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Eder. Óleo de Irene Gracia

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"El arte es una revolución"

Este es mi post de hoy en el blog Vano Oficio en el diario El País.

Salman Rushdie sin guardaespaldas 2007. Foto: Canada2020 El 6 de mayo pasado, Salman Rushdie cerró el PEN World Voices Festival de Nueva York con una exposición sobre el dramaturgo Arthur Miller. Entonces habló sobre la censura. Dijo: los escritores están dispuestos a hablar sobre editores y críticos, sobre cuánto ganan, sobre chismes de otros escritores, sobre política y sobre amor, incluso sobre literatura, pero jamás sobre la censura. Discuten sobre la creación sin percatarse de que la censura es la anti-creación, la energía negativa, lo increado o, en un juego de palabras: “the bringing into being of non-being” (lo que podría traducirse como la puesta en ser del no-ser). No hay que quedarse callados sobre eso. Pocos escritores tienen la autoridad moral para hablar de la censura como Salman Rushdie. Todos recordamos cómo a raíz de su novela Los versos satánicos fue perseguido, amenazado por una fatwa dictada por el ayatolá Jomeini, el líder iraní, en febrero de 1989. Se le acusaba de haber insultado a Mahoma al hacerlo aparecer como personaje en la novela, y de apostasía contra el Islam por declarar que ya no creía en la religión. La condena por ambos cargos era la pena de muerte. Una recompensa de tres millones de dólares (que luego se doblaría) por ejecutarlo sellaba el pacto. Rushdie debió vivir escondido y custodiado por la policía británica durante años. Muchas personas vinculadas al libro fueron amenazadas, extorsionadas, baleadas e incluso asesinadas. Recién en 1998, casi diez años después de vivir a salto de mata, el gobierno iraní declaró que no perseguiría al escritor (aunque la fatwa no pudo ser retirada porque el único capacitado para hacerlo, es decir el propio ayatolá, había muerto años atrás). Ahora Rushdie se mueve sin mayores problemas, aunque siempre existe la posibilidad de que algún fundamentalista ejecute la condena. De hecho, a principios de este año dejó de asistir al Festival Literario más importante de India, en Jaipur, ante la posibilidad de que dos asesinos a sueldo hubieran sido contratados para matarlo. Salman Rushdie menciona en su texto varios casos de escritores acosados por la censura: desde Ovidio hasta García Lorca, pasando por el ruso Mandelstam. También mencionó libros censurados, como Lolita, El amante de Lady Chaterley, Trópico de cáncer. En realidad, afirma, las razones para censurar un libro pueden ser tan subjetivas y disparatadas que lo mismo pueden recaer contra autores como Kurt Vonnegut o J. K. Rowling, la autora de Harry Potter (acusada de diabólica por extremistas cristianos). A las causas políticas, morales o religiosas que menciona Rushdie hay que sumar otras que, de manera más sutil pero con igual contundencia, actúan como entes censores en la actualidad. La primera causa es el mercado. Como dice La civilización del espectáculo de Mario Vargas Llosa, la publicidad a reemplazado a la crítica y el mercado es quien dicta la norma. Nada se puede publicar si no ha sido aprobado antes por el mercado. Ninguna editorial, librería o agente literario podría sobrevivir si no logra una ecuación equilibrada entre autores que el mercado exige y autores que le dan prestigio, aunque representan pérdidas. Y si las pérdidas son mayores que las ganancias, editoriales, librerías y agencias (y autores) quiebran indudablemente. Es casi imposible escapar del mercado, que no censura directamente sino que lo hace a través de sus reglas invisibles. Copar las mesas de novedades y las páginas culturales, hundir en el olvido las obras que no participan del espectáculo y mimar hasta el disparate a los autores best-sellers son algunas de esas reglas. La ley general es la frivolidad y hacia eso apunta. Incluso los libros que no son fáciles o superficiales sino incluso complejos, tienen cabida si el mercado ha sabido adoptarlos a sus reglas que todo lo frivoliza. Hace unos años, por ejemplo, en España se dio un fenómeno interesante: uno de los libros más vendidos del año fue Vida y Destino de Vasili Grossman. Un monumento histórico y meticuloso de más de 1,100 páginas sobre el cerco de Stalingrado, escrito en la década de los 40, publicado póstumamente a fines de los 70 en inglés y francés, traducido en el 2007 (versión íntegra) al castellano. Un éxito de ventas y de crítica. Pero ¿cuántos lectores están capacitados en realidad para leer un libro semejante? Poquísimos. Bajo las reglas del mercado, comprar un ejemplar complejo es adquirir un bien prestigioso, engalanar tu biblioteca con el libro del que todos hablan, pero no es una exigencia leerlo. Basta con poseerlo. Otro factor de censura es el patrioterismo. Como sucedía con los comisarios estalinistas (aquellos que nunca hubieran dejado publicarse, justamente, Vida y Destino), el patrioterismo crea una exigencia en los escritores: mostrar una realidad positiva, no provocar la duda o el cuestionamiento, dar vivas a la patria y a sus protagonistas contemporáneos (escritores, artistas, chefs, deportistas, lo que sea). En pocas palabras: no ser un aguafiestas. Cuando en el 2010 se le otorgó el Premio Nacional de Chile a Isabel Allende, sus defensores subrayaron que ella había “puesto en el mapa” literario a Chile. No se discutía la calidad de sus obras, y menos en comparación con la de otros autores propuestos para el premio, sino el que gracias a ella Chile tenía una autora de bandera. Los críticos de Isabel Allende eran envidiosos, malagradecidos o antipatriotas. No se puede criticar a ningún personaje sobre el cual reposa la autoestima nacional. Recordemos que hace un año se intentó, en la Feria de Libro de Buenos Aires, que el recién galardonado con el Nobel Mario Vargas Llosa no inaugure la Feria porque “insultó” a Cristina Kirchner al criticar su gobierno. ¿No es eso censura? Si se mantiene esa idea patriotera que obliga a todos a apoyar ciegamente la causa nacional, y se suma a ello la mentalidad positiva de los empresarios embrutecidos por cursos de coaching, pronto tendremos comisarios de un nuevo estalinismo liberal: aquel que solo acepta a los autores que consiguen triunfos internacionales, más allá de su calidad literaria, y cuyas obras logran posicionar al país como un lugar de ganadores. Como dice Salman Rushdie en su intervención: “El arte no es entretenimiento. Cuando el arte es muy bueno, es una revolución”. Y ninguna revolución se logra siguiéndole el ritmo a un discurso hegemónico, a un slogan patriótico o a las pretensiones del mercado. Defender los libros de la censura, como pide Rushdie, implica no solo defender el derecho a escribir, sino el derecho a escribir sobre -o contra- lo que uno quiera.



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23 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El personismo

Las nuevas tecnologías solo fructifican cuando coinciden con una demanda ya sembrada en la sociedad. En los años cincuenta era ya posible (tecnológicamente) ver a quien nos estaba hablando por teléfono, pero el invento no prendió. La voz telefónica era demasiado misteriosa e interesante como para desbaratarla con el rostro del interlocutor.

Hoy, por el contrario, las webcams son el gran deseo de las conferencias internacionales y no basta la voz del otro para tenerlo aquí, más cerca, más real. La imagen ha ganado mucho terreno a la imaginación. Como, de la misma manera, la emoción ha robado prestigio a la reflexión. En ambos casos la instantaneidad ha vencido al proceso y el suceso puro a su explicación. De hecho, todos los medios son ya sensacionalistas en una u otra proporción.

Internet, las redes sociales, Twitter o Facebook han logrado tanto éxito porque han venido a brotar en un momento en que existía una fuerte demanda de comunicación. Pero no ya de una comunicación a la vieja usanza, en la que se comprometía mucho el yo, sino una comunicación efímera y fragmentaria, cambiante y removible a la manera en que la cultura de consumo ha enseñado a adquirir.

Una pareja para toda la vida fue un modelo consecuente con la idea de un sólido y firme proyecto de vida. Varias parejas en la vida y, por lo tanto, de más frágil y breve duración, se corresponde con el paradigma del comportamiento consumidor. Ni las cosas duran mucho ni tampoco la comunicación personal. Ni mantenemos mucho tiempo la interrelación con un objeto ni tampoco con los sujetos.

En mi libro Yo y tú, objetos de lujo empleé el término personismo para describir esta nueva relación característica de la Red. No nos comprometemos con una persona (o con una ideología, o con una profesión o con una marca) para toda la vida. No nos disponemos para mantener un matrimonio "hasta que la muerte nos separe" y, en consecuencia, para soportar rayos y truenos con el fin sagrado de llegar ser dos "en una misma carne y en la misma sangre". Todo ello ha dejado de ser parte de la actualidad.

Lo que hacemos con las personas, a imagen y semejanza de lo que hacemos con los objetos, es consumir de cada una el sorbo que nos gusta y descartar casi todo lo demás. Y este es el gran principio que instaura la Red.

La Red comunica y abate el mortal hiperindividualismo de finales de los años noventa. La red nos enlaza. Nos enlaza pero no nos ata. Y menos para siempre. Degustamos de unos la misma afición al póker, de otros, su inclinación por el gore y de otros más, su sentido del humor. Con ninguno de ellos establecemos una vinculación integral sino anecdótica. No una vinculación universal sino parcelada. Y frágil y temporera.

Este es el mundo de hoy. El mundo que ha ido formando la cultura del consumo sustituyendo a la cultura del ahorro y la inversión cabal. ¿Bueno? ¿Malo? ¿Regular? La pregunta resulta impertinente porque aceptando que la sociedad es un organismo vivo y evoluciona mediante metamorfosis, ¿qué será mejor, el capullo o la mariposa, el gusano de seda o su crisálida primordial?



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23 de mayo de 2012
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Burbujas con pin

Basta una pulsación para sentir el mundo en tus manos. El roce de la yema de los dedos sobre la pantalla para saber en qué lugar del mapa te encuentras; un movimiento casi de prestidigitador con el índice y pulgar para identificar las calles que van a cruzar tus pasos. Apenas cinco pulsaciones para hablar gratis con tu amigo de Australia, tres golpecitos para escuchar emisoras lejanas, como 95.5 Jazz de Costa Rica. Basta un suspiro para husmear en tu red social. Un ligero tecleo digital para recordarle a tu gente que existes. Dos clics para fotografiar lo que no quieres olvidar. Un calor en la palma de la mano para desconectar y ensimismarte. Los teléfonos inteligentes no sólo han modificado la manera de articular la comunicación y el entretenimiento, sino que han dotado a sus usuarios de una nueva autosuficiencia. Era previsible que el exceso de celo alterara la manera de relacionarse. La gente ya no se mira cortésmente a los ojos porque se refugia en su pantalla. Allí están todos los secretos que uno sólo comparte con quien quiere. Su guarida donde protegerse en medio de la multitud hostil. Ya no le hace falta preguntar al desconocido cuando nos perdemos (un gran avance en la vida de las parejas). Ni cubrir espacios en blanco hablando del tiempo cuando la proximidad del otro intimida. Los nuevos caminantes distraídos transitan por las ciudades ajenos al paisaje, aislados. «La gente se mueve en los espacios comunes como si fueran burbujas privadas», sostiene Tali Hatuka, que dirige el Laboratorio para el Diseño Urbano en la Universidad de Tel Aviv, lamentando el lado más oscuro de la tecnología que amenaza lo público. Tras un estudio sobre hábitos de uso de los smartphones que estos ejercen de territorios privados portátiles. Y es que hoy, cuando los extraviamos, nos quedamos sin brújula. Las cifras abruman: se calcula que cada día se envían mil millones de mensajes gratuitos. El WhatsApp ha destronado al SMS justo cuando se cumplen veinte años del invento de unos ingenieros de comunicación franceses que no cuajaría hasta 1996, cuando los adolescentes accedieron al móvil. Según datos del Pew Research Center, los usuarios norteamericanos de 18 a 24 años intercambian más de cien SMS diarios. Y son mayoría quienes prefieren un mensaje de texto a uno de voz. Es interesante indagar por qué. Identificar la adrenalina, la satisfacción o la credibilidad que merece la palabra escrita (incluso mal escrita). A menudo, más allá de su sentido utilitarista, los mensajes son una declaración de intenciones para avivar el amor o aligerar la soledad. Aunque no sea del todo real, y más cuando tu teléfono tan inteligente escribe por ti y en lugar de estar cansada decida que estás casada.

(La Vanguardia)

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23 de mayo de 2012
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I. La invención, instrumento de la historia

A lo largo de toda su carrera literaria Carlos Fuentes llevó adelante la vasta tarea de hacer de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, hacer que las aguas revueltas de la historia entraran en el territorio ilimitado de la invención. Que la historia se leyera como una novela, y viceversa, haciendo que los acontecimientos de la vida pública cumplieran el terrible papel que tienen sobre las vidas humanas, que es el alterarlas y trastocarlas, muchas veces destruirlas, y casi nunca redimirlas. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.
La suya fue una tarea ecuménica, y por tanto ambiciosa, libro tras libro, y ningún otro escritor latinoamericano recuerda tanto a Balzac como él, aún en la manera de armar su propia geografía agrupando en un vasto mapa personal, La Edad del Tiempo, los territorios conquistados. En este sentido, siendo un escritor de nuestra modernidad, que él mismo ayudó a crear, fue un escritor que por totalizador parece nacido en el siglo diecinueve, cuando la narración quitaba brazos y piernas a la historia misma, a la antropología, a la geografía, a la demografía, y a todas las demás ciencias sociales, para echar a andar la novela que busca contarlo todo, decirlo todo, interpretarlo todo, y desde los acontecimientos vueltos a relatar, y desde los personajes concebidos como entes incesantes, darle un sentido al pasado, a la vida presente, y aún al futuro. Un sentido que en Fuentes nunca deja de ser ético.

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23 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cannes y películas sobre escritores

Cosmopolis con Robert Pattinson También leo en la sección de Virginia Collera (esta vez vía The Guardian):

Cuenta Charlotte Higgins de The Guardian que la 65ª edición del Festival de Cannes está dominada por las adaptaciones literarias. Con expectación se aguardan los pases de En la carretera de Jack Kerouac, Cosmópolis de Don DeLillo, The Paperboy de Pete Dexter, Lawless de Matt Bondurant o De rouille et d’os de Craig Davidson. (vía The Guardian)

Bueno, de la adaptación de Walter Salles sobre On the road, de Jack Kerouac, ya hemos comentado en Moleskine Literario. La novela Cosmópolis de Don DeLillo ha sido adaptada por David Cronenberg y tiene como protagonista al vampiro andrógino Robert Pattinson. La novela The Paperboy del escritor norteamericano Peter Dexter ha sido adaptada por Lee Daniels y cuenta con Zac Efron, Matthew McConaughey y Nicole Kidman. Matt Bondurant es un autor también norteamericano y Lawless es una película western que adapta su novela The Wettest County in the World y cuyo guión ha sido escrito, ni más ni menos, que por Nick Cave. Los actores son Tom Hardy, Jessica Chastain, Guy Pearce y Gary Oldman.  El escritor canadiense Craig Davidson es el autor de De rouille et d’os (que en inglés llevará el título Rust & Bone (Óxido y Hueso), una película dirigida por el estupendo director francés  Jacques Audiard y que tiene a Marion Cotillard y Matthias Schoenaerts.



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22 de mayo de 2012
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La dolce vita

No tengo duda de que vivimos en el siglo de los sentidos. Y de que buscamos una nueva sensualidad en nuestros pequeños placeres cotidianos. Un cielo azul con banda sonora y una bandada de jilgueros trinando escandalizados. O la primera página de un cuaderno nuevo, planchado, cuando aún eres capaz de escuchar el murmullo de la tinta sobre la hoja en blanco. La memoria agitada al recuperar un viejo aroma, el de los tomates fritos de tu madre, el del primer perfume con el que intentabas ser otra. El masaje que recorre todas las partes de tu cuerpo para que no las olvides, la palma de los pies, la cuarta dorsal, la mandíbula. El vapor del hamam que crea una atmósfera blanquecina como si la humedad cambiara la flecha del tiempo. Una hamaca azul en un pequeño balcón alertando de que desde allí también se ve pasar la vida. O el bullicio de un mercado en la mañana fresca, con sus olores a huerta y mar. Romper el papel de seda que envuelve la camisa deseada. Escuchar la voz que arrastra la noche desde una emisora de radio y te pone la canción que estabas esperando. O cuando una niña te dice: «cuando seas pequeña te dejaré mis zapatos rosas». Oler un buen vino saboreando la uva, el árbol, y las cerezas. Sentir cómo estalla un dim sum crujiente bajo tu paladar mientras piensas que los extremos se tocan. Escuchar Like a Rolling Stone con los pies en la arena? La historia de los sentidos es también la historia de la conciencia, partiendo de cómo han influido en el conocimiento humano y, por extensión, en el arte, la cultura y la vida cotidiana. «No se limitan a darle sentido a la vida mediante actos sutiles o violentos de claridad: desgarran la realidad en tajadas vibrantes y las reacomodan?», escribe Diane Ackerman en su Historia natural de los sentidos, una maravillosa lectura en la que se advierte que ser sensible es, en definitiva, ser consciente. La continua búsqueda de emociones y promesas de intensidad se ha convertido en uno de los valores absolutos de nuestro tiempo. Por ello, la industria, la cosmética y la moda exploran una y otra vez las percepciones que somos capaces de alcanzar a través de los sentidos. No es escapismo, es un método saludable de ejercer el derecho a la felicidad. Y tú tienes la llave. (Marie Claire)

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22 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cien días

Nueva moda, inédita en los anales. Los cien primeros días no del Gobierno, sino de la oposición. Después de la herencia recibida, la oposición a la oposición. Y nada mejor que exigir resultados desde el gobierno a quien gobierna la oposición. Cuando la oposición critica, herencia recibida. Cuando ofrece consenso, descalificación por un balance desastroso, no ya del período en que gobernaron sino del nuevo período en que no gobiernan.

Gobernar sin oposición. Ofrecer como único pacto la adhesión incondicional a lo ya decidido. Esta es la fórmula que se desprende de la aritmética parlamentaria: las mayorías absolutas sirven para esto. Para utilizarlas sin necesidad de mendigar ni un solo voto a nadie. Todo esto no basta para explicar la estrategia invertida de un Gobierno que no puede prescindir de la herencia ajena y pide resultados efectivos a la oposición que no gobierna. Si así sucede es porque este Gobierno ya tiene herencia propia y sus cien días como los 50 siguientes del Gobierno no son precisamente brillantes. Cuando no hay mérito propio, hay que esforzarse por proyectar la culpa sobre los otros. Tiene por delante todavía tres años y medio de legislatura, pero parece y habla ya como un gabinete amortizado. Está satisfecho por lo que ha hecho porque cree que no se podía hacer otra cosa. También con Bankia, al parecer. O con la ocultación de los déficits autonómicos. Le sorprende la falta de resultados: que su actuación no haya sido mano de santo, que los mercados o que las instituciones europeas no le hayan erigido ya un monumento de liquidez y crecimiento. Quizás será que ha hecho poco o mal, pero ni siquiera quiere imaginarlo. Todo lo pone en la cuenta del desgaste por la crisis, a compensar con las debidas transferencias de responsabilidades a la oposición. Pero nada de quejas: Merkel y el Banco Central podrían malinterpretarlas. En eso Rajoy sigue fielmente el guión de Sarkozy. Que es el mismo que Aznar siguió con Bush. Arrimarse al árbol que da más sombra. Sin darse cuenta de que el gran árbol puede ceder o cambiar en algún momento. La victoria de Hollande es buena, sí, porque así Angela se echará en brazos de Mariano. Para nada más. Todo se fía al final a la comprensión ajena con los esfuerzos propios. Hemos hecho lo que debíamos, no vamos apoyar nada que desagrade al poderoso, sean eurobonos, estímulos al crecimiento, plazos más amplios para cumplir con el déficit, o sobre todo, liquidez del banco central: eso último lo pediremos discretamente, que se entienda sin que nos lo puedan reprochar. A quien ha hecho lo que debe no se le puede pedir más. Ha culminado su trabajo y solo le queda recoger la cosecha. ¿Y si no hay cosecha? ¿Y si la tempestad sigue y sigue? ¿Y si ha sido este Gobierno quien ha terminado contribuyendo con su parte al vendaval? ¿Y si al final no hubiera nada tan parecido a un Gobierno español como el siguiente Gobierno español de signo distinto? Queda la teoría del pacto, cuya popularidad crece a tanta velocidad como se expande la gangrena. La ventaja de los cien días de la oposición es que nos permite mandar a todos, a los dos grandes partidos y también a los otros, cada uno con su herencia consolidada, cada uno con su incapacidad de consenso, al rincón de castigo donde terminan tejiéndose por desesperación muchos consensos. Ahora no quieren, ni pueden, pero tal como van las cosas lo mejor que les puede pasar y que nos puede pasar a todos es que tengan todavía tiempo para querer este consenso de forma ferviente y efectiva en algún momento. Cien días son los que Napoléon tardó en recuperar el poder a su vuelta del extrañamiento en la isla de Elba. Son también el período de trabajo en que Roosevelt acometió las reformas para frenar la Gran Recesión. No se sabe cuáles son los logros de Rajoy en sus cien días ni en sus cientocincuenta, pero sí sabemos de su interés enorme en saber qué ha hecho Rubalcaba en los suyos. Recuperado un consenso como el que consiguió Adolfo Suárez, bastarían cien días para saber si este país tiene todavía salida o está condenado a despeñarse sin que cese la pelea eterna y el griterío entre romanos y cartagineses.



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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rushdie contra la censura

Salman Rushdie Con la pierna en alto. Así apareció Salman Rushdie el 6 de mayo en su conferencia en el PEN World Voices Festival, donde le hizo un homenaje a Arthur Miller. El texto ha sido publicado en The New Yorker esta semana. El tema que trató, antes de introducirse en la obra del autor, fue el de la censura. “Nadie quiere hablar de la censura” dijo Rushdie. Los escritores, reclamó, solo hablan de criticos y editores, de cuánto les pagan o chismes sobre otros escritores. O política o amor. Pero sobre la censuara, nada, reclamó.  Dijo:

No writer ever really wants to talk about censorship. Writers want to talk about creation, and censorship is anti-creation, negative energy, uncreation, the bringing into being of non-being, or, to use Tom Stoppard?s description of death, ?the absence of presence.? Censorship is the thing that stops you doing what you want to do, and what writers want to talk about is what they do, not what stops them doing it. And writers want to talk about how much they get paid, and they want to gossip about other writers and how much they get paid, and they want to complain about critics and publishers, and gripe about politicians, and they want to talk about what they love, the writers they love, the stories and even sentences that have meant something to them, and, finally, they want to talk about their own ideas and their own stories. Their things. The British humorist Paul Jennings, in his brilliant essay on Resistentialism, a spoof of Existentialism, proposed that the world was divided into two categories, ?Thing? and ?No-Thing,? and suggested that between these two is waged a never-ending war. If writing is Thing, then censorship is No-Thing, and, as King Lear told Cordelia, ?Nothing will came of nothing,? or, as Mr. Jennings would have revised Shakespeare, ?No-Thing will come of No-Thing. Think again.?

Y luego pasó a comentar cómo la censura es la amenaza de la escritura, es el no-escribir justamente, y son víctimas de ellas autores tan distintos como Vonnegut o Rowling. Comentó el caso de varios autores censurados (incluso asesinados) durante siglos, desde Ovidio hasta Lorca, y concluyó mencionando la visita “oficial” de China, sin autores disidentes, a la Feria del Libro de Londres, y concluyó diciendo vargasllosianamente: “El arte no es entretenimiento; en su máxima expresión, el arte es una revolución”. Dice:

At its most effective, the censor?s lie actually succeeds in replacing the artist?s truth. That which is censored is thought to have deserved censorship. Boat-rocking is deplored. Nor is this only so in the world of art. The Ministry of Truth in present-day China has successfully persuaded a very large part of the Chinese public that the heroes of Tiananmen Square were actually villains bent on the destruction of the nation. This is the final victory of the censor: When people, even people who know they are routinely lied to, cease to be able to imagine what is really the case. Sometimes great, banned works defy the censor?s description and impose themselves on the world??Ulysses,? ?Lolita,? the ?Arabian Nights.? Sometimes great and brave artists defy the censors to create marvellous literature underground, as in the case of the samizdat literature of the Soviet Union, or to make subtle films that dodge the edge of the censor?s knife, as in the case of much contemporary Iranian and some Chinese cinema. You will even find people who will give you the argument that censorship is good for artists because it challenges their imagination. This is like arguing that if you cut a man?s arms off you can praise him for learning to write with a pen held between his teeth. Censorship is not good for art, and it is even worse for artists themselves. The work of Ai Weiwei survives; the artist himself has an increasingly difficult life. The poet Ovid was banished to the Black Sea by a displeased Augustus Caesar, and spent the rest of his life in a little hellhole called Tomis, but the poetry of Ovid has outlived the Roman Empire. The poet Mandelstam died in one of Stalin?s labor camps, but the poetry of Mandelstam has outlived the Soviet Union. The poet Lorca was murdered in Spain, by Generalissimo Franco?s goons, but the poetry of Lorca has outlived the fascistic Falange. So perhaps we can argue that art is stronger than the censor, and perhaps it often is. Artists, however, are vulnerable. In England last week, English PEN protested that the London Book Fair had invited only a bunch of ?official,? State-approved writers from China while the voices of at least thirty-five writers jailed by the regime, including Nobel laureate Liu Xiaobo and the political dissident and poet Zhu Yufu, remained silent and ignored. In the United States, every year, religious zealots try to ban writers as disparate as Kurt Vonnegut and J. K. Rowling, an obvious advocate of sorcery and the black arts; to say nothing of poor, God-bothered Charles Darwin, against whom the advocates of intelligent design continue to march. I once wrote, and it still feels true, that the attacks on the theory of evolution in parts of the United States themselves go some way to disproving the theory, demonstrating that natural selection doesn?t always work, or at least not in the Kansas area, and that human beings are capable of evolving backward, too, towards the Missing Link. Even more serious is the growing acceptance of the don?t-rock-the-boat response to those artists who do rock it, the growing agreement that censorship can be justified when certain interest groups, or genders, or faiths declare themselves affronted by a piece of work. Great art, or, let?s just say, more modestly, original art is never created in the safe middle ground, but always at the edge. Originality is dangerous. It challenges, questions, overturns assumptions, unsettles moral codes, disrespects sacred cows or other such entities. It can be shocking, or ugly, or, to use the catch-all term so beloved of the tabloid press, controversial. And if we believe in liberty, if we want the air we breathe to remain plentiful and breathable, this is the art whose right to exist we must not only defend, but celebrate. Art is not entertainment. At its very best, it?s a revolution.



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21 de mayo de 2012
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Sigfrido como ismo

Sigfrido Martín Begué era tan artístico en sí mismo que a veces se corría el riesgo de dar por descontado su arte. Pasará el tiempo, sin embargo, pasarán las modas, se acartonará la carne de ciertos ídolos momentáneos, y allí seguirá él intacto. El gran pintor de un mundo que comprende tanto el santoral como la demonología. El ilustrador ocurrente de textos que saltaban, gracias a su dibujo, de la página impresa. El inventor de joyas que nos hemos puesto y que, contra todo pronóstico, hicieron hasta a los del montón hermosos y deseables. El diseñador de muebles que nos han sostenido en su aparentemente imposible geometría y su colorido, que más que pintado parecía confitado. El creador de escenografías de fondo inabarcable y de vestidos que los cantantes y los bailarines querían ponerse también al salir a la calle, después de la función, para alegrar los ojos de la caterva que no va al teatro.

      Pero hablemos también un poco de la persona privada, si es que Sigfrido no fue, por su opulenta entrega a los demás, enteramente público. Público de sí mismo, pues siendo una de las personas con más refinado instinto histriónico, uno tenía a menudo, al estar con él, la sensación de que el espectáculo ‘martínbeguesco' iba en primera instancia dirigido al espectador de la fila cero que llevaba su propio nombre. Público y privado, secreto y expansivo, derrochador de palabras y muy celoso en sus quehaceres. Son sólo algunas de las paradojas de nuestro amigo.

      La obra de arte total empezaba en él por la punta de los pies, sólidamente enfundados en zapatos de buena piel que, dado el atropello con el que pasó por el mundo, también pudieran haberle servido como botas de siete leguas. Dentro de ese calzado de exquisita factura estaba el calcetín, una prenda que la mayoría de los hombres juzga perfunctoriamente funcional y para Sigfrido, por el contrario, tenía un contenido muy superior al que permite la podología. En sus calcetines de color vivo y estampación abstracta había una toma de postura ajena a la veleidad llamativa del ‘dandy'. Con sus calcetines, Sigfrido enunciaba una estética que también le define como artista: lo que no se ve está ahí, y no hay ninguna obra de arte, como ninguna vida, que no dependa del rico acopio de los complementos. La zumba implícita en sus alegorías más serias era así tan importante como la pincelada o la viveza cromática del cuadro, del mismo modo que el vestuario, subiendo ahora ya por el resto del cuerpo ‘sigfridiano', alcanzaba un apogeo trascendental en su legión de corbatas, a veces aquejada de bajas y siempre renovada con especimenes aún más aguerridos y vistosos.

    Sigfrido disfrutaba del ocio como pocos seres humanos que yo haya conocido, pero lo hacía, con suprema elegancia, después de haberse dejado la piel en el trabajo. La muerte nos ha privado del amplio campo de su madurez artística, y a mí me quita las ganas de confeccionar a solas el proyecto que teníamos ‘in mente' desde hace años: un libro con el ‘table-talk' de las ocurrencias ajenas y propias, entre las que muchas de sus improvisadas ingeniosidades habrían sido las mejores.

     Nos queda, además del recuerdo y la obra, su ‘ismo', que podría añadirse sin desdoro a los que Ramón Gómez de la Serna intercaló unipersonalmente entre los ‘ismos' de la vanguardia: ‘Daliísmo', ‘Picassismo', ‘Apollinerismo', ‘Ducassismo', ‘Riverismo', ‘Lipchitzmo', ‘Archipenkismo', y otros más recónditos.

    Sigfrido no tendrá probablemente imitadores, pues sin él presente la escuela o el taller carecerían de toda gracia. Presiento sin embargo que el futuro le será acogedor, y entonces hablaremos, nosotros o los que nos sigan en el descubrimiento, de esa página única de la historia del arte español llamada el ‘Sigfridismo'.

 

[Texto escrito como pórtico a la edición de una carpeta de grabados en homenaje al artista]

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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Preferiría no saberlo

¿A qué hora debe morir un hombre? Por grande que sea la curiosidad que nos lleva a hurgar en el destino, la mayoría de nosotros preferiría no saberlo. Felizmente consolados por esta santa ignorancia, que tanto nos ofende, vivimos como si tal cosa o nos comportamos como si esto fuera a durar siempre.

Pero hay hombres para los que la muerte no es una contrariedad que valga la pena tener en cuenta. Aunque supieran cuándo y cómo, dónde y a qué hora, su estilo confundiría a la mortalidad que acecha a la vuelta de la esquina y su desbordada vitalidad seguiría siendo muy temeraria.

Yo no podía imaginar a Carlos Fuentes sentado como un viejito en su mecedora y muchas veces me pregunté si algún día, cortésmente, dejaría pasar de largo la ocasión de hacer lo que no había hecho o decir lo que no había dicho todavía. Durante su larga y prolífica existencia Carlos ha sido un personaje infatigable al que la más breve de las pausas le resultaba insoportable. Por descorazonador que sea decirle adiós a un amigo por última vez, lo cierto es que uno debe agradecer a ese opaco e impredecible destino que Carlos se haya ido de repente, sin desfallecer, y en pleno uso de sus facultades físicas, sus dominios intelectuales y con la inolvidable complicidad de su humor.

Por más que fueran pasando los años, Carlos Fuentes conservaba erguido su porte, viva su descomunal memoria, lúcido su pensamiento, elocuente su verbo e inaplazable su cita diaria con la escritura. Sin dejar de ocuparse en su gran novela, la que empezó a publicar en la década de los cincuenta, Carlos Fuentes dictaba lecciones, escribía artículos, pronunciaba conferencias, acudía a foros y congresos y no dejaba de polemizar con el rumbo torcido de la Humanidad.

Todavía es pronto para calibrar el vacío que dejará su ausencia, pero ya se adivina la soledad en la que ha dejado a algunas de las ilustres tribunas iberoamericanas. Carlos Fuentes ha sido un intelectual de acción del siglo XX, dotado con un raro don de gentes, una habilidad insólita para cultivar centenares de conversaciones simultáneas, una exquisita destreza diplomática y un savoir faire que le hacía destacar en cualquiera de los juegos mundanos de nuestro tiempo. Su rotundo discurso político conciliaba la gran tradición cultural europea con el arte de afrontar dilemas sociales y no dejaba de alentar a los líderes gubernamentales que se deslizan hacia la abrumada impotencia contemporánea.

Carlos ha sido un hombre de buena voluntad pero sobre todo ha sido un hombre de voluntad, de genio y fortaleza. Querer es poder -pensaba- y nada celebró con más alegría que el azar de encontrarse con hombres imbuidos por la misma certeza. Los temerosos le inspiraban una agria prevención, pues sin duda el miedo, en la vida y en la vida literaria, preludia decepcionantes traiciones. No obstante, nada le impedía actuar con una generosidad espléndida y ofrecer su ayuda a todo cuanto joven escritor se cruzara en su camino. Si reconocía la verdadera condición literaria no dudaba en brindarles su amistad y todos los editores que hemos tratado con él sabemos lo que eso significa: un elogio sin tacañería. Debe recordarse que esta singular cualidad de Carlos no fue el fruto de su posición como autor maduro y reconocido. Lo testimonia José Donoso cuando cuenta como un joven Carlos Fuentes gestionó la publicación de su obra en Estados Unidos.

Como protagonista de la insurgencia estética que supuso el boom narrativo latinoamericano, Carlos Fuentes fue también un agitador, un activísimo enlace entre España y América, un promotor de encuentros y debates que generaban conocimiento y desencadenaban las poderosas influencias que tan fértiles han resultado en las más recientes generaciones literarias. También en este territorio de invención y de imaginación se notará la ausencia del más optimista de los escritores.

Estos méritos pueden parecer rasgos de un inventario biográfico, pero sólo adquieren su sentido en una personalidad consagrada a la amistad. Si algo veneraba Carlos, además de a la periodista Silvia Lemus, su esposa y compañera, es la complicidad de la inteligencia y la fraternidad de los cómplices. El rescate de una obra literaria perdida, sacar a un escritor de la cárcel o postularlo para un merecido premio, es algo que vale la pena sólo cuando la confabulación es una noble alianza. Téngase en cuenta que esto sucedía en un hombre sobrio, pulcro, que no se consentía el más mínimo sentimentalismo.

El más reciente empeño que compartimos con Carlos fue rescatar de las cenizas del pasado al legendario Premio Formentor. Nos costó algunos años de apacibles conversaciones, pero lo que Carlos no supo hasta el último momento es que, a sus espaldas, el empresario Simón Pedro Barceló, la familia Buadas y yo lo preparamos todo para que fuera precisamente Carlos Fuentes el primer galardonado por un premio consagrado a la literatura, a la ensoñación que inspiran las grandes obras literarias.



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21 de mayo de 2012
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El Boomeran(g)
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