Félix de Azúa
Sigo con atención la enfermedad de Christopher Hitchens, uno de mis escritores favoritos. Este hombre (que ahora tiene sesenta y pico de años) se jugó la vida en todos los campos de batalla del último cuarto de siglo. Sus reportajes son un modelo del género, pero Hitchens es, además, un lector impenitente y excelente comentarista de sus lecturas. Amigo de Martin Amis desde la infancia, ambos han vivido con pasión la literatura, sea guarecido en una trinchera de Bosnia el uno, sea bebiendo daiquiris en unos estudios de cine porno californianos el otro.
El pasado mes de septiembre publicó en Vanity Fair un artículo dando cuenta de cómo se percató de que algo andaba mal en su cuerpo cuando estaba en plena vorágine de lanzamiento de su último libro, editado en España por Debate. No quiso dejar tirado a Salman Rushdie y asistió disciplinadamente a uno de los actos centrales, aunque había estado vomitando durante las horas previas. Muy caballerosamente, se obligó a no cancelar ninguna de las presentaciones que ya habían sido hechas públicas. Esta entereza tiene, naturalmente, mucha relación con su legendaria capacidad para resistir en los frentes de guerra y escribir con elegancia acerca de las más atroces matanzas.
Una frase del artículo, sin embargo, me llamó la atención:
"I have been taunting the Reaper into taking a free scythe in my direction and have now succumbed to something so predictable and banal that it bores even me".
La glosa podría ser: "Tantas veces como he estado toreando a la Muerte y ahora sucumbo a algo tan predecible y trivial que hasta me aburre a mi mismo".
Es una frase estupenda, la verdad. Es arrogante, es autoirónica, es una bella demostración de chulería frente al pelotón de fusilamiento. No puede ser más byroniana. Y lo peor es que tiene toda la razón: pudiendo haber muerto como un soldado mil veces en veinte guerras, va a morir como un afiliado a la seguridad social.
Quienes pertenecemos al Club del Cangrejo tenemos una gran simpatía por los restantes socios. En cuanto se apunta uno nuevo, solemos seguirle los pasos con fraterna curiosidad. Hace pocos días vi publicada una fotografía de Hitchens en la que, apenas dos meses más tarde, se le ve ya arrasado por la quimioterapia, aunque evidentemente fue él mismo quien había convocado al fotógrafo. Los rituales de muerte son muy distintos entre británicos y mediterráneos. Hitchens, si se me permite la broma macabra, se ha tomado muy en serio el asunto de su muerte. En el contexto fúnebre no se pone a sí mismo como enfermo pasivo sino como guerrero desafiante. ¿No se publican miles de fotos de cadáveres bélicos todos los días? Pues ahí tenéis una de nuestros más interesantes cadáveres.
Interesantes en un sentido rotundo: desde la primera guerra mundial las muertes por cáncer se han triplicado. Es en verdad una guerra. Sabemos con toda precisión por qué se han multiplicado las cifras de ese modo: respiramos cáncer por las calles de la ciudad, comemos cáncer con los pesticidas y hormonas de los alimentos, nos entra por los oídos gracias a los móviles, nos rodea desde una multitud de aparatos todos ellos emisores de radiación y no hay apenas un momento de nuestra vida en que no estemos sometidos al bicho insidioso. En fin, como sucede con las innumerables muertes de tráfico, sabemos cuál es la causa de la mortandad, pero nada podemos hacer para vencerla. Deberíamos paralizar la agitación urbana o regresar a la vida agraria del siglo XVIII, y eso es demasiado progresista para nuestros muy conservadores hábitos. Los ciudadanos actuales preferimos morir de cáncer antes que prescindir del automóvil o del filete engordado con esteroides.
Ferlosio lo escribió con monumental exactitud -una exactitud, por cierto, incrustada de nácares, madreperlas y aljófares lingüísticos- en "Si los dioses no cambian". Los habitantes de las sociedades industriales, como los del imperio azteca, también tenemos nuestra cuota de sacrificios humanos, aunque las víctimas no perecen en lo alto de una pirámide para que su sangre brille al sol de un dios cruel y paranoico que quizás se llama Mictlantecuhtli, a quien se regala la piel de los sacrificados. Las nuestras mueren sobre el asfalto o en gélidos quirófanos. Lo curioso es que nadie sabe el nombre de nuestro dios cruel y paranoico, a menos de que se llame Estado del Bienestar.