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Vindicación de Per Abbat

 

En los estudios sobre la Odisea que proliferaron el siglo pasado, era obligado observar que en los poemas homéricos el término que indica poeta es aedo (“cantor”), de donde se concluía que en aquellos tiempos —no se sabía a ciencia cierta cuáles— no había poetas que compusieran por escrito, sino improvisadores orales. Semejante conclusión fue un lugar común en la investigación homérica desde la publicación de la tesis de Milman Parry en 1928, y un axioma en los estudios sobre los cantares de gesta. Como lo de Homero va a ser revelado en otra parte, aquí me ocuparé solo de la influencia de esa doctrina en la recepción de una obra clave de la literatura española, el poema de Mio Cid.

Menéndez Pidal publicó en 1924 su estudio Poesía juglaresca y, aunque no llegó a proponer que la epopeya medieval se compusiera oralmente, sí venía a coincidir con los teóricos de la oral poetry, al suponer una serie de versiones que pasaban de juglar a juglar y se iban haciendo cada vez más fantásticas, con sucesivos lances y modificaciones, como las capas de nácar en una perla.

Riquer sumó su autoridad al prestigio pidaliano y decretó enérgicamente que el lector actual no debe ver en el Mio Cid “una obra de lectura, ni creerse que es un libro”. El dictamen pretende la anulación de pleno derecho literario del colofón del texto (“Quien escrivió este libro […] Per Abbat le escrivió”), y para ello impone la doctrina de que, en aquellos dichosos tiempos, “libro” no quería decir “libro”, ni “escrivir”, “escribir”, y que, en fin, en el Mio Cid no hay autor ni poema que valgan. La insistencia en que sea llamado Cantar, y no Poema, obedece al mismo furor didáctico y negacionista. Por si no bastara, se deja caer la chocante noticia de que la preceptiva juglaresca vedaba la lectura, aunque al recitador le era dado “suplir los fallos de la memoria con una cierta improvisación”. Causa perplejidad que, en una sociedad donde sabía leer menos del 5 % de la gente, estuviera vedada la lectura ante un público que la ignoraba y no tenía por qué admirar más al memorioso que al lector. La misma arbitraria noticia se ha sobreentendido referida a los homéridas, e igualmente ha sido aliñada con historietas yugoslavas sobre las pasmosas performances conseguidas por improvisadores que con la sola ayuda de una zanfoña evacuaban de 16 a 20 versos por minuto, y podrían añadir las verbosas prestaciones de los bertsolaris, troveros y repentizadores, que riman a velocidad de crucero.

Una réplica elemental a la argumentación basada en el uso homérico de “aedo” en lugar de “poeta”, sería que tampoco en las Églogas de Garcilaso se habla de “poetas”, sino de “pastores”, de donde habría que concluir que no se trata de una composición escrita por un poeta, sino del trabajo de campo de un copista a orillas del Tajo, un Jarama avant la lettre, resultado de un quehacer subalterno que el confeso anotador, que no poeta, deja entender:

El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

He de contar, sus quejas imitando

¿Qué diremos de Berceo? Él mismo lo dice todo, porque llama “dictado” a lo suyo. Y en Los milagros de nuestra Señora (866,b) dice ser:

[Golzalvo] Que de los tos milagros fue dictador

De donde se concluiría lo mismo: Berceo no era poeta escribidor porque dictaba composiciones de existencia previa, pero lo que se dice componer, no componía.

¿Qué nos impide sostener que Garcilaso y Berceo no eran más que copistas, como Per Abbat, o que Cervantes también lo era, porque el Quijote es obra confesa de Hamete Berengeli? ¿Qué nos retiene de proclamar que simplemente dictaron a un escriba, improvisaron sobre un tema previo, o no eran nadie? Sólo una cosa, la convención del nombre que atribuye la obra a un autor que suponemos capaz de ficcionar, arcaizar, o hacer que hace. Porque las obras en sí no pasarían el examen de frases formulares y apelaciones performativas basado en el parecer de A. B. Lord, quien definía la fórmula como “un grupo de palabras regularmente empleado bajo las mismas condiciones métricas para expresar determinada idea esencial” y, por si eso no fuera lo bastante equívoco, proponía unas veces 20, otras 50 y otras un 70-90 %  de fórmulas para distinguir entre poemas orales y escritos. En el Mio Cid, el Libro de Alexandre y los poemas narrativos del siglo XII, los porcentajes formulares oscilan entre el 12 y el 17 por ciento; en Los Milagros de nuestra Señora, se cuenta un 15 por ciento de fórmulas y más de un 20 de frases formulares, porcentaje que el Quijote triplica en numerosos pasajes, y en el Cuento de cuentos atribuido a Quevedo alcanza el cien por cien, por hacer gracia de Tiempo de Silencio, donde menudean las tiradas que aspiran al mismo resultado, casi tanto como en la obra de Fernán Caballero, el Lazarillo, o la penúltima prosa pochascao.

Es preciso ver que, si es absurdo examinar de obra de autor a una obra de autor, no lo es menos hacerlo con el Mio Cid, obra firmada y fechada por su autor con todos los requilorios.

La declaración de minoría de edad literaria de una época es una idealización al revés que niega la capacidad de forjar una voz literaria o urdir una ficción memorable a sus poetas. Esa miopización autosuficiente fue  típica de la soberbia complacida del siglo XX, persuadida de que la literatura culminaba en sus días, en tal innovador o teórico genial, y cualquier tiempo pasado fue ingenuo y balbuciente. Esas fatuidades han engendrado estadísticas egregias como las de la historia de la literatura del padre Risco, quien decreta que los versos de Mio Cid “no son más que versos en embrión” y perpetra un censo del que se desprende que, al cabo de 3730 intentos, no se consiguen más que 270 “versos perfectos de catorce sílabas”, o sea, un 92,7 % de versos métricamente fallidos, algo digno de indulgencia por tratarse de “los primeros vagidos de nuestra poesía”.

Las piadosas concesiones de ingenuidad balbuciente e incapacidad de escansión repetidas por la preceptiva de raigambre pidaliana contrastan con la personalísima respiración del poema de Mio Cid, donde se cuentan una docena de tipos de versos con oscilaciones de hasta veinte sílabas, se emplean quince asonancias puras, impuras y mixtas, y hasta las fórmulas épicas son irregulares. No hay canon de asonancias, ni de métrica, y tampoco reglamento de sinalefas, hiatos o sinéresis. No se puede hablar de “licencias”, ni hay “verso normal”. Su escansión, en fin, es exclusiva de su poética. Y si, en la preceptiva usual, la métrica se ciñe a la cantidad silábica y sus reglas, en el Mio Cid la métrica está determinada por la cantidad poética y narrativa establecida por su autor, y no es reducible a números modales (de esos que tienen moda, media y mediana). En resumen, ya no es que esa poesía se diferencie mucho o  poco de la juglaresca, sino que un mero examen formal demuestra que Per Abbat es el poeta más libre de su tiempo, y de muchos otros.

La arcaización de los sufijos y otros rasgos de lenguaje no pueden servir para datar el texto —que por su parte está fechado de modo fehaciente, como por alguien acostumbrado a hacerlo—, eso sería un ejercicio de ingenuidad solo comparable a la que se atribuye a la imaginaria pareja de juglares que según Menéndez Pidal tuvieron que componer uno tras otro el cantar. Baste observar que también Zorrilla trabajó el tema de Don Juan, que existía previamente, y también lo salpimentó de arcaísmos, pero todavía no se ha pretendido datar su obra, ni dilucidar su genética oral o escrita, a partir de su lenguaje artístico.

A semejanza de otros poetas épicos, Per Abbat es perito en leyes y domina el lenguaje jurídico. También en eso, como en su probable oficio de notario civil o eclesiástico, se trasluce una notable semejanza circunstancial con Berceo. Pero el poeta del Mio Cid no sólo sabe latín o usa latinismos estilizantes, sino que se inspira en Salustio (cfr. la toma de Castejón en 420-441 y Bellum Jugurthinum 90-91) o parafrasea a Terencio (compárese el final del poema en este logar se acaba esta rrazón, con mea sic est ratio —”he ahí mi teoría”— en Adelphoe, 60).

Ahora, más que la admirable red de invenciones que el poeta supedita a su exigencia artística, a despecho de la mayor “verdad” histórica de otras  composiciones cidianas anteriores, y más que la subordinación de la  consecutio temporum a una particular progresión poética y narrativa mediante la sucesión de tiradas que describen con independencia la misma escena (algo que habría merecido la reprobación de todo el areópago literario, desde Aristóteles a los teóricos dieciochescos), la mejor prueba de la radicalidad poética de Per Abbat es su emulación homérica.

En el Carmen Campidoctoris, poema latino compuesto a finales del siglo XII, aproximadamente una década antes que el Mio Cid, y cuyo autor demuestra conocer bien la Ilíada, la Eneida y la biografía de Virgilio por Focas, se celebran las hazañas del Cid, recientes y cercanas, comparándolas ventajosamente con las de Paris, Pirro y Eneas, todas ellas rancias y alejadas. El autor del Carmen muestra su regocijo porque, ni siquiera Homero empleándose a fondo, sería capaz de cantar épicamente las heroicas victorias cidianas. Es llamativo el particular afán de emulación que el Carmen muestra con las figuras de Homero y Virgilio, y más aún su instigación y emplazamiento al deseado poeta que sea capaz de componer una épica cidiana digna de compararse con los mayores poetas universales. Per Abbat hubo de sentirse emplazado por el Carmen, que en resumen viene a decir: tengamos poeta impar, ya que tenemos héroe incomparable.

El poema de Mío Cid da por sabida y archiconocida la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar, y también otros panegíricos y cantares de gesta, donde el Cid tenia un papel importante. Pero lo importante es que el poeta escoge la parte final de la vida del héroe, en un destacado paralelismo con la épica homérica y en particular con la Ilíada —que hubo de leer en la versión conocida como Ilias Latina— y el Cid entra en escena a raíz del injusto destierro impuesto por su rey. De modo que Per Abbat sigue el precepto de Horacio en su comentario sobre Homero, e inicia su poema justo in medias res, o sea, en el meollo del asunto y haciendo una estudiada elipsis.

Al único manuscrito conocido del poema, que es una copia hecha en la segunda mitad del siglo XIII, le falta la primera hoja del primer cuaderno.  Esa circunstancia ha hecho que se dé por cierta la pérdida de los cincuenta primeros versos y se haya supuesto que al poema hoy conocido le falta el inicio original. Pero nada sugiere que esa hoja faltante contuviera texto alguno. En cambio, si se lee el inicio con el debido respeto, la impresión dominante es que cualquier duda sobre su autenticidad tal y como aparece en el manuscrito incurre en necedad de lesa literatura:

De sos oios tan fuertemientre llorando

Tornava la cabeça e estávalos catando:

Vio puertas abiertas e uços sin cañados

Es difícil imaginar un comienzo con mayor poder emotivo y más centrado en la médula del tema épico por antonomasia: la buena fama del héroe que inicia su recuperación justo desde su punto más bajo. También Aquiles y Ulises lloran desconsolados e impotentes ante la humillación y el descrédito que el destino les impone al inicio de sus respectivas recuperaciones de fama (Ilíada I, 348 y ss., y Odisea V, 82 y ss.)

Hay en el Mio Cid momentos ciertamente iliádicos, como la tirada final con el lanzazo de Muño Gustioz que atraviesa el escudo de Asur González rompiéndolo por la bloca, y le penetra la armadura y avanza carne adentro, hasta que la lanza con su pendón asoman una braza por detrás, luego lo retuerce y derriba del caballo, y por fin saca la lanza con el hasta y el pendón rojos de sangre. El episodio aparece descrito con anticipaciones y ritornelos que le dan una dimensión envolvente.

Las fechas del poema no presentan problemas. Per Abbat lo firmó y fechó en mayo de 1207. Por la manera de tratar a los almohades y la rivalidad puntual entre Castilla y León, se trasluce un terminus a quo en 1204. Y la celebración del emparentamiento del linaje del Cid con los reyes de España remite al año 1201, que se perfila como terminus post quem

La división del poema en tres cantares no es del autor, y seguir presentándola tiene tan poco sentido como insistir en editar el poema como anónimo, lo cual ya es porfiar en la ignorancia. La unidad literaria efectiva del Mio Cid son las 152 tiradas que obedecen a la estructura poética y narrativa establecida por su autor.

Respecto a la persona de Per Abbat, su nombre era demasiado común en la época. Y, si se admite que quien sembró de arcaísmos estilizantes su poema bien pudo hacer lo mismo con su nombre de poeta, habría que considerar como candidatos también a los Pero Abat y otras variantes que podría presentar su nombre en documentos oficiales. 

No estaría mal fumigar algunos tópicos cansinos, como el de la ingenuidad y balbuceo poéticos, y aún mejor sería entronizar de una vez al poeta y su obra en el panteón literario español y universal.

 

 

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10 de febrero de 2011
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El arco de la derrota

Trozos de concreto, fragmentos de caminos que no conducen hacia ningún lado, puentes que no unen dos orillas. Monumentos a la parálisis urbana ubicados a lo largo de la autopista nacional, estructuras inacabadas que todavía sueñan con sentir el peso de los camiones y de las motocicletas. La gente se agolpa bajo su inacabada estructura a la espera de un transporte que los lleve a algún lado, aprovechan la sombra que dan estos arcos de la derrota, estas enormes estructuras que sólo sirven como parasoles, los más caros del mundo. Con barandas que no han sentido el calor de una mano, los puentes incompletos de mi país nos hacen una mueca, nos sacan la lengua recordándonos nuestra atrofia urbanística, nuestro raquitismo vial. Siempre que paso bajo sus moles deterioradas, me pregunto: ¿Qué sentido tienen estos caminos truncos sin autos? ¿Qué razón de ser la de estos gigantes incompletos que no van a ningún lado? Fueron erguidos allí cuando se proyectaba que esta Isla se llenaría de autopistas, como una espina dorsal viva a la que le salen ramales hacia todas partes. Varias décadas después, siguen desligados de las redes de tráfico, accesibles sólo desde arriba, irónico posadero de auras tiñosas y de lagartijas que se calientan en sus columnas. Monolitos a la inmovilidad de un pueblo, que en lugar de nuevas carreteras, calzadas, rotondas y avenidas, ha visto como sus puentes truncos se deterioran, comienzan a agrietarse sin haber sentido nunca el rodar de un neumático.

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10 de febrero de 2011
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Antonio Ungar delirante

Antonio Ungar La novela ganadora del Premio Herralde 2010, Tres ataúdes blancos de Antonio Ungar ya consiguió, en pocos meses, varias ofertas de traducción. Al italiano, francés, holandés y alemán. Una fantasía delirante, una nueva versión de la novela sobre dictadores latinoamericanos. Alejandro Soifer escribe para Página12 una reseña muy positiva de la novela del colombiano. Dice:

Ambientado en un futuro muy cercano, en una república caribeña dominada por una casta política corrupta y decadente, espacio al que el narrador llama Miranda, el primer cuarto del relato nos introduce de forma aletargada y minuciosa a ese mismo narrador: un hombre antisocial y solitario que vive con su padre y se preocupa obsesivamente por minucias. Pero luego, tres balas disparadas a la cabeza del líder de la oposición al régimen semidictatorial de la República de Miranda y el parecido físico del narrador con el asesinado se entrelazan para darle forma a un plan urdido por los más cercanos amigos del difunto: hacer pasar a nuestro narrador por dicho líder como única esperanza de generar un cambio democrático en el país arrasado, desde hace décadas, por el terrorismo de Estado en un sistema político dominado por el miedo burgués. Este será el punto de partida de la trama en un camino, de a ratos acelerado y enloquecido, que contendrá todos los elementos de una novela de folletín: romance, persecuciones, crímenes, acción, muerte y algunas metarreflexiones del narrador acerca de su propio texto. (?) lejos de ser un intento de literatura realista, el texto trabaja temas complejísimos y trágicos (desapariciones forzadas de personas, campos de exterminio, exilios, entre muchos otros) desde cierto juego irónico que motoriza una reflexión sobre lo que es verdadero y lo que es payasesco en el contexto político contemporáneo o pronto a suceder en América latina. Con un presidente totalitario, retacón y petiso al punto de no llegar a tocar el piso con sus pies sentado en una silla, al que el narrador llama Tomás del Pito y algunos de los juegos de palabras que ese nombre habilita, queda evidenciado que el tono de la novela será, mayormente, sarcástico y zumbón. La proliferación de voces que se entrecruzan y la configuración de las hazañas que motorizan el relato se tornan fatigosas cuando se las excluye del tono de burla, y corren el serio riesgo de fosilizar una idea arcaica sobre la realidad latinoamericana. Sin embargo, la pura burla en sí parece una forma un tanto endeble para sostener sobre sus vigas todo el peso de la novela. Los mecanismos producen un relato posmoderno algo ligero, que no deja de entretener, con una vociferación política un tanto ambigua que conforman en su totalidad un thriller edificado en una prosa resistente que es más de lo que suelen ofrecer este tipo de novelas. 

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9 de febrero de 2011
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"Traducir es escribir. Escribir es traducir"

Lobo Antunes en Madrid Antonio Lobo Antunes estuvo en España para el ciclo ?Escribir y traducir en el espacio ibérico? en el Instituto Cervantes de Madrid. El diario El País reseña lo que fue la ponencia del prolífico escritor portugués:

La técnica introspectiva que el escritor luso expuso anoche en la primera de las seis conferencias programadas hasta el próximo 18 de mayo para explicar el arte de la traducción consistía en sumergirse en ?las profundidades secretas a las que no se tiene acceso habitualmente?. Esas que son anteriores a la palabra. Dominada esta pericia, Lobo Antunes sitúa al traductor a la altura del creador. ?La traducción es una nueva versión del libro. Un nuevo texto a compartir?. Por eso cree que se trata de una profesión poco valorada, ?puedo tardar dos años en escribir un libro. Los traductores necesitan traducir dos o tres libros al año para poder vivir y, encima, su nombre nunca sale en la portada?, reivindicó. Esta arenga a favor de los que consiguen ?la complicidad entre culturas? a través de la traducción se diluía cada vez que Lobo Antunes recordaba a alguno de sus poetas favoritos. ?Tengo más de una docena de versiones de Homero y cada vez que las leo me doy cuenta de que los resultados son a veces muy pobres por la infinita riqueza del lenguaje original?. En la retahíla de versos se coló Federico García Lorca. Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero, recitó el escritor. Y luego lo intentó en francés. Y lo propio hizo con Salinas. Y en ninguno de los casos hubo remedio contra ?la fuerza, la intención y la malicia intraducibles de algunos escritores?. Excusa que le sirvió para hablar de su último traductor, el argentino Mario Merlino que murió en agosto de 2009 . ?Me he quedado viudo, estoy de luto?, decía el escritor. ?Conseguimos mantener una relación que nos permitió entendernos y eso se traducía en sus versiones de mis libros?. Tal vez porque Merlino prestó la ?delicada atención? que cada una de las palabras de Lobo Antunes se merecía. Sea como fuere, el autor luso entonó anoche un réquiem por aquél que entendió que ?un libro no se hace con ideas. La trama de una novela no importa, lo relevante son las palabras, cómo se modelan las sensaciones a través de ellas?.

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9 de febrero de 2011
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Termina el apagón

Sentada en los butacones de un hotel abro mi laptop, noto el lento parpadeo del emisor de WiFi y veo el rostro adusto de los custodios. Este podría ser un día más tratando de entrar con un proxy anónimo a mi propio blog y saltando la censura con algunos trucos que me permiten asomarme a lo prohibido. En el borde inferior de la pantalla un cartel anuncia que estoy navegando a 41 kilobytes por segundo. Ironizo con una amiga y le advierto que mejor aguantarse el pelo para no despeinarnos ante tanta ?velocidad?. Pero poco me importa la banda estrecha en esta tarde de febrero. Estoy aquí para alegrarme, no para deprimirme nuevamente con la maldita circunstancia de una Internet apocada por los filtros. He venido a comprobar si la larga noche de la censura ya no se cierne sobre Generación Y. Me basta un clic y logro entrar a la portada que desde marzo de 2008 no veo en un sitio público. Me sorprendo tanto que grito y la cámara que observa desde el techo graba los empastes de mis muelas en una carcajada incontrolable. Después de tres años, mi espacio virtual vuelve a ser avistado dentro de Cuba. Las razones para este desbloqueo las desconozco, aunque puedo especular que la celebración en La Habana de la Feria Internacional de Informática 2011 haya traído a numerosos invitados extranjeros ante los que es mejor dar una imagen de tolerancia, de supuestas aperturas en el terreno de la expresión ciudadana. También es posible que después de haber comprobado que bloquear un sitio sólo lo vuelve más atractivo para los internautas, los policías cibernéticos han optado por exhibir el fruto prohibido que tanto satanizaron en los últimos meses. Si se trata de un accidente tecnológico que será enmendado, arrojando nuevamente sombras sobre mi diario virtual, entonces ya habrá tiempo para denunciarlo en voz alta. Pero por el momento, hago planes sobre una larga estancia entre nosotros de las plataformas www.desdecuba.com y www.vocescubanas.com Esta es una victoria ciudadana sobre los demonios del control. Les hemos arrebatado lo que nos pertenece, esas plazas virtuales que son nuestras, con las que van a tener que aprender a convivir y a las que ya no pueden negar.

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9 de febrero de 2011
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La televisión de la televisión

La televisión por las mañanas, no cabe duda,  realiza un servicio particular sobre millones de seres particulares pero también realiza un servicio general a infinidades de espacios y seres generalizables.

Hay quien, siguiendo la animadversión sobre la que llaman "la caja tonta", no han salido de su tontería anacrónica y aborrecen la televisión vespertina y, sobre todo, matutina, pero esta actitud, cuanto más conspicua es, menos ayuda a entender con lucidez la importante realidad matinal del mundo. Todo el mundo matinalmente se halla cubierto por la pantalla de esa emisión televisiva, liviana, sana, insignificante y sosegante que decide el estar benéfico de incontables salas de estar, de innumerables bancos de cocina, de infinitas habitaciones de hospital y de eternas emisiones colgantes sobre las barras de interminables bares y pubs vacíos.

Nunca la televisión es quizás más auténtica que durante ese tiempo vano. Nunca, además, será más verdadera que cuando, por su cuenta, sin miradas ajenas que la ven o la juzgan, discurre autónomamente y se comporta como un  dócil y servicial suceso a lo ancho del planeta.

En  unas casas hay quien tiene los programas establecidos para cada hora si su situación de desempleado o de enfermo les permite marcar el tiempo de acuerdo a su voluntad y preferencias. Estos son como los centinelas de la programación y para los cuales se estudia y fija la parrilla en cada departamento de la empresa. Son también estos, los consumidores audiovisuales puros puesto que representan al consumidor por excelencia de nuestra época de consumición ininterrumpida. No engullen lo que ven mientras critican, no reciben lo emitido con  la menor sombra de interés. Ven y oyen lo audiovisual sin guarniciones, complementos o excrecencias. Son quienes se sirven de lo audiovisual sin pretexto y sin consciencia. Son además consumidores extremadamente puros porque tampoco escogen esto o aquello con alguna intencionada determinación sino que se ofrecen al menú que la pantalla desee ofrecerles y, al igual que los pacientes de los hospitales, metabolizan con entera humildad, servidumbre y resignación los platos. Son pacientes sin impaciencia, televidentes sin exigencias, elementos basales de la intercomunicación automática legitimada en el hecho mismo de emitir y de no recibir, de ser emisor sin exigencia de receptor.

Pero también, un paso en este mundo blanco es el que se desarrolla como una performance solitaria en aquellos hogares donde la televisión funciona  sin que nadie se encuentre en la pieza, nadie la vea o le preste la menor atención. Esta televisión funciona por entero a su aire o para sí. En su aire, creando su aire y sin ninguna contaminación ni aliento exterior.

No hay ojos ni oídos ni cuerpo alguno para ella sino que ella misma se escucha, si se escucha, o se ve, si lo deseara hacer sin contemplar posiblemente nada. Su espectáculo repetido o calcado fuera como reflejo de su espectáculo interior, a la vez desprovisto de función.

Sola pero plena, sin audiencia pero sin suspensión, la televisión vive a sus anchas y en el mejor de los mundos imaginables para cualquier  programación incluida no ya la peor programación sino la nula programación. Sin crítica ni censura, sin juicio positivo o negativo, sin intromisión ni destino. El aparato emisor funciona en estado puro en el  funcionamiento estricto o  sin ninguna función. No sirve a nadie, nadie la sirve, no se representa  ni nadie la hace presente. Su presencia redunda en la ausencia y ella misma es una ausencia en movimiento.

Esta entelequia que habita a nuestro lado cumple el sueño ideal de la TV. Ser para sí y en sí. No proporciona ventajas a su dueño a la manera de los trabajos esclavos, no necesita ser mejor ni peor para recibir el aplauso o la condena de las gentes. Ella misma consiste en el absoluto de la TV, sin causa ni fin igual a la TV antes de haber sido concebida, igual a la TV después de haber desaparecido la Humanidad.

Indiferente, sigue y sigue encendida sin atenerse a la energía eléctrica que consume ni tampoco a la energía de los posibles actuantes ante las cámaras que acaso formen parte del mismo mundo sin espectadores ni emisores, criaturas anonadas en sí. Porque puede ser incluso cierto que esas cámaras responsables de emitir tampoco tengan tras de sí a unos u otros  realizadores y funcionen sin la intervención de mano o  cerebro algunos. Cámaras que graban y transmiten sin mediación de nadie y para nadie. Sin la colaboración directa de ninguna mente ni con la intención de llegar a mente alguna. Son como composiciones amentales, sementales de sí. Compuestos de un mundo onanista que acaso, gracias a su imposibilidad de copulación, determinen la nueva parte creciente del mundo, desprendida de fertilidad. Un mundo deshabitado de individuos actuantes, un mundo sin complejos ni destinos, un mundo transparente o sin fin. ¿Puede admirarse una obra mayor? ¿Una programación de superior escalofrío?  

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9 de febrero de 2011
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Congénitamente incompatibles con la democracia

A ojos del mundo, hasta bien entrados los años 80, lo éramos los españoles. Muchos en España también lo creían, franquistas sobre todo. Cuando murió el viejo general, pocos pensaban que la historia que entonces empezaba acabara bien. El espectro de la guerra civil se paseó de nuevo en la imaginación de unos y otros. Aunque fue utilizado por los agoreros, también funcionó como uno de los motores más eficaces para la reconciliación entre los españoles. Nadie quería dejarse llevar por la maldición de repetir nuestra historia trágica. El éxito de la transición española, la recuperación de las autonomías para las nacionalidades históricas primero y para todas las regiones que se apuntaran después, el ingreso en las instituciones europeas y la entrada en un período de prosperidad como no se había conocido nunca antes fueron los corolarios que desmintieron el tópico: los españoles no éramos congénitamente incompatibles con la democracia.

No era una obviedad. Esta idea lamentable que nos dejaba en la cuneta de la civilización era la prolongación de una ideología de raíz sobre todo anglosajona que consideraba incompatible la latinidad católica con las libertades públicas y las formas de la democracia parlamentaria. El prejuicio se extendía, por supuesto, a todas las afueras y suburbios de la Europa blanca y capitalista, empezando por los países colonizados, y ha mantenido sus efectos hasta hoy mismo, cuando los tunecinos y los egipcios han empezado a dinamitarla. En realidad, esa ideología sigue todavía en acción en muchos análisis y declaraciones que estamos viendo estos días sobre los peligros de las transiciones democráticas, los temores que suscitan los Hermanos Musulmanes y la imprescindible estabilidad que necesita el polvorín de Oriente Próximo. Todo conduce al final a lo mismo: a considerar a los árabes incompatibles con la democracia. No son los árabes los únicos que suscitan tal tipo de pésimos pensamientos. Lo mismo sucede con China y sus profundísimas ideas enraizadas en el confucianismo. Son perfectas para que los mandarines mantengan su poder y para que quienes hacen tratos mercantiles con los mandarines puedan lavarse las manos sobre la falta de libertades de los ciudadanos chinos. Nos convencemos así de que a fin de cuentas son congénitamente incompatibles con la democracia. Que están condenados a la tiranía o al caos. Estas son ideologías supremacistas, propias de gentes que se consideran ellas mismas superiores y consideran también superior su cultura. Pueden disfrazar estos pensamientos de antirelativismo y de liberalismo. A veces incluso utilizan argumentos anticoloniales para descalificar la supuesta ingerencia que supone interesarse por los derechos humanos en las dictaduras amigas. Pero pertenecen a un repertorio neocolonial que los hechos han ido desmintiendo desde hace ya muchos años. Avergüenza que además sirvan como anillo al dedo a los dictadores para mantenerse en el poder. Son gentes que, como Franco, creen que a los pueblos, como a los niños, no se les puede dejar solos. No es extraño que contemplen estupefactos la oleada revolucionaria que ha llegado al mundo árabe y que algún día también llegará a China.

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9 de febrero de 2011
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Otra estupidez juvenil

Hubo una época, ahora ya incomprensible, en la que los mejores cerebros de mi generación eran maoístas, o sea, seguidores del camarada Mao Tse Tung, lo que da una idea del alto nivel generacional. Eran maoístas Piqué (el millonario), Borja (el que lleva mil trescientos años en el Ayuntamiento de Barcelona), Vila Matas (el gran artista), Hernández (esta era del cine), en fin, muchos... y yo incluido, qué le vamos a hacer.

    Nos habían seducido los de la revista parisina Tel Quel, cuya cabeza visible era un mentecato que luego se pasó al marketing de sí mismo con notable éxito, y sobre todo el viejo Jean-Paul Sartre, el maoísta más raro que se ha visto en la faz de la tierra. ¿Por qué era maoísta aquel pequeño burgués de ideas reaccionarias y prácticas perversas? Nadie lo ha explicado aún, ni amigo ni enemigo.

    Los maoístas de Barcelona fracasamos con marmórea rotundidad, lo que es una pena porque ahora tendríamos un gobierno dirigido por Ar Tur Mas, faro del orbe, rapado al cero, con uniforme de alzacuello. Los días señalados le veríamos agitar desde lo alto de Montserrat "el llivre cuatribarrat del camarada Mas". Todos los demás nos dedicaríamos a tareas agrícolas, lo que nos ahorraría muchos quebraderos de cabeza.

    El caso es que aquella enfermedad juvenil del maoísmo a mi me la curó de la noche a la mañana un libro titulado Les habits neufs du président Mao, o sea, Los nuevos trajes del presidente Mao. Lo había comprado con mucho optimismo porque creí que iba a favor, pero en cuanto comencé a leerlo me percaté de que era la más despiadada, salvaje e inteligente destrucción de alguien a quien a partir de aquella lectura di en ver como un payaso carnicero. En realidad eran dos los payasos, el presidente Mao y yo, el texto no dejaba resquicio a la duda. El autor del panfleto, Simon Leys, era el tipo más inteligente con el que yo me había cruzado aquel año de 1971 y los diez anteriores.

    Leys siguió publicando libros agudos, brillantes, dotados de una ironía incisiva y los fui devorando todos. Bueno, todos no, porque Leys en su vida real se llama Pierre Ryckmans y es un sinólogo de prestigio mundial así que, por ejemplo, no he leído sus trabajos sobre los Analecta de Confucio. Aquel mismo año de 1971 se instalaría en Australia para el resto de su vida, y de esto hace cuatro décadas. En la actualidad cuenta casi ochenta años y la admirable editorial Acantilado acaba de traducir uno de sus últimos libros, La felicidad de los pececillos. Parece un libro humilde porque recoge colaboraciones que Leys ha ido publicando en revistas y periódicos, pero es puro ingenio y lo recomiendo como perfecta lectura en el metro.

    Les copio un fragmento. En un artículo sobre frases célebres pronunciadas en el instante de la muerte, escribe: "Pero las palabras finales más lamentables son las de Pancho Villa. Cogido por sorpresa en el momento de su ejecución, suplicó a un periodista que se encontraba allí presente: "¡No deje que esto acabe así! ¡Escriba usted que he dicho algo!". Pero el periodista, en lugar de inventar, como era su costumbre, se limitó a referir esta falta de inspiración en toda su crudeza. ¡Como para fiarse de los periodistas!".

    Uno imagina a Pancho Villa maldiciendo al periodista y a la madre del periodista, hundiéndose tras cada blasfemia en lo cada vez más profundo del infierno.

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9 de febrero de 2011
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III. No hay tiranos para siempre

La sacudida comenzó en San Salvador a finales del mes de abril, después que los cabecillas de una fracasada rebelión militar habían sido fusilados. Salieron a las calles los maestros, los estudiantes de secundaria y los universitarios, los empleados públicos y los comerciantes, hasta que todo tomó el cariz de una huelga general que obligó al dictador a renunciar el 9 de mayo y exiliarse en Guatemala. No resistió ni dos semanas a la presión popular.

            La onda expansiva alcanzó de inmediato a Guatemala, y el siguiente fue Ubico. Las olas de manifestantes invadían las calles día tras día, enfrentándose a la policía, hasta que una maestra fue asesinada por las balas de las fuerzas represoras, y aquel hecho multiplicó las protestas, con lo que el dictador tuvo que renunciar el 1 de julio, para irse al exilio en Estados Unidos. Así se abrió un período democrático de diez años en Guatemala, que duró hasta el año de 1954, cuando fue derrocado el general Jacobo Arbenz, presidente constitucional.

            Las demostraciones populares contra Carías empezaron en mayo en Honduras y alcanzaron su clímax en julio, pero pudo más entonces la represión militar ordenada por el tirano, que dejó muertos y heridos, y logró sobrevivir. Sin embargo, su suerte estaba echada, y tuvo que apartarse de la presidencia al final de su período en 1948, para dejar en su lugar a un peón suyo, Juan Manuel Gálvez, abogado de la United Fruit.

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9 de febrero de 2011
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¿Quién da nota a la agencia?

Leo en Le monde que una comisión de encuesta nombrada por el congreso de Estados Unidos califica a  Standard and Poor y Moody's Investors Services  de "eslabones esenciales de destrucción financiera", y que los legisladores de ese país han solicitado que las referencias a la buena nota de estas agencias sean suprimidas en los textos reglamentarios y legislativos. Pero leo asimismo que  en 2010 ambas agencias  han   incrementado su volumen de negocio en  10 y 13 por ciento respectivamente. De ahí la pregunta ingenua: si están tan mal vistas por las instituciones del estado  más poderoso de la tierra ¿de dónde procede su salud financiera? La respuesta evidente es que la opinión de las representantes de un estado sobre organizaciones como Standard and Poor, es variable indiferente a la hora de valorarlas. Su peso no depende de juicios de valor moral, sino de su capacidad demostrada de servir al mercado, concepto tan abstracto como omniaplicable tratándose de economía, y que en Standard and Poor y Moody's Investors Services reconoce sus propias epifanías.

 

Una vez más se impone  la hipótesis de que no se trata de entidades que estado alguno pueda controlar. Y la impotencia de los estados frente a ellas es un indicio más del fracaso general de los primeros; indicio de que se está realizando ese sueño de sociedades sin estado (o con un estado limitado a funciones de control de las víctimas) en las antípodas de la utopía anarquista, o de la etapa final a la que aspiraba la Revolución de Octubre. En la época de la llamada transición un dirigente de la derecha española, preguntado por su disposición a aceptar las reformas, declaraba "no tener más enemigos que los del estado". Los enemigos le han surgido ahora dónde no se lo esperaba.

Y sin embargo, este sentimiento de que hay hechos que trascienden la voluntad de los dirigentes de los estados es manipulado por esos mismos dirigentes para justificar sus actos de sumisión, que podrían haber evitado si fueran simplemente receptivos a la exigencia de libertad que en ser humano alguno puede ser erradicada. Una cosa es reconocer que los hechos son tozudos frente a la voluntad subjetividad y otra cosa muy diferente, pretender que  la subjetividad misma puede ser reducida a un simple hecho.

Por decirlo sin ambages: apelar al realismo, afirmar que un político ha de reconocer ante todo el estado de cosas no deja de ser una coartada para lo que constituye de hecho un acto de sumisión.

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9 de febrero de 2011
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El Boomeran(g)
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