Richard Millet ¿Puede creerse que un escritor justifique a Anders Breivik? El asesino de 77...
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Richard Millet ¿Puede creerse que un escritor justifique a Anders Breivik? El asesino de 77...
Hace algunos meses Los Simpson le dedicó todo un capítulo a David Foster Wallace. "A Totally Fun Thing That Bart Will Never Do Again" se inspiraba en uno de los más célebres ensayos/crónicas del escritor norteamericano, y era Los Simpson en estado puro: irónico, lleno de guiños y referencias, de vuelta de todo. Un lugar ideal para homenajear al autor de La broma infinita, pensé. ¿Por qué no? Después de todo, ¿no era Foster Wallace irónico, cínico, meta, posmo? Poco después descubrí -debí haberlo adivinado- que Foster Wallace creía que, aunque Los Simpson era un show "importante", también era "corrosivo para el alma" porque parodiaba y ridiculizaba todo; después de una hora del show tenía que salir "a mirar una flor o algo por el estilo".
Los lectores descubrieron a David Foster Wallace con dos libros -The Broom of The System (1987), La niña del pelo raro (1989- llenos de juegos de palabras electrizantes y experimentos narrativos metaliterarios que presentaban a un autor tan fascinado como divertido por la cultura del entretenimiento en los Estados Unidos. Con los años, como muestra D. T. Max en Every Love Story is a Ghost Story --su fascinante y compacta biografía de Foster Wallace--, el autor nacido en Ithaca (Nueva York) en 1962 llegó a desdeñar esos dos primeros libros, porque sentía que les sobraba ironía y les faltaba seriedad. A principios de los noventa, una crisis depresiva mientras hacía un doctorado de filosofía en Harvard, lo llevó a una estadía en una "halfway house" para gente que se recuperaba de sus adicciones; allí tuvo la revelación que, junto a su "anhelo disfuncional" por la escritora Mary Karr, lo llevaría a escribir su obra maestra, La broma infinita (1996): Estados Unidos era un país de gente adicta al entretenimiento como forma de esconder el dolor psíquico de la vida. La literatura podía ser mucho más que un entretenimiento sofisticado, el parque de diversiones textual de los postmodernistas. La literatura debía ser capaz de ofrecer un modelo de cómo vivir de manera responsable y considerada. Pynchon, el gurú de sus primeros años, debía aliarse a Dostoievsky.
Max va construyendo de manera detallada, sin florituras retóricas, la historia de un autor de una inteligencia privilegiada -se sentía en casa con Derrida y Wittgenstein, alguna vez escribió una historia del infinito-- que lo llevaba a paradójicos callejones sin salida, y que intentó desesperadamente reconciliar principios opuestos (el juego posmo, el sincero sentimentalismo) mientras luchaba con una depresión severa. Uno de sus grandes logros fue el de "universalizar sus neurosis". Max también señala que a Foster Wallace Le hubiera gustado que La broma infinita tuviera como subtítulo "Un entretenimiento fallido", pero su calidad literaria y su éxito comercial conspiraban contra ello: así, irónicamente, el chico de la bandana se convirtió en uno de los ídolos de la generación grunge, y hubo críticos que lo compararon con Kurt Cobain, por la "torpe sinceridad" de ambos (obviamente, a Wallace no le gustó la comparación, porque Nirvana le parecía nihilista).
Foster Wallace pasó la última década de su vida lidiando lo mejor que pudo con el monumento en el que se había convertido. Intentó desesperadamente tener algo en qué creer, desde el budismo hasta la triste consolación del aburrimiento (tema de su última novela, El Rey pálido), pero al final siempre volvía a los 12 pasos del programa de su grupo de ayuda para el tratamiento a las adicciones. Fue pretencioso y pedante, pero no el "San David Foster Wallace" del que se burla Bret Easton Ellis en Twitter (Max da muchos ejemplos de la forma en que el escritor se aprovechó de su fama para acostarse con alumnas, editoras y groupies). Pese a que la escritura no fluía como antes, parecía haber encontrado cierta paz, y sin embargo la depresión reapareció y terminó ganando la partida. Jonathan Franzen puede quejarse de que Foster Wallace se suicidó para convertirse en una leyenda; lo cierto es que queda una obra que está a la altura del monumento.
(La Tercera, 8 de septiembre 2012)
En este libro de contenido muy dispar se encuentran ejemplos espléndidos de dos características de la escritura de Norman Lewis que más llaman la atención del lector actual. Una de ellas tiene que ver con un rasgo caracterológico que Lewis sufrió y cultivó a partes iguales, y me refiero a su "invisibilidad". A diferencia de esos narradores que ocupan con su omnímoda y exuberante presencia el primer plano y apenas si dejan ver detalles del paisaje y los personajes que describen (Hemingway podría ser un ejemplar característico), Lewis tiene la rara habilidad de desaparecer y dejar que sean los hombres y las cosas las que hablen por sí mismas, sin que te acuerdes de él para nada. No es de extrañar que alguno de sus biógrafos se refiriese a él como "casi invisible". En el relato inicial "Un viaje en dhow", encontrará el lector una demostración cabal de la capacidad de Lewis para contar un viaje en barco alucinante y que permite hacerse una idea exacta de cómo debían de ser las travesías marítimas medievales, con la hacinación de los viajeros y las relaciones entre ellos y la tripulación, el hedor proveniente de las entrañas del buque y las comidas a bordo, o las instalaciones sanitarias (una jaula que se colgaba de la borda y en la que el usuario "cuando ya no había otro remedio" se metía para evacuar el contenido intestinal). Todo ello sin una opinión, un comentario personal ni, mucho menos, la evidencia de que es un occidental el que está juzgando y sufriendo los modos de vida de unos cavernícolas yemeníes. Las cosas son como son y me limito a contarlas como las veo, perece decir Lewis. La cumbre de ese estilo invisible es Nápoles 44, en el que Lewis cuenta con una naturalidad y sencillez aterradoras las condiciones de vida en una ciudad ya sumida en la miseria de varios años de guerra y que debe sufrir como colofón la brutal invasión de unas tropas supuestamente liberadoras. Quien desee comprobar sobre la marcha la diferencia entre un estilo invisible y una abusiva presencia narradora puede leer a continuación de Nápoles 44 la novela La piel, de Curzio Malaparte, que habla de la misma ciudad y los mismos hechos, pero a su manera. El escritor italiano tuvo (en medio de todo) la suerte de no estar presente cuando se generalizaron las comparaciones entre ambas novelas porque Lewis aguardó hasta 1978 para dejar constancia de sus experiencias bélicas napolitanas y Malaparte había muerto casi veinte años antes. Y con lo vanidoso que era, no le hubiesen gustado nada la distribución de elogios y críticas entre una narración y otra. Curiosamente, y este es el segundo rasgo destacado que se puede encontrar en la prosa de Norman Lewis, la voluntad de ocultarse tras la evidencia del relato y la renuncia a la crítica personal y todavía más a la moralina, no hace de Norman Lewis un narrador neutro o no comprometido con los personajes y las circunstancias que describe. Antes al contrario, la moderación y la discreción no impiden que se pongan al descubierto lo injusto y cruel de determinadas conductas, y ahí están para demostrarlo sus trifulcas con las autoridades y, sobre todo, con los misioneros norteamericanos que estaban asolando, cada cual a su manera, el Amazonas. Un artículo suyo aparecido en 1968 en el Sunday Times y titulado "Genocidio en Brasil" provocó una auténtica conmoción en todo el mundo. No puede decirse que la salvación de esa riquísima y por ello mismo desgraciada zona del mundo esté asegurada, y basta leer algunos de los relatos que contiene este libro (todos ellos posteriores a 1968) para ver que las autoridades y los misioneros continúan haciendo allí lo de siempre. Pero ahora al menos existen organismos como Survival International que están llevando a cabo una labor muy encomiable.
Las dos características de la forma de escribir de Lewis, ecuanimidad y compromiso, no serían posibles sin una tercera cualidad, y me refiero a la extraña familiaridad de Lewis con el lenguaje. Algunos críticos achacan su precisión y la economía de medios a su primera y larga relación con la fotografía, un entrenamiento del ojo que permite mirar y, sin más, disparar para fijar esa primera impresión grabada en la retina. Un gusto por la precisión del lenguaje que le llevaba a apreciarlo en los demás. Y a este respecto es muy reveladora la entrevista que Albert Padrol, uno de los creadores de Altaïr, le hizo en su casa de Essex en 1998 e incluida en la presente recopilación. Hablando de esto y aquello, y al referirse a la entrañable relación de Lewis con Tossa de Mar, el escritor todavía recuerda, pese a que su estancia allí tuvo lugar en los años cincuenta, la expresiva y peculiar forma de hablar de los pescadores de entonces, y cita un ejemplo: "Coge la barca para visitar el mar", le había dicho uno de ellos. Son los milagros del lenguaje, algo tan delicado y en apariencia tan efímero pero que, tratado con sabiduría, resiste el paso del tiempo con admirable frescura.
Un viaje en dhow, La tribu que crucificó a
Jesucristo y otros relatos
Norman Lewis
Altaïr
“Por fin uno que no es un loco ni un trastornado, sino un malvado”, me dijo una colega cuando trascendió la noticia del caso de los niños Ruth y José. El retrato psicológico de su padre, José Bretón, difundido por la prensa a partir de su biografía y los informes psiquiátricos, lo ha perfilado desde el minuto uno como sospechoso, aunque no haya habido sentencia que describa con mayor precisión al personaje que la de Ruth Ortiz: “Todo el mundo que conoce a Bretón sabe que él no ha perdido a los niños y a los que no lo conocen se lo digo yo: él es el responsable de la desaparición de mis hijos”. Y se abrió un mundo con siete palabras: “Él no ha perdido a los niños”. Un hombre cuidadoso y obsesivo, autoritario y controlador, un hombre con ojos en la espalda y de “fría inteligencia” -muestra de cómo el lenguaje resulta impotente para diferenciar entre el mal impulsivo y el calculado al milímetro- escenificaba las reconstrucciones de los hechos con los ojos del pueblo clavados en los suyos. Sin desmoronarse, con gran ausencia de imaginación moral. Los psiquiatras insisten en desligar locura de maldad, desalentando al instinto social que quiere alcanzar una explicación para determinar que las conductas más infames, como la del padre que presuntamente mata y quema a sus hijos en un acto de venganza, son producto de los defectos en la masa cerebral. De la locura, decimos, aunque la estadística demuestre que buena parte de los enfermos mentales son víctimas y no criminales. La humanidad necesita psicologizar al malvado, entender su disfuncionalidad, su acción desprovista del mecanismo inhibitorio que impide la agresión humana y garantiza la convivencia. Pensar que no distingue el bien del mal. También desea apartarlo del mundo, considerarlo un engendro, impedir que haga más daño; hasta el extremo de que muchos se cuestionen por qué la justicia, al castigar, perdona mientras la sociedad exige una pena verdaderamente aflictiva. Bretón trazó un plan basado en el despecho: flores para su mujer, a quien nunca antes había regalado una rosa, ni en su aniversario; llamadas insistentes en busca de una respuesta que pudiera desactivar su plan. Transposición de responsabilidades, como si jugara al pensamiento mágico, olvidando que lo que estaba en juego era la vida de sus hijos: “Si responde a mi llamada y vuelve, correré a sus brazos; si no, los mataré”. Su conducta parece responder al patrón de la autorresistencia: ponerse a prueba varias veces en poco tiempo porque así hay más probabilidades de explotar. Su nudo negro parece ser, como para tantos otros maltratadores, el abandono de su mujer, un asunto psicoafectivo como larva del mal. Dicen que casi nunca hablaba de sus hijos. Que era intransigente y duro con ellos, y que apenas mostró compasión cuando desaparecieron. Considerarlo un loco es un auténtico agravio para los enfermos mentales. Un (presunto) criminal abyecto, eso es lo que es.
(La Vanguardia)
Margo Glantz llama “Moscas” a una serie de mensajes que recibe en su cuenta de Twitter. Lamentablemente, yo he comprobado que esos mensajes proliferan como las cucarachas. A la menor provocación se reproducen con una prisa repugnante.
He resistido la invitación repetida a abrir una cuenta en Twitter. No porque prefiera no responder para evitar prolongar la conversación; sino para defender, precisamente, la conversación. No sólo en español, pero en español con saña mayor, la violencia adversarial de los comentaristas es el refugio de las bajas pasiones.
Todavía algunos venimos de los tiempos del correo. Leíamos con admiración a De Quincey en “El coche de correo inglés,” y creíamos que el cartero era la última encarnación de Hermes. Por eso, al no aceptar que el mensaje electrónico sustituya a la carta, pusimos a prueba la amistad: dejamos de escribirnos para no rebajar la charla. Se decía que las amistades inglesas empezaban suprimiendo la intimidad, dejaban de lado las emociones, y terminaban abandonando la frecuentación. En cambio, hoy se podría decir que la cháchara electrónica es antihigiénica: fomenta la promiscuidad, promueve la desinformación, atenta contra la salud pública.
La germanía y la algarabía tenían su gracia robusta; Sancho Panza posteaba inocentes lugares comunes. La tuitería, por el contrario, suele ser casual, redundante y brutal. Ni siquiera es una forma popular del rebajamiento de la cultura letrada; es parte de la sobreproducción no degradable de la tecnología residual.
Esta licencia contra-comunicativa prolifera también en las secciones de comentarios que los periódicos y las bitácoras rinden a sus lectores. Claro que algunos protocolos vigilan la civilidad relativa de los comentaristas abusivos. Pero, ¿serán reales los comentaristas cuya identidad es un seudónimo de batalla? Debo reconocer que resulta fascinante el horror del habla de algunos neo-bárbaros. Su violencia nos hace preguntarnos, ¿cómo sería su país si ellos gobernaran? El protocolo debería exigirles mostrar la mano tras la piedra.
Por lo demás, todos los días un escritor de provincias se siente urgido a enviarte su novela completa por correo electrónico. Imposible acusar recibo sin someterse a las promesas de amistad eterna y correspondencia perpetua.
Pero lo peor del mal uso de la tecnología comunicativa no es la pérdida de los hábitos del diálogo, que debería empezar dando identidad a los hablantes en el valor del lenguaje; lo peor es el deterioro de la racionalidad social, dada la violencia del descreimiento como principio comunicativo. En pocas líneas, esos mensajes propagan las resignaciones del desvalor.
Una de las causas de la crisis actual es, en efecto, la pérdida del valor del lenguaje. La tecnología tendría que mejorar la comunicación, que es el camino a recuperar más de una opción, más allá de la ideología dominante de verdad única, banca única, y amarga mayoría.
Las opciones ajenas a esos extremos, deberían estar en los espacios mediadores de una razón, más o menos, ardiente.
Sobre la puerta del venerado santuario de Tōshō-gū, en las afueras de Nikkō, en Japón, el escultor Hidari Jingorō realizó en el siglo xvii la más célebre -e imitada- reproducción de los llamados "tres simios místicos", Mizaru, Kikazaru e Iwazaru, cuyos nombres significan no ver, no oír y no decir. Provenientes de una antigua leyenda de origen chino, retomada luego por la tradición confuciana, se les asocia con un modelo ideal de conducta que conmina a no ver, no oír y no decir el mal (en otras representaciones, un cuarto mono, Shizaru, explicita el precepto de no hacer el mal). Como suele ocurrir cuando un icono transita de una cultura a otra, en Occidente los tres monos hoy simbolizan a sus contrarios: quienes no quieren ver ni oír el mal, aunque esté frente a ellos, y quienes prefieren callar antes que reconocer sus errores.
El México de las últimas semanas parece el reinado de estos tres simios indiferentes y obcecados, incapaces no sólo de ver u oír el mal que ellos mismos han perpetrado, o de referirse al que contamina hasta los últimos rincones de nuestra sociedad, sino de aceptar otra concepción del mundo que la propia, como si en vez de ser políticos humanos fuesen los infalibles dueños de la Verdad. Cada uno de ellos, así como las hordas que los glosan y veneran, defiende una posición única y excluyente, ciega, sorda y muda frente a las ideas de los otros, provocando que quienes no somos sus fervientes o interesados servidores -la mayor parte de los ciudadanos- estemos obligados a observar como guerrean mientras el país se desangra sin remedio.
Peña Nieto no ve el mal por ninguna parte. Para él, como para sus comparsas en la prensa o el Tribunal Federal Electoral, México es una democracia perfecta e impecable, donde no sólo no hay lugar para manipulaciones y fraudes, sino donde ni siquiera es válido albergar la menor duda sobre la eficacia o la transparencia de nuestras instituciones. Escudados en una legalidad defectuosa -y en las torpezas jurídicas y retóricas de sus enemigos-, Peña y sus adláteres se muestran como amos absolutos del país. Quienes los cuestionan no merecen sentarse a su mesa: son perversos o totalitarios, falsos demócratas y malos perdedores. Que numerosos ciudadanos cuestionen sus métodos, señalen sus vicios o exhiban sus turbiedades les tiene sin cuidado. La legitimidad les pertenece y lo demostrarán como les plazca. Para ellos, no vale la pena reconocer la diversidad o llamar a la reconciliación: los integrantes de YoSoy132 y las huestes de AMLO son radicales desquiciados y lo mejor es fingir que no existen. No mirarlos.
López Obrador, lo sabemos, nunca escucha. Siente que él encarna la voluntad de todos los oprimidos, de todos los vejados por el sistema. Aunque su diagnóstico sea certero -al país lo manejan y exprimen unos cuantos-, su solución sólo pasa por él mismo. Odia que lo llamen redentor, pero pontifica como uno, convencido de que sólo él posee la entereza moral para denunciar a los malhechores y los corruptos. Señala, insulta y descalifica como si, por una revelación o un milagro, sólo él tuviese acceso al auténtico ánimo del pueblo. Con sus argumentos, ninguna democracia en el mundo sería legítima, pues en todas los ciudadanos son manipulados por los medios y los poderosos. Obcecado, se presenta como un padre que no confía en las -malas o pésimas- elecciones de sus hijos. Afirma que las votaciones no fueron libres, pero al hacerlo desprecia la inalienable libertad de los electores a equivocarse. Y lo peor: la única voz que escucha es la que resuena en su interior.
Calderón, por su parte, calla. En el mensaje con motivo de su último informe de Gobierno -diseñado, como en la época priista, para su lucimiento sin freno y el apapacho de sus incondicionales-, no importó nada lo que dijo, el inagotable torrente de alabanzas que se dirigió a sí mismo y a sus colaboradores, sino lo que no dijo, lo que no se atrevió a decir. Su silencio frente a los muertos generados por su desastrosa guerra contra el narcotráfico fue lo más significativo. Lo mismo eludir que México fue el único gran país latinoamericano donde aumentó la pobreza. El que después de machacarnos sin fin con su estrategia contra el narco le haya dedicado tanto tiempo al seguro popular, acaso el único mérito de su gestión, es prueba de que su silencio fue intencional. Tras dejar a México en la mayor debacle social de su historia reciente, y de que su partido perdiera estrepitosamente las elecciones, Calderón niega cualquier yerro y cierra la boca.
Una cosa es segura: mientras Peña y los suyos sigan sin ver a sus opositores, mientras López Obrador y los suyos sigan sin escuchar a quienes no piensan como él, y mientras Calderón y los suyos sigan resistiéndose a hablar de sus fatídicos errores, México no sólo permanecerá quebrado y dividido, sino condenado a los tropiezos que provoca la ceguera, el aislamiento que sufren los sordos y el miedo que resulta del silencio.
twitter: @jvolpi
Después de algunos problemas con el micrófono, la ex-presidenta Bachelet fue presentada para dar la anual Bartels World Affairs Lecture, uno de los eventos más prestigiosos de Cornell (entre sus invitados de mayor calado se encuentra el Dalai Lama). Bachelet ingresó al escenario vistiendo un tan simple como elegante conjunto rosa, fue recibida con una sonora ovación, y comenzó su charla. El tema era "Mujeres en el nuevo paradigma del desarrollo". Estoy seguro de que la mayoría de los asistentes hubiera querido escuchar una historia de vida, la forma en la que una mujer de clase media de apariencia tan tranquila se convirtió en una carismática líder política, pero Bachelet, muy al tanto de la seriedad de la Bartels Lecture, se puso académica.
La charla sonó demasiado preparada al comienzo: Bachelet se puso a recordar los nombres de algunas mujeres estudiantes de Cornell que, un siglo atrás, habían luchado por los derechos de las mujeres. Luego habló con convicción de la situación actual, y reconoció la importancia de que los hombres pelearan junto a las mujeres en la lucha contra la discriminación. Hubo muchas estadísticas acerca del progreso de las mujeres (menos del 10% son jefes de gobierno, menos del 4% dirigen grandes conglomerados empresariarles) y una insistencia en la necesidad de que se crearan leyes temporales para igualar oportunidades o al menos lograr que los desniveles no fueran abrumadores (un 30% de puestos en los parlamentos debería reservarse a mujeres, dijo; solo 33 países cumplían ese objetivo)
Bachelet demostró que su trabajo como subsecretaria general de ONU Mujeres le ha dado dividendos: sus ejemplos provenían de Libia, Tunez, Afganistán. La única vez que habló de América Latina fue para mencionar el momento especial del continente, con tres mujeres presidentes; esa mención le permitió una de las escasas bromas de la charla: "quizás los Estados Unidos debiera seguir ese ejemplo", dijo, ante las risas y el aplauso general.
Bachelet contó alguna anécdota de su vida, pero se negó a revelar mucho de la mujer detrás del personaje político. Tampoco dejó el más mínimo espacio para especular acerca de su posible retorno a la política chilena como candidata presidencial en un par de años; la que vino a Cornell era una comprometida funcionaria de una organización global. Hubo algunos desilusionados ante tantos números y tan poca confesión, pero lo que quedó en general fue la admiración. Eso, sin embargo, no fue todo. En los descuentos, a la hora de las preguntas, hubo tiempo para la revelación más importante de la tarde. Los estudiantes que se acercaron a hablar ante los micrófonos parecían intimidados; se hacían nudos y terminaban soltando largas parrafadas inconducentes. Cuando una mujer de la India comenzó a dar algunos datos de la situación en su país, Bachelet la cortó con un tajante: "Lo sé todo". En una universidad Ivy League como Cornell todos creen saberlo todo, pero esa frase no solo calló a la india; también levantó murmullos en el auditorio. Esa mujer de apariencia bonachona escondía un carácter firme. Uno podía entender que detrás de las estadísticas había alguien con la fuerza suficiente como para imponerse en el despiadado mundo de la política.
(revista Qué Psa, 8 de septiembre 2012)
"Todavía no tenemos un presidente mormón en Estados Unidos y quizás no lo tengamos nunca, pero nuestros presidentes son cada vez más receptivos a la sensibilidad mormona, más de lo que podría esperarse de un movimiento religioso que representa tan solo un dos por ciento de nuestra población".
Estas frases son del crítico literario Harold Bloom, escritas hace veinte años en un libro singular e imprescindible para entender EE UU, que lleva por título La Religión Americana (Taurus). Es una buena lectura para quienes estén todavía sorprendidos de la nominación de un obispo mormón como Mitt Romney como candidato republicano a la presidencia.
Deberán darse prisa. Los dados no están jugados, y aunque Obama corra con aparente ventaja, Romney puede colmar la intuición apenas formulada hace 20 años. Bloom ha escrito más recientemente que, incluso si gana Obama, "se habrá establecido un precedente crucial". Si nos atenemos a sus teorías sobre el mormonismo, cabría observar como un hito normalizador de la vida política americana que un mormón llegue a la Casa Blanca como lo fue la del católico Kennedy en 1961 o la del afroamericano Obama en 2009. En el caso de la Iglesia de los Santos del Último Día, que tal es el nombre de la confesión, la normalización sería mayor, puesto que, según Bloom, es una de las dos sectas religiosas genuinamente americanas, hasta el punto de que las considera variantes de lo que denomina la Religión Americana. Se trata de un cristianismo sin cruz, que diviniza al individuo y adora a un Jesús resucitado y victorioso, profundamente americano, hasta el punto de que en la revelación mormona se incluye una estancia en América con una repetición del Sermón de la Montaña.
Es verdad que el gran crítico literario, profundamente enamorado del talento religioso ?y poético puntualiza? del fundador de la Iglesia del Mormón, su profeta Joseph Smith, más tarde ha modulado su entusiasmo y ha señalado una pérdida del valor original hasta convertirse en una secta protestante más. Sus actuales dirigentes, entre los que se encuentra Romney, son "indistinguibles de las oligarquías plutocráticas seculares que ejercen el poder".
Esta objeción se suma a las críticas contra Romney como candidato de los más ricos y desvía la atención de los prejuicios clásicos contra los mormones, incluso los que sostenían sus más directos competidores en la apropiación religiosa de Estados Unidos, esos baptistas sureños que dudan de su cristianismo, sospechan de su renuncia hace más de un siglo a la poligamia, y se irritan ante la opacidad de su funcionamiento, doctrinas y ceremonias, de acceso prohibido a quienes no pertenecen a la Iglesia. Como señala Bloom, mormones y evangelistas cada vez se parecen más. Y no hay duda, su partido, el partido de la Religión Americana, es el republicano. (La más reciente demostración de la identificación entre la Religión Americana y el Partido Republicano la proporciona el Pew Research Center en su encuesta de esta pasada semana).
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