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Mercedes Roffé

Resistí. Insistían. Tenía entonces una corte de asesores, de lectores avezados sería más justo y menos pomposo, que me aconsejaban, que conducían mis lecturas y, todos, o al menos una buena parte de ellos, recomendaban a una poetisa argentina muy bien pertrechada, pero yo no podía, no conseguía dar el paso, saltar esa barrera que supone aceptar la recepción del libro y, no digamos, hojearlo. Un apellido, el suyo, insoportable, pastoso, pretencioso, con resonancias catalanas, que anulaba cualquier aproximación, mas alguien, el más tenaz de los lectores avezados, me hizo llegar, subrepticiamente, un poema de esa mujer, y caí en la trampa; un poema magnífico a cuya excelencia se accedía, de modo genial, mediante sólo dos piezas de alta calidad, un sintagma, que la poetisa, sabia, experta, repetía al encabezar cada estrofa, y un término, perdido en el magma poético, un término pasado, antiguo, ramplón, pero extraordinariamente hábil, que convulsionaba la totalidad del texto, le daba razón de ser. De hecho, ese fue un día espectacular, alumbrado por el perdón a un nombre humano (nombre de pila más primer apellido, el segundo se ocultaba) y por los descubrimientos del sintagma repetido y la palabra chocante. Tres elementos capitales que movían el poema, que movían el mundo. Me olvidaba: el sintagma era ‘Caída no hubo’; la palabra suelta, ‘nena’; el poema, el octavo del libro Las linternas flotantes; la autora, Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954).

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11 de diciembre de 2024

'Perdidas en el bosque' de Margaret Atwood (Salamandra, 2024)

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Conquistas de señoras mayores

 

Los últimos relatos de Margaret Atwood, recogidos en el volumen Perdidas en el bosque por la editorial Salamandra y la excelente traducción –como ya nos tiene acostumbradas, aunque no deja de superarse en cada una de sus entregas– de Victoria Alonso Blanco, toman forma en su mayoría a través de un grupo de señoras mayores que han alcanzado a lo largo de su vida muchas conquistas. No alardean de ello, o si lo hacen, es con ese estilo propio de la aclamada escritora canadiense en el que la ironía siempre acaba situando un paso por delante a la narradora y, a su vez, a la lectora.

En femenino porque los mejores cuentos de un conjunto irregular tienen mucho de encuentro íntimo entre mujeres, a pesar de que la intimidad es algo valioso que corresponde proteger incluso de los más allegados, que nunca llegan a estar tan cerca que puedan resultar invasivos. La defensa de la propia experiencia del yo es la que acaba constatando la vida y la existencia cuando ya ha pasado el tiempo y las apariencias, las obligaciones o veleidades han perdido el significado y la importancia que parecían tener. El agotamiento, la pérdida y el duelo llegan con una ironía que se sobrepone a cualquier nostalgia porque de nada sirvió negarlos ni siquiera en los momentos más dulces.

Las mujeres de edad avanzada que habitan los relatos de Margaret Atwood han venido a legitimar el cansancio. Y a reivindicarlo. Al final quedan los recuerdos y, en el mejor de los casos, el prestigio si es que se ha sido capaz de realizar algo meritorio; cuando lo más ansiado ya es la recompensa de las sensaciones más inmediatas. La naturaleza reclama la parte que le debemos. Las reflexiones de Nell, Lizzie, Myrna o Chrissy nos podrían haber llegado a través de un simposio internacional de académicas y eruditas, o bien mediante una reunión de amigas que se han encontrado para atender a una de ellas que está enferma de cáncer. Leerlas a través de la visión de Atwood puede ser una invitación a la calma de la asunción de la derrota cuando ya no es necesario acumular artículos, ponencias o amantes, aunque jamás se renuncie al juego de la seducción o a la alegría de entender palabras nuevas. El sosiego del atardecer y la sabiduría de esperarlo, observarlo y alargarlo, que dure y que su sabor sea intenso.

Volver constantemente sobre sabores y sensaciones pasadas es una de las obsesiones del duelo, muy presente en esta recopilación de cuentos. Margaret Atwood parece haber escrito para aprender a vivir con la ausencia, de la misma manera que la madre-bruja de la protagonista de “Mi maléfica madre” le asegura a su hija que su padre no las abandonó, sino que ella lo convirtió en un gnomo de jardín para que siempre pudiera disfrutar del paisaje y la caricia del viento. La niña lo creyó, hablaba con la figurita, incluso le pedía consejo y permiso hasta ser una joven crecidita, cuando al fugado le dio por reaparecer. Porque las decisiones y actos de los demás siempre son impredecibles. Por eso, conviene estar abrigadas y tener un lugar cómodo donde descansar.

Junto a las voces femeninas, aparece la del padre ausente que regresa del hechizo que lo mantenía convertido en un gnomo de jardín, la del suegro silente de quien muchos años después se descubre que también pudo haber tenido una vida interesante y desconocida para su propia familia, la del marido fallecido e incluso la voz de George Orwell, en una conversación inventada con la autora que, aunque llama la atención, no es lo más logrado del libro. Nada hay de doctrinario ni de condenatorio, pero con las diferencias en la capacidad de comunicarse de estos hombres o en sus silencios y sus distancias Margaret Atwood sí está poniendo sobre aviso. Ya hemos visto que siempre acaba llegando el momento en que las certezas pierden tersura. El único consuelo –una gran conquista– resida, tal vez, en la aceptación de lo que reclama de verdad la naturaleza.

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8 de diciembre de 2024
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La terrorista que inventó nuestras pesadillas

 

Reseña de "Letras torcidas: un perfil de Mariana Callejas", de Juan Cristóbal Peña (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales, edición de Leila Guerriero, Santiago, 2024)

Por fin el buscador de historias logró encontrar un personaje escalofriante cuya ambición está a la altura de sus propios sueños literarios.
El periodista Juan Cristóbal Peña viene publicando desde hace casi dos décadas libros, perfiles, crónicas y reportajes que se internan en las vidas y los escritos de represores letrados, pero ninguno como la protagonista de su último libro. Y es que, a la vida y la obra de Mariana Callejas, cuentista y agente de la policía política de Pinochet, se le puede aplicar con justicia eso de que ‘si lo inventas suena exagerado’.
Por eso su historia necesitaba una pluma como la de Peña. Pero la historia no era para nada fácil. La mayoría de los investigadores de la negra noche pinochetista se han centrado en algo necesario, pero más esperable: los dolores y anhelos truncados de las víctimas y sus familiares, o en la exposición de los crímenes de los autores intelectuales y ejecutivos de los secuestros, torturas y desapariciones del régimen.
En cambio, lo que ha distinguido la fecunda y prestigiosa obra de Peña es algo más espinoso y complejo: hurgar en las heridas de infancia, las ansias de figuración y reconocimiento intelectual y los impulsos expresivos de “los malos” de la dictadura.
Después de contar en una trepidante novela de no ficción el frustrado intento de Los fusileros de matar al dictador, Peña se ha adentrado en La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, su patética búsqueda de reconocimiento que terminó en robar y usar dinero público para hacerse con una biblioteca valiosa y sus plagios para firmar libros intrascendentes.
Y luego, en las no menos patéticas cartas de amor de su verdugo, el jefe de la DINA Mamo Contreras, a su secretaria y amante, en el perfil que escribió para el libro colectivo Los malos (Manuel Contreras: Por un camino de sombras).
El año pasado, para los 50 años del Golpe, se adentró en la trayectoria del brillante y malvado propagandista Álvaro Puga como intelectual en las sombras del régimen (El primer civil de la dictadura, publicado en Anfibia).
En la mirada de Peña, todos estos personajes tienen en común un pasado de abusos y ninguneos, y un desmedido afán de reconocimiento, que los hace contar, en escritos y entrevistas, más de lo que quisieran o debieran sobre sus crímenes y tropelías.
La cara B de los malos es un agujero por el que el autor se interna en sus mentes, en sus métodos y en la mezcla escalofriante de sensibilidad e inhumanidad de estos seres fascinantes y despreciables. Entenderlos (sin justificarlos) es una manera de conocer una época y una forma de pensar y actuar que tiene dolorosos paralelos con el presente.
Letras torcidas da un paso enorme en esta búsqueda del autor de esos malvados con veleidades literarias. Porque Mariana Callejas sí, finalmente, es una muy buena escritora, porque sus cuentos, leídos como hace Peña a la luz de su esperpéntica trayectoria criminal, echan luz a una mente desquiciada y su entorno, y porque la doble vida que llevó permite un relato de enorme potencia.
Desde su infancia en Rapel, un somnoliento pueblito del valle de Limarí, pasando por la integración a un grupo sionista de izquierda en Santiago y por un kibutz en el inicio del sueño de un Israel socialista e integrador, siguiendo por una vida aburrida de madre de familia en barrios judíos de Nueva York y la vuelta a un Santiago provinciano en los sesenta, todo llevaba naturalmente a que Callejas escribiera cuentos de soledad neoyorquina y soñadores de la Guerra Fría (lo que hace).
Sin embargo, nada la impulsaba a convertirse en terrorista internacional de la DINA del Mamo Contreras y aliada de fascistas antisemitas europeos.
Pero el encuentro con el jovencísimo técnico reparador de motores norteamericano Michael Townley y su fascinación con el movimiento ultraderechista Patria y Libertad en el gobierno de Allende la hicieron descubrir la fascinación por la aventura, el peligro, la violencia, la acción.
Como una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, durante los álgidos setenta Callejas fue a la vez una admiradora y émula de Jorge Luis Borges, con su taller literario para jóvenes promesas de las letras en su extensa mansión en Lo Curro y, por otra parte, una sicaria de la ultraderecha, con sus viajes peligrosos a Latinoamérica, Europa y Estados Unidos junto con su marido, para matar a los críticos de la dictadura.
Como una anti-Rodolfo Walsh del fascismo criollo, se lanzó a la aventura sin abandonar en ningún momento su vocación literaria.
Su casa misma de Lo Curro es un símbolo perfecto de ese mundo dual de la dictadura: los salvajes asesinos cruzándose en pasillos con una mezcla de la intelectualidad adicta al régimen, los que buscan inescrupulosamente acercarse al poder, cualquiera sea, y los que no quieren ver ni saber ni sentir lo que pasa a su alrededor.
En un libro que cuenta y reflexiona sobre lo que está contando, un libro que es a la vez relato y ensayo, Peña se pregunta cómo pudieron hacer esos jóvenes aspirantes a artistas de la palabra para no ver lo que el jardinero de la familia Townley-Calleja entendió enseguida.
La declaración judicial del jardinero, junto con decenas de documentos legales, libros, obras de ficción y de testimonios y entrevistas a muchas personas que coincidieron con todas las épocas de su personaje y el lúcido análisis de los excelentes cuentos de Callejas, le dan al autor los mimbres para construir un cuento cierto que abona la vieja idea de que la realidad supera a la ficción.
El libro está poblado por personajes variopintos, multifacéticos: desde el rudimentario y apolítico asesino Townley hasta el astuto y sensible hijo mayor de Callejas, y desde los macarrónicos fascistas italianos que se instalan en la casa familiar hasta los geniales Pedro Lemebel y Roberto Bolaño, quienes ven en la fábula del taller de la escritora agente de la DINA una parábola sobre el lado menos conocido de la dictadura, y de paso de la sociedad chilena.
Para mí, el personaje más interesante es el mentor y valedor de la escritora terrorista: Enrique Lafourcade, a quien Peña se refiere irónicamente como “el Maestro”, un complejo, carismático líder de una presuntuosa secta de elegidos que se creen por encima de la banalidad de los demás y que, a la distancia, provocan en el lector una mezcla de furia, fastidio y lástima.
Letras torcidas, que cuenta con la valiosa edición de Leila Guerriero, es el más reciente ejemplar de la colección Vidas ajenas de la Editorial de la Universidad Diego Portales. Al terminar de leerlo queda la impresión de haber entrado en una vida tan extraña que parece deslumbrantemente inventada. Y a la vez tan cercana que no parece “ajena”, sino dolorosamente familiar.

Este texto fue publicado en noviembre de 2024 en la revista digital Anfibia Chile. 

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5 de diciembre de 2024

Jekyll & Jill (2016)

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Clap, clap

 

“Sé por experiencia que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante el calor, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, se puebla de golpeteos nerviosos e irregulares, a veces seguidos de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las fichas de dominó cuando la mano las apoya desafiantes sobre la mesa. Pienso que es la música de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de portorriqueños han convertido en ruido propio. Uno camina distraído y va escuchando los claps uno tras otro, parece una cadena de golpes que se reproduce a sí misma, con el fondo de conversaciones sobre nada y grabaciones de salsa a medio volumen.”

Fascinante párrafo de Teoría del ascensor, esa narración memorialista del escritor judeo-argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956 - Nueva York, 2022) publicada, en 2016, por mi amigo Víctor Gomollón García en su editorial zaragozana Jekyll & Jill.

El golpeteo, el repiqueteo, el tamborileo, el tabaleo, son acciones nerviosas, cinéticas pero en especial sonoras, de consecuencias inquietantes y a menudo molestas para el sufrido e involuntario oyente. Quiero recordar al abogado Julián Rodrigo Mazas moviendo los dedos a velocidad de vértigo, golpeando sobre el viejo tablero de roble de la mesa de su despacho, mientras estudia la mejor estrategia ante las infundadas acusaciones que pesan sobre mí por el homicidio de unos cazadores de ciervos. También traigo a colación, y al hilo del relato de Chejfec, el repiqueteo coral e inmisericorde de las claveteadas fichas de hueso sobre el mármol de las mesitas de dominó del Casino Principal de la ciudad oscense de Jaca, mientras, a poca distancia, intento aparentar una buena jugada en la partida de póquer sintético, un farol condenado al fracaso por la proximidad del ruido y la consiguiente poca acertada expresión de mi rostro, tan sensible al estrépito y a la falta de sosiego.

Mas no todo el ruido es dañoso. Ahí está la historia de los dos reclusos que inventaron su propio morse para, a través de un muro, articular los movimientos de una imaginaria partida de ajedrez. Y la de Braulio Estebánez Puti, empleado de la mercería “La Concepción” de mi tía abuela Carmen Madroñales Lupo, diseñador de un código para intercambiar, pared con pared, mensajes de alta carga erótica con la vecina, a la que sus padres tenían encerrada dado el furor uterino que la aquejaba y a la que incluso los satisfyer de última generación, traídos de Liechtenstein, tampoco tranquilizaban. Braulio y Almudena, así se llamaba ella (murió hará poco electrocutada), fueron pues los beneficiarios, durante una prolongada etapa, de la percusión parietal, única vía posible para la práctica de ese espasmódico, brutal, cifrado, pero placentero onanismo solidario. El ruido y la furia.

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3 de diciembre de 2024
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Carlos Fuentes y el mural del tiempo sepultado

 

A las puertas de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en la que España es el país invitado, y después de que el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, y la nueva presidente mexicana, Claudia Sheinbaum Pardo, hayan exigido al Rey de España Felipe VI pedir perdón por “las atrocidades cometidas en la conquista de México”, no podrá ser más oportuna la reedición del El espejo enterrado de Carlos Fuentes.

La primera edición de su efusivo mural histórico apareció en la remota efemérides de 1992, coincidiendo con la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y en sintonía con el optimismo propio de aquella época feliz. Carlos Fuentes elaboró entonces una perspectiva inédita sobre el significado de la historia que hoy truena con renovado estrépito. Evitando los lugares comunes tan tercamente asentados y señalando relaciones inesperadas entre hechos desperdiciados, Fuentes sortea la retórica decimonónica, prescinde de las consignas militantes y propone ver el Encuentro y colisión entre dos mundos como la causa de una prometedora hermandad.

Con su proteica, dionisíaca y pletórica imaginación intelectual, el escritor mexicano (1928-2012) rescata la genialidad de los tiempos perdidos e instala en el presente de nuestros dilemas la razón que permanecía desapercibida y sepultada.

Habla Fuentes en primera persona de la España griega, cartaginesa, romana y goda, cristiana, árabe, judía y gitana, de la América olmeca, azteca, maya, incaica y su constelada comunidad indígena, y cita a los mozárabes, mudéjares, muladíes y tornadizos que componen la vivacidad criolla, mestiza y mulata de nuestro efervescente sincretismo.

Con resuelta destreza narrativa, Fuentes orquesta una seductora interpretación de la historia hispanoamericana, deja fuera de juego los rudimentarios discursos doctrinales y despliega una formidable energía de agitación política, literaria y cultural.

Fuentes instala en el teatro del presente las ideas y pensamientos elaborados a lo largo de dos milenios, enlaza acontecimientos dispares y evoca la fuerza tejedora de las grandes obras literarias. Nuestro autor oficia en El espejo enterrado una ceremonia de restauración: convoca el espíritu de Maimónides y el de Blanco White, el de Séneca y el de San Isidoro de Sevilla, el de Averroes y el de Sor Juana Inés de la Cruz, el de Bernal Diaz del Castillo, Fernando de Rojas y el Arcipreste de Hita, el de Cervantes y el de Borges.

Con el trazo firme de los muralistas mexicanos (Rivera, Orozco…) Fuentes dibuja en el telón de fondo del tiempo una deslumbrante escena, un inmenso mural narrativo, la visión panorámica que sustentará la lúcida conciencia de nuestro presente.

Junto a los bisontes de Altamira mugen los toros espantados del Guernica; junto al busto de la Dama de Elche gime la diosa del parto Tlazolteotl-Ixcuina; bajo el rostro sonriente del profeta Daniel, en el pórtico de la Catedral de Santiago, danzan los sacerdotes de Bonampak; entre los toros de Guisando pasea el dios desollado Xipe Topec; la bicha de Bazalote, el toro íbero con cabeza humana, contempla con curiosidad al jaguar de los guerreros Nahuatl; sobre las procesiones de los penitentes sevillanos vuelan los guerreros águila de la milicia mexica; Quetzalcóatl se encarna en la figura del temerario Hernán Cortés; el Boabdil que pierde Granada se encarna en el Moctezuma que pierde México; las brujas de Goya revolotean en las cumbres de Machu Pichu; las mil columnas de la mezquita de Córdoba se levantan en la explanada de Teotihuacán; Rodrigo, el último rey visigodo, pasea en su carruaje de marfil tirado por dos mulas blancas entre las pirámides mayas de Yucatán… En las esquinas del mural se distingue el rostro apesadumbrado de otros personajes: Napoleón, prisionero y cabizbajo en la isla de Santa Elena, lamentando que su penalidad empezara con “la maldita guerra de España”; Francisco de Miranda, el verdadero héroe ilustrado de la Independencia, medita con asombro en su mazmorra después de ser entregado por Bolívar a las tropas españolas; Buenaventura Durruti y Emiliano Zapata pasean melancólicos entre las cabezas olmecas intentando descifrar el significado metafísico de la extraña derrota.

Mientras tanto, en el reverso bélico de la historia, mientras se derrumban y sustituyen ciudades, dominios y caudillos, allí en donde actúan a sus anchas esclavistas, mercenarios, sicarios y estafadores de todo pelaje, el lector de El espejo enterrado reconocerá el sanguinario combate entablado desde el principio de los tiempos contra… nosotros mismos. El impetuoso furor que se desencadena en cada uno de los momentos incontenibles de la penosa historia del mundo.

El espejo enterrado, un ensayo intelectual, literario y político escrito para liberarnos de la condenada herencia, recorre los laberintos del tiempo y rescata los luminosos episodios de una ópera grandiosa. Las escenas de la trágica comedia humana, la bulliciosa emergencia de las voces, gestas y obras que dan cuenta de lo que somos. Es el legado que no pueden comprender, abarcar ni manejar los encargados de redactar las apropiaciones oficiales de la Historia.

 

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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2 de diciembre de 2024

'Paysage catalan', de Joan Miró, Museum of Modern Art
© 2024 Successió Miró

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Cuando Miró encontró a Klee

Joan Miró era surrealista antes de que Breton publicara el manifiesto surrealista que ahora cumple cien años. Era septiembre de 1923, y faltaban once meses para que el poeta francés anunciara la aparición de “los elefantes ginocéfalos y los leones alados”, “la chispa” del inconsciente y el “fulgor de las imágenes”, cuando Miró comunicaba triunfal a su amigo J.F. Ràfols: “He logrado deshacerme por completo del natural y los paisajes no tienen nada que ver con la realidad exterior”. Y en octubre: “Animales monstruosos y animales angelicales, árboles con orejas y ojos. Y payeses con barretina y escopeta y fumando en pipa. Todos los problemas pictóricos resueltos. Hay que explorar las chispas de oro de nuestra alma”.

Miró aludía a tres de las telas que había empezado a pintar aquel año. La más radical respecto a la aún noucentista La masia (1922) sería Paisaje catalán (1923-1924). La Vanguardia ha dado con el eslabón entre las dos obras, inicio de una revolución que cambiaría el arte del siglo XX. Se trata de Sie biessen an (¿Pican?), una acuarela óleo pintada por Paul Klee en 1920 y que hoy se exhibe en la Tate Gallery.

 

Las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para que no la tuviera en cuenta 'Paisaje catalán', de Joan Miró

Para Miró, el encuentro con la obra de Klee fue fundamental y, sin embargo, su relación ha sido estudiada muy poco. “Klee –reconoció– fue el encuentro decisivo de mi vida. Bajo su influencia, mi pintura se liberó de todas las ataduras terrenales. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, incluso un punto, podían ser objeto de pintura tanto como un rostro, un paisaje o un monumento”.

“Vi los primeros Klee –dijo– cerca de la Rotonde, en una pequeña galería situada en la esquina de la Rue Vavin y del Boulevard Raspail. Un alsaciano llevaba la galería. De cuando en cuando se iba de viaje y volvía con nuevos cuadros de Klee. Antes había visto ya reproducciones (…) Yo no conocí a Klee, pero me emocioné el día que Kandinski me explicó que Klee le había dicho, en la época de la Bauhaus, a propósito de mí: ‘Hay que seguir lo que hace ese muchacho’”.

¿Cuándo y qué obras pudo ver Miró? Numerosas revistas publicaban pobres reproducciones en blanco y negro de Klee. El pintor André Masson, vecino del taller parisino de Miró, dijo a la historiadora Carolyn Lanchner que en la primavera de 1922 dio a conocer a su amigo catalán un libro sobre Klee. No recordaba el título. Solo pudo recordar que se había editado en Munich, por lo que podría ser Kairun, de Wilhelm Hausenstein, o el catálogo de la galería Goltz publicado en la revista Ararat, cuyo redactor jefe era Leopold Zahn, autor de una monografía de Klee impresa en Postdam. En la revista aparece citada la acuarela Sie beisen an con el número 238. Lanchner no podía saber que en septiembre de 1924, Miró, en una carta que sigue inédita, pidió al crítico germanófilo M.A. Cassanyes que le pusiera en contacto con Hermann von Wedderkop, autor de otra antología de Klee, impresa en Leipzig.

Miró decía que el propietario de la galería Vavin-Raspail era alsaciano. En realidad era un joven suizo de 22 años, Max Eichenberger, que, reciente la Primera Guerra Mundial, había afrancesado su apellido, Max Berger, igual que su socio, otro joven de 20 años, Alfred Dabler, nacido en Orán, que utilizaba el alias Guillaume Dalbert. Los dos se aliaron con el marchante alemán Wilhelm Uhde, cuyos fondos artísticos, como los de su compatriota Daniel-Henry Kahnweiler, habían sido subastados por el Estado francés para compensar los gastos de la guerra. Uhde ayudó a que Berger celebrara la primera exposición individual de Klee en París, en octubre de 1925. Entre las 39 acuarelas expuestas, figura con el número 38 Sie beissen an, por lo que es del todo plausible que Miró la pudiera ver en 1924, cuando aún trabajaba en Tierra labrada y Paisaje catalán .

Si en Tierra labrada (la recodificación de La masia al nuevo lenguaje) hay más ecos del bestiario románico y de los animales fantásticos de Brueghel, en Paisaje catalán las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para negar que Miró no la tuviera en cuenta. En la de Klee, es un día de pesca de un padre con su hijo. En la de Miró, un día de caza, como solía hacer él con su padre en Mont-roig. Las dos tienen algo de juego infantil y de viñeta cómica en la que el punto y el signo de exclamación sobre el pez grande de Klee se convierte en el signo estilizado de la escopeta mironiana y el perdigón. ¿Qué pez habitante de lo oculto cobrarán las líneas de vida que dibuja Klee? ¿Es cierto que el mundo que alumbra el inconsciente guiado por la mano de Miró es más real que una representación realista? Dinamita pura contra el concepto de naturaleza como paisaje o de la nacionalización noucentista de la naturaleza.

Al hablar de préstamos o enseñanzas, hay que tener en cuenta que Miró seguía a rajatabla el consejo de uno de sus autores faro, Alfred Jarry, y no asimilaba influencias, sino que las deformaba, las transmutaba a la manera alquímica para salvaguardar su singularidad. Y le estimulaban desde la viñeta de un chiste hasta un poema de Rimbaud, desde una estampa de Hokusai hasta una lagartija que trepaba al techo de su cuarto. Y, como en todos los grandes creadores, hay un influjo mutuo constante: el artista joven que capta lecciones del viejo, y este, a su vez, del joven. Klee era un intelectual urbano. Miró vivió realmente la naturaleza en Mont-roig y llevó más lejos la resonancia de sus obras en el espectador.

Una ambiciosa exposición Klee-Miró haría visible sus rupturas y sus afinidades: el punto que nace y muere; la línea que camina, nada, se sumerge, se pierde, vuela y sueña; la estrella y la luna; la búsqueda del equilibrio; los pájaros y la serpiente (es decir, la espiral); la música de colores; el cosmos; las leyes gravitacionales; el magnetismo de las letras, etcétera.

La palabra surrealista la había inventado Apollinaire para alentar, en plena guerra mundial, un “espíritu nuevo”. Fue en un texto sobre Parade, de los ballets rusos de Diáguilev, con tema de Cocteau, música de Satie, decorados de Picasso y coreografía de Massine. La primera vez que apareció la palabra en España ( superrealismo) fue el 10 de noviembre de 1917, sin la firma de Apollinaire, en el programa de Parade en el Liceu. Desde entonces, se llamaba surrealista a cuantos preconizaban ese ambiguo “espíritu nuevo” hasta que Breton impuso su doctrina en 1924.

Cuando en 1920 Miró visitó por primera vez París, quedó tan impactado que estuvo meses sin poder empuñar un pincel. La pintura –dijo– le volvió al fin “como vuelve el llanto a un crío” y quiso cerrar su anterior etapa e iniciar la nueva con La masía, una obra resumen en la que, efectivamente, estuvo nueve meses trabajando, un parto, un renacimiento. En el centro de la tela colocó una extraña figura que no guarda relación con las otras: un niño rana en cuclillas, ídolo o juguete, que un afamado crítico de Time confundió con un caganer, cuando en realidad es el primer personaje surrealista de Miró.

El niño rana dejó de estar en cuclillas, se alzó y, según se aprecia en los dibujos preparatorios de Paisaje catalán que se conservan en la Fundació Miró de Barcelona, se metamorfoseó en el esquemático cazador con barretina que orina y fuma en pipa y que en una mano sostiene una escopeta, y en otra, un conejo. Ahí están el avión Toulouse-Rabat que cruzaba el cielo de Mont-roig, una barca con la bandera española, un ojo volador, un sol araña, un algarrobo y una raspa de sardina liebre camaleón sobre un fondo monocromático ocre. El nacimiento de un mundo.

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29 de noviembre de 2024

Desbordamiento del Turia en 1957. JAIME PATO (EFE)

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Ver llover en Valencia

 

El niño entró en su casa al volver del colegio y notó algo raro: sus padres se pasaban nerviosos el teléfono de bakelita negra colgado en el pasillo, el padre más excitado que la madre, y los dos alzando la voz, casi chillando en su lengua común que los hijos entendíamos pero no hablábamos casi nunca, más allá de un saludo o una frase hecha. Esa lengua común era el valenciano, y las llamadas “por conferencia”, como se decía entonces, quedaban principalmente reservadas para la familia, en nuestro caso toda ella afincada –excepto nosotros- en Valencia, la capital, y en algún otro pueblo grande del sur de la provincia, también llamada por los más nostálgicos el “Reino de Valencia”. Mi padre, que mostraba a veces un temperamento bromista, me decía, cuando se impacientaba por alguna trastada infantil, que yo, valenciano por parte de padre y madre, era el primer alicantino en llevar apellidos nord-valencianos, “con todo lo que eso significa”, que yo, con tan corta edad y tan poco mundo, no sabía naturalmente lo que significaba. Pero no me callaba ante papá: “¡licitano, yo soy ilicitano!”, ya que ese participio insólito tenía a mis oídos un glamour prehistórico.

Hoy no podemos reír fácilmente con esas inocentes chanzas territoriales. Las tierras  valencianas, murcianas, alicantinas, tan hermosas y cálidas, tan fértiles, han sido gravemente heridas, y es preciso buscar de modo urgente y duradero cómo sanarlas, y cómo reanimarlas. Esta debería ser la última riada que se cuela impunemente en nuestros hogares, la última gota fría que se lleva nuestros medios de transporte como si fueran barcos de papel, hasta el naufragio final. La última vez que se nos obligue de manera macabra a usar una falsa palabra de siglas tan fea como lo es DANA.  Y sobre todo debería ser esta la última vez que el agua no encuentre resistencia en la tierra firme de tantas ramblas que, al descargar en los campos y calles su anhelado líquido, lo convierte al contrario en mortífera carga.

Sin embargo hace pocos días una amiga de mi misma edad que ya no vive en Valencia me contó sus recuerdos  (¿sus sueños?) de la primera gran riada del Turia, la de 1957. Ella no volvió de su colegio de monjas aquel día en el que mis padres llamaban ansiosamente a nuestros familiares. Mi amiga estaba a resguardo en el centro de la capital, viendo caer la lluvia desde su ventana, ya que su madre, muy previsora, la buscó anticipadamente en el colegio donde ella estudiaba interna, y por así decirlo la rescató de las aguas que también cayeron a mansalva, aunque con menos saña y menos víctimas mortales que en esta dolorosísima ocasión de noviembre del 2024.

Mi escena inicial de agitado costumbrismo familiar con teléfono de pared incluido tuvo una fecha precisa, la del 14 de octubre del año 1957, que yo recuerdo bien, al igual que mi amiga, y no por ser ambos prodigiosamente memoriosos. Fecha de destrucción que exigió con el tiempo eliminar el ameno cauce fluvial vivo en el centro, convirtiéndolo en un parquecillo de aires futuristas, y esculturas grandiosas, no todas desproporcionadas. La segunda pérdida la sufrimos mi amiga y yo en la intimidad o el egoísmo: no tendríamos fiesta de cumpleaños compartida cuatro días después de tal tragedia.

Y es que cuando las voces a ambos lados de la línea telefónica se fueron mitigando pude enterarme en Alicante de lo que había pasado y estaba aún pasando en Valencia agitando tan gravemente a mis padres: ese mismo día, 14 de octubre, el río Turia se había desbordado por la lluvia caída, arrasando el cauce del río, por lo general poco agresivo y hasta bonachón, tal como lo recuerdo. El resto está en los libros: ochenta y una personas perecieron, y los daños causado fueron cuantiosos. Y así tras alguna duda una comisión oficial nombrada por el gobierno de Franco tomó la decisión de desviar el curso fluvial, sacándolo fuera de la capital, que perdía el encanto de las ciudades navegables con patos y aun bañistas, pero garantizaba a cambio la salvación de los niños incautos y los paseantes

El agua ejerce un embrujo sobre nosotros que yo no equiparo con ninguna otra fuerza de la naturaleza. Pero su belleza también depende del misterio de lo que oculta y de lo que puede desencadenar fulgurantemente.

Hubo un tiempo que yo he conocido en el que se salía en procesión y se rezaba a los santos para que lloviera. El santo en cuestión o las vírgenes requeridas no siempre ejercían su mediación húmeda a gusto de todos. Hoy se piden ministros, lo cual es un avance, en mi opinión, pues ya recordó Shakespeare en un famoso monólogo femenino que  “La clemencia no es cualidad forzosa. / Cae como la lluvia, desde el cielo /a lo que está debajo. Su bendición es doble: bendice al que la da y al que la obtiene. ”

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27 de noviembre de 2024
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Confucio (2)

Confucio no ha sido un pensador correctamente estudiado en el siglo XX, pero eso está cambiando, y el poder lo vuelve a considerar un maestro. Su descrédito lo decretó el marxismo chino, que decidió aniquilarlo desde el primer momento quizá porque en el marxismo de Mao había mucho confucionismo, más del que quisiera el mismo Mao, y quizá también porque era muy fácil convertir a Confucio, pensador de los tiempos heroicos, en legitimador de una sociedad feudal y aristocrática.

Por eso hasta en las historias de China de la época posmaoísta se refieren a él como a un filósofo de antepasados “nobles y esclavistas”, que a pesar de su buena fe defendía una sociedad al servicio de “la nobleza esclavista”. Es obvio que todas las antiguas noblezas eran esclavistas, insistir en ello es querer introducir en el tejido de la historia toneladas de ideología, y es también caer en ese anacronismo, tan común en nuestro tiempo, de juzgar los hechos del pasado con la moral del presente.

Pero dejando al margen esas intromisiones de la moral marxista en la visión de la antigua nobleza, hasta en esas historias oficiales y oficialistas reconocen que en la enseñanza de Confucio se reflejaba la intención de ennoblecer a la plebe, animándola a intervenir en política, por eso muchos de sus discípulos eran plebeyos.

Se suele oponer habitualmente el confucionismo al taoísmo, ¿con razón? Como elemento peculiar, el taoísmo lo basó todo el la dialéctica binaria y en el principio de contradicción, pero tanto la lógica binaria como el principio de contradicción son también utilizados por Confucio, amante de las paradojas. La prueba de que Confucio utilizaba la contradicción en su sistema se detecta en una sentencia suya que dice:

A quien haya mostrado una de las caras del problema, si no sabe deducir las otras tres caras, le borraré sin miramientos de entre mis alumnos.”

Lo que evidencia que exigía ver un problema desde cuatro ángulos opuestos cuyos enfoques había que sintetizar en uno solo. Operación que recuerda las enseñanzas de los sofistas.

Como pedagogo Confucio prefirió ser “el que trasmite, no el que crea; el que ama y tiene fe en los antiguos”. Actitud que en este caso lo aproxima a San Isidoro y su proyecto etimológico y de restauración del pasado, en una época en que imperaba el olvido y la aniquilación sistemática de la memoria.

Era un enamorado de la antigüedad, como Platón había sido un enamorado de la antigüedad homérica de la que le separaban cuatro siglos, pero ese amor por la antigüedad tenía ya las características del amor hacia el pasado que puede sentir un historiador, y como los historiadores Confucio pensaba que “debíamos estudiar la antigüedad para comprender el tiempo presente”.

La obra de Confucio, como desenterrador del pasado, fue ejemplar, y en lugar de convertirse él mismo en un cronista, narrado cuando había leído y oído desde un punto de vista más o menos personal, prefirió, como señala Tsui Chi, compilar documentos históricos y poético auténticos. Dicho de otra manera: se comportaba como un estudioso de la literatura que en lugar de juzgar la literatura de la Edad Media se encargara de recopilar sus mejores textos poéticos, jurídicos, prácticos, científicos, así como un catálogo de sus costumbres y ceremonias sociales. Desde esa perspectiva hemos de juzgar sus grandes textos: El célebre Yijing o Libro de las Mutaciones, el Canon de la Historia, el Libro de las Odas, el Libro de los Ritos, y los Anales de primavera y otoño Confucio no opina, Confucio deja que hablen los documentos, y nos permite a la vez hablar con ellos. No quiere darnos una visión personal del pasado (y que por ser personal podría derivar hacia actitudes tendenciosas), prefiere que juzguemos nosotros mismos el pasado atendiendo a las palabras que empleaban en el pasado y a las costumbres que eran comunes en el pasado.

Tanto el confucionismo como el taoísmo fueron filosofías de la prudencia, una prudencia que parecía necesaria en tiempos de una imprudencia tan generalizada, jalonada de continuos derramamientos de la sangre que dibujaban una panorama en el que desaparecía por doquier el tabú de matar y la vida humana se devaluaba hasta límites de pesadilla.

Nos referimos al terrible período de los Reinos Combatientes (479 a. de J.C.-221 a. de J.C.) del que surgieron, como urgente y a la vez asentada oposición a la barbarie, el confucionismo y el taoísmo. Fueron tiempos en que, si nos atenemos a las crónicas de la época, la vida sólo era “agitación y oscuridad”. Los antiguos rituales de cohesión sólo eran caricaturas del pasado, y todos los estados feudales que rodeaban la capital imperial crecían cada vez más, como enormes sanguijuelas alimentándose ya del corazón del imperio Tcheu. Un periodo gobernado por los señores de la guerra que habían olvidado todas las normas del espíritu caballeresco, dominados únicamente por la pasión por el poder.

Es en esa tesitura en la que hay que ubicar la importancia que Confucio dio a los ritos, y que luego ha servido como arma arrojadiza contra él, pues ha sido siempre mal interpretada, y hasta los que defienden a Confucio no perciben la clave de por qué insistió tanto en los ritos. Y es que más que pretender reglamentar de nuevo la conducta de los chinos con el objeto de poner los cimientos formales y morales un nuevo imperio, poderoso, ordenado y cívico, lo que quería era crear elementos de cohesión, que muchas veces podían ser de carácter ritual. Para entenderlo basta con que nos situémonos en el territorio de la antropología y nos preguntemos qué es exactamente un rito. Y bien, un rito es siempre una ceremonia que sirve para conexionar. Esto es antropológicamente observable en todas las culturas: todo rito es una ceremonia de cohesión, por eso las culturas poco cohesionadas carecen casi de ritos: de ceremonias de cohesión que no sólo son verificables en la especie humana.

En una época de desconexión generalizada, de barbarie y de olvido de todo el saber del pasado, ¿no era necesario insistir en la importancia de las ceremonias de cohesión? ¿No era necesario tomarse en serio la formación de los individuos, inculcándoles valores como el respeto, las buenas maneras, la suavidad en el trato, la buena educación en suma? ¿No era acaso totalmente necesario? ¿Y ahora no lo es?

Y mientras el confucionismo iba extendiendo sus tentáculos por China, fundamentalmente debido a la labor docente del maestro, que en algunos períodos llego a ser un maestro errante, también se iba extendiendo el taoísmo, otra vía de oposición a la barbarie de carácter más naturalista que el confucionismo, que le daba poca importancia a los ritos, mas no hay que olvidar que con el tiempo también el taoísmo se lleno de ceremonias de cohesión y de fórmulas inmodificables en su expresión, si bien podían interpretarse de varias maneas.

Obviamente, la vía de Confucio era más voluntariosa. Exigía participar de verdad en el tejido social, y de muchos de sus textos se deduce que Confucio creía, como Aristóteles, que el hombre es un ser social. La vida de Confucio es la prueba de que en todo momento encarnó esa creencia. Fue un hombre tremendamente social, como Sócrates, y como el filósofo griego comía moderadamente pero podía beber mucho, aunque nunca se emborrachaba, si nos fiamos de lo que más tarde dijeron sus discípulos.

Como muchos maestros de su época y de otras culturas, la vida de Confucio estuvo presidida por la paradoja, y resulta que su obra más personal, y que más atañe a su persona, no la escribió él: lo hicieron sus discípulos. No escribir sobre su propia vida fue también el proceder de Sócrates, que dejó ese papel para Jenofonte y Platón. Algo semejante ocurrió con Buda, Jesucristo y Mahoma.

Supongo que es una actitud basada en el poder del discurso verbal, en la capacidad de dejar grabado en las cabezas de los que escuchan lo que estás diciendo. Digamos que se trata de maestros que no necesitan escribir porque su pensamiento queda grabado en las cabezas de los que han escuchado. En lugar de escribir sobre un papel, escriben sobre el cerebro de los demás, y confían que cuando mueran, sus discípulos sólo tendrán que ponerse a escribir lo que recuerdan, y toda la doctrina del maestro surgirá entera, como si estuviese resucitando de entre los muertos.

Con Confucio ocurrió eso, y especialmente con Las analectas, redactadas por sus discípulos directos, y donde podemos asistir, de una forma discontinua y relampagueante, a muchos momentos de la vida de Confucio y, sobre todo, a muchas reflexiones y conclusiones derivadas de esos momentos. Por ejemplo:

Avanzaba rápido, como alado…”

No comía alimentos en mal estado…”

Cuando había mucha carne sólo comía la necesaria para el arroz. Sólo con el vino no tenía medida, pero nunca se emborrachaba.”

Si el príncipe le enviaba un animal vivo lo ponía a pastar.”

En la cama se tendía como si fuese un cadáver. No quería modales formales en su casa.”

Cambiaba de expresión si de repente sonaba un trueno o soplaba súbitamente una ráfaga de viento.”

Belleza: lo que asciende, planea y luego regresa al nido.”

Las sentencias citadas están recogidas de lugares diferentes del libro, y en ellas el lector puede observar que todo cabe en la vida de Confucio y de todo se habla de forma alegre, desenvuelta y desordenada. De pronto vemos al maestro comiendo, de pronto recibiendo un regalo, de pronto lo vemos caminando, de pronto escuchamos una de sus definiciones de la belleza, de una naturalidad emocionante.

¿Y ya sólo por eso no tendríamos que estar agradecidos a este pensador de hace dos milenios y medio que, tras el ostracismo al que le sometió el maoísmo y sus secuelas, vuelve a estar presente en China y fuera de ella?

Muchos de los momentos de las Analectas tienen algo de diálogos platónicos de la primera época, y se observa el sistema de preguntas y respuestas que caracterizó a toda la filosofía antigua, tanto oriental como occidental. Las analectas comienzan con dos preguntas, y las preguntas se van a ir sucediendo a lo largo de la obra. Elegimos algunas: “¿Cómo puede un hombre ocultar sus verdaderas inclinaciones?” “¿Quieres una definición del conocimiento?” “¿Qué significa sacrificio?” “¿De qué sirven las ingeniosidades verbales?” “¿Para qué necesitas la conversación brillante?”, y así sucesivamente. Al igual que Platón, Confucio pretendió una redefinición del mundo, y como vivió en un período rabiosamente aristocrático, su filosofía tiene en cuenta el poder de la nobleza y su capacidad para cohesionar hombres y lugares. No podía ser de otra manera. Pero dignifica considerablemente la naturaleza humana y por primera vez en China vemos en él un intento claro y sereno de nivelación laica al postular que los hombres son iguales por naturaleza y sólo se diferencian por lo que aprenden, que sería lo mismo que decir que sólo se diferencian por todo lo que les injerta la cultura en la que nacen y viven.

También encontramos en las Analectas numerosos y zigzagueantes retratos del maestro. El más hermoso, concebido para desbaratar los tópicos que los taoístas hacían circular acerca de Confucio, lo define así:

Era tan entusiasta, tan intenso, que se olvidaba de comer, y tan feliz que ignoraba sus problemas y no se enteraba del paso del tiempo”.

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25 de noviembre de 2024
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“Querellas que lo destruyan”

 

Retomo una metáfora aquí ya empleada: intentar superar situaciones que son expresión de un estado de cosas y una relación de fuerzas, sin atacarse a estas últimas, es como intentar mover o destruir la superficie de la mesa sin el esfuerzo necesario para desplazar la mesa (ejemplo superar aquella parte de la degradación del entorno natural debida a la actividad humana, sin focalizar las fuerzas en los poderes del mundo que constituyen la matriz de tal actividad) Y como este proyecto es vano, como la superficie sólo se desplaza- o destruye- con la mesa misma, el mantenerlo como ideario equivale a nulidad de actuación más o menos amenizada con burbujas.

Cuando cada pueblo del mundo puede sentir que “a desollarte vivo vienen lobos y águilas”, depredadores que proclaman ya sin ambages su intención, desde Colombia hasta Francia o España, la energía de los propios amenazados es canalizada hacia ficticios enemigos (cazadores rurales que viven de esta práctica- no ociosos deportistas urbanos- espectadores de ciertos festejos populares, o simplemente consumidores que no se hallan en condiciones sociales de asumir normativas estrictas en materia de bienestar animal, erigida casi en equivalente del entero ecologismo), lo cual permite difuminar la impotencia ante quien representa el verdadero problema.

Surge inevitablemente la idea de que se trata de una suerte de renuncia encubierta, expresión de un nihilismo respecto a las potencialidades del ser humano. Renuncia a actitudes de las que la memoria popular da testimonio: memoria de resistencia por fidelidad a imperativos éticos mas también memoria de lucidez ante el fracaso, y de apuesta porque este fuera pasajero, al menos en lo social (pues en lo individual la dignidad pasa sólo por la asunción de la tragedia, el desgarro que supone la polaridad entre biología y lenguaje). Memoria, en suma, de momentos de lucha animada por la idea de una emancipación efectiva de la especie humana, combate al cual se opone el empantanamiento en falsas querellas. De nuevo el texto de “Timón de Atenas” de Shakespeare por Marx evocado.

“...Dios visible. Que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias y las obligas a que se abracen; tú, que sabes hablar todas las lenguas. Para todos los designios. ¡Oh tú, piedra de toque de los corazones, piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela y por la virtud que en ti reside, haz que surjan en su seno querellas que lo destruyan, a fin de que las bestias puedan tener el imperio del mundo!”.

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25 de noviembre de 2024
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25 de noviembre de 2024
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