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La “tragedia monstruo” de Lou Reed y Bob Wilson

  Producida por el legendario Berliner Ensemble, el teatro creado por Bertolt Brecht, la "Lulu" de Robert Wilson y Lou Reed estrenada en Paris es un fascinante espectáculo distinto en cuanto a la parte musical del doble disco recién publicado con el mismo titulo, compuesto y grabado por Reed en extraño pero feliz maridaje con el grupo heavy Metallica. La función teatral tiene menos de opera rock que el disco, seguramente porque la personalidad plástica y dramática de Wilson es dominante. La nueva colaboración entre los dos artistas (tras "Rocker Time" en 1996 y "POEtry" en el 2000) resulta, sin embargo, armónica y casi siempre brillante, contando además con nuevas canciones escritas ex profeso por Reed y no incluidas en el vinilo. De hecho dos de las mejores piezas musicales interpretadas en el escenario son nuevas: "A Gift" (con deliciosa letra de Reed que empieza con el verso "Solo soy un regalo para las mujeres de este mundo") y la extraordinaria "Vicious Circle", encomendada al personaje clave de la Condesa y maravillosamente cantada por la actriz Anke Engelsmann. Al mismo tiempo, Wilson encuentra soluciones de poderosa fuerza visual para las composiciones del cantante, destacando en particular la escena sobre la pieza en mi opinión central del disco, "Brandenburg Gate", convertida en un "burlesque" cantando coralmente por los seis protagonistas masculinos.

   Como es sabido, la obra original de Franz Wedekind sobre el personaje inocente y maligno de la joven Lulu que provoca la desesperación y la muerte de sus amantes antes de caer ella asesinada por el mismísimo Jack el Destripador, tiene una complejidad y una extensión que dificulta su plasmación escénica. Aun en su versión inacabada, la opera de Alban Berg captura de modo elocuente el espíritu de Wedekind, si bien el compositor hizo su libreto mucho antes de que, en 1988, se publicase el texto hoy considerado definitivo de la trilogía de "Lulu", más de cuatrocientas paginas en formato libro. El espectáculo de Wilson parte de una dramaturgia muy sucinta (de Jutta Ferbers), primando en él los elementos grotescos de esta "tragedia monstruo", tal y como la llamó el propio Wedekind. Los actores-cantantes son en su mayoría excelentes, aunque la protagonista, la gran Angela Winkler, mas conocida en nuestro país por sus películas con los mejores directores del nuevo cine alemán, no acaba de acoplarse al peculiar lenguaje gestual de Wilson. Este, en una de sus geniales ocurrencias, le ha dado gran relieve, sin un rol específico, a una anciana y magnifica actriz del Berliner Ensemble, Ruth Gloss, que cierra de modo inolvidable el primer acto interpretando uno de los clásicos de Lou Reed, "Sunday Morning".  El montaje, con el acompañamiento de seis músicos nada "heavy" de atuendo ni de carácter, abunda en momentos de irresistible comicidad, en un espíritu que mezcla el "slapstick" del cine mudo con la caricatura de las ilustraciones infantiles del último periodo victoriano. Una lectura intuitiva, sorprendente e iluminadora, muy característica del "sello Bob Wilson", un creador anti-intelectual que solamente en España tiene cierta fama de abstracto y arduo.

   En Francia, por el contrario, es una figura de referencia, me atrevo a decir que un ídolo desde los lejanos días de los primeros 1970 en que fue apadrinado, con un famoso articulo extasiado, por el poeta Louis Aragon. Las entradas para las diez funciones de "Lulu" en el inmenso Théatre de la Ville se agotaron en pocos días, y tiene por ello su lógica que haya sido la capital francesa donde se cerrara el mes de celebraciones "wilsonianas" con motivo de su setenta aniversario. Cinco grandes ciudades del mundo, Berlin, Nueva York, Sao Paulo, Milán y ahora París, han organizado, siguiendo un modelo muy norteamericano, cenas para invitados de pago en beneficio de Watermill, la fundación de investigaciones teatrales y plásticas creada y sostenida por el en Long Island, precedidas cada una por el estreno de uno de sus espectáculos. La de París iba a haberse celebrado en la casa de Pierre Bergé, el viudo de Yves Saint Laurent, del mismo modo que la de Milán tuvo lugar en la de Giorgio Armani. Pero el gran numero de los "paying guests" en París, que incluía, entre amigos y mecenas de diversos países, a Isabelle Huppert, una rejuvenecida Anouk Aimée y el ministro de Cultura Fredéric Mitterrand, obligo a desplazarla al (muy) tradicional restaurante de la Rive Droite "Chez Laurent", donde no faltó el pastel ni las canciones de cumpleaños.     

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14 de noviembre de 2011
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El bicho insidioso

Sigo con atención la enfermedad de Christopher Hitchens, uno de mis escritores favoritos. Este hombre (que ahora tiene sesenta y pico de años) se jugó la vida en todos los campos de batalla del último cuarto de siglo. Sus reportajes son un modelo del género, pero Hitchens es, además, un lector impenitente y excelente comentarista de sus lecturas. Amigo de Martin Amis desde la infancia, ambos han vivido con pasión la literatura, sea guarecido en una trinchera de Bosnia el uno, sea bebiendo daiquiris en unos estudios de cine porno californianos el otro.

    El pasado mes de septiembre publicó en Vanity Fair un artículo dando cuenta de cómo se percató de que algo andaba mal en su cuerpo cuando estaba en plena vorágine de lanzamiento de su último libro, editado en España por Debate. No quiso dejar tirado a Salman Rushdie y asistió disciplinadamente a uno de los actos centrales, aunque había estado vomitando durante las horas previas. Muy caballerosamente, se obligó a no cancelar ninguna de las presentaciones que ya habían sido hechas públicas. Esta entereza tiene, naturalmente, mucha relación con su legendaria capacidad para resistir en los frentes de guerra y escribir con elegancia acerca de las más atroces matanzas.

    Una frase del artículo, sin embargo, me llamó la atención:

    "I have been taunting the Reaper into taking a free scythe in my direction and have now succumbed to something so predictable and banal that it bores even me".

    La glosa podría ser: "Tantas veces como he estado toreando a la Muerte y ahora sucumbo a algo tan predecible y trivial que hasta me aburre a mi mismo".

    Es una frase estupenda, la verdad. Es arrogante, es autoirónica, es una bella demostración de chulería frente al pelotón de fusilamiento. No puede ser más byroniana. Y lo peor es que tiene toda la razón: pudiendo haber muerto como un soldado mil veces en veinte guerras, va a morir como un afiliado a la seguridad social.

    Quienes pertenecemos al Club del Cangrejo tenemos una gran simpatía por los restantes socios. En cuanto se apunta uno nuevo, solemos seguirle los pasos con fraterna curiosidad. Hace pocos días vi publicada una fotografía de Hitchens en la que, apenas dos meses más tarde, se le ve ya arrasado por la quimioterapia, aunque evidentemente fue él mismo quien había convocado al fotógrafo. Los rituales de muerte son muy distintos entre británicos y mediterráneos. Hitchens, si se me permite la broma macabra, se ha tomado muy en serio el asunto de su muerte. En el contexto fúnebre no se pone a sí mismo como enfermo pasivo sino como guerrero desafiante. ¿No se publican miles de fotos de cadáveres bélicos todos los días? Pues ahí tenéis una de nuestros más interesantes cadáveres.

    Interesantes en un sentido rotundo: desde la primera guerra mundial las muertes por cáncer se han triplicado. Es en verdad una guerra. Sabemos con toda precisión por qué se han multiplicado las cifras de ese modo: respiramos cáncer por las calles de la ciudad, comemos cáncer con los pesticidas y hormonas de los alimentos, nos entra por los oídos gracias a los móviles, nos rodea desde una multitud de aparatos todos ellos emisores de radiación y no hay apenas un momento de nuestra vida en que no estemos sometidos al bicho insidioso. En fin, como sucede con las innumerables muertes de tráfico, sabemos cuál es la causa de la mortandad, pero nada podemos hacer para vencerla. Deberíamos paralizar la agitación urbana o regresar a la vida agraria del siglo XVIII, y eso es demasiado progresista para nuestros muy conservadores hábitos. Los ciudadanos actuales preferimos morir de cáncer antes que prescindir del automóvil o del filete engordado con esteroides.

Ferlosio lo escribió con monumental exactitud -una exactitud, por cierto, incrustada de nácares, madreperlas y aljófares lingüísticos- en "Si los dioses no cambian". Los habitantes de las sociedades industriales, como los del imperio azteca, también tenemos nuestra cuota de sacrificios humanos, aunque las víctimas no perecen en lo alto de una pirámide para que su sangre brille al sol de un dios cruel y paranoico que quizás se llama Mictlantecuhtli, a quien se regala la piel de los sacrificados. Las nuestras mueren sobre el asfalto o en gélidos quirófanos. Lo curioso es que nadie sabe el nombre de nuestro dios cruel y paranoico, a menos de que se llame Estado del Bienestar.

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14 de noviembre de 2011
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Teoría y práctica del debate

Al encender el televisor, uno podría imaginar que los dos hombres que discuten frente a nosotros participan en uno de los programas del corazón que infestan las pantallas españolas. Basta un poco de paciencia para constatar que algo no encaja: no aparecen los gritos e insultos que predominan en estos talk shows, donde la acumulación de groserías -aquí les llaman tacos, y nadie se priva de ellos- impide cualquier argumento inteligible. Quizás se trate, más bien, de otro género favorito de las audiencias: un concurso.

            Miremos a los contrincantes, fingiendo que el animador, con su pelo y su bigote oxigenados, no distrae nuestra atención. La verdad, se parecen bastante. Los dos pertenecen a la misma generación (la diferencia de edad es de cuatro años, aunque la calvicie del primero lo traicione). Los dos llevan barba -algo inédito desde el siglo xviii-, eso sí muy cortadita, como para ofrecer cierta impresión de modernidad. Y ambos, en fin, pretenden hacernos creer que, en el "diálogo" que mantienen frente a millones de espectadores, se juega algo importante. Al final de la competencia -de este Juego de la Oca democrático-, sólo uno se llevará el premio mayor: el futuro de la nación.

Más rasgos comunes: ninguno es joven, ambos visten trajes oscuros y llevan corbatas del mismo tono: un azul pálido, idéntico al del cartel que anuncia la naturaleza del encuentro: Debate, 2011. ¿Por qué esta preeminencia de un color asociado con sólo uno de los partidos en liza -y el manto de la Virgen-, justo aquel que, según las encuestas, parece destinado a aplastar a su contrincante? ¿Es que en el PSOE no hay un asesor de imagen capaz de reparar en este mínimo -pero significativo- detalle?

Los debates políticos pertenecen a un subgénero híbrido en el mundo del espectáculo: parte teatro, parte programa de concursos, parte certamen de belleza. Si en sus orígenes eran capaces de afectar el resultado de una elección -el Nixon vs. Kennedy de 1960-, desde que una pléyade de asesores modela a los candidatos, su importancia ha menguado: si acaso, logran decantar a un pequeño porcentaje de indecisos.

El objetivo de los participantes no es, pues, demostrar la superioridad de una propuesta, ni exhibir su habilidad retórica, sino evitar los errores de bulto, resistir los embates con serenidad y con cordura, superar esta prueba sin heridas. Ésta es la razón de que los debates se hayan vuelto tan aburridos. De pronto, nada resulta espontáneo ni atrevido: una mera sucesión de monólogos -en este caso, el favorito ni siquiera evitó leer sus respuestas-, acompañados por unos cuantos instantes de duda o de ingenio: el estrecho margen de libertad de los comediantes.

Acaso lo más notable del debate entre Alfredo Pérez Rubalcaba, el candidato del PSOE, y Mariano Rajoy, del PP, del pasado 7 de noviembre, fue lo que no se dijo. Uno y otro hicieron hasta lo imposible por no hablar de lo que les incomodaba, de bordear sigilosamente el abismo, de esquivar aquello que estaban decididos a no-decir. Todo el duelo consistió en esta danza ante el vacío. Tres horas de hablar con un único fin: guardar los propios secretos (que son, obviamente, secretos a voces).

Rubalcaba, viejo lobo socialista, ex ministro de Felipe González y, peor aún, de José Luis Rodríguez Zapatero -el doble lapsus de Rajoy al llamarlo así quizás fuese intencional-, tenía una sola misión: no hablar de su gestión en el gobierno, responsable del mayor recorte al estado de bienestar en la historia de la democracia española. Rajoy, ex ministro de José María Aznar, tenía una meta equivalente: no hablar de los recortes que seguramente implementará una vez en el poder.

Al llegar al debate, Rubalcaba sabía que le sería imposible remontar los 17 puntos de ventaja de su oponente. Su estrategia consistió, entonces, en querer demostrar que Rajoy realizará aún más recortes que los suyos. Para lograrlo, incluso reconoció la irremediable victoria de su rival con la idea de conseguir una derrota menos aplastante. Ver a Rubalcaba allí, más pequeño y delgado que Rajoy, esforzándose por acorralarlo, ofrecía una imagen casi enternecedora. Me hizo pensar en el chiste de la hormiga que trepa al cuello del elefante mientras sus amigas le gritan: "¡ahórcalo!"

Rajoy lo tenía, por supuesto, más fácil. 17 puntos de ventaja otorgan un aplomo difícil de perder. Y se ciñó a su táctica con disciplina militar: no dejó de repetir que Rubalcaba era culpable de los 5 millones de parados (destruyendo su silencio) y no contestó a una sola de las incómodas preguntas de su adversario.

Al apagar el televisor, la conclusión es simple: Rajoy ganó el debate. Fue más listo. O más terco. Pero el silencio, ese maldito silencio que tanto daño le hace a la democracia, se mantuvo allí, aún más imperturbable. Ese silencio -no asumir la propia responsabilidad, de un lado; no atreverse a decir cómo se va a gobernar, del otro- fue el verdadero triunfador de la noche. El único triunfador.

 

twitter: @jvolpi

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13 de noviembre de 2011
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Apología desesperanzada de Europa

Junto con la cortedad de miras de los dirigentes políticos, uno de los aspectos más deprimentes de los últimos desastres europeos es la indiferencia con que los ciudadanos contemplan los acontecimientos. Naturalmente, se muestran preocupados ante los reveses económicos y sociales que pueden afectarles, pero no hay indicios de que Europa sea, para los europeos, algo más que una moneda que ha entrado en zona de zozobra. De ahí que, cuando las alarmas se han disparado definitivamente, algunas gentes se hayan preguntado por lo que significaría la desaparición del euro y, sin embargo, nadie parezca preocupado por las consecuencias civilizatorias del fin del sueño europeo, la verdadera catástrofe a la que, de no remediarlo, nos vemos abocados.

El síndrome del barco inmediatamente antes del naufragio domina ya los gestos, de modo que, empujados por el miedo, retornan los nacionalismos más feroces, sea por parte de los países que se consideran engañados, sea por la de los que se sienten despreciados y ofendidos. Cuanto más amarilla es la prensa que se hace eco del descontento, mayores son las acusaciones, y lo peor es que los ciudadanos, contagiados o por propia iniciativa, ya empiezan a lanzarse los dardos unos contra otros. El buque roza el remolino con una tripulación inepta y un pasaje enrabietado y apático.

Posiblemente la causa última de la deriva actual es la propia pobreza de la perspectiva espiritual que ha rodeado la construcción europea en la segunda mitad del siglo XX. Es cierto que se produjeron buenos éxitos en el proceso, como la supresión de las fronteras o la aceptación de una moneda común, pasos capitales para avanzar en la promesa de la unión, pero en todo momento faltó la audacia y creatividad necesarias para dibujar un escenario verdaderamente ilusionante. Si desde una óptica económica Europa consiguió una nueva prosperidad tras la II Guerra Mundial, culturalmente continuó siendo una potencia derrotada que perdía, década tras década, su pasada hegemonía. Max Ernst pintó maravillosamente bien la derrota europea en Europa después de la lluvia. Con los años, Europa se recobró en lo material pero no en lo espiritual, de modo que el desolado paisaje pintado por Ernst adquirió un nuevo simbolismo en la media centuria de

guerra fría y dominio americano, durante la que los europeos se sumieron en una paulatina aculturalización que les ha hecho perder casi toda seña de identidad.

La construcción europea apeló más al estómago que a la conciencia. Es verdad que en los primeros lustros hubo todavía estadistas de primera categoría. No obstante, cuando estos empezaron a escasear, se hizo evidente la fragilidad civilizatoria del proyecto europeo. Los avances en la comunicación y en el intercambio mercantil no supusieron un reforzamiento decisivo de la idea futura de Europa: los europeos empezaron a viajar de una punta a otra del continente, a comprar productos de todas las regiones, e incluso a traspasar estudiantes entre las más alejadas universidades, pero, paradójicamente, este dinamismo no apuntaló una arquitectura sólida que alojara un sentimiento común. Los europeos éramos llamados europeos en América o en Asia, pero en Europa seguíamos sin sentirnos europeos pese al mastodóntico despliegue de las instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Nuestro pasado era común y, sin embargo, nuestro presente era brumoso y nuestro futuro, incierto.

El desafío sobresaliente que reveló este fracaso fue la aprobación de la Constitución Europea, documento que, en principio, debía sancionar el tercer nacimiento de Europa -tras los imperios romano y carolingio- y que, en la práctica, se transformó en el enésimo testimonio de una rutina burocrática que no implicaba para nada el entusiasmo de los europeos. La Constitución Europea fue, finalmente, un texto aséptico que en modo alguno recogía la herencia espiritual y moral del continente, y que no tenía ninguna posibilidad de suscitar una adhesión activa de los ciudadanos que, en gran parte, ni siquiera saben que existe un documento de este tipo. Al contrario, la fantasmagoría de esa Constitución fue el recuerdo multiplicado del páramo civilizatorio en que se había sumido Europa y el anuncio de que la fragilidad del edificio soportaría mal una sacudida como lo que ahora denominamos crisis. En consecuencia, cuando la sacudida se ha producido, los europeos, despavoridos ante lo que sucedía en su bolsillo, no solo se han olvidado de esa europeidad que nunca llegaron a tener sinceramente, sino que acusan con amargura a la madre Europa de todos sus males.

Y no obstante, el hundimiento del proyecto europeo sería lo peor que le podría pasar al mundo, al menos desde el punto de vista de la libertad. Europa todavía está a tiempo de explicar el porqué, y sobre todo de explicárselo a sí misma. Como ciudadano europeo me hubiera gustado que, en un radical ejercicio de autocrítica, la Carta Magna europea hubiera recogido nuestro pasado colonialista y expoliador. Era un buen momento para aceptar ante el mundo que durante siglos Europa había saqueado a los otros continentes. Y asimismo era un buen momento para recordar al mundo la aportación humanista e ilustrada, genuinamente europeas, a la libertad individual y a la democracia colectiva.

Era un buen momento y lo sigue siendo. En medio del torbellino de la llamada "crisis universal", llena de opacidades y equívocos, el único camino posible por parte de Europa es desplazar la centralidad del omnipresente mercado -protagonista espectral, pero absoluto- para devolver el eje de gravedad a la democracia. En esta operación, fundamentalmente cultural, Europa todavía podría ser fuerte y recuperar parte del amor propio desvanecido. Por contra, la definitiva disolución del proyecto europeo dejaría vía libre a opciones totalitarias que gozan de un prestigio, históricamente inesperado, como eficaces antídotos frente a la crisis. Para Putin, para el Partido Comunista Chino o para los jeques árabes la libertad es un estorbo para la buena salud del mercado. No hay duda de que un presupuesto de este tipo conduce directamente a la barbarie.

Y esta precisamente no debe ser la apuesta de Europa, si quiere ser fiel a lo mejor de sí misma. Como patria histórica de la democracia, su vitalidad depende de su predisposición a proponer la libertad como la medida que siempre debe prevalecer sobre las demás reglas del juego, en especial las leyes que quiere imponer el gran Moloch de la especulación a todos los ciudadanos del mundo, incluidos, por supuesto, los adormilados, pusilánimes y egoístas europeos.

 

El País, 12/11/2011 

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12 de noviembre de 2011
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El póstumo de David Foster Wallace

David Foster Wallace. Foto: Marion Ettlinger El 17 de Noviembre aparecerá la novela inédita y póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido, con la edición de Mondadori. Nadal Suau en ?El Cultural? habla sobre el personaje que fue en vida Foster Wallace, una vida intensa y un rápido suicidio. Y también comenta qué podemos esperar de esta nueva novela. Al final de la extensa reseña concluye: ?Su suicidio fue, simplemente y sin frivolidades interpretativas, un desastre?.  Dice la reseña:

Al principio, cuando publicó The broom of the system a finales de los 80, obtuvo una fama moderada entre los más listos de su generación; luego, con La broma infinita (1996), estallaron la moda y el prestigio: hubo portadas para David Foster Wallace, elogios desmesurados, chicas preguntando por él, listas que celebraban su obra maestra. Y está, en fin, todo ese entusiasmo de sus amigos, colegas y editores, explicándonos que Wallace era encantador, vivaz, inteligentísimo, luminoso? David Lipsky ha dicho de él que ejercía en los demás el mismo efecto que una taza de café. Los despertaba, los excitaba, hacía que sintieran gratitud. Y luego, claro, está su suicidio. Es muy tentador convertir el suicidio en un emisor de significado literario: ya sabemos que muchos escritores se suicidan, y que la lucidez (Wallace era lúcido en grado extremo) puede convertir la vida en algo de difícil digestión? Pero hay un problema: la literatura de David Foster Wallace no es la de un suicida. Trataré de demostrarlo más adelante. Ahora, recordemos sólo que Wallace padecía depresión. Quienes lo amaron insisten siempre en subrayar que Wallace no era su depresión, que cuando lograba alejar la enfermedad se revelaba como un hombre intenso, vivo. Y durante un tiempo lo logró, gracias a su propio tesón y a un fármaco llamado Nardil. Estaba casado con la artista Karen Green desde 2004. Vivían en California, él daba clases de escritura narrativa y tenían dos perros. Parece ser, en fin, que era razonablemente feliz. Y entonces abandonó el tratamiento de Nardil, en parte porque le ocasionaba malas reacciones con algunos alimentos, en parte por ese mismo tesón que hemos mencionado: ¿hay que ceder a una ?adicción??, debía pensar Wallace. Él, no. Sin embargo, solo ante ella, la enfermedad venció: tras doce sesiones de electroshock, numerosas consultas médicas y un primer intento fallido, el escritor logró suicidarse. Se ahorcó un día de 2008, aprovechando las pocas horas que su esposa lo dejó solo en casa. Tenía 46 años. Su hermana ha declarado algo terrible y en cierto modo hermoso: que se imagina a David besando a sus dos perros y pidiéndoles perdón antes de izar la soga. Después del suicidio, llegaron el llanto y también las interpretaciones y el mito y, por supuesto, las preguntas: ¿estaba por llegar su mejor libro? ¿Cómo habría analizado las mutaciones sociales que están teniendo lugar? ¿Qué habría opinado de Libertad, de su amigo Jonathan Franzen, ese intento (probablemente fallido) de volver a poner la literatura en el centro de la discusión pública y, ustedes perdonen, moral? Y últimamente se me ocurre otra, dirigida al lector compulsivo de memorias de deportistas que era: ¿qué habría pensado de la reciente biografía de Rafa Nadal, escrita por John Carlin (más que ?con? John Carlin, sospecho) y anunciada como su ?historia? cuando lo realmente interesante de Rafa Nadal es que carece de historia? Pero en fin, lo más importante que cabe apuntar tras la muerte de Wallace fue la aparición del legajo que ha acabado en nuestras manos con el título de El rey pálido. Larga, desbordada, incompleta. Wallace llevaba años trabajando en ?algo largo? que lo había obligado a documentarse y estudiar (en una entrevista telefónica de 1998 con Gus Van Sant ya confesaba estar asistiendo a clases de contabilidad fiscal) para sumergirse en el mundo de los Impuestos y la Agencia Tributaria. O sea, en el espantoso, puro aburrimiento. Ese iba a ser el motivo de su tercera novela, que quedó incompleta. Su viuda y el editor Michael Pietsch encontraron quilos de material disperso en diferentes soportes (papel impreso o escrito a mano, cuadernos, discos, etc.) que Pietsch tuvo que someter no sólo a criba sino, sobre todo, a un orden más o menos coherente. Si uno lo piensa, es una responsabilidad mareante: escoger el principio de un libro de David Foster Wallace. Escoger su final. Decidir dónde encajan esas piezas aparentemente inconexas con la espina dorsal del libro que, en algún caso, se habían publicado con anterioridad como relato. Creo que Pietsch ha hecho bien su trabajo y que El rey pálido es, no diré el mejor libro de Wallace, porque sería ciertamente frívolo decir eso de un libro que no es lo que debió ser, pero desde luego un desbordante, magistral, admirable ejemplo de gran literatura. Pero, ¿qué clase de literatura?. Permítanme una mirada panorámica sobre la obra de David Foster Wallace, un escritor que afrontó con enorme coraje el reto de tomar el testigo de una generación tan extraordinaria, la de Pynchon o DeLillo, que probablemente lo condenará, cuando el tiempo pase, a una condición epigonal. Y será injusto, porque ni su talento ni sus planteamientos artísticos lo merecen. De Wallace pueden apuntarse muchas cosas: es frecuente, por ejemplo, hablar de su estilo digresivo, huracanado, tan inagotable que tiene que recurrir a notas a pie de página numerosas y larguísimas, como si nunca nada quedara cerrado, como si cada acotación a la acotación fuera imprescindible; también podemos admirar la naturalidad con que nos interpela directa, amistosamente, haciéndonos esa clase de bromas sarcásticas que exigen un teatral ?ehem, ehem?, o bien planteando febriles callejones lógicos sin salida, absurdos enigmas de huevo y gallina. También es frecuente señalar que hablamos de un autor de trasfondo analítico, filosófico, aunque yo creo que ese no es exactamente su punto fuerte. Wallace es un narrador, ese es su don; y aunque era muy inteligente, su inteligencia era narrativa. Planteemos, por ejemplo, un peculiar duelo entre el americano y Michel Houellebecq: como cronistas, ambos asistieron a un festival porno, y ambos han dedicado muchas páginas al mundo del turismo. Pues bien, si tenemos que valorar el resultado desde las ideas, la victoria es francesa; literariamente, en cambio, vence David Foster Wallace, que nos deslumbra y nos mata de la risa con sus reportajes ?Gran hilo rojo?, en Hablemos de langostas, y ?Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer?, en el libro del mismo título. Por cierto, qué bueno era Wallace titulando. La clave radica, a mi entender, en un punto esencial de su escritura: la poderosa, irresoluble tensión entre la ironía posmoderna (o post-posmoderna, o posmoderna de tercera ola, o como ustedes y los académicos quieran llamarlo) y la vocación de decir algo honesto, compasivo y sólido. El talento de Wallace es sarcástico, experimental y desencantado: tiene que reírse de todas las cosas horribles de nuestro tiempo (lo grotesco, lo hortera o lo mendaz), y su inteligencia lo condena a ver con lucidez cómo todo está infectado, cómo avanza la extinción. Como a la mayoría de nosotros, le cuesta creer en nada. Pero no se resigna. En su voz palpita una añoranza de la autoridad ganada legítimamente, de la restauración del valor de las palabras hermosas, de la verdad. Aunque no quiero ponerme demasiado estupendo, esta cita de Nietzsche me recuerda mucho a DFW: ?las cosas grandes exigen que de ellas se guarde silencio o se hable con grandeza: con grandeza, es decir, cínicamente y con inocencia·. Cinismo e inocencia. Así escribe nuestro hombre, ya sea analizando la función cultural de la tv o la dificultad de establecer un discurso literario en nuestra era mediática. Si les parece, volvamos a El rey pálido, esa tremenda crónica de la vida tributaria de los Estados Unidos, con Jimmy Carter y sobre todo Ronald Reagan (?El Vaquero?) al fondo y, por tanto, con una melodía política sonando todo el tiempo que suena a Réquiem o a ?fuga musical de evasión de responsabilidades?. No se asusten, pero el gran tema de este libro es, ya lo he dicho antes, el aburrimiento. El rey pálido habla de tipos que quieren trabajar en Hacienda, de clases de contabilidad o de cómo la historia se ha convertido en una simple acumulación de datos estadísticos: ?en el mundo actual, las fronteras están fijas y ya se han generado los datos más importantes. Caballeros, la frontera heroica de hoy día está en el ordenamiento y la utilización de esos datos. Clasificación, organización y presentación?. También habla de burocracia: ?aprendí que el mundo de los hombres tal como existe hoy en día es una burocracia?. Y un poquito más adelante: ?la clave burocrática subyacente es la capacidad para soportar el aburrimiento. Para operar con eficiencia en un entorno que descarta todo lo que es vital y humano. Para respirar, por así decirlo, sin aire?. El capítulo 22 y otros pasajes. Hasta ahora, mis wallaces favoritos eran los dos libros de ensayos que he citado y el gozoso Entrevistas breves con hombres repulsivos. La broma infinita, aunque ciertamente es admirable, también resulta agotadora y a menudo nos sentimos tentados de afirmar que su título es el más honesto de la historia de la literatura.Ahora, El rey pálido trastoca, al menos parcialmente, mi canon wallaciano: si no es su mejor libro, desde luego contiene sus mejores páginas. No es que todo sea igual de bueno: así, me interesa relativamente poco el jueguecito que se trae con el autor-narrador-personaje, y creo que la historia de Meredith Rand resulta obvia. Además, nadie duda, ni siquiera la ?nota del editor?, que el libro adolece de reiteraciones y torpezas de estilo típicas de un manuscrito inacabado. Dicho esto, por favor, presten atención al extraordinario capítulo 22, o a cualquiera de los bellísimos pasajes que involucran al padre del personaje David Wallace. O al descacharrante diálogo que arranca cuando alguien pregunta a otro, ?¿en qué piensas tú cuando te masturbas?? Tanto en su arrollador inglés como en la espectacular traducción de Javier Calvo, esta prosa nos deja estupefactos: ¿es posible narrar durante una cincuentena de páginas un banalísimo trayecto en autobús con un tipo sudando y otro mirando el paisaje, y que de eso salga algo admisible? Sí, lo es. ¿Es posible plantar a un jesuita con regusto a personaje de DeLillo en una clase de la universidad intentando convencernos de que la contabilidad es un oficio heroico y que tal estampa nos interese? Nuevamente, sí. Esto, y mucho más, es posible por lo que he dicho antes: porque Wallace es lúcido e implacable, pero también extrañamente sentimental y noble. Porque sabe que existen las epifanías. En fin, cinismo e inocencia. Y lecturas: Wallace había leído a esos tan pasados de moda existencialistas (aquí alude a Camus o Kierkegaard, como en otros libros suyos, y también a Cioran) sin que la lección del desgarro humano le pasara por alto. Para acabar, y aunque no debiéramos sacar conclusión alguna a partir de este dato, digamos que el concepto de suicidio planea en cinco pasajes sobre la superficie de El rey pálido, seis si contamos este desolador fragmento en las notas finales: ?David Wallace desaparece: se convierte en criatura del sistema?. Todo lo contrario: este escritor magnífico se ha burlado de ese sistema con su obra. 

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11 de noviembre de 2011
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Mascotas literarias

Cortázar y los gatos A raíz del libro Perros, gatos y lémures (Errata Naturae), Laura Sangrá Herrero escribe un artículo sobre ?Escritores y mascotas? en el ADN.es. La verdad es que muy buena la idea. No solo perros y gatos. Veamos qué mascotas tienen algunos escritores (por cierto, odio las mascotas). Aquí algunos nombres, mascotas y anécdotas: Lord Byron  Uno de sus perros zarparon del puerto de Londres. El can o se cayó o se quiso dar un baño, quién sabe, pero el caso es que acabó chapoteando en el frío mar. Byron le pidió al capitán que parase el barco y socorriera al animal. El navegante se negó porque sólo si el accidentado era una persona tenía un buen motivo para parar motores, así que Byron se tiró al agua y el capitán no tuvo más opción que rescatarle. Y con él, a su perro. Cyril Connolly, Escritor y compañero de clase de George Orwell, estaba convencido de haber sido un lémur en una de sus anteriores vidas (otras de sus reencarnaciones, según él, fueron una langosta, un melón y Arístipo). Por eso se rodeó de lémures a los que trataba como personas, sin reparar en la gente que le criticaba por esas deferencias con los animales.  Jane Bowles  La esposa de Paul Bowles (el que hizo de su casa un verdadero zoo), escribió sobre las razones por las que los gatos no pueden estar juntos, y son extrapolables a las que esgrimía para defender que dos escritores no pueden compartir pupitre: ?Ninguno de ellos consigue la atención que desea y exige?. Quizás por eso, escritores y felinos se entienden tan bien desde siempre. William Burroughs Un sapo era su mascota de niño, aunque en casa lo que abundaban eran las ratas. Ya viudo (disparó a su mujer), decía que cuando sus gatos se ausentaban, sentía muchas ganas de llorar y a menudo lo hacía. Truman Capote ?Querido Charlie: aquí todos los perros tienen miedo y pulgas, no te gustarían nada. Te echo de menos. ¿Quién te quiere? T (quién si no)?, le dijo el autor de A sangre fría a su perro en una de las notas que le mandaba yendo de viaje. Paul Bowles Su esposa, Jane, y él tenían un auténtico zoo en casa: un gato, un pato, un armadillo, dos coatíes, un ocelote y un loro, llamado Budupple, que el escritor siempre llevaba con él. De joven Bowles se autorretrataba como un loro. Virginia Woolf Siempre hubo perros en su vida, por eso la alusión a ellos en sus obras era constante. Grizzle y Pinka quizás fueron sus favoritos, y tenía costumbre de llevarlos a todos lados, aunque a los demás les molestara. Julio Cortázar El de Rayuela bautizó como Teodoro W. Adorno a un gato callejero de su lugar de veraneo que iba a su puerta a por comida.Al año siguiente, al escritor se le ?mojaron los ojos como a un imbécil?, dijo, al reencontrarse con el felino. Ignacio Martínez de Pisón Recuerda que su primera mascota fue una tortuga a la que su padre,?creyendo que era una piedra, partió por la mitad con el cortacesped?. Luego llegaron un canario que reventó de tanto comer y dos patitos destructores.

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11 de noviembre de 2011
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Wendy Guerra reseñada

Wendy Guerra. Foto: Daniel Mordzinski Wendy Guerra acaba de publicar Posar desnuda en La Habana (Alfaguara), una novela que tiene como protagonista a Anaís Nin y en especial a la Anaís Nin de los Diarios y su paso por La Habana en los años 20. Joaquín Marco hace la reseña de la novela en ?El Cultural? de El Mundo.  Dice la reseña:

Los diarios y la estancia en Cuba de Anais en su niñez y juventud llevaron a Wendy Guerra a novelar su paso por La Habana entre 1921 y 1923 siguiendo la fórmula del diario y el epistolario. Anais fue hija del compositor cubano Joaquín Nin, aunque lo más apasionante de su existencia se desarrolló en los años 30 en París, donde convivió con Henry Miller, Artaud, o L. Durrell. Para documentarse, Guerra recibió una beca del Department of Special Collections (UCLA), donde se encuentran los manuscritos. En las últimas páginas revela las entrevistas mantenidas, incluso con Rupert Pole, su último marido, y los documentos consultados en Cuba, donde descubrió el acta de matrimonio con el estadounidense Hugo Guiler, y recorrió los lugares que Nin menciona, hoy transformados o desaparecidos, recuperando el pasado de La Habana. Se trata, pues, de la recreación de una parte poco conocida de la vida de Nin. Resume la autora aquella personalidad con un interrogante que es, tal vez, la clave del libro: ?¿Anaïs fue bígama, incestuosa, mitómana, adúltera, creativa, talentosa, ninfómana, bisexual??. Posiblemente fue todo esto y Wendy Guerra lo comprime en su estancia habanera, cuando llegó, a los 19 años, tutelada por sus tías (su madre, con dificultades económicas, permaneció con sus hermanos en París). La tía Antolina, llamada La Generala porque era viuda de general, cuidó de ella. Su padre había abandonado la familia y este desamparo convierte a Anaïs en un ser extraño que tiende a la introspección, aunque elige la alegría de vivir descubriendo La Habana. El plan que le proponen las tías es casarse con un hombre rico, aunque ella desea ?casarme con Hugo?, mientras la familia de éste se opone porque Anaïs es pobre, católica y latina. Será la tía Antolina la que dé la vuelta a una situación en la que Anaïs escribe cartas desoladas a su prometido. El mejor hallazgo de esta reconstrucción imaginaria es el ambiente familiar,las formas de vida y la inmersión cubana de una joven a la que atraen nuevas sensaciones: su experiencia sexual con Julián; la reconstrucción de la virginidad; los preparativos del matrimonio, el conocimiento de Flor, con la que descubrirá una nueva sensualidad? Pero la familia la considera excéntrica y algunos, en la cena prematrimonial, se escandalizan cuando se desnuda y posa para pintores o amigos. Fue su profesión en París y ésta será la escena que da título al libro. El matrimonio con Hugo (su sostén económico toda su vida) la defrauda pronto. El rastro de Anaïs se prolonga hasta París en unas pocas páginas, en el reencuentro con el padre, ?el rey Sol?, y amante. Anaïs se casó en 1955 con Rupert Pole, un actor con el quevivió treinta años, manteniendo a la vez su anterior matrimonio con Hugo. El personaje y sus avatares le han permitido a Wendy Guerra expresar una devoción por Cuba que atribuye a Anaïs Nin. Las páginas sobre la investigación de su amplia familia son excelentes. 

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11 de noviembre de 2011
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Cuatro Letras en El Boomeran(g)

No existe peor enfermedad que la de no escribir. Ese malestar que me corroe cuando sólo lo hago mentalmente, el lápiz imaginario hilando palabras e intenciones pero incapaces de ofrecerles un lector. Escribo con un MacBook que desde hace unos días ha empezado a rugir como un ventilador. También lo hago sobre papel, en mi Smythson azul o sobre folios sin importancia. Escribo en los días de bruma, cuando el sol se desliza hasta la pantalla y crea ilusiones ópticas, y en las tardes rosadas, la vida aún sin negruras. He escrito los días de viento, cuando el levante es una azada que balancea el paisaje silbando como si fuera Dios. Incluso algún día con las persianas echadas. Soy escritora de periódicos. Pero también de bodas, funerales y bautizos. Diarista intermitente y mujer asombrada, a menudo con siete cabezas como tantas. Escribo porque es mi oficio, pero también porque atesoro la intimidad de disponer una palabra tras otra para pensar sin ruido y poder acercarme de puntillas a comprender la mecánica del mundo y el paso del tiempo. Desde sus inicios, he sido lectora de El Boomeran(g), el mejor blog literario en español. Hay poco espacio público para hablar de las cosas pequeñas, empeñados como estamos en agujerar lo transcedente. El Boomeran(g) es un gran bulevar por donde pasean las ideas. Sus autores, algunos de ellos, para mí, maestros, y su calidad, así como todas las esquinas de la vida que contiene, son estímulo y archipiélago. La trastienda de la actualidad, los nuevos libros que llegan al escritorio, la poética de lo cotidiano, las crónicas de unos tiempos de mudanzas. Todo ello es lo que quiero compartir con ustedes, con su permiso, en este bulevar. Tal vez lo más recurrente haya sido la necesidad diaria de esbozar cuatro letras. La escritura por dentro. La vida por fuera.

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11 de noviembre de 2011
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II. Una historia de Gogol o Pirandello

Esta historia podría parecer escrita por Gogol, o por Pirandello. Alguien que sale corriendo con la urna llena de votos, en toda buena literatura es un personaje risible, un personaje de comedia pero con un sustrato trágico, y ese personaje es capaz de encarnar a la historia real, darle rostro, y darle un sentido. Y es una imagen de lo que pasó en Nicaragua este domingo. El partido oficial se llevó las urnas con los votos y se encerró a solas, desparramó las boletas por el suelo, y se sentó a contarlos sin testigos. Frente a cualquier observador que abriera de pronto la puerta, y lo encontrara en su tarea fraudulenta, lo que haría sería reír.

En miles de juntas receptoras los votos fueron contados a solas, porque existió desde el principio un plan deliberado y concertado para impedir que los fiscales de los partidos de oposición estuvieran presentes. Se les denegaron las credenciales a través de toda clase de trampas, y en comunidades rurales donde ya no pudieron impedir que los fiscales se integraran a las mesas, simplemente no se abrieron los centros de votación.

Miles de ciudadanos pelearon hasta el último momento porque se les entregaran sus cédulas de identidad, protestando por medio de sitios a las oficinas electorales, con tranques de carreteras, y al final, en una de tantos casos, tomaron por asalto esas oficinas, sacaron las cédulas retenidas, y fueron a entregarlas al cura para que se encargara de repartirlas a sus legítimos dueños. Ahora, en lugar de la puesta de una pieza de Pirandello, tenemos una película de Berlanga.

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11 de noviembre de 2011
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A veces me pongo a mirar una piedra

óleo de Mark Rothko La espantosa realidad de las cosases mi diario descubrimiento.Cada cosa es lo que es,y es difícil explicarle a nadie cómo me alegra esto,y cuánto me basta.Basta existir para sentirse completo.He escrito muchos poemas.He de escribir muchos más, naturalmente.Cada poema mío lo dice,y todos mis poemas son distintos,porque cada cosa es una manera de decir esto mismo.A veces me pongo a mirar una piedra.No me pongo a pensar si siente.No me extravío llamándole hermana mía.Pero me gusta por ser una piedra,me gusta porque no siente nada,me gusta porque no tiene ningún parentesco conmigo.Otras veces oigo pasar el viento,y me parece que sólo para oír pasar el viento vale la pena haber nacido.No sé qué pensarán los demás cuando lean esto;pero me parece que esto debe estar bien porque lo pienso sin esforzarme,ni idea de que nadie vaya a oírme pensar;porque lo pienso sin pensamientos,porque lo digo como lo dicen mis palabras.Una vez me llamaron poeta materialista.Y me extrañó, porque yo no pensabaque se me pudiese llamar nada.Yo ni siquiera soy poeta: veo.Si lo que escribo tiene algún valor, no soy yo quien lo tiene:el valor está allí, en sus versos.Todo esto es absolutamente independiente de mi voluntad.Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) Homenaje a la luz del 11.11.11

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11 de noviembre de 2011
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