Jim Thompson
Jim Thompson Aquí y ahora, la autobiografía de Jim Thompson, es comentada en El país...
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Jim Thompson
Jim Thompson Aquí y ahora, la autobiografía de Jim Thompson, es comentada en El país...

Aquí está mi reciente post en “Vano Oficio” del diario El País: confesiones y orígenes...

Ciertas obras literarias pasan de una a otra generación sin que en sus manos se agote el sentido ni el sesgo con que su autor supo escribirlas. Nunca insistiremos lo bastante en la conveniencia de leer a los clásicos y siempre lamentaremos que sea necesario hacerlo con tanta insistencia. Su estilo nos regocija. Su dicción, nos consuela. La elegancia de sus formas, nos asombra. Su inteligencia nos sume en el estupor.
La enseñanza del sonriente Demócrito y la gracia del jardinero Epicuro que Lucrecio evocó en su Rerum Natura ilustran el origen remoto de esa extraña ciencia sin científicos que nació en la vieja Grecia. Fidelísimos copistas monacales y audaces pioneros supieron entender a lo largo de los siglos la descomunal visión que les conduciría desde la intuición poética hasta las desconcertantes certezas de nuestra época.
En Lucrecio aún pueden leerse algunos hallazgos que, sin embargo, permanecerán recluidos todavía durante un tiempo en los anales de la poesía. Recuerda Lucrecio en el preámbulo de su libro cuarto que su amarga doctrina no gusta a todo el mundo. Luego procede a exponer su teoría de los simulacros y describe el modo en que las películas desprendidas de la corteza exterior de las cosas, vuelan de aquí para allá. Dice que las cosas emiten efigies de sí mismas y que despiden emanaciones. Lucrecio analiza la mecánica de los sentidos, la información que proporcionan a la mente, y subraya la sutil sustancia de los simulacros. Considera que sobre las cosas aletea una impalpable imagen y reflexiona sobre ese lugar en donde nuestros ojos empiezan a no poder percibir. Concluye advirtiendo que una multitud de simulacros vagan de muchas maneras, incapaces de excitar los sentidos del hombre.

La crónica viene cobrando en los últimos años sus fueros literarios en América Latina, un género que desde el periodismo le presta a la narrativa de ficción sus elementos de veracidad basados en el rigor de la investigación, y a la vez recibe de aquella los recursos necesarios para atrapar al lector, los ganchos, como se dice en el oficio; todos, menos uno, el de la invención.
En las escuelas de periodismo se aprende desde temprano que un diario es un edificio que se construye cada día y hay que derrumbar para levantar la edición del día siguiente. Todo lo que se escribió sólo queda patente en los archivos donde las noticias son enterradas después de su muerte prematura de puro viejas. Hacer que las palabras sobrevivan y no vayan a ese cementerio, depende de la manera en que los acontecimientos fueron enfocados, y para eso no hay mejor auxilio que el ingenio y la perspicacia, pasados por el tamiz de los recursos literarios.
Es lo que la crónica consigue. Y es la manera de que el periodismo pase a los libros. El periodismo de firma. Hemingway, que inventó un estilo de frases cortas, cada punto y seguido un disparo certero. Las crónicas de Ryszard Kapuściński, armando un universo de palabras donde cupieron desde las oscuras asonadas en el mapa sangriento de África hasta la guerra del futbol en Centroamérica, transformando el periodismo en historia, como Herodoto, cuyas huellas siguió. Y los maestros de hoy en día, ágiles e incansables en las páginas del New Yorker, como Jon Lee Anderson y Alma Guillermoprieto.

Crecimos rodeados de constructoras, academias de idiomas, tabaco light y cantantes depresivos. “Soy el típico Piscis -escribió Kurt Cobain antes de suicidarse-, triste, sensible, insatisfecho”. Nuestros abuelos nunca pudieron desalojar el aturdimiento de la guerra ni la huella del hambre. Su lenta recuperación a pesar del franquismo, empujando viejos Simcas entre la copla y el estraperlo, sirvió para que nuestros padres bailaran bajo un tendido de luces celebrando esa palabra sonora que tan extraordinariamente define un tiempo: guateque. Del Dúo Dinámico y el twist a tener que levantar el país, mientras quienes nacimos entre los sesenta y los setenta merendábamos bocadillos de Nocilla, ordenábamos sellos y limpiábamos nuestros elepés con sprays imperfectos. A diferencia de los baby boomers, con el compromiso agarrado al DNI, que combinaban la tradición con las libertades recién inauguradas, nuestra generación -bautizada X- creció entre un lánguido inconformismo y una colección de guitarras distorsionadas. Fuimos educados con valores antiguos para encajar en un nuevo mundo cuyo futuro prometía grandes esperanzas. Y nos plantamos en el consumismo feroz, frente al espejo narcisista, sintiendo los primeros ardores solidarios. El príncipe Felipe, que hoy cumple 45 años con barba encanecida, representa a quienes tuvieron una infancia analógica y fueron quitándole caspa al país con espumas para el pelo, veranos de InterRail y conciertos de REM. Los alocados ochenta en los que estrenamos amaneceres se vieron interrumpidos por la bofetada del sida y las drogas. Eternos adolescentes, nos casamos con un trabajo, retrasamos la hora de ser padres y pensamos que estar sobradamente preparados nos garantizaría una vida a plazo fijo. Hoy sabemos que hemos vivido mejor que nuestros padres, pero también advertimos que nuestros hijos difícilmente conocerán una idea tan eufórica del progreso. No obstante, son muchos quienes asisten impávidos a este cambio desde la retaguardia porque la imponente generación tapón sigue inamovible, dispuesta a morir con las botas puestas. En cambio, los nativos digitales, más baratos y proactivos, han logrado que la palabra emprendedor ya no sirva para mayores de cuarenta. Felipe de Borbón, preparado para reinar, sigue siendo el eterno sucesor mientras el mundo avanza con saltos estratosféricos. La crisis acrecienta las voces que piden una abdicación. Incluso la propia monarquía es consciente de que necesita un rediseño. El tiempo de espera del Príncipe encarna el tránsito permanente de quienes se ven obligados a utilizar esa expresión cada vez más cansina y popular, “reinventarse”, aunque ni tan siquiera se hayan inventado.
(La Vanguardia)


Nicole Krauss La escritora norteamericana Nicole Krauss ha publicado esta semana un cuento...


Álvaro Enrigue, Valeria Luiselli y Tryno Maldonado. Foto: Daniel Mordzinski Con la crisis, la...

En principio, y como más o menos cabe deducir del título Un forastero en Lolitalandia es un viaje a la América de Nabokov y el más famoso de sus personajes, Dolores Haze, más tarde llamada de casada Dolly Schiller, pero universalmente conocida como Lolita. Y de eso se trata, en efecto, de un viaje sentimental, como lo son este tipo de viajes, en pos de una quimera, o de una metáfora, o si se prefiere, de una realidad, palabra esta que sale mucho en el libro pese a que le pasa como al libro mismo, es decir, que no se parece mucho a lo que generalmente parece prometer.
Gregor von Rezzori era de ascendencia aristocrática siciliana y aunque su familia se instaló en Viena desde el siglo XVIII él nunca perdió el vínculo con sus raíces, hasta el extremo de casarse con una italiana, Beatrice Monti della Corte. Debido a los vaivenes de la política europea a lo largo de su vida (1914-1998) Rezzori nació bajo el Imperio Austrohúngaro para luego pasar a ser súbdito de la monarquía rumana y ciudadano soviético antes de instalar en Italia, aunque vivió largas temporadas en Viena, Berlín y París. No es de extrañar que reconstruir su infancia les costase tres novelas, conocidas en España como La gran trilogía: Un armiño en Chernopol. Memorias de un antisemita. Flores en la nieve (Anagrama, 2009)
Él se consideraba un desarraigado, y ése fue uno de los rasgos que lo identificaban con Nabokov aunque leyendo el presente libro se advierte que los vínculos eran mucho más profundos y determinantes. En algún momento, mientras vaga por los espacios infinitos americanos, Rezzori reflexiona que tanto Nabokov como él habían perdido algo que iba mucho más allá de un punto concreto en el globo: habían perdido la realidad. E insiste: al igual que en su día le pasó a Nabokov, él iba a tener que inventarse una América que habría de corresponderse de algún modo con la realidad. Sin embargo, al llegar a la página 37, el lector puede hacerse una idea del enorme trabajo que queda por hacer porque Rezzori, explicando los motivos de su viaje, dice: "Me invadió el deseo de cruzar esos interminables espacios habitados, según me imaginaba yo, por búfalos y rascacielos, pieles rojas en mustangs, gángsteres con sus mujerzuelas, negros tocando jazz en sus saxofones y también por Buster Keaton". Ya te digo.
Para acabarlo de arreglar, Nobokov siempre hizo gala de una coquetería rayana en la soberbia frente a los intrusos que pretendían descubrir la realidad a partir de lo que tanto trabajo le había costado a él crear literariamente. Con respecto a las ciudades y paisajes "reales" que le sirvieron de inspiración para los viajes de Humbert Humbert y Lolita, el taimado expatriado ruso se despachaba a los pesadísimos curiosos enviándolos al Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard. Según él, bastaba con anotar los lugares donde él había cazado sus mariposas para saber por dónde se había movido él y cuáles habían sido sus modelos. Pero claro. Si sus textos están plagados de trampas y guiños, cómo hacerle caso en las entrevistas cuando está claro que sólo pretende borrar pistas, y ahí están sus respuestas cuando los pesados de siempre trataban de sonsacarle el modelo "real" que le inspiró su famosa Lolita: "Utilicé el brazo de una niña pequeña que vino a visitar a mi hijo Dimitri, y la rótula de otra". Con esas pistas tan falaces no es de extrañar que los fanáticos le hayan encontrado docenas de posibles modelos, hasta el punto de que Nabokov, hablando en serio por una vez, hubo de negar rotundamente que hubiese estado acosando niñas pubescentes por todo América. Es más, decía, ni siquiera le gustaban las nínfulas (palabra inventada por él y que, por cierto, el Diccionario de la RAE todavía no ha incorporado, con lo bonita que es). Aun así, y aunque el propio Rezzori sabía estar cazando mariposas fantasmagóricas, de los 43.000 kilómetros que recorrió Nabokov en pos de sus propias mariposas, él se hizo 21.000 kilómetros, siempre en plena batalla entre lo que supuestamente vieron Humbert Humbert y Lolita y lo que veía él, cuarenta años más tarde. En algún momento insinúa que está persiguiendo el rastro de un amor sin esperanza de la Europa clásica por la joven, seductora y bárbara América. Pero su metáfora más elaborada le surge cuando contrapone a Lolita con esas mariposas que empiezan siendo un gusano repulsivo para salir de la crisálida convertidas en un ser sutilmente delicado, etéreo y adornado con colores maravillosos. Entre la nínfula de las primeras páginas, que arrastra al infierno a quien desea poseerla, y el ama de casa sucia, sudorosa y embarazada del final del libro se desarrolla una de las narraciones más fascinantes de la literatura del siglo XX. Y entre Zadie Smith con su prólogo, Javier Marías con el epílogo y Gregor von Rezzori con el relato de su viaje se las arreglan para que el lector esté deseando terminar el libro para salir corriendo en busca de su viejo y, casi seguro, muy baqueteado ejemplar de Lolita.
Un forastero en Lolitalandia
Gregor von Rezzori
Reino de Redonda
