Sergio Ramírez
La crónica viene cobrando en los últimos años sus fueros literarios en América Latina, un género que desde el periodismo le presta a la narrativa de ficción sus elementos de veracidad basados en el rigor de la investigación, y a la vez recibe de aquella los recursos necesarios para atrapar al lector, los ganchos, como se dice en el oficio; todos, menos uno, el de la invención.
En las escuelas de periodismo se aprende desde temprano que un diario es un edificio que se construye cada día y hay que derrumbar para levantar la edición del día siguiente. Todo lo que se escribió sólo queda patente en los archivos donde las noticias son enterradas después de su muerte prematura de puro viejas. Hacer que las palabras sobrevivan y no vayan a ese cementerio, depende de la manera en que los acontecimientos fueron enfocados, y para eso no hay mejor auxilio que el ingenio y la perspicacia, pasados por el tamiz de los recursos literarios.
Es lo que la crónica consigue. Y es la manera de que el periodismo pase a los libros. El periodismo de firma. Hemingway, que inventó un estilo de frases cortas, cada punto y seguido un disparo certero. Las crónicas de Ryszard Kapuściński, armando un universo de palabras donde cupieron desde las oscuras asonadas en el mapa sangriento de África hasta la guerra del futbol en Centroamérica, transformando el periodismo en historia, como Herodoto, cuyas huellas siguió. Y los maestros de hoy en día, ágiles e incansables en las páginas del New Yorker, como Jon Lee Anderson y Alma Guillermoprieto.