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De la pantalla al cielo

Un joven no es hoy tan sólo un joven  biológico. En un reportaje de  El Mundo  a mediados de septiembre de 2001 se hablaba del fin, la desaparición o de la confusión de la edad: los de  12 años eran como jovencitos, los de veintitantos adultos, los de treinta y tantos "viejitos", los de 50 jovencitos y los de 70 maduritos.

No resisto a presentar esta clasificación porque, efectivamente, significa algo más que una denominación ocurrente y de circunstancias. Son las estructuras de la familia, los nuevos valores y el orden del trabajo actual quienes han trastornado las clasificaciones y sus inseparables significados. ¿Cómo no iba a ser así en este asunto cuando lo es en tantos otros, desde la pintura al porno, desde el sexo a la alimentación? 

La religión ha pasado, a su vez, de ser la incuestionable verdad  de la fe, siempre interior, subjetiva rural y garbancera a convertirse en oro puro para ayudar o triunfar.

No es la ciencia pero sí su complemento, no es la ciencia pero a menudo su rival puesto que la enseñanza de la fe, en los colegios norteamericanos o no, contrarios al evolucionismo y partidarios del creacionismo, contrarios a los efectos de la medicina y partidarios de los curanderismo, han engalanado el prestigio de la vetusta  fe.

 Fe en la curación del cáncer a través del Opus Dei,  fe en el éxito profesional como camino hacia el trono de Dios, la fe en uno mismo como taumaturgo de nuestra personalidad multiplicada por mil,  la fe en los logros como la fórmula más  eficaz para lograr cosechas de primera.

 Efectivamente desde la ciencia a la fe y desde la fe a la ciencia hay más pasadizos de los que ante se suponía y de hecho, sólo el cerero sería capaz de dar cuenta entre los seres humanos de esta estrecha y mística relación. Pero también en las máquinas habrá una creciente presencia del pensamiento individual, un oleaje mental que como un tecnicolor de poder las moviliza. Uniones de cuerpos y máquinas en una conexión, ya sea íntima mediante un  más o menos visible y remoto.

La ciencia nunca ha alcanzado su nivel más alto y justamente, cuando allí se encuentra ahora, su desplome (como en la Gran Crisis) parece mucho mayor. Y no tanto para convertirla en escombros sino para ponerla al nivel de otros conocimientos afectivos, emocionales o intuitivos que complementan, igual que en el cuerpo humano, la relación   psicosomática, siendo el soma la ciencia y el psico la conciencia. Siendo la conciencia la fe y el cuerpo el artefacto, dicho sea para salir del paso.

De parecida manera, se puede pensar en el fenómeno aparatoide de la juventud actual.  Apenas se concibe un joven sin aparato, sea una pantalla, un móvil,  una tableta o un ordenador. El joven pierde su carácter y hasta su fisonomía si discurre conectado a estos aparatos. Conectado e interrelacionado no de vez o de vez en cuando sino apegado a sus acciones y expresiones como una forma de ser y vivir la juventud.

¿O es que puede imaginarse una juventud contemporánea sin estas tecnologías de la comunicación? Muy lejos de ser tratadas como herramientas de quita y pon, para  el tiempo de trabajo o de recreo, se han portado como acompañantes inseparables de la juventud.

 No son órganos en el sentido de la biología pero son órganos en el sentido de la biónica lo que significa una delgada distinción.  Los jóvenes reciben la vida a la antigua usanza. Son fecundados mediante la copulación, se desarrollan dentro de una placenta y llegan al alumbramiento, más o menos como en el principio de los tiempos.

Sin embargo   tan pronto traspasan este expediente, su vida se concreta en la relación con las pantallas, nodrizas, maestras, amigas, amantes. Aman, sufren, se divierten, los despiden, se excitan o se apenan en un traslúcido espacio creado a través de las pantallas.

No es un asunto secundario, ni tampoco marginal. Los muchos mundos se hallan en estos lugares de la red y el mundo en general es ya inconcebible sin este universo.  La fe regresa convertida en la fe bíblica.  Confiamos en el más allá del comunicador sin verle la cara, sin conocer  sus reales intenciones, sin saber apenas de su catadura.

Por el arco de la ciencia se dispara la flecha de la fe; por el mundo saturado de complejos artefactos regresa la imaginación artesana que promovían las iglesias. La fe más simple se filtra entre los circuitos más complejos.

La informática y sus derivaciones ha procurado el gran milagro (¿milagro?) de regresar desde la abstracta globalización a la ermita de adobe y desde el firmamento del 2.O al rudimentario cielo de Dios.

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19 de septiembre de 2011
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Calila y Juan

No he conocido en mi vida a dos personas tan distintas como Carmen Martín Gaite y Juan Benet, que estuvieron muy próximos en una época de sus vidas (los centrales años 1960), después se vieron menos y se alejaron, con un cierto resentimiento por parte de ella, muriendo el más joven, Benet, en 1993, a los 65 años de edad, y la autora de ‘Nubosidad variable' en el 2000, con 75. El volumen que recoge su correspondencia (cartas de ambos, postales, telegramas y algún dibujo) es una pequeña maravilla de algo más de 200 páginas, todas ellas sin desperdicio y en un libro editado primorosamente por Galaxia Gutenberg/Circulo de Lectores bajo el cuidado de un meticuloso y atinado compilador, José Teruel.

    Fui amigo de los dos, aunque apenas los vi juntos, pues en 1968, cuando un grupo de jóvenes escritores (o todavía aspirantes a serlo) leímos asombrados la novela ‘Volverás a Región' y visitamos al autor en su piso de la calle Serrano de Madrid para -como él mismo contó años después- descubrirle y ‘lanzarle', Martín Gaite y Benet ya se comunicaban menos (de las 67 misivas incluidas, 54 llegan hasta el año 1968, siendo las restantes de menos calado y más espaciadas, hasta la última, de 1986). A Benet le traté en la intimidad de una para mí fundamental amistad personal y literaria (compartida, entre otros compañeros de generación, por Javier Marías, Pere Gimferrer y Félix de Azúa) hasta el mismo día de su muerte; a Carmiña o Calila, que ambos nombres le gustaba usar a Carmen, la veía en actos librescos, en cenas, que solían acabar con su transida interpretación vocal de boleros y coplas de la Piquer,  y en el teatro, al que era muy aficionada, aunque -siempre franca y desinhibida- no resultaba raro oírla patear en el estreno de alguna función de postín.

    Es un libro íntimo y a la vez altamente literario, dominado por el humor que Benet imponía a todo y Calila aceptaba gustosa como modo de réplica (hay un ‘pastiche' suyo benetiano absolutamente delicioso). Establecido el intercambio epistolar como un juego dotado de unas reglas que los dos amigos acotan, Martín Gaite es la más persistente (aunque muchas de sus cartas no se han conservado), quejándose a veces de la inconstancia de su amigo a la hora de contestarle. Los momentos de depresión o tragedia (la separación de ella de su esposo, Rafael Sánchez Ferlosio, la muerte en accidente de carretera de Paco Benet, el hermano y mentor de Juan) son evocados de modo indirecto, ajeno a sentimentalismos, prefiriendo casi siempre los dos, a instancias de Benet, la broma, la ironía y hasta la bufonada, como en la creación por parte de Carmiña de un heterónimo, el falso abogado Ernesto Ruiz-Cañete, que escribe a Benet comunicándole que la señora Gaite anda quejosa de que el ingeniero-escritor manche su "inmaculada reputación" propalando que está ligada "por vínculos pasionales y pecaminosos" ni más ni menos que con Don Julián Marías. En una carta anterior, y respondiendo al entusiasmo con que Calila le habla de sus lecturas de ‘La revolución sexual' de Wilhelm Reich, Benet se mofa: "lo último que hace falta es una revolución sexual", confesándole a su amiga que "antes que al acto sexual habitual prefiero subscribirme al ABC". Pero hay también en el volumen consideraciones sobre la narración, el estilo, el amor y los dogmatismos que acreditan la original y poderosa personalidad de estos dos grandes escritores tan opuestos.

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19 de septiembre de 2011
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La Verdad es una sensación

Estás tratando de resolver un problema matemático y te esfuerzas para poner en orden los algoritmos de manera que te conduzcan a la solución, pero el resultado que obtienes es falso, no coincide con lo que buscas. Vuelves a mirar los números y las letras tratando de localizar el error. De pronto un Coseno salta de un quebrado a otro, de arriba pasa abajo, los guarismos bailan un cha-cha-cha y todo se ordena. Sientes algo así como la visión inmediata de que aquello es verdadero, está completo y no le falta ni le sobra nada, es perfecto. Apenas ha cambiado un mínimo detalle, pero ahora todo tiene sentido y te complace, ha desaparecido la inquietud.

No es una emoción distinta de la que te asalta cuando ves a la mujer que amas, una visión que al instante te libera de toda zozobra, y seguramente es la misma que reflejan las palabras de Yahvé cuando al acabar cada jornada de la Creación, viendo lo que ha conseguido afirma: "Está bien". La aprobación placentera no es sino lo mismo que dice el ebanista al terminar la cresta de una sillería con un suspiro de "muy bien", el músico cuando elimina una parte del clarinete y dice "ahora sí", o el pintor que añade una sombra azul debajo de la raya verde y afirma "esto es". Mínimos cambios que pueden parecer triviales a quien no está metido en harina, y que para el autor son decisivos porque le apaciguan y llenan de satisfacción. "Dios está en el detalle" decía Aby Warburg cuando se hundía en la locura.

El problema matemático es comprobable. Todo lo otro no lo es. Sin embargo la sensación de plenitud es la misma y lleva a una confusión entre bueno, bello y verdadero que fatalmente acaba por condenar a las sensaciones como algo frívolo y engañoso. Las sensaciones son indignas porque nacen igualmente robustas de lo constatable o falsable y de lo incomprobable e ilusorio. Por lo tanto, no pueden ser garantía de ninguna verdad.

Son condenables, pero ineludibles:

 

"De pronto me sentí perfecto, completo, las ideas caían sobre mi como la nieve, bajo el impacto de la posesión divina me tomó un frenesí coribántico y al instante ignoré todo lo demás, el lugar, la gente, el pasado, el presente, yo mismo, todo lo que se había dicho, todo lo que se había escrito. Así vinieron a mi la expresión, las ideas y el deleite de la vida, la visión acerada y una deslumbrante claridad cristalina en todos los objetos, como la que pueden disponer los ojos en su más exigente capacidad"

 

Así describe Filón de Alejandría la emoción de concebir una frase perfecta, en su tratado sobre el viaje de Abraham de Ur a Canaán. Así debía de sentirse Rimbaud cuando escribía las Iluminaciones.

Dicho en contrario, si no te sobrecoge esa sensación, lo que estás haciendo puede que no sea verdadero y no valga un adarme, puede que sea simplemente correcto, bonito, popular, elegante o provechoso. También puede suceder que ya no la ames.

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19 de septiembre de 2011
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Variaciones sobre un tema romántico

“Cuando llegaron -  siguiendo el camino del río – no había otra luz que la débil palomilla de aceite de la urna del santo sobre el portalón de entrada. Todo el edificio – no era alto, de dos plantas, pero muy alargado y estrecho, para ceñirse al reducido ribazo entre el escarpe y el río – se hallaba a oscuras, las ventanas cerradas, sumido en esa palpitante tiniebla –a causa del borbollar de la rápida y caudalosa corriente – que surgida de un turbión siempre parece a punto de provocar un estallido. Del lado del río el santuario se hallaba cercado por una tapia coronada por una albarda de teja a dos aguas, que con el edificio adosado a la roca creaba un patio ornado de aligustres y mirabeles en cuyo extremo se erigía un airoso crucero gótico sobre un basamento de peldaños de granito […]

Cualquier buen lector reconocerá de inmediato el timbre inconfundible que resuena en este párrafo. Y si se lo ha atribuido a Juan Benet habrá acertado de lleno porque pertenece a uno de los cuentos inéditos – Variaciones sobre un tema romántico – que acaba de publicar Mondadori.  No obstante, y como en el libro se ofrecen datos suficientes acerca de las circunstancias y vicisitudes experimentadas por estos relatos hasta ahora desconocidos, me limitaré a insistir en su genuina calidad. Y aprovecho la ocasión para resaltar la indecible sensación de pérdida que se experimenta durante su lectura porque – y a las pruebas me remito – es una escritura irreparablemente perdida, y sólo Rafael Sánchez Ferlosio, cuando le da por escribir ficción, puede ofrecer una altura similar.

Por fortuna, los degustadores de historias bien contadas tienen la posibilidad de refrescar la memoria con el volumen  titulado Ensayos de incertidumbre, también publicado por Mondadori y en una magnífica edición preparada por Ignacio Echeverría. En él están incluidos trabajos como “Ética, noética, poética” o “¿Se sentó la Duquesa a la derecha de Don Quijote?” que son míticos dentro de la producción benetiana. Pero entiéndaseme: no pretendo menospreciar los conocimientos, el buen tino en sus observaciones o la vasta curiosidad que le llevó a ocuparse de temas tan diversos como la escritura sagrada , el hipérbaton y las tácticas militares,  o una libertad de criterio que le permitió – y hablo de los años setenta del siglo pasado – poner en duda el aplauso universal a James Joyce o echar una ojeada (muy)  crítica a un personaje tan elogiado y poco leído como era y es Benito Pérez Galdós. Sin embargo, tanto Juan Benet como el arriba mencionado Sánchez Ferlosio son dos narradores natos y no pueden evitar el que, en medio de su densa, muy cuidada y pensadísima prosa, emerjan micro narraciones de una intensidad asombrosa. Y al revés. En pleno relato, pueden surgir observaciones de una altura moral que las firmarían sin dudarlo Pascal o Montaigne. Como ejemplo de este segundo aspecto remito al lector al cuento titulado  “El legado”, del que, aparte del placer que proporciona su lectura, se podría extraer un tratado sobre las (ejemplares ) relaciones entre un chico joven y un anciano. Si se trata de sólo placer en la lactura, remito asimismo al lector al cuento “La hostería”, al que pertenece el párrafo citado en el encabezamiento del presente escrito.

Con respecto a la otra característica de la prosa benetiana – la narratividad dentro de un ensayo perfectamente erudito – pongo únicamente a modo de ejemplo el elocuente ensayo titulado “De Canudos a Mancondo”. Como es lógico, el ensayo pretende hacer un recorrido sentimental  que va desde Canudos, el paisaje donde Euclides da Cunha insertó su monumental Os Sertáo, hasta el Macondo de Cien años de soledad. Frente a lo que haría cualquier profesor de literatura comparada, Benet empieza por sacar un personaje estrafalario  - un supuesto genio que según él guió no tan azarosamente y a lo largo de su vida el itinerario de sus lecturas. Luego, tras un breve pero severo repaso a la educación religiosa de aquel tiempo, el lector se ve inmerso en una disparata historia de gallegos y portugueses en  la que – siempre al dictado del genio de la lectura – aparece el citado libro de Euclides da Cuhna leído sin diccionario y cuando en realidad buscaba una forma de entenderse con sus subordinados gallegos. Sólo entonces aparecen Macondo y el resto de páramos, casas verdes y demás reinos de este mundo que tanta fama le dieron a la literatura latinoamericana de la época. Pero insisto en que sólo es un ejemplo y que el libro – y ya que sale, el resto de ensayos de Benet y Sánchez Ferlosio – están plagados de historias igual de formidables.

 

Variaciones sobre un tema romántico

Ensayos de incertidumbre

Juan Benet

Lumen

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19 de septiembre de 2011
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Una luz entre las naciones

Nada de lo que exigen para sí lo admiten para el otro. Construyen enfrente a un otro absoluto, irreductible y excluyente, hasta tal punto de que cualquier deseo ajeno es automáticamente una ofensa para ellos mismos. El repertorio de sus exigencias a ese otro radicalmente distinto es infinito. Hasta su rendición. Hasta su extinción.

Cualquier concesión es sentida como una herida al núcleo mismo de la identidad propia, a menos que tuviera como contrapartida la desaparición llana y simple del otro como entidad y como sujeto de derecho, porque entonces sería su victoria. Quieren negociar, claro que sí, pero solo si hay garantía de que la negociación no lleve a ninguna parte excepto a la confirmación de todas sus exigencias. Lo único que les interesa de las negociaciones es mantener al enemigo atado a la silla mientras ellos siguen modificando la realidad disputada, el objeto de su negociación. La única negociación que admiten de verdad es una que no tenga lugar porque todo esté ya previamente acordado según su exclusiva voluntad. Sentarse para firmar, no para buscar un punto a mitad de camino entre dos posiciones tan distantes. Saben que quienes siempre han vencido por la fuerza sufren el grave riesgo de salir derrotados el día en que se muestren dispuestos a renunciar a la fuerza, a hablar y realizar concesiones auténticas. Solo podrán negociar y ceder, que es como se llega a los acuerdos, el día en que hayan previamente desistido a quedarse con todo, tal como les dicta la doctrina absoluta que les gobierna. Cada una de sus nuevas condiciones o exigencias es un reflejo del pavor a convertirse en gente normal dentro de un mundo normal. ¿Renunciar a los privilegios concedidos por Dios a cambio de los acuerdos fraguados por los hombres? ¿A quién puede ocurrírsele tan mal negocio? ¿Quién renuncia a un pacto con la divinidad y a ser el elegido por sus preferencias providenciales? Todo lo que reprochan al otro podrían reprochárselo a ellos mismos, sus divisiones, su capacidad para la violencia, sus excusas teológicas, su machismo, y sin embargo siguen creyéndose distintos, perfectos, con derechos propios por encima de los derechos de los otros. Quienes así piensan y actúan pueden tener la simpatía de los poderosos de este mundo, ser incluso hegemónicos, contar con mayorías democráticas, pero no son los propietarios de la idea que dicen defender, ni siquiera de su patria, su religión o su cultura. Las secuestran en su nombre, eso sí, pero poco tienen que ver con aquellos hombres y mujeres admirables, portadores de una luz entre las naciones, los reivindicadores del otro, los cultivadores de la esperanza y de la cultura más humana de una humanidad errabunda y sin patria.

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18 de septiembre de 2011
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El tablero de la parca

Sabemos poco de la muerte: no de las mil maneras de morir, sino de la muerte. Y, sin embargo, entre las pocas cosas que conocemos por relatos y pinturas de muy diversas tradiciones es que la parca tiene dos aficiones, la danza y el ajedrez, a las que difícilmente está dispuesta a renunciar. De su pasión por el ajedrez hay múltiples testimonios en las antiguas leyendas. La muerte se entretiene jugando con algunas de sus víctimas, especialmente relevantes o esquivas, aunque las fuentes discrepan en variados aspectos. Para ciertos informadores el tablero que utiliza para su juego es muy singular, en ocasiones invisible, en ocasiones gigantesco como un valle; otros, en cambio, defienden que el tablero es común, el mismo que podría utilizar cualquier amante del ajedrez. También hay discrepancias sobre el color de las piezas con que juega la parca e, incluso, de los cuadrados del tablero utilizado. Para muchos es indiscutible que la muerte siempre se las arregla para que le toquen las negras al inicio de la partida, en el momento del sorteo, un aspecto que a mí me parece poco decisivo. Por el contrario, la polémica sobre los colores de los cuadrados es más relevante, pues algunos expertos sostienen que lo que realmente distingue al tablero de la parca es que, en lugar de ser blanquinegro, es rojinegro, exactamente igual a la mesa-tablero construida por Rodchenko.

En cuanto al gusto por la danza de la muerte, hay pocas dudas, tanto en el presente, sobre todo cuando uno viaja a India o México, como en el pasado de cualquier cultura. Es bien conocida la inclinación de los pintores europeos del final de la Edad Media y el inicio del Renacimiento por reflejar en sus frescos los bailes macabros presididos por la Parca. De hecho, toda Europa está salpicada por iglesias de esta época que recogen en sus muros el frenesí bailarín de la muerte, encantada de igualar a los que, en vida, bailaban de manera tan desigual. Lo encontramos en las imágenes refinadas de los templos de Sicilia y también en las más toscas, pero no menos impactantes, de los que bordean el mar del Norte.

Una de estas últimas es la que nos muestra Ingmar Bergman en El séptimo sello, la única película, que yo sepa, en la que se recogen las dos grandes aficiones de la parca. En la atmósfera lúgubre de un país devastado por la peste y en medio del peor fanatismo religioso, la jugadora de ajedrez par excéllence encuentra el ambiente propicio para desarrollar su tremenda partida con el caballero que ha perdido la guerra y la fe en las Cruzadas. De acuerdo con la mejor tradición, Bergman hace que, en el sorteo, corresponda a la muerte jugar con las negras. Pese a que en esta partida no hay escapatoria, como en ninguna de las que juega la formidable ajedrecista, el caballero, en un desesperado movimiento final, logra reconciliarse con la vida antes de ser vencido definitivamente. Y en la penúltima secuencia de la película, satisfecha tras su victoria en el juego, la parca da inicio a su majestuosa danza, esa que, dicen, a todos nos pone en nuestro lugar.

No recuerdo otra obra -tampoco literaria- que exponga tan claramente esas dos pasiones de la muerte. Pero, a este respecto, una vez fui testigo de una coincidencia perturbadora. Había visitado la iglesia de Hrastovlje, en Eslovenia, en la que precisamente se halla una de las danzas macabras más bellas de Europa. Su autor, el pintor de Istria Johannes de Castuo, había pintado a finales del siglo XV un ejemplo de aquellas magníficas biblia pauperum a través de las cuales se intentaba hacer llegar a los pobres y analfabetos los relatos bíblicos. Pese a la escasa iluminación se pueden contemplar en la iglesita eslovena unos admirables frescos en los que está representado el Génesis, la Anunciación, la Adoración de los Magos y la Pasión de Cristo. No obstante, el más sobresaliente de todos es una Danza Macabra en que la parca, sonriente -al borde de la carcajada casi- se multiplica para coger de la mano, en estricto orden, al Papa, a los reyes, a los obispos, a los nobles y a los pobres ciudadanos en general. Una gran obra de arte, con los motivos comunes a todos los bailes de la muerte diseminados por Europa. Lo único singular, y esa fue la coincidencia perturbadora, es que a la salida de la iglesia de Hrastovlje, sobre un bancal, aparentemente abandonado por alguien, había un tablero de ajedrez. El hallazgo me inquietó. Es verdad que no era rojinegro, ni había piezas de ningún tipo, pero la sola visión de aquel cuadrado de cuadrados, cerca del fresco que acababa de contemplar no me resultó tranquilizadora.

Durante días esa afición por el ajedrez y el baile de la parca me estuvo rondando por la cabeza. Por suerte, un par de semanas después me encontraba, como espectador, anteLa Danza, la maravilla, pintada por Henri Matisse en 1910, ahora en el Ermitage. Y la furia vital de aquel baile logró que se disipara el recuerdo del otro. Al menos por algún tiempo.

El País, 11/09/2011

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18 de septiembre de 2011
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Scarlett y el pubis

Le han robado las fotos de desnudos a Scarlett Johansson o se las ha hecho ella y su marketing robar expresamente? O en todo caso, ¿en qué cabeza cabe que en la ducha o en el tocador se haga ella a sí misma fotos en cueros y las guarde después en un móvil que se mueve por todas partes?

La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el fisgoneo promiscuo por los objetos de alrededor

Pero, a lo mejor, podría ser. Podría aceptarse que padeciera esa manía. El narcisismo es mistérico. Pero, además, las actrices o los ronaldos tienden a sentirse iconos para sí mismos y acostumbran a ser tan atrabiliarios como desorbitados.

Si hay algo, sin embargo, que hoy ocurre con los medios de comunicación audiovisual es que han hecho pasar de lo privado a lo público y del pudor a la exhibición con la proliferación creciente de las webcams. Como consecuencia, ya no es tanto el desnudo del cuerpo de la actriz o el ídolo lo más vistoso, sino el desnudo del medio interior, la arquitectura interior, donde se desnuda y yace.

La intimidad de una casa o de un dormitorio, la intimidad de un cuarto de baño o una cama deshecha puede ser una oferta sexual mucho mayor que un cuerpo sucinto, un cuerpo sin ropa y aislado del escenario natural donde se gesta.

O bien, el domicilio o la habitación, los objetos, los muebles y los espejos que forman el entorno del desvestido neto poseen un plus de excitación informativa. La gran atracción pues de las llamadas sexcams, en constante ascenso entre los usuarios de la Red, se apoya por tanto menos en la coqueta anatomía del personaje que en su figura más la especial decoración alrededor.

No se penetra el cuerpo sucinto, sino encuadrado. La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos.

De otra parte, el contacto sexual entre los cuerpos ha ido perdiendo cotización. A mayor facilidad de los encuentros eróticos, menor valor de sus logros en las escalas de apreciación social. El sexo siempre es muy divertido individualmente pero se halla cada vez menos retribuido.

La superación del cuerpo enteco por la franquicia del hábitat entero, la expansión del morbo del desnudo hasta el morbo de la alcoba viene a ser hoy la materia prima presentada por las mejores sexcams.

La pequeña cámara enseña un fondo complejo impregnado del primer plano del amo. Enseña el trasfondo de su condición y cambia la pobre experiencia de observar una parcela de carne humana, sea el pubis o no, por la interesante visión del lugar donde esa carne duerme, se acicala, tose o acaso se suicida.

El sexo óptico adquiere así una penetración en la intimidad no sobre el cuerpo sin más, sino sobre el cuerpo con su guarnición y de la guarnición adherida como pieza de un cuerpo mayor, más diferencial e interesante.

Sin ser iguales, todos somos muy parecidos desnudos, pero los hogares, sin ser iguales, son mucho más desiguales que la desnudez. Ver a alguien en cueros resulta al cabo mucho menos que escudriñar en los pormenores de su guarida.

La casa, la alcoba, la ducha expuesta al otro, procura un plus al eventual disfrute sexual del otro, mucho mayor que el que propicia el fotomatón.

El tiempo que hoy somos capaces de prestar atención a un cuadro, una noticia o una foto se ha reducido una quinta parte en unos 20 años, de modo que si existe goce efectivo es semejante al fogonazo de un flash. El simple cuerpo desnudo es al coche eléctrico como su silencio al deleite sin contaminación.

Por el contrario, una alcoba, un cuarto de baño, un vestidor en donde el desnudo se expone cadenciosamente vuelve a ser la escena de una buena cetrería para la que se requiere mayor habilidad, finura y educación.

Scarlett Johansson o cualquiera otra de su mismo estatus no pueden ya conformarse con ofrecer al voyeur contemporáneo el aburrido top-less de siempre o la insignificante morfología de su sexo, sino algún lote escénico más por donde se pasea, se adormece, piensa, se depila. Es decir, el repertorio casi completo de todo aquello que forma parte de la comunicación, limpia o sucia, dulce o acre, en el multipolar universo del deseo y el sexo.

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17 de septiembre de 2011
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El racista de las almorranas

Siempre se habla muy mal de los políticos, y hay momentos, como el actual, en que son denigrados como el gremio más despreciable y perjudicial del teatro democrático. Conviene avivar un poco el seso y recordar alguna elementalidad: todo hombre, e incluso mujer, a quien embarga la tierna solicitud por su país desea en el fondo de su corazón generoso la supresión de la mitad de sus compatriotas. A veces, en casos ejemplares, ese deseo supresor se concentra en unas nucas escogidas, y en otros, solo se refiere a dos tercios de sus conciudadanos. Ahí está ese vasco oñatiarra de las almorranas que desea eliminar de su teatro de pureza al intérprete y al médico, porque no están a la altura ideal, y de momento, a falta de nada mejor, humilla a esos seres inferiores y ofende a la dignidad del lenguaje. Porque un racista vasco que entiende al médico, y prefiere ser atendido por teléfono y mediante auriculares, aun a costa de retrasar la consulta diez meses, y en esa traza espera a ver qué mal lo hace el intérprete, para hacerlo saber, y luego emite su vernaculez, para demostrar qué mal la traslada el intérprete, y dar así una lección tras otra a ese par de especímenes infravascos, ofende a la dignidad del lenguaje y de la condición humana. Y luego aún solicitó con todas las de la ley que la próxima vez el intérprete estuviera de cuerpo presente y debidamente identificado para poder encararse con el ser inferior y denunciarlo a las autoridades, y así piensa seguir, este héroe vasco de las almorranas, hasta eliminarlos a todos y que su necio teatro de pureza sea perfecto. Por eso, es una fortuna que racistas así estén políticamente representados por excelencia, o sea, por políticos menos racistas que ellos, siquiera por imperativo legal. Porque las naciones e imperios se forman en base a su complacencia en las iniquidades de que son objeto.  De modo que todo cristo, pese a sus reiteradas y sinceras invitaciones al despotismo, está en democracia representado por excelencia y eso es lo mejor de los políticos y el sistema. De modo que, cuando se oye esa honrada queja de “no nos representan”, a uno se le ocurre apostillar “por suerte”. 

Es preciso recordar que las supersticiones de la democracia, con todas sus charlatanerías y farsas, nos salvan de otras mayores. Y es la nulidad e inepcia de los políticos la que permite y asegura mal que bien nuestra libertad. Porque una característica tragicómica de la libertad vigente es que los mediocres que la hacen posible no saben mantenerla, pero los inframediocres sí que saben desnaturalizarla e inventar nuevas formas de terrorismo y estupidez. Y no hay tonto que no consiga que otros más tontos le sigan.

 

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17 de septiembre de 2011
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Conversaciones en Formentor

Aquí estamos, en Formentor, con Jorge Edwards, Fernando Aramburu, Ricardo Menéndez Salmón, Jorge Volpi, Aurelio Major, Mathias Enard, Kenizé Mourad, Vicente Valero, Jordi Gracia, entre tantos otros; y con las editoras Valeria Ciompi, Pilar Álvarez, Elena Ramírez, Valerie Miles...

Hablando del futuro de la novela y de la polémica viva todavía en los suplementos literarios, en los artículos de opinión, en las tertulias. La discusión sobre lo que puede haber de crónica periodística en la ficción novelesca o lo que habrá de imaginación literaria en la memoria histórica.

Para algunos de los que participan en la disputa nacional, digo yo en la inauguración de esta cuarta edición de las Conversaciones literarias de Formentor, la tensión entre crónica y ficción es un falso dilema. El escritor, dicen, es dueño de sus atributos y puede novelar lo que le venga en gana. Nada le perturba. Todo le sirve. Puede inventar sucesos históricos nunca acaecidos, poner nombres reales a personajes imaginarios, dar la voz a los mudos y hacer callar a los deslenguados, desvirtuar lo que dijeron los vivos o atribuir a los muertos lo que nunca llevaron a cabo, puede conmovernos con una historia ficticia y o hacernos desconfiar de un relato real.

El novelista puede hacer
lo que le plazca y puede hacerlo a su antojo, porque su privilegio es la
impunidad.

La novela ha sido un género mestizo, nacido de la fusión de todos los géneros literarios precedentes, y nada debe interponerse en su voracidad.

Ni la moral ni la política deben estorbar. Los que tienen vocación de
legisladores deben sacar sus sucias manos de la novela y dejarla a los únicos
que tienen derecho sobre ella: sus autores.

Otros, consideran rigurosamente respetable el debate sobre los límites que la imaginación debe imponerse a sí misma y el rigor con que la memoria debe hacerse valer. También conceden  al novelista el derecho de hacer lo que quiera, hacer sublime la imagen de una belleza imposible, elevar a la más sagrada condición a un pordiosero, exterminar la bondad de la superficie
de la tierra, o contar el mundo sin importarle cómo es en realidad.

Lo único que no puede
hacer el novelista, dicen éstos, es engañar al lector. Que bastante sufre el
pobre.

El novelista puede seducirnos
y alterar la imagen que nos hacemos de la realidad y por ello no podemos dejarle
ensuciar el mundo real. Sólo faltaría, que añadan más caos a este mundo
caótico.

Conscientes del poder de
la palabra, y de la credulidad de una Humanidad confiada, prefieren evitar la duda
del que se pregunta, después de leer una novela, ¿será verdad, será mentira?

En cualquier caso, no
hace falta decirlo, pero lo digo, en Formentor no nos hemos propuesto sacar
conclusiones. Tan sólo escuchar el curso de la conversación.

Pero la disputa sobre
crónica y ficción, como decía, saca a flote asuntos que trascienden el capricho
del novelista.

Si ahora tuviera que elegir
una buena pieza de crítica literaria, citaría el estudio que Mario Vargas Llosa
dedicó a Cien años de soledad.

En este conocido alarde
de penetración podemos ver muy bien manejadas las herramientas de un género que
quiere ser insobornable y despiadado. Información, ecuanimidad, conocimiento y
perspicacia sustentan un juicio que a veces parece seductor y otras, simplemente,
infalible.

El libro de Mario Vargas
es un ejemplo de lo que debe ser la crítica literaria inteligente y elegante.
Entre otras cosas, porque sin este modo de leer, sin este esclarecimiento, la
lectura de la novela, es imposible. Y a la larga, esto es lo que hará imposible
la supervivencia de la misma novela.

La crítica literaria, contrariamente
a lo que suele creerse, no nos dice lo que debemos leer. Ni siquiera pretende
dictar un juicio sobre lo malo y lo bueno. La crítica nos enseña a leer; esto
es: nos hace descubrir lo que no supimos ver en las novelas que hemos leído.

La crítica literaria nos permite
entender nuestra tradición narrativa y cómo aborda los disturbios de la condición
humana, el misterio del conflicto en el que vivimos atrapados, la opacidad de
nuestros deseos, la indescifrable voluntad en los demás, y ese largo rosario de
enigmas que forman parte de la existencia.

Pero el texto de Mario
Vargas atribuye a la vigorosa estirpe de los grandes novelistas un empeño
sacrílego. El estudio de Vargas dedicado a Gabriel García Márquez, lo
recordarán ustedes, se titula Historia de
un deicidio,
y en el extenso y pormenorizado análisis de la obra maestra del
Gabo nos dice que el novelista quiere sustituir a Dios y convertirse él mismo
en un creador de mundos, en el taumaturgo de las historias y los personajes que
poblarán el imaginario humano con la misma fuerza que el llamado mundo real.

Al presentarnos al
escritor como un deicida, como un celoso competidor de Dios, como un envidioso
imitador del Creador, Vargas da a nuestra tradición narrativa un lugar central
en la cultura y nos advierte de que tras las grandes novelas del siglo está el
genio disidente, arrogante, destemplado y terriblemente inteligente que ha
querido torcer la Historia del Mundo.

Esto es lo que decía
Vargas en 1971.

Más de treinta años
después, el mismo autor reunió sus críticas literarias más destacadas y las
agrupó bajo este rótulo: La verdad de las
mentiras
. En este nuevo y espléndido ejercicio de sagacidad y comprensión,
Vargas nos dice, sin embargo, que un novelista elabora mentiras, convincentes,
atractivas, entretenidas, pero mentiras al fin y al cabo.

Vargas,
inexplicablemente, da por cancelada la terrible ambición de los escritores y
reduce su titánica revuelta prometeica a un simple ejercicio de imaginación
literaria. Olvida el combate trágico de la revuelta que glosó en su libro y nos
consuela con ese ingenioso  y esmerado
oficio que hace las delicias de los  lectores.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le
ha ocurrido a nuestra generación, durante el último tercio del siglo XX, para
que la soberbia epopeya de los escritores haya quedado reducida a un artificio
de cuentistas? ¿Cómo hemos podido perder en el curso de este súbito viaje la
más excelsa de nuestras conquistas culturales?

¿Cómo se convirtió el deicida en un mentiroso?

Quizá podamos encontrar
en esta mutación la causa de lo que tanto lamentamos. Me refiero a la confusión,
la confusión que nuestra cultura de la notoriedad difunde cada vez con mayor insensatez:
la confusión entre la novela literaria y la novela de kiosko, entre la
inteligencia y la locuacidad, entre el genio y el ingenio, entre el logro del
estilo y el pensamiento y la redacción de historias entretenidas, entre el
hallazgo y la ocurrencia, la fama y el prestigio, la palabra y la
charlatanería.

Podría decirse de otro
modo. Podríamos decir que una educación deficiente ha deteriorado la capacidad
cognitiva de una población incapaz de seguir el hilo narrativo de un discurso
complejo. Que los medios audiovisuales han infantilizado al adulto hasta
convertirlo en alguien resueltamente incapaz de comprender las estrategias
literarias. Que la lógica del aburrimiento ha sobornado a las mejores cabezas
haciéndolas cómplices de la industria del entretenimiento. Que la obsesión por
la audiencia masiva ha destruido la interlocución cultural. Que la crítica
literaria contribuye con su falsa ecuanimidad a mezclar y confundir las obras
de arte con los productos industriales.

Ya veremos en qué acaba
todo esto. Por el momento, en Formentor, ya seamos deicidas o mentirosos, lo
cierto es que todos somos amantes de la literatura y eso es lo que nos permite,
una vez más, charlar y compartir nuestras ideas, hallazgos, criterios, juicios
y opiniones. Incluso, a veces, con buen humor.

Gracias a todos y
bienvenidos a Formentor.

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16 de septiembre de 2011
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¿Vivir de la luz? Recurso a la ciencia como coartada

En Barcelona se anunciaba a primeros de agosto una película documental que llevaba el título  de "Vivir de la luz". La página conocida como "la contra" de un importante diario de la ciudad ponía sobre la pista del tema del documental: se entrevistaba a una persona que tras varios lustros sin haber ingerido  alimento alguno de origen animal o vegetal  sostenía que, sometiéndose a una rigurosa disciplina indisociablemente física y espiritual, era perfectamente posible vivir de la energía que se despliega naturalmente en la naturaleza,  y concretamente de  la luz solar.

No es mi intención en absoluto introducirme aquí en las consideraciones, generalmente  irónicas, que he oído en mi entorno al respeto. A priori  simpatizo con toda actitud que conlleve una apuesta en favor de esa singular  capacidad de los seres humanos que en tantas ocasiones les permite relativizar el peso de las contingencias del orden natural. Lo irritante en este caso  no era tanto lo abusivo de la tesis en sí (al fin y al cabo, nutrirse de manera convencional es en última instancia consunción de energía), sino ciertas connotaciones ideológicas que desprendía un folleto propagandístico de la película. Se indicaba en efecto que los personajes filmados y entrevistados darían testimonio de la conveniencia de hacer propias actitudes que caracterizarían a la espiritualidad oriental y que estarían desde hace ya un siglo encontrando  inesperado apoyo en la ciencia de Occidente. Se indicaba concretamente que  la  potencialidad para subsistir meramente de la luz y hacerlo incrementando la propia lucidez  (imprescindible el juego de palabras), por chocante que resultara para nuestros hábitos mentales, habría encontrado soporte conceptual y científico en los descubrimientos... de la Mecánica Cuántica.

Inevitable y tediosa referencia, habrá pensado más de uno al leer el evocado folleto propagandístico. Se diría que la Mecánica Cuántica tanto sirve para un roto como para un descosido. ¿Que nos resulta prosaica y poco excitante la tradición racionalista que ve en la  asunción de leyes consideradas  inflexibles del orden natural la base imprescindible para  asumir nuestra propia condición?... la Mecánica Cuántica habría puesto de relieve que este pretendido orden natural objetivo sería en realidad una construcción del propio espíritu humano.

 ¿Que  no nos resulta narcisisticamente satisfactoria   la idea de ser un animal que como todos los demás ( y por muy relevantes que sean sus singularidades como especie) es fruto de la evolución?...la Mecánica Cuántica permitiría (en alguna de sus hermenéuticas) avanzar la hipótesis de que, en última instancia,  todas las conjeturas de la ciencia -teoría de la evolución incluida- dependen de  una suerte de nuevo sujeto trascendental, que sería efectivamente medida de todas las cosas, y que tendría epifanía en cada uno de los seres humanos.

¿Que nos aflige el pensamiento  de estar circunscritos en un universo finito, sometido al segundo principio de la termodinámica y por ello a procesos determinísticos  vinculados a lo que denominamos tiempo?...La Mecánica Cuántica nos consolaría (es bien sabido que se consuela todo aquel que quiere) con hipótesis cosmológicas que, o bien multiplican los mundos posibles o bien hacen intervenir una suerte de demiurgo transcendente al cosmos y al que se hallaría asociado la conciencia humana.

La Mecánica Cuántica, en suma,  daría pie a una sorprendente restauración  del principio de esperanza. Una esperanza aun a costa del buen discernimiento, tan poco alimentada por la gran filosofía del siglo XIX, que la sustituía por el imperativo de asumir la finitud de la condición humana como requisito indispensable para  la auténtica riqueza que los humanos podemos esperar,  y que no es otra que el despliegue de las potencialidades del espíritu.

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16 de septiembre de 2011
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El Boomeran(g)
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