que que no se cancelara el viaje. Fue un día espectacular en Copacabana y en la isla del Sol; comimos las especialidades del lugar, truchas enormes y ancas de rana. El problema comenzó a la vuelta. No se me ocurrió que los militares, después de mantener las vías expeditas durante el día, se irían a sus cuarteles al caer la tarde. A eso de las seis de la tarde, de regreso a La Paz, nos topamos con un bloqueo. Los líderes campesinos se nos acercaron sin ganas de dialogar. Dije a mis estudiantes que negociaría con ellos y bajé de la vagoneta. Los campesinos me hablaron en aymara y no entendí ni una palabra, pero por los gestos supe que querían que los hombres bajaran de la vagoneta y ayudaran a llenar de piedras la carretera. Hubo un momento de tensión, pero no había mucho qué hacer. Los hombres -los estudiantes, el chofer-- bajaron y ayudaron a bloquear la carretera.
 
Nos desviaron a un pueblito en medio del altiplano. Cerca de la plaza había autos con los vidrios rotos. No había lugar donde dormir, y yo seguía haciendo preguntas en español y recibiendo respuestas en aymara. Los estudiantes me miraban ansiosos; debía decirles que no nos quedaría más que dormir en la vagoneta, pero trataba de ganar tiempo caminando de un lado a otro como si estuviera buscando soluciones. Me resignaba a tener que contarles lo que ocurría cuando un joven se acercó al chofer de la vagoneta y le dijo que por una módica suma nos podía guiar a un camino abandonado por el que llegaríamos a La Paz. No perdíamos nada; subió a la vagoneta y partimos. Así fue cómo evadimos el bloqueo (luego me enteraría de gente que tuvo que quedarse allí alrededor de dos semanas).
Ya de regreso en Cochabamba, un estudiante me agradeció por haber sabido manejar la situación. Estaba emocionado, dijo que nada se comparaba a tener "una experiencia auténtica, muy boliviana". Le dije que no había nada que agradecer, y lo decía de veras.

Vanity Fair (España), febrero 2011

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2 de febrero de 2011
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Ahí está el viejo topo

Ahí está, otra vez. Cuando menos se la esperaba. Cuando nadie quería ya nombrarla. Pacífica, tranquila, pero dura, determinada y resuelta. Dispuesta a poner la historia de nuevo del revés. A sorprender a los conservadores y a los cínicos. Resurrecta cuando todos la daban por muerta. Llevada en volandas por esos árabes hasta ahora callados y sometidos, humillados y victimizados. Ondeando con el nuevo orgullo de esos ciudadanos emancipados tanto del tirano como de su viejo resentimiento de vencidos.

Ahí está, horadando los cimientos. Destruyendo viejas alianzas indignas y obsoletas, lamentables ideas recibidas, prejuicios contra la dignidad de los pueblos. Dinamita de los intereses y del dinero. Taladro de una geopolítica que ni las fechas gloriosas de 1989 pudieron destruir. Terror de jeques y reyes petroleros. Espanto de cristianos sionistas y neocons. Ruina de espías y policías. Desconcierto de diplomáticos realistas y pragmáticos. Ahí está otra vez, cuando nadie ya osaba nombrarla. Cuando yacía ya olvidada ante la fascinación de los viejos y eficaces mandarines, los más conservadores entre los conservadores, los más autoritarios entre los autoritarios. Ahí está, ondeada por esos jóvenes árabes, hombres y mujeres sorprendentes, inesperados, maravillosos portadores de historia y de esperanza. Ignorada y olvidada por Europa. Lejos de Europa, de su Europa. Lejos también de Bakunin y Marx, pero no de Ghandi y Mandela. Ahí la tenemos de nuevo, obstinada, tenaz, nuestra vieja amiga. Mientras los últimos añorantes susurraban su nombre camuflado, la disrupción decían, ella, la vieille taupe, escarbaba y escarbaba para hacer caer a dos tiranos ya. Con la promesa de seguir y seguir, hasta derribarlos a todos, hasta dejar que ondee un día, bien pronto, esa bandera, la libertad de los árabes, desde el Atlántico hasta el Golfo Pérsico.

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2 de febrero de 2011
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El oxígeno de vivir

Se ha publicado un libro sobre el fotógrafo Enrique Meneses (Madrid, 1929) que se titula La vida con oxígeno. En uno de los telediarios nocturnos de La Primera apareció la autora de ese texto y también Enrique Meneses, una vez sentado en una silla de ruedas y con el tubito de oxígeno incrustado en la nariz y otra sin nada de todo aquello, respirando normalmente y afirmando con desparpajo que "la vida es muy pero que muy divertida". Parecían irritarle todos estos que, aquí o allá, vamos quejándonos de los dolores y contrariedades de la vida y difundiendo, al socaire, un triste concepto de ella.

Más tarde salió otro personaje en la pantalla que, sin relación con el anterior, declaró que la vida, por dura que sea, "vale la pena". La vida vale la pena. ¿Qué vale la vida? La pena. La pena es el coste de la vida pero, al cabo, la vida es tan divertida que no es nada raro tener que pagar algo a cambio de su gran espectáculo de entretenimiento.

Pienso que basta dar un paso atrás, o tres, o cinco o diez. Basta echarse atrás y contemplar el hecho de vivir y el deshecho de morir, para estar pronto de acuerdo con los que propagan una fama positiva de la existencia. Mortales como somos ¿qué puede gustarnos más que vivir y vivir?

"La alegría de vivir", la joie de vivre con que se titulan los cuadros más gozosos, es un pleonasmo, casi una obviedad y hasta una fatal redundancia. Es decir, el cero del cerebro que sigue o no en silencio, mientras el corazón no para.

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2 de febrero de 2011
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¿Condición genuflexa o brutal relación de fuerzas ?

En  tres  columnas que hace unas semanas me valieron observaciones muy críticas  yo ponía en tela de juicio que las soluciones clásicas de la socialdemocracia fueran algo más que utopías en una situación como la actual, en la que los estados revelan su carácter de superestructuras,  incapaces de introducir auténticas  medidas correctoras en la brutal dialéctica de los mercados. En la correspondencia evocada con Felix de Azúa, éste apunta que el fracaso de   la socialdemocracia sería proporcional al grado en el que responde a la  construcción delirante que sería la idea mismo de socialismo:

"En cuanto a la inexistencia real del socialismo (¿dónde lo ha habido?) me gustaría creer que es tan sólo una secularización más del  cristianismo, como el neogótico. Y que ya ha terminado su aventura semántica. Es cierto que la revolución de octubre fue una fiesta, pero para  anunciar una inmediata esclavitud, del mismo modo que la revolución francesa anunciaba el considerable poder financiero que ha durado  hasta 1970".

Felix me  señalaba  que esclavitud y explotación no son excesivamente mal recibidas por las poblaciones, al menos que sean mal gerenciadas. Y cargando la suerte, me indicaba algo en el límite de lo politicamente incorrecto, pero que desgraciadamente no veo manera de negar, a saber que, en caso de calamidad como en Haití, una dictadura introductora de orden sería bien recibida por la población. Hay ejemplos muy claros, como el de la Somalia del dictador Barre, el Tunez de Ben Ali y hasta los dos regímenes basistas de Irak y Siria, que mantenían, entre otras cosas , un forzoso equilibrio entre las comunidades religiosas que en definitiva favorecía a las  posiciones laicas. Y sin embargo...perdura aquí el problema planteado por Kant:

¿Puede el ser de razón conformarse con ordenamientos económico-jurídicos que garantizan su subsistencia, la decencia física, la seguridad, el confort y hasta el ornato de las vidas, pero que lo hacen al precio de la libertad? Dejando de lado que considerando el mundo en general no hay siquiera regímenes autoritarios que se muestren así de eficaces, suponiendo que  realmente los hubiera, la respuesta kantiana a la pregunta es obviamente que no: alcanzar  la libertad es un imperativo  del ser de razón que no será nunca erradicado. Frente a ello Felix me remitirá quizás a la empiria. Yo objetaré que ésta no puede ser jamás una prueba frente a la única facultad legitimada para  establecer qué tiene y qué no tiene carácter de prueba. De manera más concreta: la sumisión efectiva de individuos y pueblos enteros a la esclavitud constituye  muestra  de una relación de fuerzas y no  indicio de condición genuflexa.      

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2 de febrero de 2011
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Café amargo

Tomar un sorbito de café en la mañana es el equivalente nacional al desayuno. Puede faltar cualquier cosa: el pan, la mantequilla y hasta la inalcanzable leche, pero no tener ese buche caliente y estimulante al despertarnos es el preámbulo de un mal día. Mis abuelos, mis padres y todos los adultos que me rodeaban siendo niña bebían tazas y más tazas de aquel líquido oscuro mientras conversaban. Siempre que alguien llegaba a casa, la cafetera se ponía sobre la hornilla, porque el ritual de compartir ?una colada?  era tan importante como dar un abrazo o invitar a pasar. Hace algunas semanas, Raúl Castro anunció que se comenzaría a mezclar el café del mercado racionado con otros ingredientes. Fue simpático escuchar a un mandatario hablando de esos temas culinarios, pero también fue motivo de broma popular el que se dijera oficialmente algo que ya es práctica común ?hace años? en toda la Isla. No sólo los ciudadanos hemos adulterado por décadas nuestra más importante bebida nacional, sino que el Estado nos ha superado en ingeniosidad sin declararlo en la etiqueta del producto. Tampoco se puede usar ya el gentilicio ?cubano? en la distribución del estimulante brebaje, pues no es un secreto para nadie que el país importa grandes cantidades desde Brasil y Colombia. De las 60 mil toneladas anuales que alcanzó la producción cafetalera nacional, hoy sólo logran colectarse unas 6 mil. En los últimos meses ?el néctar negro de los dioses blancos? ?como una vez lo llamaron? se ha vuelto escaso. Las amas de casa han tenido que retomar la práctica de agregarle chícharos tostados y molidos para garantizar el sorbito amargo que nos damos nada más abrir los ojos. Si se le puede llamar a eso café, ya no sabemos, pero al menos es algo caliente y amargo para tomar en la mañana.

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2 de febrero de 2011
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Dejemos caer de una vez al Faraón

Toda la preocupación se centraba en la sucesión de Faraón. En su enfermedad. En el movimiento debidamente calculado de mover el peón, su hijo, para convertirlo en rey, justo en el momento adecuado. Los servicios secretos de todos los países concernidos, el ejército, la policía, los gobiernos aliados, todos estaban atentos y preocupados. Los antecedentes no permitían el desánimo: en la vecina Siria se había producido una sucesión como la ahora planificada. El cambio generacional estaba funcionando mal que bien en toda la geografía árabe, sobre todo donde se cuenta con la legitimidad sucesoria de las monarquías. La estrecha colaboración militar con Israel y Estados Unidos parecía también una garantía para que las cosas se mantuvieran bajo control. Todos esperaban, sin embargo, que el momento crucial, cada vez más cercano, sería ?el hecho biológico?. Nadie contaba con la existencia de otros factores, con frecuencia incontrolados, que invertirían el orden de los acontecimientos.

La variable más importante y decisiva no estaba en las agendas ni las prospectivas. Nadie había previsto un incendio como el que se ha declarado a partir de Túnez, en lo que ya es el programa de una revolución democrática árabe. Nadie había contado con lo que, al final, impulsa siempre este tipo de cambios: la gente, los ciudadanos, le peuple, we the people. Los ciudadanos de todos los países árabes, desde Marruecos hasta Irak, jamás habían derrocado a ninguno de sus múltiples y longevos tiranos. Habían sido determinantes, sobre todo en algunos países, en los combates de la independencia, pero luego cayeron en la postración, sometidos al puño de hierro de las distintas policías secretas de los sucesivos tiranos. También ellos estaban hasta ahora recluidos en una inmensa cárcel de pueblos, de la que los tunecinos están saliendo y los egipcios pugnan por salir. Sacrificados a la estabilidad, los ciudadanos de toda la geografía árabe habían sido minusvalorados y despreciados, pecado en el que Europa y Estados Unidos llevan la penitencia: a esta actitud arrogante se debe la ceguera política que ha impedido prever la revolución democrática árabe que se está extendiendo desde el Atlántico hasta el Golfo Pérsico. En vez de enfrentarse a una sucesión delicada, Washington y sus aliados se han encontrado con la ola revolucionaria imprevista que amenaza con derrocar a su fiel aliado de 30 años y les sitúa en un dilema insostenible. Si le empujan para que caiga, imparten una lección peligrosa a todos sus otros aliados: pueden prepararse los monarcas árabes mimados por occidente. Si le siguen sosteniendo, rubrican una vez más el doble rasero tradicional con los que se ha tratado a los árabes: la ejemplar democracia estadounidense les dice a los árabes que ellos no tienen derecho a la democracia. Obama no tiene la culpa histórica de este dilema, pero sí la responsabilidad. Ha seguido la misma política de todos sus antecesores, incluido por supuesto a George W. Bush; no ha sabido traducir sus palabras de El Cairo en hechos; nada ha hecho avanzar el proceso de paz entre israelíes y palestinos; y su actitud ante los egipcios, y sobre todo la de su vicepresidente Joe Biden, no es mejor que la de Sarkozy y su ministra de Defensa, Michèle Alliot-Marie respecto a los tunecinos.

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1 de febrero de 2011
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Astucia clásica de gran actualidad

El célebre tratado en doce libros "Res rustica" que suele titularse entre nosotros "Agricultura", obra monumental del gaditano Lucius Junius Moderatus Columela, contiene un largo apartado sobre el cuidado de las abejas -animales delicadísimos, caprichosos, a veces neuróticos, pero en sustancia divinos-, que es de gran interés. Ocupa todo el libro Noveno, con un breve prólogo, al menos en mi edición, dedicado a la formación de cotos y de cómo se encierra en ellos a los animales montaraces. Siendo la abeja un animal montaraz, no en eso distinto de la liebre, bien están ahí ambos conjuntados.

    Es el caso que las abejas soportan mal que el mielero, colmenero o abejero sea de naturaleza tosca y sucia. El olor a cebolla les marea hasta la nausea y también les espanta el pelo. Cuando les entra el disgusto, las abejas se comunican rápidamente entre sí con mucho escándalo, mandan un emisario a la reina y si ésta es de buen carácter emprenden la huida. Resulta bonito de ver un enjambre que huye del apicultor maloliente o hirsuto y se esconde en el bosque como una nube zumbante hasta que encuentra su lugar de anclaje.

    Ante semejante catástrofe, dice Columela, el apicultor sensible lo primero que debe hacer es despedir sin miramientos al empleado que desayunó pan con cebolla o que olvidó depilarse las axilas. Lo segundo, recuperar el enjambre, es asunto laborioso porque, atemorizado y espantadizo, el enjambre suele esconderse muy bien en el oscuro vientre del bosque, donde se queja y lloriquea durante semanas, y no hay quien lo encuentre.

    Da Columela unas instrucciones de astucia clásica, las cuales paso a contarles pues son de aplicación en multitud de ocasiones, cuando se produce la huida de otros animalillos pequeños o no tan pequeños en nuestros hogares.

    El apicultor minucioso conoce perfectamente el lago, charca, alberca o riachuelo donde acuden sus abejas para tomar el agua que necesitan a diario. Pues bien, córtese una de las cañas que tanto abundan en aquellos parajes. Vacíese pulidamente el alma de la caña y déjese gotear la miel por su interior. Atienda luego el apicultor con la caña tendida sobre el agua a que lleguen las abejas, exactamente como el pescador de truchas.

    No pasará mucho rato sin que acuda la primera abeja sedienta (aún no han podido localizar una nueva fuente más cercana a su refugio), la cual entrará por la caña para tomar la miel, siendo empujada de inmediato por otra que también quiere entrar y así sucesivamente, como en las colas del metro, hasta que en el interior de la caña se apretujan doce o quince ejemplares. Tápese entonces con gran decisión y velocidad el agujero de la caña con el pulgar.

    Señala Columela "el pulgar", en efecto, pero sin duda puede usarse cualquier otro dedo que se tenga a disposición en aquel momento.

    Váyase entonces el apicultor al umbral del bosque y deje salir una abeja y sólo una, volviendo a tapar de inmediato la caña. Verá que la abeja, un tanto desconcertada al principio, da unas vueltas sobre sí misma como haciendo cabriolas, pero luego, gracias a ese instinto admirable que tenemos las criaturas, emprende una carrera rectilínea indicadora de que ha hallado la dirección correcta.

    Por mucho que corra el apicultor entre el espeso boscaje es seguro que al cabo de un tiempo, mayor o menor según su edad y capacidades, habrá perdido la pista de la abeja. ¡Abra de nuevo la caña separando el pulgar! Una nueva abeja volverá a dar volteretas y saldrá luego disparada en línea recta hacia el hogar interino. Siga así hasta agotar los doces ejemplares. Raro será, razona Columela, que en doce o quince trechos no llegue el apicultor al enjambre, pero si no llega, es cosa de repetir toda la operación llevando la caña llena de abejas hasta el último punto donde le condujeron sus hermanas.

    De cómo se recupera entonces el enjambre, colgado de rama u oculto en un tronco, es asunto que trata en otro apartado: "Del modo de recoger los enjambres y de impedir su fuga". Me ha parecido, sin embargo, que la parte urgente, en nuestros días, es la anterior. Ya sabe el lector que nos estamos quedando sin abejas, atacadas y destruidas por un abejón dañino llegado del extranjero y no es exagerado decir que en unas decenas de años la miel puede convertirse en un bien tan escaso como el ámbar. Cada vez hay menos razones para seguir con vida.

    Así pues, cuide de su enjambre el colmenero, de su familia el padre hogareño, de sus amores el agraciado que los tenga, de sus libros el bien leído, de sus canarios el ornitófilo, de su grey el diputado, y vaya en busca de las bestezuelas huidas con un método tan refinado como el que nos recomienda el sabio latino y yo les he repetido. Pero antes de eso, lávense bien, por favor, eviten la cebolla cruda y no dejen de rasurarse todos los días.

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1 de febrero de 2011
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La nieta

Es una noticia común ser abuelos y, además, los abuelos repiten como loros las mismas palabras para referirse a sus sensaciones, igualmente iguales, inversamente noticiables. Ahora me ha tocado a mí, desde ayer, entrar en esa cofradía. Confieso que no siento interés alguno por esta asociación biológica ni tampoco por todos aquellos que se muestran orgullosos de ser sus miembros. La niña -no la nieta- es muy mona, muy rosada, muy... Paro para no ingresar inadvertidamente en ese universo repetitivo que no deseo pero que, por lo que advierto, es él, su mundo abuelo el que te asume y, como otras involuntarias peripecias de la vida mucho menos añosas, acaba tolerándose primero y luego, por su persistente fatalidad, aprendiendo a quererlo. La niña se llama Claudia y es hija de mi hijo Juan, el más bueno.

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1 de febrero de 2011
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La biblioteca que escapó del fuego

 Como estamos mucho más habituados a las imágenes de libros en las hogueras, resulta difícil de imaginar el proceso contrario: la salvación de una gran biblioteca del acecho de las llamas. La de Alejandría fue incendiada varias veces, y tenemos abundantes noticias sobre quema de libros en cualquier época sometida al fanatismo, hasta el pasado más reciente. Por eso llama la atención lo ocurrido con la Biblioteca Warburg. Curiosamente, todo fue muy rápido, pese a que las negociaciones secretas entre los alemanes y británicos implicados en el plan de salvación de la biblioteca fueron largas y laboriosas. A principios de 1933, Hitler alcanzó el poder, y a finales de ese mismo año los volúmenes que Aby Warburg había reunido en el transcurso de cuatro décadas ya se encontraban en su nueva morada londinense. Los acontecimientos se precipitaron, sometidos al vértigo sin precedentes de un periodo que culminaría en el mayor desastre de la historia. Los continuadores de la obra de Aby Warburg -pues este había fallecido un lustro antes- pronto advierten que será imposible proseguir con su labor bajo la vigilancia nazi. En consecuencia, empiezan los contactos destinados al traslado. Primero se piensa en la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, donde escasean los fondos para el futuro mantenimiento. Después, en Italia, el lugar más adecuado de acuerdo con el contenido de la biblioteca, pero el menos fiable tras el largo Gobierno de Mussolini. Finalmente, se impone la opción británica. Eric M. Warburg, hermano de Aby, escribió una crónica pormenorizada de las negociaciones que, como apéndice, se incluye en el recién publicado texto de Salvatore SettisWarburg Continuatus. Descripción de una biblioteca (Ediciones de la Central y Museo Reina Sofía). El relato nos introduce en una trama de alta intriga.

¿Por qué era tan singular la Biblioteca Warburg? Es difícil obtener una respuesta unívoca. De la lectura del libro de Salvatore Settis, así como de la del también reciente y muy recomendable ensayo de J. F. Yvars Imágenes cifradas (Elba), se desprende una suerte de paisaje de círculos concéntricos según el cual la misteriosa personalidad de Aby Warburg abrazaría la estructura de su biblioteca, del mismo modo en que los hilos de la telaraña no pueden comprenderse sin el instinto constructor del propio insecto. También las explicaciones, ya clásicas, de Fritz Saxl, Ernst Cassirer, Erwin Panofsky o E. H. Gombrich sobre el maestro de Hamburgo apuntan en la misma dirección. Lo que podríamos denominar el caso Warburg se refiere a un hombre que dedicó su vida a la formación de una biblioteca que, con el tiempo, sería muchos mundos al unísono: un edificio, construido en Hamburgo por el arquitecto Fritz Schumacher, que debía inspirarse en la elipse orbital de Kepler; un laberinto que atrapaba al visitante, según Cassirer; una colección organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos, todavía no enteramente dilucidados; un polo espiritual que magnetizaba a cuantos se acercaban y que daría lugar, primero en Alemania y luego -póstumamente respecto al fundador- en Reino Unido, a la más prestigiosa tradición contemporánea en el territorio de la Historia del Arte.

En el centro de la telaraña, el hombre, Aby Warburg, continúa siendo un misterio, alguien mucho más evocado que leído, a pesar de que últimamente crece la edición de sus escritos, incluido su crucial Atlas Mnemosyne (Editorial Akal), comparado, con razón, por Yvars con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin. De Aby Warburg siempre se recuerdan dos circunstancias que acotan su trayectoria vital. De sus últimos años se saca a colación la enfermedad nerviosa que motivó su internamiento en un sanatorio y, en el otro extremo de su biografía, se alude al adolescente que, en un gesto bíblico, renunció a su primogenitura en el seno de una familia de la gran burguesía hamburguesa a condición de que, en el futuro, siempre dispusiera de los fondos necesarios para adquirir cuantos libros quisiera. A los 13 años, la edad en que se produjo esa renuncia, Aby parecía haber adivinado ya sus dos pasiones futuras: coleccionar libros y organizar de manera revolucionaria su colección. El resultado fue, sobre todo después de la construcción del edificio que obedecía a sus innovadores criterios, una biblioteca radicalmente distinta a las demás.

Las estanterías de la Biblioteca Warburg reunían volúmenes que guardaban entre sí "afinidades electivas", lo cual suponía extraños alineamientos de arte, medicina, filosofía, astrología o ciencias naturales alrededor de unas imágenes simbólicas que, aisladas en cada especialidad, perdían su fuerza genealógica. Así, por ejemplo, y para horror de los historiadores ortodoxos, en los paneles del Atlas Mnemosyne Warburg juntaba motivos alegóricos, fragmentos de cuadros, emblemas esotéricos, fórmulas matemáticas o grabados sobre la circulación sanguínea en un solo plano de múltiples relaciones. Gracias a esas "afinidades electivas", el historiador podía excavar el pasado a través de múltiples túneles que se iban entrecruzando en el subsuelo de la memoria(Mnemosyne era el frontispicio que presidía la Biblioteca Warburg). Esta idea, susceptible de ser aplicada a toda la historia de la cultura, era particularmente importante al tratar de identificar las fuentes antiguas del arte renacentista, como demostró el mismo Aby Warburg con sus extraordinarias radiografías de El nacimiento de Venus y La Primavera de Botticelli. Sus discípulos experimentaron pronto que su biblioteca, lejos de ser un archivo inerte, era un organismo vivo que trasladaba a la imaginación por las diversas islas del conocimiento.

Lo que los dos barcos de vapor transportaban aquella gélida mañana de diciembre de 1933 no eran solo miles de libros cuidadosamente escogidos a lo largo de décadas, sino la semilla de una sabiduría singular que daría frutos magníficos. Parece que la decisión del municipio de Hamburgo de prestar por tres años la Biblioteca Warburg irritó sobremanera a la Cancillería del Reich en Berlín. Empezaban las hogueras por todas partes y, desde luego, era escandaloso que se hubieran escapado sigilosamente 60.000 posibles víctimas.

El País, 29/01/2011

 

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1 de febrero de 2011
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