Jorge Volpi
Al encender el televisor, uno podría imaginar que los dos hombres que discuten frente a nosotros participan en uno de los programas del corazón que infestan las pantallas españolas. Basta un poco de paciencia para constatar que algo no encaja: no aparecen los gritos e insultos que predominan en estos talk shows, donde la acumulación de groserías -aquí les llaman tacos, y nadie se priva de ellos- impide cualquier argumento inteligible. Quizás se trate, más bien, de otro género favorito de las audiencias: un concurso.
Miremos a los contrincantes, fingiendo que el animador, con su pelo y su bigote oxigenados, no distrae nuestra atención. La verdad, se parecen bastante. Los dos pertenecen a la misma generación (la diferencia de edad es de cuatro años, aunque la calvicie del primero lo traicione). Los dos llevan barba -algo inédito desde el siglo xviii-, eso sí muy cortadita, como para ofrecer cierta impresión de modernidad. Y ambos, en fin, pretenden hacernos creer que, en el "diálogo" que mantienen frente a millones de espectadores, se juega algo importante. Al final de la competencia -de este Juego de la Oca democrático-, sólo uno se llevará el premio mayor: el futuro de la nación.
Más rasgos comunes: ninguno es joven, ambos visten trajes oscuros y llevan corbatas del mismo tono: un azul pálido, idéntico al del cartel que anuncia la naturaleza del encuentro: Debate, 2011. ¿Por qué esta preeminencia de un color asociado con sólo uno de los partidos en liza -y el manto de la Virgen-, justo aquel que, según las encuestas, parece destinado a aplastar a su contrincante? ¿Es que en el PSOE no hay un asesor de imagen capaz de reparar en este mínimo -pero significativo- detalle?
Los debates políticos pertenecen a un subgénero híbrido en el mundo del espectáculo: parte teatro, parte programa de concursos, parte certamen de belleza. Si en sus orígenes eran capaces de afectar el resultado de una elección -el Nixon vs. Kennedy de 1960-, desde que una pléyade de asesores modela a los candidatos, su importancia ha menguado: si acaso, logran decantar a un pequeño porcentaje de indecisos.
El objetivo de los participantes no es, pues, demostrar la superioridad de una propuesta, ni exhibir su habilidad retórica, sino evitar los errores de bulto, resistir los embates con serenidad y con cordura, superar esta prueba sin heridas. Ésta es la razón de que los debates se hayan vuelto tan aburridos. De pronto, nada resulta espontáneo ni atrevido: una mera sucesión de monólogos -en este caso, el favorito ni siquiera evitó leer sus respuestas-, acompañados por unos cuantos instantes de duda o de ingenio: el estrecho margen de libertad de los comediantes.
Acaso lo más notable del debate entre Alfredo Pérez Rubalcaba, el candidato del PSOE, y Mariano Rajoy, del PP, del pasado 7 de noviembre, fue lo que no se dijo. Uno y otro hicieron hasta lo imposible por no hablar de lo que les incomodaba, de bordear sigilosamente el abismo, de esquivar aquello que estaban decididos a no-decir. Todo el duelo consistió en esta danza ante el vacío. Tres horas de hablar con un único fin: guardar los propios secretos (que son, obviamente, secretos a voces).
Rubalcaba, viejo lobo socialista, ex ministro de Felipe González y, peor aún, de José Luis Rodríguez Zapatero -el doble lapsus de Rajoy al llamarlo así quizás fuese intencional-, tenía una sola misión: no hablar de su gestión en el gobierno, responsable del mayor recorte al estado de bienestar en la historia de la democracia española. Rajoy, ex ministro de José María Aznar, tenía una meta equivalente: no hablar de los recortes que seguramente implementará una vez en el poder.
Al llegar al debate, Rubalcaba sabía que le sería imposible remontar los 17 puntos de ventaja de su oponente. Su estrategia consistió, entonces, en querer demostrar que Rajoy realizará aún más recortes que los suyos. Para lograrlo, incluso reconoció la irremediable victoria de su rival con la idea de conseguir una derrota menos aplastante. Ver a Rubalcaba allí, más pequeño y delgado que Rajoy, esforzándose por acorralarlo, ofrecía una imagen casi enternecedora. Me hizo pensar en el chiste de la hormiga que trepa al cuello del elefante mientras sus amigas le gritan: "¡ahórcalo!"
Rajoy lo tenía, por supuesto, más fácil. 17 puntos de ventaja otorgan un aplomo difícil de perder. Y se ciñó a su táctica con disciplina militar: no dejó de repetir que Rubalcaba era culpable de los 5 millones de parados (destruyendo su silencio) y no contestó a una sola de las incómodas preguntas de su adversario.
Al apagar el televisor, la conclusión es simple: Rajoy ganó el debate. Fue más listo. O más terco. Pero el silencio, ese maldito silencio que tanto daño le hace a la democracia, se mantuvo allí, aún más imperturbable. Ese silencio -no asumir la propia responsabilidad, de un lado; no atreverse a decir cómo se va a gobernar, del otro- fue el verdadero triunfador de la noche. El único triunfador.
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