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Congénitamente incompatibles con la democracia

Por 9 de febrero de 2011 Sin comentarios

Lluís Bassets

A ojos del mundo, hasta bien entrados los años 80, lo éramos los españoles. Muchos en España también lo creían, franquistas sobre todo. Cuando murió el viejo general, pocos pensaban que la historia que entonces empezaba acabara bien. El espectro de la guerra civil se paseó de nuevo en la imaginación de unos y otros. Aunque fue utilizado por los agoreros, también funcionó como uno de los motores más eficaces para la reconciliación entre los españoles. Nadie quería dejarse llevar por la maldición de repetir nuestra historia trágica. El éxito de la transición española, la recuperación de las autonomías para las nacionalidades históricas primero y para todas las regiones que se apuntaran después, el ingreso en las instituciones europeas y la entrada en un período de prosperidad como no se había conocido nunca antes fueron los corolarios que desmintieron el tópico: los españoles no éramos congénitamente incompatibles con la democracia.

No era una obviedad. Esta idea lamentable que nos dejaba en la cuneta de la civilización era la prolongación de una ideología de raíz sobre todo anglosajona que consideraba incompatible la latinidad católica con las libertades públicas y las formas de la democracia parlamentaria. El prejuicio se extendía, por supuesto, a todas las afueras y suburbios de la Europa blanca y capitalista, empezando por los países colonizados, y ha mantenido sus efectos hasta hoy mismo, cuando los tunecinos y los egipcios han empezado a dinamitarla. En realidad, esa ideología sigue todavía en acción en muchos análisis y declaraciones que estamos viendo estos días sobre los peligros de las transiciones democráticas, los temores que suscitan los Hermanos Musulmanes y la imprescindible estabilidad que necesita el polvorín de Oriente Próximo. Todo conduce al final a lo mismo: a considerar a los árabes incompatibles con la democracia.
No son los árabes los únicos que suscitan tal tipo de pésimos pensamientos. Lo mismo sucede con China y sus profundísimas ideas enraizadas en el confucianismo. Son perfectas para que los mandarines mantengan su poder y para que quienes hacen tratos mercantiles con los mandarines puedan lavarse las manos sobre la falta de libertades de los ciudadanos chinos. Nos convencemos así de que a fin de cuentas son congénitamente incompatibles con la democracia. Que están condenados a la tiranía o al caos.
Estas son ideologías supremacistas, propias de gentes que se consideran ellas mismas superiores y consideran también superior su cultura. Pueden disfrazar estos pensamientos de antirelativismo y de liberalismo. A veces incluso utilizan argumentos anticoloniales para descalificar la supuesta ingerencia que supone interesarse por los derechos humanos en las dictaduras amigas. Pero pertenecen a un repertorio neocolonial que los hechos han ido desmintiendo desde hace ya muchos años. Avergüenza que además sirvan como anillo al dedo a los dictadores para mantenerse en el poder. Son gentes que, como Franco, creen que a los pueblos, como a los niños, no se les puede dejar solos. No es extraño que contemplen estupefactos la oleada revolucionaria que ha llegado al mundo árabe y que algún día también llegará a China.

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Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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